CAPÍTULO III
Thelma, servicialmente de pie junto a su marido (y un poco atrás), pensó que sus frases pedantes sobre el crimen eran más que graciosas. ¿Qué habría dicho si tan sólo se hubiera enterado de que en ese momento su mujer contemplaba con interés a la gente que la rodeaba, en busca de su segunda víctima? Con toda seguridad, no lo habría creído, aunque ella le hubiese permitido compartir la ejecución de su plan. Era asombrosa su habilidad para eludir las situaciones desagradables, salvo cuando se trataba de cosas que él mismo había proyectado y le importaba muy poco la personalidad de su mujer. Simplemente, Thelma no estaría allí si él no quisiera que estuviese presente. Pero una vez más estaba a su lado, un poco atrás, como un curioso hijo varón. Y le perdonaría haber llegado tarde. “Has demorado bastante en tus compras, querida criatura. Deberías hacerlas por la mañana, ¿no te parece?” Se hallaba tan encantado de tener un auditorio de su propia elección (como un actor que se rodea de actores de menor cuantía) que en absoluto estaba disgustado y sí, en cambio, un tanto divertido. Le dijo que podía beber un poco de ginebra. “Pero yo le pondría bastante naranjada y soda, Thelma.” Y en seguida le volvió la espalda, para retomar el hilo de su peroración, en medio de la concurrencia. No pensó en servirle la ginebra, sino que prosiguió con sus consideraciones sobre el crimen. ¡Qué divertido! “No, no, Toby (se trataba de Mr. Woodeson). Hace poco he dado una conferencia al respecto, de modo que algo puedo saber sobre el tema. No es necesario hallarse loco para cometer un crimen. Puedes estarlo, pero no es forzoso. Por otra parte, si así sucediera, lo obvio sería abolir la pena de muerte y enviar a todos los criminales a un manicomio.” Hubo varios intentos de réplica, en especial de Toby
Woodeson, quien frunció el ceño, dándose importancia, pero Mr. Winterton, rubicundo y complacido, se mantuvo firme en la brecha, haciendo una serie de observaciones un tanto pomposas. Eran juicios acertados, pero ninguno que no hubiera sido dicho antes. En otra época, Thelma podría haber pensado que se trataba de algo maravilloso, pero ahora se daba cuenta de que no tenía ningún mérito. Era un descubrimiento sorprendente, como si a uno le quitasen el interior del cráneo, sin dolor. Se percibía una extraordinaria claridad, como si descendiera ahí dentro la brillante luz de la luna, colmándolo todo con su resplandor.
Más tarde, la miraría con ojos inquisitivos y le preguntaría cariñoso: “¿Te parece que me engaño, Thelma, si me digo que hoy he estado en uno de mis mejores días? Ha sido una de mis... de nuestras mejores reuniones.” Además, podía agregar: “Y también tú estuviste espléndida.”
Pero, mientras tanto, hablaba y hablaba con el cigarrillo entre los dos primeros dedos de su mano de viejo, mientras con la izquierda, nudosa, sostenía un vasito de ginebra y cerveza mezcladas (le parecía nuevo y exótico...). Y en ese momento decía, mostrando aquellas manos que en su concepto eran tan bellas artísticamente: “¡La verdad es que yo podría haber matado!” Lo singular era que aquello no dejaba de formar parte también de su engreimiento. Quería dar la impresión de un personaje exótico, que, claro está, cometería crímenes artísticos, brillantemente intelectuales y que, a diferencia de los cometidos por las demás personas, nunca serían descubiertos. Los invitados soltaban una carcajada cortés y un tanto incómoda y se alegraban cuando con el pretexto de buscar un emparedado, un cigarrillo o un nuevo vaso de bebida, podían alejarse del dueño de casa. Ante tales palabras, los que se habían agrupado a su alrededor amablemente comenzaban a separarse con precaución, como las espirales de humo cuando golpeaban contra las paredes y el blanco cielo raso.
Así, sólo quedó junto a él Mr. Woodeson, a quien informó que había estado “estudiando ese asunto durante mucho tiempo" y que a esa altura de sus investigaciones, podía reconocer al punto a un asesino, en medio de una multitud. Daba lástima en verdad, y parecía que nunca hubiera oído hablar de las mujeres criminales. Como si la gente se hubiese sentido molesta ante el engreído dueño de casa, se elevó de pronto una conversación, artificial y ruidosa, sobre naderías. Thelma le agregó el sonido de la radio y fue hasta la mesa de las bebidas. Al estrépito general se unió el entrechocar de las copas y botellas. Phoebe fue a su encuentro y le presentó a un hombre. Phoebe, a quien también llamaban Pixie, daba la impresión de ser pequeña y delicada, como una muñeca. El hombre era sucio y alto. Estaba ebrio y hablaba arrastrando las vocales. Thelma pensó que era tonto y que quién sabe si valía la pena ocuparse de él. En fin, ya vería. Pero se dio cuenta de que la personalidad de ese hombre había empezado a interesarle secretamente. Siempre le ocurría lo mismo con los “asuntos" de Phoebe y quizá sólo fuera ése el móvil de su interés. Resultaba interesante preguntarse si este o aquel extraño tendría que compartir con uno algún hecho futuro.
—Éste es Pat —fue todo lo que Phoebe le dijo por el momento— Pat, te presento a Thelma.
—¿Cómo le va? —preguntó Pat. Era un hombre nervioso, pero se había entonado con la bebida y sonreía bastante bien.
Thelma notó que parecía hallarse interesado en ella, pero tal vez sólo fuera en calidad de dueña de casa. En cuanto a sus propios sentimientos, no podía decir aún si aquel hombre le interesaba o no. En ese instante pensó que no.
—Pat ha terminado con sus obligaciones militares y vuelve a Fleet Street —dijo, en medio del barullo, Phoebe, que era torpe e informal. Thelma se sintió deprimida.
—Y un asunto de casamiento es más o menos lo mismo —comentó Pat sonriéndole a Phoebe.
Thelma experimentó los celos extraños que siempre había sentido por los amoríos de Phoebe. ¡Esa encantadora tontita de Pixie!
—¡Oh! —exclamó con una voz vibrante de dueña de casa.
—Eso está por verse aún... —terció Phoebe, con cierta impertinencia.
—¿Contamos con su aprobación, Mrs. Winter ton?
—¿Para el matrimonio?
Ante la idea del matrimonio y mientras la gente parloteaba a su alrededor, Thelma comenzó a retroceder al pasado. Veía la carita sensual y un tanto boba de Phoebe y también la de Pat (parecía un lobo), pero como objetos en una vidriera, lo mismo que ese ambiente turbio y ruidoso. No tenían nada que ver con lo que ocurría en la trastienda de su pensamiento. Adrian sí. Adrian se hallaba vinculado a ambas cosas. Y era inevitable, porque él había manifestado un profundo interés por la vida de ella, en otra reunión, tan distinta de ésta, pero igualmente aburrida. Y ya hacía de ello más o menos diez años. Thelma acababa de salir del colegio, a los diecisiete y Adrian tenía veintisiete. Veintisiete años y ya tan estupendamente sabio, mientras que ahora tenía treinta y siete y, cosa rara, no era nada sabio. La vida era extraña y, ¡qué curioso!, la de ellos (y era broma trillada) había insistido en el número 10. Cuando se vieron por primera vez, halda diez personas en la reunión y, además, era el día diez. Fue el 10 de agosto, como hoy era también 10 de agosto, una vez más, aunque la pequeña reunión no tuviese un carácter recordatorio. Adrian se había olvidado, pero no era extraño, porque algunas personas no tenían memoria para las fechas. Ella lo recordaba, porque la noche anterior había estado hojeando sus diarios de garabatos; como los llamaba. Conservaba en parte la costumbre de llevar su diario, y llenaba a veces muchas páginas, mientras otras dejaba blancos durante semanas seguidas. La noche antes, mientras trataba de tomar una determinación con respecto a Robert Hodges (que ahora yacía muerto un par de cuadras más allá) y, claro está, sin haber resuelto aún que lo mataría (no podía asegurarse de antemano), se dedicó a ordenar una de las bibliotecas y releyó entonces fragmentos de sus diarios. En muchos había páginas totalmente en blanco. En otros decía: “Adrian, en el estudio, lee toda la tarde.” O si no: “Adrian, en el estudio, escribe.” Nunca, en qué se hallaba ocupada ella, si tejía o cosía o leía, pero de vez en cuando había escrito: “Adrian me llevó al teatro. Otra vez una obra de Shaw, ¡caramba!” En otra fecha se leía: “Fuimos a ver una película musical, completamente insignificante y hueca. Preciosa.” Era una observación muy humana. Pensativa y sentada sobre la alfombra, mientras aullaban las sirenas y se oía el silbido de otra bomba perdida, siguió leyendo. Encontró un diario más antiguo aún y en él decía: “He conocido a un hombre que se llama Adrian Winterton, y a su espantosa madre. El padre no parece mal, pero se halla aplastado. ¡Santo cielo, presérvanos de familias tan horribles! Llegué a casa deprimida.” Por “casa”, había que entender, desde luego, el colegio de Miss Sloper. Había sido como un hogar cuando Miss Sloper vivía, pero Miss Sloper murió y después se hicieron cargo de él las dos hermanas Wicklow.
Thelma se vio sentada en la alfombra, en el quinto piso de Hammersmith, mientras su marido se hallaba entregado aún a la lectura, después de diez años de matrimonio, pensando en el colegio de Miss Sloper, en la querida Miss Sloper y en las severas señoritas Wicklow (Joan y Henrietta) que la habían sucedido en la dirección de la escuela.
Muchas razones hubo para que huyera de su lado, haciendo lo que muchas otras adolescentes a través de las generaciones: liberarse por medio del matrimonio.
¿Qué otro recurso existía, a no ser el casamiento? No estaban en tiempo de guerra. La gente decía a mentido que la guerra había terminado, gracias a los monumentos recordatorios elevados en Whitehall y en los pueblos rurales. Nadie preveía la necesidad de atender a soldados heridos o de guiar ambulancias en Flandes. La última generación, más afortunada, se había encargado de todas esas cosas. En cambio, en ese momento, las mujeres tenían que volver a ser mujeres otra vez. Tenían que dejar los pantalones, ir constantemente a los bailes y tratar de pescar un marido. Los diarios sólo informaban sobre quién sería colgado próximamente por haber envenenado o haber descerrajado un tiro a alguno. Con más fortuna, un fraude importante podía suministrar lectura por varios días. Se publicaban sueltos sobre Mussolini, que parecía muy sincero y sencillo, y otros, cada vez más numerosos, sobre alguien llamado Hitler, pero ninguno de los astrólogos confidenciales del periódico pronosticaba nada sobre las futuras Batallas de Londres o sobre ciertas bombas extraordinarias en forma de flecha, que volaban por el cielo sin piloto, explotando con alarmante confusión, después del silencio preliminar más temible.
No, no quedaba otra solución que el casamiento. Una muchacha se podía emplear en los grandes hospitales, si era capaz de resistirlo, pero si no tenía la suerte o el carácter adecuado, no había otros empleos, aun siendo una excelente taquidactilógrafa. No había trabajo ni siquiera para hombres de mucha experiencia. Para qué hablar de jóvenes principiantas.
Y entonces, se volvían los ojos a un hombre imposible, durante una reunión imposible; una se estremecía, además, al ver a la madre; lanzaba una mirada, mezcla de compasión y de vergüenza, al padre, pero en la oscuridad de la noche, incorporándose en el lecho, se hacía la siguiente pregunta:
—Y... ¡quién sabe! ¿Será en verdad tan espantoso?
Bueno, ¡por lo menos sus manos eran espantosas! ¡Manos de viejo! Aunque era aún joven. Y, acaso, ¿no se había mostrado más bien atento con ella?