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CAPÍTULO XXIII

El consciente placer que le proporcionó su nuevo estado de alma duró una semana, de jueves a jueves, antes de que se ensombreciera con una idea de lo bueno, últimamente adquirida, después del excitante resplandor de lo malo.

Fue una semana plena y, para completarla, Adrián compró un automóvil.

Se trataba de una sorpresa. Adrian había descubierto que la vida ocupada e importante que comenzaba requería la velocidad de un automóvil y como nunca había tenido tiempo de aprender a manejar, ella sería su chófer, otra pequeña ocupación cíe guerra para su esposa. Ésta podría prestar nuevos servicios, cooperando con los últimos esfuerzos de la patria, llevándolo de aquí para allá en sus conferencias y de aquí para allá a Scotland Yard, donde al parecer se hallaba “ayudando a George Hilton y estudiando la técnica detectivesca para solucionar crímenes". Gozaba de prioridad en el pedido del auto y de la nafta, pero en cualquier forma las cosas ya pintaban mejor en la cuestión de maquinarias para civiles. Había tenido noticia del auto por Toby Woodeson y lo compró en un impulso repentino. Era un coche grande, de cuatro asientos. Otro de sus usos sería “para ir a buscar a mamá y papá, Thelma, y sus efectos más transportables". Habían realizado una venta milagrosa de Sea View, obteniendo cuatro veces su valor real, y como todavía tardaría un mes más o menos en desocuparse un departamento en The Pennines para sus padres, éstos se instalarían “inmediatamente” en el de los Winterton.

Thelma debía ir a buscarlos en el automóvil por su propia cuenta. Él se hallaba demasiado atareado para ir y, por otra parte, necesitaban lugar para el equipaje. Thelma no debería manejar demasiado ligero, sobre todo al doblar las esquinas, porque la señora sufría de los nervios. Guardaban el auto en el garaje de The Pennines, debajo del edificio, y cuando Adrian quería salir, ella iba a buscarlo como un chófer.

Pero Thelma se persuadió a sí misma de que le encantaba; había una íntima adecuación con el secreto momento que vivía y sentía placer en guiar el coche pasando frente a los surtidores de nafta y ascendiendo el camino de piedra, para pasar luego debajo de las ventanas de su departamento. Hacía sonar la bocina y una de aquellas manos de viejo “que podrían haber tocado un instrumento” la saludaba desde la ventana del quinto piso, con un saludo blanco y, claro está, artístico. En cuanto se hallaba dispuesto bajaba a instalarse junto a ella. “—Vamos al Lime Grove Baths, querida, y cuando salga de allí, ligerito al Consejo Escolar de Nothing Hill Gate. Tengo que hablar sobre “La Higiene y la Juventud”. Ella ponía en marcha el motor y el coche se deslizaba. Al rato, golpearía sus gruesos nudillos, un tanto afligido, exclamando: "—¡Cuidado, Thelma! Todavía soy algo estimable para el mundo.” La mejor forma de llegar a un sitio, le explicaba, era “ir de prisa sin apurarse... Sí, no está mal. ¿Dónde habré puesto mi lápiz de plata?”

¡Ir de prisa sin apurarse! Sí, no estaba nada mal eso, y también ella trató de recordarlo. Pero lo cierto era que en la zona privada de sus pensamientos se hallaba sumamente apurada. Era imposible saber cuánto tiempo seguiría en libertad y la muerte de Robert Hodges no bastaba para satisfacerla. Quería que cuando Adrian recibiese su lección fuera una verdadera lección y no a inedias. Quería tener la completa seguridad de que él no era capaz de reconocer a un loco ni a un criminal sólo al verlos. ¡Qué agradable sería cuando se enterase que había estado viviendo y viajando junto a uno, sin sospecharlo para nada! La venganza sería dulce, y no se trataba tan sólo de que no le publicasen el libro, si bien esto constituía todo un placer, en especial cuando al hablar con sus amigos les decía: “—Es por el problema del papel. Simplemente, no hay papel disponible”, y su desconcierto cuando ella le replicaba: “—Pero, Adrian, si todas las semanas se publican infinidad de libros...”

Pero ésta era la parte menos complicada del brete. El placer sería sentarse en el banquillo y ver su cara. Y cuando le dijera al juez (o cuando su abogado lo hiciera) todos los detalles de su vida privada, todos los detalles de su engreimiento nauseabundo y egoísta. El juez se inclinaría para preguntarle:

“—¿Y durante cuánto tiempo duró eso, Mrs. Winterton?”

“—He prestado servicios durante diez años, señor.” Los que le restasen serían dulces en comparación, en caso de que pudiera seguir viviendo. Y si no, mucho mejor. Sería lindo también verlo comparecer ante el juez. ¡Ahí se divertiría posando! Pero, ¿lo divertirían también las preguntas y respuesta?

Desde que había terminado de lavar las copas sucias de la reunión, en su rostro brillaba una sonrisa permanente. Ella misma se dio cuenta. Cualquier cosa que él le decía o cualquier expresión que adoptase le causaba gracia.

A eso de las diez, Adrian regresó con Hilton.

La cara de Adrian era digna de estudio cuando comenzó a decir:

—Thelma, éste es mi amigo, el detective inspector George Hilton. Ésta es mi... mi... mujer —tartamudeó, y de pronto se puso rígido al contemplarla. Thelma se había puesto un vestido verde. ¡Un vestido!

Por supuesto, George Hilton no advirtió nada raro y le dijo:

—¿Cómo está, Mrs. Winterton?

Tenía una voz más vale agradable. Era joven, bajo, delgado y de modales secos. No mucho más que eso. Vestía un traje gris, típico. “Es un leguleyo”, pensó Thelma, y a la verdad, no lograba infundirle temor.

Sin embargo, Adrian dijo que era “brillante”. Le explicó que Hilton se hallaba bajo las órdenes de otra persona por el momento, claro está, puesto que sólo contaba unos veinte años, pero tarde o temprano llegaría a ser uno de los Cinco Grandes y un miembro muy humano entre ellos.

—Estoy orgulloso de poder ayudarlo.

Thelma se preguntó qué pensaría Hilton, en verdad, de su marido. ¿Serían realmente amigos? O, como el resto, ¿ya habría calado a Adrian?

Demasiado cortés para comentar el cambio asombroso de su mujer, Adrian sintió una necesidad de discurrir, más imperiosa que nunca. Pero a menudo volvía sus ojos a ella, como incapaz de reconocerla con un vestido verde. Quizás no estuviera de acuerdo con su nuevo peinado. El poco pelo que tenía lo había erguido en ondas sobre la frente, formando unos bucles poco agraciados. Las medias de seda y los zapatos de taco alto le produjeron una sensación casi nueva. ¿Qué diría Adrian? Muy poco hacía que había comenzado a insinuarle que ya era hora de dejar el traje de tiempos de guerra “a pesar de mis puntos de vista y de no desaprobar tu aspecto muchachil, es imperioso que mi mujer se vista ahora con decoro femenino”. Otro acto de vanidad, pensaba Thelma, porque lo cierto era que nunca le había disgustado verla con pantalones y deseaba persuadirse a sí mismo, preguntándole: “—¿No te dice la gente que eres como un muchacho?"

Thelma se dio cuenta de que también George Hilton la observaba, reclinado sobre el almohadón rojo. Pero su expresión era distinta.

Mientras trataba de precisarla, pero sin sentirse nerviosa al respecto, sonó el teléfono en el estudio. Adrian fue a atenderlo.

—Discúlpeme, Hilton. Thelma tratará de entretenerlo.

Era su suegra, que llamaba desde Wilton para comunicar sus resoluciones. Seguramente estaría diciendo: “Hable más alto. Nunca se puede oír bien por estos aparatos. ¡Habla Mrs. Winterton ¡Habla Mrs. Vivian Winterton"

“—Sí, mamá —contestaría él, riéndose divertido—. Reconozco la voz. ¿Cómo estás?"

“—¿Qué dice? ¿Habla Mr. Adrian Winterton? ¡Esta llamada no es válida...!"

Thelma se encontró a solas con el detective, perdida en la conversación con que debía tratar de “entretenerlo". ¿Qué podía decirle? ¿Que hacía calor para el mes de agosto? ¿Que The Pennines iba a reabrir la pileta de natación? Un poco tarde ese año, pero quizás sólo ahora habrían conseguido la autorización del Estado. Podrían disfrutar aún un poco del mes de agosto y todo setiembre y un poco de octubre. Se sintió un tanto histérica y con ganas de reír. Se le ocurrió que los ojos un tanto saltones del hombre se hallaban fijos en sus manos. Parecerían más grandes que nunca con el vestido verde, ¿no? Los bolsillos de los pantalones habían sido una bendición. Pero decidió no mover las manos y las mantuvo sobre los brazos de la silla. De pronto, Hilton volvió su cabeza alargada y exclamó:

—¡Lindo almohadón!

Sí, resultaba excitante.

Pero en cuanto el hombre se fue, la vida le pareció muy vulgar, por cierto. Hubo un monólogo interminable sobre los asuntos de su suegra y recibió la orden de ir a buscarlos a Wilton, al día siguiente.

—¿Mañana?

—Sí, Thelma, y es mejor que salgas bien temprano. Tendrás más tiempo y habrá menos tránsito en los caminos. Tendré que arreglármelas sin ti. Por suerte, no tengo que ir muy lejos y puedo tomar un taxi.

—¿Vienen a vivir aquí?

—¿Mamá y papá? ¡Claro! Hasta que Mr. Limpern me diga que se halla desocupado el departamento que esperamos.

—¡Caramba! —exclamó tontamente—. Pareciera que acaban de irse...

Adrian se ruborizó en seguida y la miró con el ceño fruncido.

—Me asombran tus palabras, Thelma —la reprendió.

—Oh, lo único que quise decir es que aquí hay muy poco lugar para cuatro personas. Tendremos que estar uno encima de otro.

Durante un momento, Adrian la contempló caviloso y luego miró la alfombra, mientras decía:

—Parece que hubieras cambiado, Thelma. Supongo que será por el vestido que te has puesto. —Levantó los ojos y la miró severamente.— No importa que estemos uno encima de otro, como tú dices. A papá le gusta hacer sus solitarios y a mamá coser y conversar contigo.

—¿Sí?

—Y yo, estoy siempre sumamente ocupado —agregó, pretendiendo no haber oído su monosílabo—. Admito que la instalación del baño es un poco inconveniente y... ruidosa, pero son consecuencias de los departamentos modernos. Sin embargo, creo que nos conocemos los suficiente como para soportarlo.

—Creo que no quedará otra solución, Adrian. Pero dos meses son mucho más tiempo que el que acabamos de aguantar.

Adrian volvió a ponerse colorado.

—¿Aguantar?

Al parecer, estaba asombrado y colérico. Se hizo una pausa.

Thelma ahogó un bostezo y miró con ojos de sueño el cortinado por encima de la cabeza de Adrian. Le oyó sacar un cigarrillo, asentar el tabaco, prender su chato encendedor de oro, regalo de algún organismo “intelectual” cuando lo “felicitaron”. Sintió el agradable deseo de fastidiarlo y agregó:

—En cualquier forma, supongo que tu madre estará deseando volver a Harrods otra vez. Y, ¿te parece que nos será permitido llevar a tu padre a la pileta de natación y al club?

Le echó una ojeada.

Sus ojos azules se hallaban sumamente “heridos”. El color de su cara, arrebatado, y la inmaculada boca, tirante, ocultando los largos dientes. Ahí estaba, tratando de expandirse en alto y en ancho todo lo que podía, sosteniendo el ineludible cigarrillo con elegancia entre los dos primeros dedos de su mano derecha. Su enojo había llegado a ese estado de persona superior ofendida, del que nunca pasaba. Ignoró la observación sobre Harrods y maniobró en torno de la referencia a su padre, pero recalcando la importancia de las palabras “nos será permitido”.

—Me parece que estás cansada, querida, y que te convendría ir a la cama. A mi padre le es permitido hacer todo lo que quiere, dentro de lo razonable. Tu observación suena un tanto rara, ¿no? Con todo, después de una buena noche de sueño...

—Pero, tu padre, ¿quiere venir a vivir a Londres? Si no va al club y si no hace algunas de las cosas que les gusta hacer a los hombres normales, me parece que esto le va a resultar intolerable. Ni siquiera tendrá su jardín...

Notó que su lengua se deleitaba saboreando palabras como “hombres normales”, pero Adrian, al parecer, trataba de eludirlas nerviosamente. Admitió que, en verdad, su padre no quería ir a vivir a Londres, pero que la situación se había vuelto “muy difícil”, para emplear la expresión favorita del señor.

—No tengo que recordarte por qué razones, Thelma —anotó gravemente, apartándose del tabú.

Pero Thelma insistió.

—En realidad, no sé por qué no se quedan dónde están. Sé perfectamente que es eso lo que tu padre quiere, pero, por supuesto, como tu madre no está de acuerdo...

—Por favor, no digas tu padre y tu madre, Thelma. Se han dado cuenta de que tú nunca los nombras...

—No puedo dejar de ser franca, Adrian. No son mis padres, de modo que no puedo llamarlos “papá” y “mamá”. Pero en lo que atañe a tu pobre padre —se apuró a decirle, poseída por el demonio— me parece una vergüenza que tenga que dejar su jardín, sus relaciones y sus camaradas de siempre. Me parece poco sabio que la gente de edad se desarraigue y a veces resulta fatal...

Súbitamente relampagueó en su cabeza el momento en que, excitada, se había puesto en pie de un salto, años atrás, en la sociedad polémica de Benbridge. Tuvo la intuición de que quizá podría haber sido un locutor dotado, un miembro del parlamento, ¿quién sabe? ¡Podría haber sido cualquier cosa, conferenciante ella también, o escritora, médica, abogada, música, actriz, pianista! Y, pensó, ojalá la fe que en ese instante la inundaba y conmovía hubiera despertado en su alma mucho antes de aquel pequeño incidente en la sociedad polémica, mucho antes, por cierto, de haber conocido a ese hombre y de haberse casado con él. Pero sus tiernos años habían sido triturados, se habían marchitado las raíces sin agua. Cuando él apareció en su vida, ella apenas era una colegiala. Creyó que se trataba de un hombre maravilloso. Sintió por él un profundo agradecimiento y lo conservó durante muchos años. Pero en ese instante, en cambio, ¿qué sentía? ¿En qué la había convertido ese hombre? En una asesina.

No pudo mirar su rostro. El denso torrente de amargura y odio que por él sentía no se limitaba a la expresión de sus ojos o su boca. No quería verlo... aún. Lo detestaba y lo despreciaba. Quería que sufriera y que sufriera públicamente. Quería apresarlo vivo, en una jaula, frente a los ojos de todos. Que su nombre apareciera en letras enormes en todos los diarios de todo el mundo: Adrian Winterton, pervertido y falso. No le importaba que su propio nombre figurase más pequeño. ¡Quería verle la cara cuando fuesen a arrestarla!

De pronto, se levantó y salió del cuarto. Fue al dormitorio y cerró la puerta.

Se sentó en el borde de la cama, esperando. El corazón le saltaba dentro del pecho y parecía que su cabeza estaba a punto de estallar. Le habían arrancado el interior del cráneo, pero en lugar de penetrar la luna bañándolo con su luz clara y limpia, un veneno aterciopelado y caliente descendía desde la altura, crujiendo como lava.

No recordó haberse metido en el lecho.

Evidentemente, Adrian debió de haber estado en el estudio, porque cuando la despertó el sonido de su voz, le decía:

—Discúlpame que te despierte, Thelma. Son las dos de la mañana. Pero ... quiero que sepas que te perdono. Sí. Estuve en el estudio, pensando, y me di cuenta de que estabas un poco sobreexcitada.

Se había puesto su bata de pavos reales y su pijama lila de largo cuello en V. Su pecho era lampiño y blanco como el de una jovencita. Con todo, era musculoso.

—Tal vez necesites un tónico, Thelma —le dijo—, por lo menos tu aspecto lo requiere. Me pondré en contacto con tu médico lo más pronto que pueda, pasado mañana. Es muy probable que el viaje de mañana te haga bien. —Agregó que, según su parecer, todos necesitaban con urgencia en Londres un verdadero descanso después de cinco años casi de Frente Hogareño y, en caso de ser posible, trataría de combinar algunas vacaciones cortas en algún lugar.—Podría concertar algunos partidos de cricket y tú descansarías mirando.

¡Volvía a ser el mismo de siempre!

Se metió en la cama. Siempre lo hacía en una forma artística, sentándose primero y deslizando luego sus piernas pulcramente unidas, como una tímida virgen.

—Pondré en hora el reloj despertador, Thelma —le dijo—. Me parece más práctico que me sirvas un té temprano, a las seis. Y si me dejas en el horno mi desayuno, puedes salir a las siete. Podrías estar en casa de mamá a las diez.

Al día siguiente, se hallaba espléndido.

También ella, pero el demonio que la poseía, peor que nunca. Aunque mejor de la cabeza, sintió la urgencia de suscitar y representar una comedia.

—Su té, milord —dijo, haciéndole una reverencia al lado de la cama.

Adrian se puso un poco colorado y se apoyó sobre un codo, incorporándose. El pelo le raleaba, y no sólo en la parte delantera. Sin embargo, él creía que se trataba de algo muy intelectual. Le había dicho que la calvicie tenía que ver con el cerebro, que a los cerebros les disgustaba el pelo. Había anhelado, día a día, ser más calvo y ¡cómo estaba perdiendo el pelo!

Según una teoría suya, los escritores quedaban calvos en una parte, los actores en otra, los abogados en otra, con tal que fueran brillantes, pero si uno era brillantemente múltiple, como él, perdía todo el pelo a eso de los cuarenta. Y daba la impresión de que estaba llegando a ese punto.

—Gracias, Thelma —le dijo, por el té. Su rubor desapareció durante un momento, como si hubiera decidido evidentemente que esa advertencia “su té, milord”, fuera índice de un estado de ánimo particularmente agradable. Le dijo que se alegraba mucho de que le hubiera sentado el reposo esa noche y que no le había cabido la menor duda de que ocurriría eso. Luego se puso escarlata. Durante un breve instante, sus ojos se habían detenido en el camisón de su mujer.

Comparado con los pijamas de antes, tenía algo sumamente tabú, porque no pudo menos que exclamar:

—¡Thelma...! —y enmudeció.

Ella salió del cuarto.

Con todo, no mencionó para nada este pequeño incidente.

Entró en la sala, con su flotante bata de pavos reales, sorbiendo delicadamente su té, mientras daba vueltas por allí. El dedo meñique de su mano derecha se hallaba ligeramente curvado y extendido con arte. También había mucho nudillo, grueso y artístico.

Ante su deleitado asombro, ella había puesto el disco de Lohengrin.

—Ah, Thelma. Es la primera vez que te oigo poner un disco clásico. ¡Espléndido, querida, espléndido!

Lo dirigió con donaire y, al parecer, comprobaba que los pacientes años que había empleado en educarla daban al fin su fruto.

El demonio que la poseía, le hizo decir mansamente:

—No me cabe duda de que te lo debo a ti, querido.

Él estaba completamente encantado.

Antes de salir, Thelma le sugirió que llamase a su suegra para asegurarse de que tenía la botella de agua caliente, no fuera a ser que la hubieran embalado con el resto del equipaje. Aunque era agosto, Mrs. Winterton estaba dispuesta a sufrir del frío y temía que la artritis pudiera afectarle las piernas.

Sumamente complacido por su actitud, Adrian fue en seguida al teléfono. Edith Winterton le expuso la novedad de que Vivian se estaba poniendo “muy difícil y en realidad no sé qué le pasa, Adrian”. Sospechaba que no quería abandonar Sea View, en el momento inminente.

—¿Qué me aconsejas, Adrian?

—¡No debes ceder, querida! Dile que todos deseamos verlo... lo mismo que a ti, claro. Y recuérdale que muy pronto irán a buscar los muebles para el depósito.

—Anda dando vueltas a su alrededor y los acaricia. ¡Es demasiado enervante!