CAPÍTULO XXVI
Sólo el miedo que sentía por el detective inspector Hilton atemperaba su decisión de ir por Adrian y matarlo en forma de que pareciera un accidente, si bien no lo pensó mucho tiempo. Thelma razonaba así: Si Hilton sabe algo, ¿por qué no hace algo? Evidentemente, no había podido comprobar nada con respecto a Robert Hodges, pues de lo contrario ya la habrían prendido. Hilton había tenido una sospecha acertada y siguiendo su impulso fue a Wilton. Pero, ¿qué encontró al llegar allí? Una muerte producida por ataque cardíaco.
Habían encontrado a Vivian Winterton en la parte trasera del automóvil, con la cara hundida en un almohadón. Lo mismo podría sucederle a Adrian... En ambos casos, se daba, ante todo, la posibilidad de un desvanecimiento, luego de un ahogo y en tercer lugar, de un ataque cardíaco.
¡Qué lástima no haber procedido en la misma forma con Robert, en lugar de tumbarlo de espaldas! Pero, claro, en aquel momento le interesaba muy poco la técnica. En cambio ahora, las cosas habían cambiado y sus crímenes tenían que cumplirse de otra manera.
Parecía que valía la pena vivir.
Y no costaría mucho matar a Adrian, diciéndole ante todo lo que se merecía. Ah, ¡qué placer inmenso! “Y no me colgarán, Adrian, ¿sabes? Me casaré con Mr. Warwick. Nunca me encerrarán en un manicomio. Ya estoy perfectamente sana.”
Esa cosa inverosímil que llamaban amor resultaba extraordinariamente sana.
El amor era algo inverosímil y por imperio de •su arrastre reunía a personas inverosímiles. En The Pennines abundaban ejemplos de lo que había hecho el amor con gente inverosímil. Daban vueltas alrededor de la pileta de natación en parejas grotescas, arrojando cada miembro furtivas miradas para ver con qué otra persona más afín podría haberse casado, si el amor no le hubiese puesto una venda en los ojos, confundiéndolos. Cupido desbarataba la lógica y a menudo el bien y el mal, a pesar de su aspecto tan infantil. Provocaba una gran inquietud, la inquietud de sus dardos, y era eso lo único que el alma ansiaba. Las incompatibilidades morían de pronto y era necesaria una rápida decisión.
Estremecida, penetró en The Pennines. “—Cuando vea a Adrian, ya sabré cómo es estar enamorada, pero no enamorada de él.”
Y al pensar esto, sonreía.
Mrs. Stevens, con su mameluco rojo, con el nombre de The Pennines bordado en oro en el cuello, contemplaba las operaciones en la pileta de natación. Los gritos y las risas, afirmaba, le recordaban aquel verano feliz de 1939. Era como si reinase otra vez la paz, y ello constituía ya un presagio.
Junto a ella estaba Mrs. Winterton, sonriéndose y observando.
El agua era verde, excepto en los costados de la pileta, pues el cemento había sido pintado de azul.
Mrs. Stevens tenía cutis de manzana encarnada y pelo blanco. A su parecer, la gente era espantosa, pero ella haría no obstante “cualquier cosa por cualquiera”. Uno debía aceptar el hecho de que fueran espantosos los demás, porque “probablemente ellos piensan lo mismo de uno”. Lo mejor era no afligirse. Su preocupación mayor era el diluvio de quejas que suscitaba Mrs. Glover. A pesar de comunicárseles a Mr. Corrigor, el gerente externo, no podía evitar que la gente la llamase a cada rato, endilgándole sus considerandos: “—Mire, Mrs. Stevens, tiene que hacer algo con Mrs. Glover. Nos llama por teléfono después de medianoche y no podemos entenderle una palabra de lo que dice. Y además, allí estaba Mrs. Carter (Mrs. Ming, como la llamaban) rescatando siempre de la calle a los perros, en verdad, para tener algo que hacer. Muy pocas veces la portería se veía libre de ella.
Y con todo, reflexionaba filosóficamente Mrs. Stevens, la vida no sería vida sin esos personajes. Todo sería muy chato si fueran agradables como Mrs. Winterton, por ejemplo, y su espléndido marido. Una pareja modelo y ¡tan corteses! Nunca la trataban a una como si fuera una sirvienta de preguerra.
—¡Ay! —exclamó Mrs. Stevens—. Discúlpeme, señora. Casi me olvido. Mr. Winterton me dio un recado para usted en cuanto la viera. Ha ido a casa de la madre. Es todo lo que me dijo y que usted lo entendería. En cualquier forma, le ha dejado una nota en el departamento.
Thelma le dio las gracias y agregó:
—Se le ha muerto el padre repentinamente,
—¡Oh, cuánto lo siento! —comentó amable Mrs. Stevens.
—Tengo que subir. El perro debe de estar aullando. ¡Pobre Box!
—Mr. Winterton trató de hacerlo bajar, pero casi lo muerde. Parece que hay novedades —continuó charlando Mrs. Stevens— sobre ese tal Mr. Hodges que solía venir por acá. ¿No sabe, señora, si los diarios señalan a alguien como sospechoso?
—Creo que sospechan de alguien, Mrs. Stevens —le contestó, volviéndole la espalda para marcharse.
“—Ha de ser una buena publicidad para The Fermines cuando se inicie el juicio —pensó la portera—. Mr. Corrigor y Mr. Limpern dicen que la administración está muy contenta.”
Thelma pudo intuir que Adrian se había sentido avergonzado al redactar la nota. Pero al cabo de dos o tres párrafos de tinta verde, volvía a ser el de costumbre.
Lamentaba, en tal forma conmovido por las nuevas, no haber podido evitar el choque y atolondramiento más absolutos. “Durante cierto tiempo, hasta mi cerebro dejó de funcionar.” Agregaba que Hilton se había ofrecido a ir, utilizando un auto de la policía, “y se fue antes de que yo pudiera reponerme. No era el caso de pensar en mí mismo, claro está. En muchos aspectos no me siento fuerte, Thelma. Pero en cuanto partió Hilton me di cuenta de que mi lugar estaba junto a mi madre”.
“Espérame en nuestro departamento, querida —proseguía la carta, en un tono mucho más confidencial—. Te hablaré por teléfono o te haré llegar un telegrama. ¡Qué fastidio que mamá esté sin teléfono! Pero, naturalmente, tenían que cortarlo puesto que ambos se iban. Trataré de encontrarte.”
“Aunque en verdad no he tenido tiempo de pensarlo, Thelma, creo que por el momento mamá debería quedarse en Wilton, ya con algunos amigos suyos, ya en Sea View. A papá lo pueden inhumar allí mismo. En este caso, enviaré por ti para que vengas al funeral. Luego, sugiero que mamá vaya a vivir con nosotros para siempre. Es lo único que se puede hacer y sé que tú serías la primera en proponerlo. Pobre papá. Ella sentirá terriblemente su pérdida. Se querían tanto el uno al otro. El matrimonio es algo maravilloso. ¡Pobre mamá! Y también, pobre de mí, pero no debo pensar en mí mismo.”
“Buenas noches, querida, y perdona más ahora. No te aflijas demasiado por mí y trata de dormir.
Estoy seguro de que escribirás a mamá una carta adecuada, cuanto antes. Ella merece todo el cariño y el cuidado que le podamos brindar.”
“Tu marido, devoto y afectuoso,
Adrian Winterton.”
La leyó de pie en el vestíbulo, mientras Box trataba de saltar, arriba y abajo, como en otras épocas. Sus brincos ya no podían llegar muy alto. Debajo del brazo, sostenía Thelma el almohadón escarlata.
La reapertura de la pileta de natación produjo tremendo placer en Ambrosine Barker. En otros tiempos, antes de que la vaciaran para economizar el agua, apenas había perdido una noche de verano sin hacer “un pequeño grupo para ir a la pileta. Teddy, ¿a quién podemos invitar esta noche?”
Le gustaba formar un grupito selecto, ubicando varias sillas en un lugar adecuado y reservando carpas para cambiarse. Entre zambullida y zambullida, uno podía sentarse a tomar ginebra charlando y contemplando las siluetas de los demás. Se veían cosas tan extraordinarias que era imposible apartarse de allí. Teddy pretendía que no le agradaba, pero en verdad le encantaba, y hasta podía ensayar la natación que había aprendido en el colegio.
Mrs. Barker pensó que ésa sería la oportunidad de llamar a los Winterton. Mr. Winterton estaría simplemente espléndido en traje de baño. Vestido, tenía una figura muy varonil.
De modo que llamó por teléfono y fue atendida por Thelma.
—A eso de las nueve, querida —sugirió Ambrosine—. Teddy reservará sillas. Es tan divertido ver a la gente.
—Me encantaría nadar —respondió Thelma.
—¿Y Mr. Winterton...?
—Se ha marchado al campo. Su padre ha muerto.
Mrs. Barker tuvo una fuerte impresión al oír esas palabras. No cabía duda de que a Mrs. Winterton le importaba muy poco.
—¡Ay, cuánto lo siento, querida! En tales circunstancias, no sé si usted querrá distraerse...
—Oh, no me vendrá mal un chapuzón. Es más bien purificador.
Mrs. Barker colgó, sintiéndose un tanto “incómoda”, como dijo a Teddy. ¿Más bien purificador? ¡Qué expresión curiosa! Pero, claro, algo curioso había en Thelma Winterton, sin duda. ¿Qué aspecto tendría ella en traje de baño? Singular, sin duda, pero quizá descarada. La gente más inverosímil padecía de exhibicionismo hoy en día.
—Me pondré mi traje de baño a lunares azules, Edward —le dijo— y mi capa a lunares anaranjados. ¿Te vas a poner tu V 2, como lo llamas? No me parece bien que dejes al descubierto tu pecho velludo y desagradable. Eso es todo. ¡Y el pecho de Mr. Limpern! —recordó—. ¡Horrible! Yo no sé cómo su mujer puede soportar eso...
—¿Vas a llevar tu salvavidas? —la interrumpió Teddy Barker, pretendiendo no haber oído sus palabras—. Deberías seguir ensayando, Ambrosine. A tu edad me parece un poco tonto que no sepas nadar.
Ambrosine se volvió muy consciente e infantil.
—Me da tanta vergüenza, Teddy. Seguro que los Winterton nadan como peces. ¡Ojalá pudiera yo! ¡Me pongo tan tonta cuando llego a lo hondo!
—¡Eres tan consciente! Iremos a la parte honda y te pondré una mano debajo del mentón.
—Tengo miedo de que me sueltes. Y de que la gente nos lleve las sillas. Debemos reservarlas en la parte honda para ver a los que se zambullen. Es espléndido. ¿Por qué no te zambulles tú también, Teddy?
—Porque la altura me marea.
La pileta de natación constituía todo un placer en la vida del matrimonio Barker.
Resultaba muy zonzo ya mirar los partidos de squash y descubrir los mismos coqueteos y escándalos, las mismas esposas aburridas y los esposos y amantes astutos, pretendiendo ignorarlo todo. ¡Nadar era nadar! La gente chapoteaba y lanzaba gritos, llena de excitación, se empujaban los unos a los otros o se ayudaban a salir de la pileta. Se ponía en práctica una técnica de coqueteo evidentemente nueva, y en los extremos más ofensivos, algunos bofetones ocasionales, aunque deliciosos de contemplar. El agua era verde en el centro, roja en el fondo, azul alrededor. Otro de los atractivos, y por cierto no de los menores, sobre todo mientras se mantuviera alejada del grupo de uno, era Mrs. Glover, con sus paseos de acróbata alrededor de la pileta, colgándole las pieles de los hombros blancos, las más de las veces dentro del agua. En cualquier momento, Ambrosine estaba segura, Mrs. Glover iba a caerse adentro, “Pero puede ser que eso la haga reaccionar —no pudo dejar de decir— y tal vez el choque la cure. ¡Ojalá esté aquí para verla!”
Esa noche la jarana llegó a su apogeo a eso de las nueve y, como Ambrosine, Teddy Barker se hallaba interesado en varias siluetas, sobre todo cuando salían del agua ante sus narices. Por lo general, pretendía que se hallaba mirando a otra parte y en ese instante arguyó que contemplaba al almirante Tippits y a sus amigos, quienes, sentados en uno de los bordes más lejanos, reían y bebían whiskies. Mr. Limpern había ordenado a Arthur que pusiera en marcha el radiorreceptor y el eco de la música se unió a las risas y a los gritos de la carne y la sangre vivas.
¡Era mucho mejor que Hollywood!
AI no haber signo alguno de Mrs. Winterton, Ambrosine comenzó a obcecarse. No le gustaba ir al agua salvo que otra “mujer” la acompañase, y por lo tanto, envió a Teddy a la cabina del teléfono, para que la llamase. Y fue entonces cuando, ante su asombro, vio a Thelma sentada al otro lado de la pileta, mirando a los bañistas. ¡Y estaba con un hombre!
Mrs. Barker se transfiguró.
El hombre era pequeño y cómico, no tan joven, y si Ambrosine entendía algo de “ciertos asuntos”, de lo que se jactaba, se daba cuenta, por la actitud de Thelma, de que algo estaba pasando.
Nunca la había visto tan animada. Llevaba un vestido verde y sobre su falda descubrió un traje de baño rojo. ¡Caramba! ¡Con su marido ausente y su suegro recién muerto! ¡No estaba bien! Y sin importarle que ella y Teddy le estuvieran esperando, luego de haberse comprometido con ellos...
Cuando regresó Teddy, Ambrosine tenía una enormidad de cosas que decirle. Teddy miró vagamente a Mrs. Winterton y a su amigo.
—¿No sabes quién es? Es el jefe inspector de Scotland Yard, Warwick. No parece un detective, ¿no? Pero es muy astuto...
—¡Qué! ¿El hombre que investiga ese crimen de hace poco?
—Sí, querida. Ha andado mucho por aquí por el asunto de ese prójimo Hodges.
Mrs. Barker se sintió confundida.
—¡Oh, pero asimismo...! Me parece que Mrs. Winterton se halla completamente dedicada a él. Se ha olvidado por completo de nosotros y durante veinte minutos ha hablado sin cesar.
Mrs. Barker decidió entonces que se hallaba enojada.
—¡Vamos, Teddy! ¡Vámonos de aquí!
—¿Ya? Si aún no nos hemos bañado...
—No me importa. Nos vamos y pasaremos por delante de Mrs. Winterton sin mirarla. —Agregó que no era una actitud correcta, cuando el fascinador Mr. Winterton se hallaba ausente, y que ya había visto demasiados escándalos en ese lugar.— Y después de todo lo que hicimos por ella la vez pasada. ¡Por Dios! —se acordó de pronto—. Todo ese bochinche por un hombre que se había metido en su departamento. ¡Vaya a saber quién sería! —Manifestó que sentía repugnancia y que la gente perdía la cabeza por el amor. En cualquier forma, estaba segura de que la cabeza de Mrs. Winterton ya andaba un poco mal.
—Bueno, me parece que Warwick sabrá lo que hace, querida. ¡Sobre todo él!
—No debería hacerlo delante de nosotros. ¡Viejo inmundo!
—Vamos, vamos, querida. ¿No puede conversar la gente sin que detrás de ello haya una segunda intención?
—No en The Pennines.
Enfurruñada, Mrs. Barker había perdido el sentido de las proporciones. Telefonearía en seguida a Mrs. Winterton y le diría unas cuantas, por ejemplo, que “había reservado sillas durante horas”, y mientras tanto, arrastrando a Teddy detrás de sí, comenzó a caminar por el borde de la pileta, para pasar por delante de Mrs. Winterton con la cabeza erguida.
Pero Mrs. Winterton no lo notó. Pudo oírla decir, animadamente:
“—Y así, cuando murió Miss Sloper, la escuela quedó a cargo de las señoritas Wicklow. Era muy difícil simpatizar con ellas, pero traté de hacer lo posible. Después, cierto día apareció Adrian. Lo conocí en un té que dieron en la vicaría.”
Mrs. Barker se hallaba simplemente asqueada y de nuevo volvía a comprobar que cuando algo era de su desagrado era de su desagrado. Ahí estaba coqueteando esa chica, al parecer tranquila y poco afectada, en cuanto su encantador marido había vuelto las espaldas. Realmente, ¿qué podía esperar uno de las personas? Siempre se trataba de lo sexual, lo sexual y lo sexual.
Uno no podía saber jamás con quién estaba.
Ambrosine freía para la cena papas e hígado de cerdo, y mientras el humo traspasaba la cocina e invadía el departamento, envió a su marido a la pileta, en busca de noticias.
Al volver éste, le preguntó:
—Y, ¿están ahí todavía?
Luego de toser, a causa del humo del chisporroteante hígado, Teddy Barker pudo notificarle:
—Sí, querida, está ella.
—¿Qué?
—Digo que está ella, Ambrosine, Mrs. Winter- ton. Pero Warwick se ha marchado. Ella está sola. —Se interrumpió para sugerir que abriera otra ventana, “antes de que nos ahoguemos vivos, querida”, pero la mente de Ambrosine se hallaba preocupada por una sola cosa y no era el hígado de cerdo.
—¿Sola, Edward?
—Sí, con un aire más bien triste. Quizás esté por bañarse.
—Ojalá se ahogara. Ese es el tipo de mujer que hunde a nuestro sexo. Todas podemos tener nuestros pequeños deseos íntimos... pero ello no quiere decir que lleguemos a más. ¡Y ante las narices de todo el mundo! \Pobre Mr. Winterton!
—Muy bien podrías estar equivocada, querida...
—¿Equivocada? Me imagino que no habré vivido cincuenta años inútilmente, y adulta treinta y cinco de ellos. Mr. Warwick debería sentirse avergonzado.
Barker no pudo contenerse y le dijo que probablemente Mr. Warwick no tendría nada de qué avergonzarse.
—No es un crimen sentarse a charlar con alguien junto a una pileta de natación, Ambrosine. Aunque se trate de sexos contrarios.
Pero Ambrosine le replicó:
—Muy de los hombres protegerse entre sí, pero yo no voy a proteger a mi sexo, sobre todo cuando veo lo que veo. Y en cuanto a la pileta de natación, me había olvidado de lo que allí solía suceder en 1939. Mr. Limpern debería recibir un anónimo...
Teddy Barker manifestó, aunque sin hallar eco, que la pileta de natación era sólo un gran recipiente de agua verdosa.