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CAPÍTULO V

El miedo que aun sentía por su marido —aunque no era ésa la palabra adecuada— databa ciertamente de aquel primer instante de sorpresa. Se podía sentir miedo ante cualquier persona o cosa que se impusiera por su tamaño, aunque no se tratase en absoluto de un miedo físico. Se tenía temor a Dios y así se lo habían enseñado. Era correcto y comprensible. Adrian no era Dios —aunque había terminado por convencerse de que él sí lo creía- pero por lo menos el género más próximo: la Fatalidad, quizá envuelta en el más insinuante perfume del Destino.

Adrian le pareció espantoso, aunque rubicundo y amable. Por un breve lapso, aunque suficiente, sufrió el penoso contacto de su mano, viscosa y fríamente afectada. La sintió femenina y llena de nudos.

Además, tuvo que verlo tomar una rebanada de pan con manteca.

Aunque Thelma no solía ruborizarse, sintió que los colores afluían a sus mejillas.

—¡Qué... qué amable ha sido al venir! —exclamó, insegura. Agregó que las señoritas Wicklow se hallarían por ahí cerca, dando a entender que suponía que el joven había ido para visitarlas a ellas. Él le contestó (como lo presintiera) que, en efecto, iba a visitar el colegio, respondiendo a una invitación del día anterior, pero que la había aceptado, sobre todo, porque quería volver a verla. Ése fue, casualmente, el único cumplido que le hiciera.

—Me interesa todo lo que se vincula con la educación —prosiguió, con la leve sugerencia de que Thelma necesitaba de su auxilio intelectual. A ella no le parecía raro.

—Muéstrele a Mr. Winterton el colegio, Thelma —la instaron las Wicklow, sin sospechar para nada la posibilidad de un idilio.

Resultó lo mismo que recorrerlo con un inspector. Su rostro se hallaba animado por una sonrisa valorativa pero intelectualmente crítica. Cuando estaba de acuerdo, asentía con su cabeza un tanto grande, y cuando algo no le parecía bien, guardaba un silencio elocuente.

Era, sin duda, un hombre “moderno”, deseoso de instaurar en todas partes una “coeducación”. Manifestó su preferencia por las clases al aire libre, “cuando fuere posible”, una “amplia libertad” para el alumnado, mucho “ejercicio sano” (lo decía como si algunos ejercicios pudieran resultar más bien perniciosos) . Además, tenía ciertos puntos de vista definitivos y altisonantes sobre la enseñanza de “las lenguas muertas”. Thelma tuvo que atormentarse el cerebro para recordar cuáles eran las lenguas muertas y cuando musitó que los profesores debían desplegar un método muy cuidadoso para la enseñanza del latín y el griego, él asintió condescendiente: “Sí, claro, para esas dos...” Evidentemente, existían otras lenguas muertas, además del latín y el griego.

Thelma se sintió completamente intimidada. Advirtió que Adrian se hallaba en un plano muy superior, aunque tratase de ser amable. No era posible imaginárselo castigando a nadie, pero aunque parecía tan preocupado por los problemas de la educación mental, resultaba sumamente inquietante en materia pedagógica. Miraría muy fijo al alumno interrogado, el resto de la clase en suspenso, para que, levantándose de su asiento, construyese una frase cabalmente aterradora, ante la cual el mismo Mathew Arnold hubiera retrocedido. Pero, al mismo tiempo, cabía suponer que si el alumno, al levantarse, se ponía colorado y fracasaba, él lo perdonaría y resolvería la frase. Uno se sentiría sumamente pequeño y, por supuesto, profundamente agradecido.

Cierta vez se preguntó Thelma si las ropas de Adrian tendrían algo que ver con el complejo de inferioridad que su marido le había creado. Con el tiempo llegó a darse cuenta, poco a poco y dolorosamente, de que los demás no sucumbían como lo había hecho ella. Claro que por aquel entonces era apenas poco más que una colegiala.

Los trajes de Adrian eran abrumadores. Sin embargo, no cabía duda de que eran “lo correcto”.

También sus comentarios sobre la educación y en general sobre otros asuntos eran, sin duda, “lo correcto”. No había nada de revolucionario en ellos, pero gracias a su habilidad aparentaban serlo. Uno creía que sus apreciaciones eran sumamente audaces.

Lo mismo ocurría con su ropa. Era posible que el deslumbramiento de Thelma se debiese a su excesiva juventud, pero en verdad todo lo que Adrian decía le sonaba a erudito y tremendo, y sus ropas, la última palabra de lo exótico. Estaba en presencia de un ser amanerado, fenómeno que ella (mujer u hombre) nunca podría llegar a ser. Su vestimenta no difería, empero, de la que usaba el resto de los mortales: sombrero, chaqueta, pantalones, calcetines y zapatos, descontando, claro está, la camisa, y, probablemente, la ropa interior.

Con el correr del tiempo, la vestimenta de Adrian llegó a parecerle no tan extraña corno maravillosa, pero ya se había acostumbrado entretanto y le parecía insulsa la forma de vestir de los demás hombres.

Adrian manifestaba preferencia por la formas amplias, lo mismo que el tamaño holgado. Sus corbatas eran un impacto a una milla de distancia, aunque con aire muy intelectual. Era posible darse cuenta en seguida de su filiación, aunque no se estuviese al tanto de las cosas del momento. “Un intelectual., . ” pensaba uno sin más, sintiéndose inevitablemente inquieto.

Cuando Adrian visitó por primera vez el Colegio Wicklow (antiguo St. Anne), Thelma se había sentido inquieta, pero por muchas otras razones, muy de la adolescencia. En primer lugar, y cosa rara en un hombre tan joven, se sentía paternal.

Foco antes del té conversaron bajo los cedros, en el parque. Él sostenía un cigarrillo entre los dos primeros dedos de la mano derecha.

—Yo podría haber sido profesor... —le dijo.

Era una invitación para que se le formulasen preguntas sobre su personalidad, pero a Thelma le costaba empezar con los “¡Ah! ¿Sí? Pero, ¿por qué no se dedicó, Mr. Winter ton? ¿Y qué hace, en cambio?”

No era una persona con la que se sintiera a gusto. Parecía una falta de amabilidad y quizás él se hallase fastidiado. En fin, se trataba apenas de una colegiala...

Thelma recurrió a una vieja técnica suya. Consistía en dejar que él hiciera toda la conversación, lo que no parecía disgustarle. De vez en cuando intercalaba un “¿Realmente? ¡Qué espléndido!” O si no. “¡Qué magnífica idea la suya, Mr. Winterton! ¡Maravillosa!” Y a menudo, tratando de eludir sus molestos ojos azules, convenía: “—Oh, más vale, más vale...” Seguramente ese hombre pensaría que estaba tratando con una criatura de visible deficiencia mental. ¿No era capaz de decir o pensar algo original? No. No lo conocía lo suficiente como para discutir sobre cualquier tema, de modo que lo único que podía hacer era dejar que él hablase.

En el parque, antes de que llegasen las señoritas Wicklow, hizo una leve sugerencia sobre su persona, algo de escasa o nula significación.

—También es cierto que podría haber sido abogado. ¡Hay tantas cosas en que triunfar! Sólo por complacer a mi madre acepté el puesto que desempeño en el municipio, en calidad de consejero...

—¿Ah, sí? Me parece tan...

—Sí, trabajo muchísimo. —Al sonreír mostró sus largos dientes.— Pero a nadie le puede importar eso, en tiempos tan tristes. Me ocupo del problema de la desocupación, finanzas, seguros y muchos asuntos jurídicos. Y, por supuesto, del hospicio. He puesto en práctica muchos de mis conocimientos sobre el alma humana y en diversas oportunidades me han felicitado por mi desempeño.

Su sonrisa era modesta; sus ojos, de un azul inquietante.

—Pero, ¡qué espléndido! Es en verdad...

—No, no es algo particularmente espléndido. En verdad, me gustaría hacer otras cosas más importantes aún.

Con tales palabras aumentó su ventaja, mientras la de ella disminuía a cero, si es que había ido alguna vez más allá. Se sintió estúpida y aplastada.

¡Adrián parecía tan abrumador!

Durante el almuerzo, Thelma se limitó a los monosílabos, y se sentó despreocupadamente, con las piernas muy separadas. Henrietta le hizo una seña agónica y Joan tosió con embarazo.

—No me cabe la menor duda de que Mr. Winterton tendrá mucho interés en oír algo sobre los proyectos de Thelma —comentó, llena de tacto, Joan Wicklow, tratando de distraer al joven. Había que evitar cualquier riesgo frente a aquellas piernas juveniles—. Tenemos noticia de que a usted le interesan mucho los problemas de la educación.

—Hemos propuesto a Miss Wilson que se nos una como compañera en el colegio —agregó, muy excitada, Henrietta.

“—A un precio razonable” —pensó Thelma, mientras revolvía la ensalada.

Mr. Winterton manifestó que, muy a menudo, le habían dicho que él debería dirigir un colegio de acuerdo con sus propias directivas. No aclaró quién, pero agregó que tal empresa necesitaría un capital respetable. Otras cosas que dijo al respecto dieron a entender que ese capital nada tenía que ver con la familia Winterton, a pesar de que había sido enviado a diversos institutos, con los más brillantes resultados, para integrar su educación. Además, las comensales se enteraron de que no sólo le interesaban las cosas del intelecto, sino que también era considerado un mago del tenis, del cricket y del rugger.

—En cuanto al cricket —informó a las Wicklow—, cierta vez me ofrecieron jugar en un equipo profesional. Me sentí muy halagado. Sin embargo, me gustaría más la idea de jugar en el Oval o en el Lord.

Acto seguido, manifestó un profundo desprecio por el boxeo. Era un deporte “violento”. Él parecía “pacifista”.

—No podemos ser perfectos en todo —comentó una de las Wicklow. Observación arriesgada, porque quizás Adrian “podría haber boxeado”.

Henrietta Wicklow puso entonces un almohadón color púrpura sobre el césped y se sentó en él gentil y despreocupada, aunque muy pendiente de los huesos de sus rodillas. Ese almohadón era el que Thelma había utilizado para tratar de apaciguar a Winnie Calvert durante las vacaciones de un verano anterior, hacía uno o dos años.