CAPÍTULO II
Pensaba Thelma que lo que en -sus propias reuniones podía uno oír, por casualidad, sobre uno mismo, era por lo general reconfortante, y a menudo se reflejaba agradablemente en los que formulaban críticas, quienes, casi siempre, se preguntaban si no se habrían expresado en tono demasiado alto. El matiz intelectual de las reuniones de los Winterton era sumamente conocido por The Pennines, por lo menos entre las porteras que montaban guardia en el porche de cristales. Mrs. Stevens, que a menudo decía a sus colegas que ya no la divertían las personas que veía entrar y salir de The Pennines (y a veces, desde el punto de vista social, a las horas más extrañas) sentía, sin embargo, un renovado interés cuando una señora o un caballero se detenían a preguntarle: “¿Puede decirme, por favor, qué ascensor debo tomar para ir al departamento de la familia Winterton, número 100?” Por lo general, el visitante llevaba el pelo singularmente largo, si era un presunto hombre, o muy corto (como Mrs. Winterton) y además pantalones, si se trataba de una presunta mujer. Casi siempre traían uno o dos libros, o alguna pieza de teatro, pero jamás un título que pudiese recordarse con especial deleite. Respetuosa, Mrs. Stevens se ponía de pie, hundiendo las manos en los bolsillitos de su mameluco rojo. “Tome cualquiera de los ascensores, señor —decía—, pero cuando llegue al quinto piso, mire los números. Hay unas flechas indicadoras. El departamento de los Winterton se encuentra al fondo del pasillo.” Mrs. Stevens siempre hacía hincapié en la conveniencia de tomar el pasillo correcto, como cierta vez le había indicado a un joven un tanto enojadizo (crítico literario, creyó entender), en la forma más cuidadosa. Pero al cabo de una hora, lo vio regresar al porche de cristales. Había recorrido toda la casa, al parecer, pero no tuvo la suerte de descubrir el bar. “¡Si por lo menos hubiera podido tomar una copa, me habría consolado! ¿Dónde demonios dijo que se hallaba el departamento de los Winterton?” Mrs. Stevens explicaba que el joven debió de haber fracasado por completo en el estudio de las flechas indicadoras del quinto piso y que sin duda habría tomado a la derecha en vez de a la izquierda y luego a la izquierda en vez de a la derecha, cosa que siempre resultaba fatal. Y en cuanto al bar, de cualquier manera era sólo para los socios, pero no cabía duda de que Mr. Winterton lo habría hecho ingresar a la sociedad, en caso de pedírselo, aunque el whisky estuviera tan caro.
—¿Qué dice? ¡Lo que yo quiero es encontrar el departamento de los Winterton...!
—Sí, señor —replicó Mrs. Stevens, tratando de no impacientarse, no fuera a ocurrir que ese intelectual melenudo la denunciara a los dueños. Bajo sus narices, una advertencia rezaba: Cualquier falta de atención por parte del personal deberá ser comunicada a Mr. Corrigor, Cadena “Pennine” de Departamentos Modernos, 333, Golden Square, W. 1, incluyendo un sobre estampillado—. Cuando llegue al quinto piso, señor.
Pero, finalmente, Mrs. Stevens decidió que lo más seguro sería que ella misma acompañase al caballero hasta el departamento de los Winterton. Tocó entonces el timbre de su pequeña oficina que sonaba en el cuarto común de las porteras: una reemplazante subiría a montar guardia en el porche y suministrar informes hasta que ella regresase nuevamente a su puesto.
Tales eran también los métodos que empleaba con Mrs. Glover, la mujer del ginecólogo, cuyo departamento se hallaba en la planta baja y que en ciertas ocasiones solía visitar a los Winterton. Mrs. Glover no podía encontrar nunca el departamento, aunque, en verdad, le costaba muchísimo encontrar cualquier cosa. Mrs. Stevens no había descubierta aún si era aficionada a la bebida o a las drogas. Mrs. Glover adolecía de la misma incapacidad para encontrar a Mr. Glover, quien, según se presumía a través de los vagos juicios de su esposa, se hallaba muy ocupado en Harley Street, y por cierto jamás se lo veía por The Pennines. La mujer se hallaba siempre sola, a la pesca de alguien con quien charlar, o mejor, para ser más exactos, a quien charlar. Se empolvaba mucho y llevaba puesta la ropa como una enferma de amnesia. Las pieles caían de sus hombros delgados del modo más inseguro. Caminaba y hablaba como si se hallase en un mundo de lejano ensueño, y si alguien llegaba a responder a cualquiera de sus preguntas (cosa que no hacían dos veces), Mrs. Glover le endilgaba nuevas frases, con una voz extraña, cantarina, posando sus ojos redondos en cualquier sitio menos el adecuado.
Cuando entró en el departamento de los Winterton su voz se fundió en seguida con las otras, y en un murmullo sordo, agradable y somnoliento, comenzó a hablar sin más de sus tres hijos muertos en la guerra y de sus dos hijas que, al parecer, habían muerto en la guerra anterior. Algunos oyentes, cortésmente perplejos, y tratando de parecer tan doctos en drogas como en matemáticas, sugirieron a Mrs. Glover que era una pena que su marido no hubiese ido. Ella, sin escucharlos, dio la impresión de asentir, pero comenzó a charlar al mismo tiempo sobre la calidad de la ginebra, la decoración de las casas y los dibujos de Aubrey Beardsley.
Aquella noche, otra vez de turno Mrs. Stevens, se dio cuenta en seguida de que los Winterton daban una reunión. Parecía más importante que las de costumbre. A veces, Mr. Winterton la llamaba por el teléfono interno para avisarle que próximamente daría una reunión y que, en consecuencia, le agradecería la amabilidad de informar a los invitados dónde quedaba su departamento. Sin embargo, después aparecían muy pocas personas. A último momento, Mrs. Stevens recibía notas y mensajes de invitados que se hallaban evidentemente muy ansiosos de ahorrarse una llamada al departamento de los Winterton. “No puedo recordar el número y no figura en la guía. Por favor, dígales que me excusen.” Y cortaban rápidamente, antes de que Mrs. Stevens pudiera decirles: “El número de Mr. Winterton es Hammersmith 2356.”
Esa tarde, Mr., Winterton había llamado a la portería (su voz era muy aristocrática, intelectual de por sí) y anunció una de sus reuniones intelectuales. Lo gracioso era que apenas Mrs. Stevens terminaba de ofrecerle su ayuda para que los invitados encontrasen el departamento, Mrs. Winterton atravesó el pasillo y pasó a toda prisa delante de ella, en dirección a la calle. Si pensaba hacer una compra de último momento, salía un poco tarde, ¿no? Además, Mrs. Winterton parecía hallarse preocupada, porque no era una de esas orgullosas que entraban o salían sin hacer ningún gesto cordial. Bueno, quizá se hubiera encontrado corta de bebidas, o de algo por el estilo, e iría a King Street, sin duda al Victoria Wine Shop.
Fuera lo que fuese, los invitados comenzaron a llegar antes de que Mrs. Winterton regresara. Esto preocupó un poco a Mrs. Stevens, porque no podía concebir una reunión sin la dueña de casa... Pero luego reflexionó que, a lo mejor, en el caso de los Winterton no ocurriera lo mismo. Los Winterton eran Mr. Winterton, ¿verdad? Ella se ocupaba de las compras, del lavado y del resto de los quehaceres, pero los invitados preguntaban por: “Mr. Winterton, por favor... Creo que nos dijo que vivía en el quinto piso.” Además, entre los invitados de Mr. Winterton parecían predominar los hombres, aunque se veían algunas mujeres, si se quiere poco satisfactorias. Casi todas tenían un aire desaliñado o estúpido, o ligeramente masculino, como la misma Mrs. Winterton. Usaban el pelo corto y llevaban pantalones. La belleza no entraba allí como en otros departamentos de The Pennines, donde uno podía ver actrices de la pantalla y del teatro. Las reuniones de los Winterton debían de ser algo tétricas, a pesar de la ginebra abundante, y, sobre todo, con rellenos como Mrs. Glover y gente como ese crítico literario que andaba de nuevo por allí, esta vez con una tricota amarilla de cuello levantado y con aspecto de necesitar un urgente corte de pelo. Ahora había oído claramente su nombre: Mr. Woodeson, y el joven crítico daba por seguro que la gente habría oído hablar de él en otras oportunidades.