CAPÍTULO XXIX
Su hombre perfecto sólo tardó dos minutos en morir. Por ese entonces, habían dejado de llamar a la puerta.
Adrian yacía elegantemente tendido en el sofá, con sus zapatos pardos vueltos hacia afuera. Le dejó el almohadón escarlata sobre el rostro para no volver a ver sus dientes largos.
Apagó la luz de la sala y cerró la puerta. Rápidamente se deslizó al pequeño vestíbulo y escuchó junto a la puerta. No se oía nada, de modo que la abrió con suavidad.
Una vez más pudo comprobar la ironía de la vida, porque la persona que había estado llamando era el almirante Tippits. Estaba en el suelo, reclinado contra la pared del pasillo. Adrian había muerto en una feliz ignorancia de su persona, gracias a un borracho.
¡Era imposible vencerlo!
Volvió a cerrar la puerta y corrió al dormitorio a cambiarse de ropa. Tenía que hacer un viaje veloz y para ello, nada tan cómodo como una camisa y un saco.
Box dio un brinco y salió de la canasta de la cocina, como temiendo que se olvidasen de él.
En cuanto estuvo lista, fue por la correa del perro y salieron apresuradamente del departamento. La luz amarilla del vestíbulo se filtró en el cuarto que antes había sido el estudio de Adrian. Allí sonreía su foto, con intimidad, y vio la sombra de ella un poco detrás.
Era otra vida, hacía mucho tiempo.
—Ven Box —le dijo, sin emoción—. Ha terminado la comedia.
El almirante Tippits dormía aún su sueño de borracho en el suelo del pasillo, recostado contra la pared. Box, lo olfateó, pero Thelma le dio un tirón del collar y comenzaron a caminar por el pasillo. Se volvió a la derecha, hacia los ascensores y al hacerlo vio que dos hombres venían en esa dirección, por el pasillo opuesto. Instintivamente, se recostó contra la pared oscura. Sin duda, iban a su departamento y oyó una vez más sonar el timbre. Nunca lo volvería a oír.
Arrastrando a Box corrió hacia los ascensores. Dos de ellos estaban ocupados y dos detenidos. Alguien se había olvidado, una vez más, de cerrar la puerta enrejada.
Tomó en brazos a Box y bajó corriendo la escalera. Tenía que descender cinco pisos y le quedaba aún un largo trecho hasta el garaje.
Lo hizo. Metió a Box en el interior del coche, en el asiento de al lado, al par que subía ella. El encargado del garaje llenaba el tanque de nafta de otro coche. Thelma tenía bastante y puso en marcha el motor. El automóvil comenzó a moverse y subió por el terraplén. Zafándose apenas de un ómnibus 11, voló a King Street y dobló hacia Hammersmith Broadway. Al cruzar Putney Bridge una voz le dijo, con calma:
—¿Sabe lo que está haciendo, querida?
Pero no le dijo que detuviera la marcha y parecía menos astuto que amable, de modo que Thelma siguió con el pie en el acelerador. Las luces rojas del tránsito la obligaron a bruscas frenadas, pero al reiniciar la marcha, él seguía sin hablar. El corazón le saltaba dentro del pecho, aunque su cerebro no podía seguir ese ritmo. Una gran luna de color de naranja comenzó a ascender por el cielo y apartar millones de estrellas.
—Sí, sé lo que estoy haciendo —le contestó.
Se oía el zumbido del motor y ya andaba por Kentish cuando agregó: —Podríamos hablar mejor si se sentase dónde está el perro. Hay lugar para tres.
Pero casi olvidó sus propias palabras, quizá porque no obtuvo respuesta inmediata y cruzaron la frontera de Kentish antes de que ella volviera a hablar, retomando un antiguo camino. Un camino que tenía un pasado.
La luna ya estaba alta y el cielo, blanco y plateado con su luz. Las copas de los árboles parecían heladas, pero la tibieza y el perfume de la noche volvían fantástica la idea. La noche misma parecía fantástica. Y quizá lo fuera.
Y sin sustraerse a ese hálito de fantasía, al divisar un café en el camino, Thelma agregó:
—Tengo hambre.
De modo que cuando el automóvil se detuvo tuvieron que bajarse. A la luz de la luna resaltaba su silueta vigorosa, con el viejo perro debajo del brazo derecho, y también su pequeña figura, con el sombrero flexible y medieval. ¡Una pareja inverosímil, por cierto!
Sin embargo, la propietaria del café no hall# en ellos nada sobrenatural ni inverosímil y, al parecer, pensó que serían casados. Sí. Ella tomaría jamón con huevos y té, “puesto que ya no estamos en guerra”. La mujer tenía “un bocado para el perro” y le preguntó: “—¿No le vendrá aire de la ventana a su esposa, señor? ¡Aunque la noche está tan templada!”
Mr. Warwick a secas miraba de hito en hito a la viuda de Adrian Winterton. La propietaria vestía un mameluco estampado y de sus orejas colgaban anillos lisos como los de las gitanas. En cuanto les sirvió lo que habían pedido, fue a sentarse a una mesa apartada y se ocupó de un recipiente de fresas. De tanto en tanto, una voz masculina le gritaba desde algún sitio:
—May... ¿Cuánto quieres que ponga, exactamente?
—Oh, lo que te parezca...
—Bueno, he completado unas dos fanegas.
—Me parece que bastará. Salvo que mañana vuelva a hacer calor.
La viuda de Winterton pensó: “—¿Mañana?”
Terminaron de cenar y Mr. Warwick encendió un cigarro.
A Adrián le hubiera gustado fumar cigarros.
—Muy bien, querida —le dijo Warwick, un poco en tono de reproche—. Tenemos que enfrentar el problema, no nos queda más remedio. —Hablaba en voz baja, para que no los oyese la mujer que se hallaba en el extremo del salón y en ese momento parecía muy poco detective.
“—Yo soy de veras su mujer —trató de persuadirse Thelma— y de la ventana me llega un poco de aire. Somos el señor y la señora Warwick. ¿Cuál sería su nombre de pila? ¡Qué fantástico ignorarlo y sin embargo estar enamorada de él! Y él está enamorado de mí. Mejor será no preguntarle el nombre. ¡Podría llamarse Adrian...! —Pensó “mañana” y sintió que algo la rozaba. Pero sólo un instante, porque luego se dijo iluminada: “—¿Y qué? Mañana será un día feliz como otros días felices. Me levantaré después que me haya servido el té. Siempre insiste en servírmelo, es una gentileza de él, pero yo preparo el desayuno. Compartimos las cosas y siempre pensamos el uno en el otro. Por ello nuestro matrimonio es un triunfo tal. Mañana será otro dichoso día de verano.”
—Me imagino que no estará llorando —supuso Warwick.
—No, no —le contestó en seguida (sabía que a los hombres no les gustaban las lágrimas) y se sonó la nariz.
—Porque debemos hablar con sensatez, querida, y sin risas ni lágrimas. Hoy he renunciado a mi puesto —le comunicó.
Se había llevado el pañuelo a la nariz y vio el rostro de Warwick a través de sus ojos velados por las lágrimas.
—¿Ha renunciado?
Hizo un gesto afirmativo.
—Sí. —Parecía disculparse, con espíritu de autocrítica. — Es la primera vez que he dejado de cumplir con un deber. —Se encogió de hombros.— Pero ya está. Es algo más fuerte que yo. —Le sonrió.— No sabía que el amor era así. A mi edad, supongo que debiera saberlo.
Thelma le contestó que lo sentía mucho, mucho.
—Pero, en caso de haber tenido más experiencia, ¿que hubiera hecho?
Su sonrisa fue más amplia.
—Oh, supongo que uno puede escapar al amor en una primera etapa. Podría haber dejado al pobre Hilton con su caso.
—¡Pobre George! —Hesitó.— Nunca lo habría hecho si hubiera sabido que usted... era quien es. Pensé que era Mr. Warwick a secas. —Y agregó; — Pensé que George Hilton era el único que podía hacerme peligrar. Y sabiendo la índole de mis sentimientos, hacia usted decidí un nuevo plan. La única diferencia es que usted, inesperadamente, está conmigo.
Él meditó un instante antes de contestar. Luego le dijo:
—¿Murió Adrian? Me imagino que sí, porque lo vi llegar a The Pennines. Me pregunté si habría tenido usted tiempo. ¡El asunto de Hilton removió a Scotland Yard! Usted estuvo con él en la pileta, claro. Donde usted lo asió, detrás de las rodillas, han quedado unas marcas azules...
”Sí, me culpo enormemente a mí mismo, Mrs. Winterton, por haber ido a Sea View con la excusa de un vaso de agua. Pero le había echado el ojo (suena un tanto irlandés) ¡antes de conocerla! Usted no tenía una coartada para el caso de Robert Hodges, y creo que allí falló George, aunque también él podría haber acertado, sin duda. Pero me orientó en la pesquisa. Mrs. Stevens, la portera, la vio salir y regresar. El jurado le hubiera pedido que explicase dónde había estado. Además, la respuesta que usted diera iba a ser verificada.
”De modo que me puse a pensar. Por las dudas... ¡abstente! Es un refrán personal. Entonces, me largué detrás de usted a Wilton. Y de paso, ¿no es éste el camino a Wilton? ¿Seguro que no va allí? Mucho me temo que su plan para esta noche sea sorprendente.
"¿Dónde estaba? ¡Ah, sí! La seguí, a la casa de su suegra, Sea View. ¡Esa casita horrible! Pero se me pinchó una goma en el camino y me dio mucho trabajo seguir las huellas de su automóvil y cuando llegué a Sea View no pude servir de mucho... aunque era bastante competente en mi juventud. En la India. Sí, allí. ¡Oh, tuve una vida agitada, en todos los lugares del mundo!
”Y después usted abrió la puerta.
”¡Es tan rara la forma en que suceden las cosas, Mrs. Winterton! Siempre, siempre en forma inesperada. Yo diría que somos una pareja más vale inverosímil y bueno, claro, la vida es dura y perdonar es lo más fácil, o debiera serlo, pero no puedo dejar de pensar que no somos una pareja recomendable. —Su sonrisa era pesarosa y de disculpa por haber tenido que incluirla también a ella.— El asunto es que creo que todos podemos torcer por el mal camino en una u otra encrucijada. Y luego, ¿cómo volvemos a encontrarnos a nosotros mismos? —Volvió a encogerse de hombros.— Es algo malo, en verdad lo es.
Thelma se hallaba inclinada, frente a él, escuchándolo.
—Sí, me doy cuenta —le dijo con animación. Tragó, ansiosa de decirle algo—. Y ahora comprenderá cuál es mi plan para esta noche, Mr. Warwick. Hace muchos años que tomé el mal camino, cuando era apenas una niña. Pero no quiero disculpar lo que he hecho. ¿Se puede saber acaso, antes de la adolescencia, si uno es capaz de sublimar los apetitos camales?
—Ah...
—¡Y yo lo sabía! Sólo que tenía miedo de admitirlo. Pero —continuó, nerviosa—, después del pobre George, me di cuenta de que me había equivocado. Y aunque cualquier camino significase perderlo a usted y si puedo decirlo, que usted me perdiera (él asintió), sabía lo que debía hacer.
"Cuando Adrian murió, fui por mi perro y bajé al automóvil. Supuse que usted estaría por allí cerca, pero no quería volver a verlo. No se me ocurrió que pudiera estar en la parte posterior del coche. —Se interrumpió.
—¿Y...? —preguntó él, esperando.
—Voy al Santuario —tartamudeó—. Quizá deba agregar, si usted me lo permite... Pero como usted ha renunciado a su cargo... creo que no me lo impedirá.
—Al Santuario —repitió él.
—Sí. Es un convento en Lington. Junto al camino principal. Cuando yo era pequeña, todas...
—Pero, un momento, mi querida —volvió a interrumpirla, frunciendo el ceño. Parecía preocupado—. Hace unos meses, cayó una bomba sobre el Santuario de Lington... Está deshecho. No quedan más que las paredes...
—¿Nada más que las paredes...? Bajó la cabeza, con aire de abatimiento. Su último refugio desaparecía.
—Murieron todos.
—Quiere decir que en cualquier forma ahora estaría muerta —pensó, estremecida.
—Hay otros conventos —oyó que le decía Warwick, vacilante.
—¡No! No! —gritó, atribulada y enferma—. ¡No sería lo mismo! ¡El Santuario ha sido siempre parte de mi vida! Me he dado cuenta ahora.
—¿Vamos allí? —Lo miró como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar. Él le sonrió, agregando:— Estamos muy cerca. ¿No le gustaría volver a ver el viejo sitio por sus propios medios? ¿La iglesia y la casa en lo alto? Solía ser un colegio de niñas...
—Si, lo sé...
—Conozco muy bien a Lington. Viví allí cuando muchacho. Era hijo del maestro de escuela.
—¿Sí? —Lo habría visto jugar entonces en la calle o en el patio del colegio. Era mayor que ella, claro, pero ¡si se hubieran conocido entonces!— Me casé en esa iglesia —le dijo—, Y vivía en el colegio de niñas, en la sierra.
—Lington es precioso a la luz de la luna. —Le sonrió.
Al reiniciar la marcha, Thelma comenzó a pensar qué harían. El futuro era un problema serio para ambos.
Sin embargo, ya había decidido qué iba a hacer y él también lo sabía.
Los tres se hallaban en el asiento delantero, el perro entre ambos. Thelma guiaba, porque las piernas de Warwick eran demasiado cortas para los pedales. Él la había tomado de la mano y cuando giró la llave, seguía entrelazada con la suya.
Y así llegaron, mansamente, a su destino. Eran tres personas que regresaban al hogar, porque el perro también era una persona y pertenecía, lo mismo que ellos, a la vida. La luna inundaba con su resplandor el pueblecito y cuando el automóvil llegó a la cresta de la colina, un panorama lleno de antiguos recuerdos se extendió ante sus ojos. Allá abajo pudieron ver el colegio, la iglesia y el muro pétreo y familiar del Santuario.
Cuando los turistas llegaban a lo alto de la sierra disminuían la marcha del automóvil para descender con precaución por el sendero empinado.
Pero esa vez fue distinto.
En cuanto el automóvil comenzó a deslizarse hacia abajo, Thelma aceleró la marcha y pronto se echó a volar como el viento.
Vieron un paisaje de árboles oscilantes, de olmos y de robles ingleses, allá abajo, en el jardín del Santuario. Y también vislumbraron la luna, que se deslizaba rápidamente detrás de ellos. Thelma conservaba el recuerdo del interior de la capilla, donde se había casado con Adrian. Y, de pronto, absurdamente, pensó que Adrian nunca había existido, y en cambio sí, en su lugar, un hombre mucho más cálido, de carne y hueso, que marchaba junto a ella, con la única diferencia de que ambos eran mucho más viejos y caminaban mucho más despacio. Era algo así como la celebración de unas bodas de oro, entre las plácidas sombras de la noche. El vicario, con su blanca sobrepelliz, rezaba arrodillado junto a la pila. Y un coro de querubines había comenzado a cantar el Nunc Dimittis.
FIN