CAPÍTULO XIII
También se reservaba esa semana el advenimiento de la regordeta y cuticremosa Mrs. Barker. Había conocido a Adrian, claro está, en las canchas de squash. Demasiado gorda para participar en el juego, se quedaba mirando, y algunas veces que estuvo allí, Thelma también se había sentado a mirar. Al poco tiempo se efectuaron las presentaciones, porque Adrian había estado jugando con el pequeño Mr. Barker, a quien derrotó, demás está decirlo, sin mayores esfuerzos. Los dos señores, acalorados, fueron al encuentro de sus esposas y tomaron asiento en las sillas de felpa encarnada. Un Arthur de saco blanco les llevó ginebras simples y, en menos que canta un gallo, Mrs. Barker hizo a Thelma la siguiente confidencia, en un susurro:
—Totalmente cautivada por su marido, Mrs. Winterton. ¡Qué orgullosa estará usted de él!
El pequeño Teddy Barker fue objeto de una mirada algo turbia. Se hallaba sentado, sin aliento, bebiendo medio. vaso de cerveza y, a diferencia de Mr. Winterton, incapaz de deshacer primero a un prójimo en un partido de pelota y discutir luego sobre literatura. No cabía duda de que ese Winterton era un tipo tan sesudo como deportista. Uno de esos terríficos sabelotodo. Al parecer, se hallaba a punto de publicar un libro con el alarmante título de La Mente y el Hombre. Sonaba bastante pavoroso, aunque le había "sugerido que tenía algo que ver con el crimen (nadie como Mr. Barker gustaba de una buena novela policial), pero del crimen en sus relaciones con la guerra. De si uno estaba loco cuando apuñaleaba a otro, o cuando lo envenenaba, o algo por el estilo. Winterton afirmaba que él podía reconocer a un loco en cuanto lo veía, lo mismo que a un criminal, y les encareció mucho que leyeran su libro en cuanto apareciera. Les entregaría “un ejemplar firmado por el autor”.
Mr. Barker, que por las dudas siempre fruncía el entrecejo, lo frunció también esa vez y le dijo que era muy amable de su parte, pero que ellos querían comprar un ejemplar. Y agregó, tímido:
—Siempre me ha gustado Edgar Wallace. Me parece que las novelas de terror son espléndidas. Uno pasa el rato.
Pero la ondulante risa de Mrs. Barker, molesta por tales observaciones, ahogó todo futuro comentario.
—¡Pero Teddy! —exclamó— No se trata de ese tipo de libros, ¡por Dios! El libro de Mr. Winter- ton es de alto vuelo. ¿No le has oído decir que se trata sobre todo de la educación y esas cosas...? —Se volvió un tanto incoherente.— Y este... ¿cómo era, Mr. Winterton? El poder de la música... ¡Qué frase tan acertada! —Y lo disculpó:— Teddy es un caso perdido en cuestiones intelectuales.
Tenía el tic de encorvar sus anchos hombros de vez en cuando y así lo hizo, dando la impresión de que todo se hallaba muy suelto adelante. Usaba vestidos de seda, sembrados de lunares.
—Y usted, Mrs. Winterton, ¿también escribe? —Y encorvó los hombros.
Meramente cortés, Mrs. Winterton respondió que, a su parecer, bastaba con uno en la familia. Entonces Mrs. Barker manifestó que se hallaba segura de que ella era la inspiración de ese marido tan inteligente.
—Debe de estar muy orgullosa —repitió con envidia. La contempló como con lupa, preguntándose sin duda cómo había podido casarse ese hombre con aquella mujercita recia y extraña (como más tarde le dijo a Teddy). “Parece de la infantería, casi”, pensó. Una sobrina suya tenía un aspecto semejante y ni por su dinero se le acercaba un hombre.
Mrs. Barker paseó también la mirada de Mr. Winterton a su marido, preguntándose por millonésima vez cómo había podido casarse con él, aun por su dinero. Pero solían hacerse esas cosas y con los ojos bien abiertos...
Como muy abiertos estaban los ojos de Mrs. Barker, cuando Mr. Winterton se sentó y comenzó a hablar sobre Wagner, el arte de escribir, la locura de la crítica teatral pagada, sobre la desmovilización, la economía, las finanzas y el alma humana.
Cuando se interrumpió para llamar al mozo, Mrs. Barker le dijo a Thelma:
—Mi querida, es brillante. ¡Tan fluido! —Y luego, volviéndose a Teddy:— ¡Con qué soltura habla Mr. Winterton, Teddy! ¿No desearías poder hacer lo mismo tú?
Teddy Barker sacó una pipa y le respondió:
—La verdad es que nunca he sido muy hábil para hablar. La última vez, tuve que hacer frente a la situación en una comida de los Viejos Camaradas, antes de la guerra. El presidente...
—¡Oh, Teddy! —lo interrumpió su mujer, de viva voz— como si a Mrs. Winterton le interesase y ¡qué decir de Mr. Winterton...! Ah, no, Mr. Winterton, es una maldad; yo no quería otra ginebra, realmente no quería...
Pero Mr. Winterton le dijo que era una tontería y que alguna de esas noches, después de comer, tenían que subir a su departamento a tomar una copa. Y todo con un aire festivo.
Después de dos ginebras, el rostro de Mrs. Barker se arrebataba. En sus mejillas untadas de crema aparecían dos parches de un rojo vivo. Ella suponía que era preciso disculparse, o que debía decir a su marido: “No me mires, Teddy. Ya sé.”
En verdad, Teddy Barker no la miraba. Lo único que hacía era fruncir el ceño y por eso parecía que la miraba. Sus pensamientos se hallaban sumidos en la vieja escuela de su infancia, porque después había entrado al Servicio Civil y habían sucedido muy pocas cosas dignas de recordarse. Pertenecía al “cuarto grado”, inepto para el servicio. Sólo había podido escapar de su mujer mediante un cargo en el contralor de incendios. Ella lo acompañaba a todas partes, dispuesta, sin embargo, a encontrar hombres más interesantes. Su entusiasmo era meramente platónico e imaginativo, pero con todo no dejaba de ser una molestia. Habitaban un pequeño departamento, en la planta baja y, en consecuencia, pasaban la mayor parte del tiempo en el club. El club era, comparado con otros lugares, alegre, pues se había decidido que en esos salones de las modernas casas de departamentos se mantuviese vivo el espíritu democrático inglés. Los salones propiamente dichos habían sido destruidos o clausurados a causa de las ratas. En cambio, éste era moderno. Con el tiempo, se construirían edificios nuevos y mejores, y cuando estallase la próxima guerra se dispondría de grandes refugios subterráneos, en lugar de tener que improvisarlos en las piletas de natación y en el restaurante.
Por ese entonces, una agradable concurrencia frecuentaba el sitio, pero muy otra sería la situación en cuanto las bombas voladoras comenzasen su obra destructiva y arribasen del campo los enfermos nerviosos. En esa época, se hallaba muy bien, ni demasiado vacío ni demasiado lleno.
El almirante Tippits aparecía espléndido, junto a una victrola automática, con varios whiskies al alcance de la mano. Le gustaba tenerlos allí en fila, como si fueran robots.
Sus compinches se reían con estruendo de Cutie, la camarera del bar, que poseía la eficiente habilidad de entretener a dos hombres al mismo tiempo, en el peor sentido de la palabra. En esta forma lograba un asedio permanente, aunque no por esos dos hombres, pues pocas veces aparecían por el club. Cuando iban allí, de vuelta de las carreras de perros o de sus negocios, los otros amigos de Cutie se apartaban, celosos. Ninguno de ellos, al parecer, tenía deseos de quedarse para comprobar si esos dos hombres se conocían entre sí.
A las risas se unía el golpeteo de las raquetas de squash, la música de las victrolas automáticas y el bilioso canto de una mujer que allí adentro ayudaba a la orquesta. Su voz sonaba a hastío y enojo, mientras decía:
“Ni amor, ni nada,
hasta que mi chico vuelve a casa...
“Me gusta estar aquí”, pensó Thelma. Sus pensamientos vagaban por otro mundo, pero tenía conciencia de algo inquietante. Ya no se sentía enferma. Su cerebro estaba claro.
Durante un tiempo bastante largo había sentido como el golpeteo de un tambor. Pero ya se había detenido.
Desde lejos le llegó la voz de Adrian.
—Thelma... Me parece que tenemos que excusarnos ya con el señor y la señora Barker. Thelma... — (¿Por qué seguiría llamándola?)— Tengo que entregarle mi manuscrito a Mr. Hodges, Y tú tienes que prepararte para recibir a mamá, ¿no?
Había disfrutado de un tiempo bastante largo y agradable y ahora debía “prepararse para los Winterton”.
Se trataba de una rutina. Iba a recibirlos a Paddington (Adrian se hallaba siempre demasiado ocupado) y no podía llevar a Box. En cierta oportunidad, el perro había zafado la cabeza del collar, mientras Thelma saludaba a sus suegros, y pasaron un cuarto de hora bastante alarmante y difícil, hasta ir a dar a la Sala del Jefe. Box había sorteado todos los trenes, los vagones de equipaje y de la leche y finalmente fue rescatado por la cuidadora. A raíz de ello “se habían retrasado” y en consecuencia “Adrian tuvo que esperarlos para el té”. No satisfecho aún, Box había manifestado deseos de salir del cuarto mientras estaban tomando el té. Mr. Winterton se ofreció para solucionar el tedioso problema (implicaba bajar por uno de los ascensores y dar una vuelta por el terreno baldío) cosa que le fue concedida. Después de un detenido examen de sus árboles, piedras y rincones favoritos, Box volvió a liberarse del collar y huyó, según su propósito, al quinto piso en busca de su dueña. Puede que su orientación estuviera bien, pero Box no entendía el mecanismo de ninguno de los cuatro ascensores. Subió entonces por la escalera, aunque no por la indicada, dando casi por tierra con Mrs. Glover. Durante tres cuartos de hora no tuvieron ninguna noticia de Box ni de Mr. Winterton. Por fin, apareció éste, un tanto agitado, sin su acompañante. Edith Winterton le preguntó sin ambages si por casualidad no lo había estado buscando en el bar del club. El señor, riéndose, le contestó:
—Por supuesto que no, querida.
Desde la ventana de la sala, Thelma alcanzó a divisar a Box. Había vuelto a salir de The Pennines y Mrs. Ming trataba de rescatarlo.
Cuando Thelma subió con él, se había hecho tardísimo y si había algo que realmente detestaba Mrs. Winterton era llegar tarde al teatro. Ello implicaba “dar pisotones a los demás" y “perder el comienzo”, que era mucho peor. A diferencia de su hijo, Mrs. Winterton prefería más bien a Alfred Drayton y a Robertson Hare que Lady Windermere o Julieta, no importa qué personajes encarnasen aquéllos. Si le hubieran preguntado a Mr. Winterton, se habría decidido por algo intermedio, lo mismo que Thelma, pero no le pidieron su opinión.
—He tomado entradas para Madame Louise —dijo Adrian—. En el Garrick. A mamá le va a gustar. Tú y yo tendremos que soportarlo, querida. Sé que no te importa. Te volveré a llevar a Ricardo III cuando se vayan mis padres. Y quizá a la película Enrique V.
Aunque la anciana Mrs. Winterton creía que su hijo había, heredado de ella todo su esplendor, estaba sumamente contenta porque lo veía más intelectual que ella. Esto bastaba para demostrar que no tenía nada de su padre.
Por eso iba a Londres.
Thelma se hallaba intrigada por la visita, pero no dijo una palabra, ni en la estación de Paddington ni en el subte que los llevaba a The Pennines. La carta de Mrs. Winterton se había referido a un asunto financiero y fue lo que supuso Thelma cuando su suegra se negó a tomar un taxi.
—Ya no podemos permitirnos ese lujo —fue su observación, misteriosa y severa, y Thelma creyó ver que el señor se ponía un tanto incómodo. Mr. Winterton dijo que todo se había vuelto “muy difícil” y su mujer agregó que sí, con la voz y la expresión más siniestras.
No se volvió a hablar de ello en el subterráneo, porque estaba lleno de gente y debieron sentarse en distintos lugares. Vivian se colgó de una agarradera de cuero, con la botella azul del agua caliente en la otra mano. Edith quería tenerla siempre sobre la falda en los viajes por tren, cualquiera fuese la época del año, y de cuando en cuando, se la ponía en los pies.
La llegada al departamento fue la de costumbre.
Adrian era un radiante “Yo-Soy-el-Dueño”. Estrechó brevemente las manos de su padre y abrazó con efusión a su madre. No la besó en los labios, pero juntaron de ambos lados las mejillas, mostrando él sus largos dientes.
Box, encerrado en la cocina, lanzaba unos alaridos que partían el alma, hasta que Thelma entró a poner la pava para el té.
En la sala, Adrian estaría ocupando ya su puesto junto a la estufa eléctrica, ofreciendo cortésmente cigarrillos, que ninguno de sus padres aceptaría.
Y así fue.
Vivian Winterton, amable y educado, quiso dar a entender que no había visto antes los cuadros.
—¿Son nuevos, Thelma?
Sólo para que le dijeran severamente:
—Siempre preguntas lo mismo, Vivian. —La señora lanzaba uno de sus acostumbrados suspiros.
—Yo creí que era uno nuevo.
Se trataba de un óleo surrealista que Adrian había comprado en una galería de West End. Representaba a un bombero contrahecho que, al parecer, estaba dando a luz un rascacielos neoyorquino. Era una fuerte pero complicada y desagradable alusión a los lobisones.
Adrian dijo que el autor era “Aydar. Un gran pintor, claro"
Edith Winterton, en realidad, no lo aprobaba, pero como su hijo lo había elegido, estaba segura de que no podía dejar de ser bueno.
—Es algo poco común, por cierto —le dijo.
Y en cuanto al resto, posó su mirada hasta en las hendeduras de los zócalos, para ver si habían sido fregados con propiedad. No había echado al olvido su visita anterior, origen de una ruptura más o menos estable con Thelma. Ésta había estado muy ruda. No sólo había formulado una audaz observación sobre la limpieza (“por supuesto, la gente puede hacer lo que quiere en sus propias casas”), sino que había herido sobremanera los sentimientos de la señora con respecto a Harrods. Y después, había pasado por alto una generosa oportunidad de perdón, insistiendo en sus observaciones sobre Harrods.
En efecto, Thelma había dicho, aunque a Vivian, que simplemente “odiaba esas horas interminables en Harrods”. Vivian hizo frente a sus palabras con el mejor buen humor, como si se tratase de algo gracioso. Pero a Mrs. Winterton le pareció que aquello excedía los límites de lo gracioso y sacó a relucir el asunto durante la cena.
—¿Debo entender que no deseas acompañarme, Thelma?
Como aquello coronaba el incidente del fregado, fue un momento decisivo. Adrian dejó de dirigir Lohengrin y trató de eludir el asunto, riéndose. Vivian tosió y pensó que era un momento muy difícil. Box había puesto una cara de desmayada alegría ante la idea de King Street, reflexionando seriamente sobre sus árboles.
Thelma, que padecía una de sus frecuentes jaquecas, no pudo reaccionar favorablemente.
—No, no me niego. Sólo que me parecen muy largas las visitas a Harrods.
—¿Que son muy largas?
Mrs. Winterton dijo que se trataba de una alusión clara y poco agradable; debía entender que cada ida suya a Londres era un suplicio para su “nuera” y sugirió que quizás fuera mejor no volver nunca ya.
Adrian, rojo, dijo a su vez que se hallaba perfectamente seguro de que se trataba de un equívoco y que Thelma sería la primera en disculparse.
Thelma no lo hizo y entonces Adrian le sugirió más tarde:
—Me parece que deberías ser un poco más paciente con mamá, querida. Realmente te quiere mucho.
Nunca decía más que eso y como Thelma no lograba contestarle nada adecuado, lo dejaba caer, como de costumbre.
Ambos pretendieron olvidarlo. Quizá fuera porque Thelma no se sentía bien. Así se lo comunicó a su madre, pero una vez más sus palabras no obtuvieron respuesta.
Ese día implicaba el recíproco olvido de la visita anterior, y no se hicieron comentarios al respecto. Pero se ventiló el asunto de la salud de Thelma.
—Tengo entendido que estás enferma otra vez —anotó Mrs. Winterton por encima de su taza de té. Miró a su nuera con frialdad. No era difícil suponer que el incidente de Harrods y del fregado se hallaban hondos en su recuerdo.
El rostro de Mrs. Winterton era más bien oval. La señora tenía sus “reparos” con respecto al polvo y la idea de que el colorete era “sensual”. De modo que su cara despedía cierto resplandor. También parecía de mal talante. Le gustaba usar velos, aunque los llevaba recogidos sobre su sombrero gris, en forma de nave capitana.
Mientras llenaba una vez más la pava (Mrs. Winterton “vivía” para el té), Thelma vio en la mesa del vestíbulo la cartera negra de la señora, en forma de huevo de avestruz, sobre un ejemplar de The Economist de Adrian. En la punta de la cartera se hallaban cruzados los guantes, como en cruz esvástica. De la escena brotaba un aura sugestiva, como en los últimos minutos de una exitosa pieza policial. Nadie se hallaba allí, pero esos guantes y esa cartera bastaban para decirlo todo.
Box tuvo una clara idea de ello porque, después de olfatearlos, se metió rápidamente en la cocina.
—Thelma no está enferma —comunicó Adrian a sus padres, haciendo pesar sus palabras, en cuanto ella regresó con la segunda pava—, Pero —explicó con aire marital y generoso— he decidido que necesita un completo reajuste. Estos bombardeos han sido un continuo desgaste. Algunas personas lo resisten mejor que otras —agregó, orientando el tema hacia sí mismo. Centellearon sus largos dientes y Thelma se dio cuenta de que la iba a abandonar como tema de conversación para hablar sobre él lo más pronto posible.
Pero no podía hacerlo aún, aunque había empezado a referirse a su atareada vida de conferenciante.
—Como sabéis, es sólo mi contribución de guerra, pero ahora quiero comunicaros grandes novedades —murmuró, iluminado, sin advertir que su madre aún no había puesto término al asunto de la salud de su esposa.
—Pero ¿qué dice el médico?
Mrs. Winterton quería decir “pero ¿a qué médico fue a ver?” Mas también fueron interrumpidos sus deseos porque comenzaron a sonar las sirenas de alarma. Entonces se transformó, volviéndose humana. Se rió, incómoda, y gritó:
—¡Las sirenas...! ¿Qué debemos hacer ahora?
Recogió un almohadón al azar, detalle que interesó a Thelma. “¡Almohadones!”, pensó, y su cerebro retrocedió oscuramente.
Mrs. Winterton se puso el almohadón en la cara, explicando que tenía miedo de los vidrios rotos. Uno se enteraba de cosas terribles. Una pecera había dañado seriamente la cabeza de una amiga de Mrs. Garside, mientras se hallaba en Shepherds Bush.
Adrian instó a su madre a que se metiese debajo de la mesa y Vivian acató la orden.
Thelma, en una especie de sueño misterioso, sugirió que el corredor, sin cristales en ciertos trechos, era el lugar más prudente. Pero Edith objetó que tendría que “verse con otras personas” y que no le parecía “bien”. Daba la impresión de que ese detalle fuera tan importante como ser mutilado o morir.
Antes de que tomaran una determinación, un estallido distante les indicó que lo peor había pasado ya.
Mrs. Winterton dijo que casi se había quedado sin corazón.
—Deberías tomar otra taza de té, mamá —sugirió Adrian, pasándole la taza a Thelma, una taza Coalport azul y oro. Como de costumbre, las cucharas de plata resultaban demasiado grandes para los platillos.
—Sí, querido, con mucho gusto. ¡Qué maravilloso has sido al soportar estas bombas! Y también Thelma, por supuesto.
—Thelma trabajaba en un lugar sumamente seguro —explicó Adrian, sin mencionar los peligros nocturnos de la travesía—. Y ahora —prosiguió colocándose otra vez junto a la estufa— tengo que hablaros de grandes novedades. ¡Un libro mío será editado dentro de poco!
Thelma lo observó, mientras él contemplaba a sus padres. Estaba colorado, se sonreía mostrando sus largos dientes y tenía los ojos azules y brillantes. A las claras daba a entender: “¡Por Dios! ¡Qué hijo tenéis! Sí, un poco os lo debo quizás, de modo que merecéis estas maravillosas noticias.”
Thelma prefirió desviar sus ojos a la bruñida tetera de plata.
El padre y la madre decían: “¡Qué maravilloso!” ¿Podrían conocer al editor antes de regresar a Wilton?
—¡Qué orgullosa estará Thelma! —dijo con su tono acostumbrado Mrs. Winterton, y al punto ensayó una forma de retomar directamente el tema del médico—. Supongo que será una gran ayuda en tus tareas, Adrian, toda una inspiración. Salvo que haya estado enferma, ¿no? —Se volvió a Thelma—. Yo esperaba encontrarte en cama. Me sorprendió verte en Paddington.
La miró deliberadamente, con una franca insatisfacción pintada en el rostro, ante las respuestas y el aspecto de Thelma. Sus respuestas eran herméticas y oscuras. Adrian estaba hablando ansiosamente del nuevo libro a su padre, de modo que era posible hacerle algunas preguntas un poco más íntimas a su nuera. ¿Quién era el doctor, pues? ¿Un Mr. Weir? ¡Qué apellido raro! Ah, vivía en The Fermines... ¿Un hombre del lugar?
—Yo creía que era algún médico de Harley Street, Thelma. Fue la impresión que recogí de las cartas de mi hijo. ¿Y estoy segura de que todo especialista es de Harley Street?
—Sí, es de allí.
—Ah, pero entonces, ¿supongo que no vive en Harley Street?
—Por lo visto, no.
—Lo que me intrigó —prosiguió Mrs. Winterton— fue que cuando Adrian me escribió, me dijo que habías ido a ver a un ginecólogo.
La miró con sutileza.
Thelma le contestó que Mr. Weir era ginecólogo, pero que había resultado “una buena pieza".
—Ah... —la instó Mrs. Winterton, aguda. Le centellearon los ojos como a un ave de rapiña.
Pero Thelma no dijo nada más. Aquello era poco satisfactorio.
Su nuera no era vieja, ni siquiera madura, reflexionó Mrs. Winterton. Tenía alrededor de veintisiete años, de modo que difícilmente podría tratarse de lo que se le había ocurrido. ¿Qué misterio era ése?
Volvió a mirarla. ¡Qué persona extraña, hombruna! ¡Ese pelo! ¡Y esas manos grandes y viriles!
Estaba mucho más vieja. Quizás por el bombardeo, aunque tal vez no. Pero, en cualquier forma, la veía mucho más vieja. Había perdido la frescura de la juventud. En cierta época había sido tan penosamente joven...
¡Y esas ropas! Pantalones... tricota... chaqueta... ¡Mi Dios!
Tenía el pelo muy corto, como siempre, y cuando se inclinaba sobre la tetera, le caía por delante como una peluca. Sus labios eran finos y tirantes y sus ojos duros y castaños.
Lo único bueno que parecía tener era que no le gustaban los polvos ni el lápiz labial, aunque en ciertas épocas, se había embadurnado bastante con ellos.
Pero lo que sí fumaba más que nunca, podía verlo. Ahí estaba, como un hombre, sumida en sus propios pensamientos. ¿Cuáles eran? Quizá no tuviera ninguno. Tal vez fuera ésa la causa de su expresión lejana.
La anciana Mrs. Winterton se dio cuenta de que había suscitado una extraña nerviosidad en su nuera. También, esa forma de estar sentada, sin tratar de conversar. Tan ruda. Tan sin gracia, era la palabra. O no. Tal vez otra más oscura que ésa.
Era una suerte que Adrian fuese tan inteligente y se hallase siempre tan ocupado. Tal vez no tuviera tiempo para darse cuenta de su espantoso matrimonio. Pero con todo, ¿cómo había podido hacer una cosa semejante? Mrs. Winterton nunca podría explicárselo.
—Bueno, mientras sigas bien ahora —le dijo, poco satisfecha de sus contestaciones, pero incapaz de dar por terminado el tema.
—No sé...
—¿No lo sabes, Thelma?
—No.
—Pero, ¿me imagino que sabrás si te sientes mejor o no?
—¡Oh, sí! Me sienta mejor, gracias.
¿Qué diablos podría significar una respuesta como ésa? Era de lo más rebuscado.
A Mrs., Winterton le disgustaban las personas afectadas y superficiales. Quizás Thelma tratase de posar de moderna e inteligente. Sin duda, quería ser brillante como su marido.
—Deberías moderarte, ahora que Adrian tiene tanto éxito —la reprobó— Un hombre inteligente necesita todo el apoyo que su esposa pueda otorgarle.
Y le volvió la cara. Hablarle era una inútil pérdida de tiempo. A veces, daba la impresión de que ni siquiera escuchaba. Y tenía que hablar de cosas muy importantes con su hijo