CAPÍTULO VII
Durante mucho tiempo, no advirtió en esas palabras ningún significado especial. A menudo le habían dicho que era un tanto varonil o masculina y, aunque le desagradaba, suponía que era verdad y que debía aceptarlo.
Además, pensaba que si ya (a los diecisiete años) había sido objeto de una propuesta de matrimonio, no podía ser tan fea. Por cierto, empezó a creer que era maravillosa, puesto que Adrian lo era. ¡Gloria reflejada! Si él era brillante, ella se creía tonta, pero si Adrian la quería de verdad, lo mejor sería que la tuviese por esposa. Tal vez nunca le hicieran otra propuesta matrimonial. A menudo afirmaban que raras veces se tenía una segunda oportunidad. Mediante ese casamiento podría liberarse inmediatamente de su actual destino y de la eterna presencia de las Wicklow. Cuando heredase su pequeña fortuna, con todo gusto se la entregaría a Adrian antes que a ellas, con su alma en una bandeja. Toleraría a su suegra, y quién sabe si las cosas no cobrarían otro aspecto. Y ¿cuáles eran los proyectos de Adrian? ¡Qué excitante resultaba pensar en todas esas cosas!
Y... ¿el amor? Bueno. Adrian le dijo que la quería o por lo menos se lo dio a entender claramente. Tanto su voz como sus ojos lo corroboraron.
¿Por qué no podría amarlo ella dentro de muy poco? ¿Qué podía saberse sobre el amor, mientras no se comenzase a amar? Nadie era capaz de enseñar algo al respecto. En el colegio, no había posibilidades. Tampoco las lecturas arrojaban luz, por lo menos con datos precisos. Las señoritas Wicklow nunca hablaban de ello, ni tampoco el vicario, por supuesto, y al médico parecía preocuparse mucho más el sarampión. ¿Cómo, entonces, iba preguntar uno al médico o al vicario?
En aquella cabaña, se dio cuenta de que debía estar sumamente agradecida a Adrian. Quería agradecérselo, como se puede hacer con una persona que nos salva de un naufragio seguro. Y sin saber cómo, rompió a llorar. Él pareció molestarse. Thelma advirtió que en lugar de reaccionar como cualquier otro enamorado, se ponía rojo y simulaba no ver sus lágrimas. Extrajo del bolsillo una delgada cigarrera de plata pero no le ofreció cigarrillos, aunque en verdad ella no fumaba aún. No se trataba de que Adrian lo supiera o no, sino de que había decidido y deseaba que así fuera.
—Será mejor irse, Thelma —le propuso, un tanto incómodo.
—Sí, Adrian. Yo... Lo siento... pero...
—¿Me trae la cuenta, por favor? —dijo con su voz de universidad.
—Sí, señor —le respondieron desde lejos. Era una mujer, que tosía.
Thelma pensó entonces: No le gustan las lágrimas. Debo recordarlo.”
Las lágrimas eran tabú.
Poco a poco fue aprendiendo que eran muchas las cosas que no agradaban a Adrian. Tantas, que apenas tenía tiempo de preguntarse, con cierto resentimiento, si él se había tomado la molestia de averiguar si existía algo que a ella no le gustase. Pero, de cualquier modo, se hallaba tan agradecida, que en esos primeros años de matrimonio ahogó por completo su personalidad. No vio todo lo que había de teatral en su marido y nunca sospechó que su propio intelecto podría equiparársele y, menos aún, sobrepasarlo. Sólo reinaba una estrella en el firmamento y esa estrella era Adrian Winterton. Su suegra lo sabía, porque siempre había sido así. Ella misma había propendido a que lo fuera, pero se habría asombrado mucho si alguien hubiese tenido el valor de decírselo.
Además del interés por su hijo y, claro está, por Harrods, Mrs. Winterton se preocupaba mucho del aseo hogareño. Día a día se limpiaban todos los cuartos, y no se trataba simplemente de sacudir el polvo y barrer. Había que fregarlo todo. Cuando la señora iba a The Pennines, su mirada fríamente crítica recorría hambrienta las habitaciones. A menudo, Thelma había sentido la tentación de preguntarle si se había venido con el balde y el estropajo. Y tal tentación se convirtió en afiebrada pesadilla.
Pero, en un comienzo, la nueva pareja Winterton tuvo que vivir en Benbridge, más cerca de Wilton que de Lington, en una casa pequeña y fría, en la falda de una colina. La había “descubierto” Mrs. Winterton y pensó que sería “ideal” para los recién casados. Cuando se enteró de que Thelma tenía dinero, no sólo creyó que era ideal sino también una “pichincha”. Lamentaba que su propia casa, erróneamente llamada Sea View, no pudiera, por su estrechez, recoger a su hijo con su mujer, pero tenía la seguridad de que si tomaban Hill Crest “Adrian no terminará de agradecérmelo”, puesto que significaría verla a menudo. No creyó que tuvieran nada que agradecer a Thelma, y en cuanto al viejo Mr. Winterton fue mencionado sólo dos veces antes del casamiento. La primera, a raíz de la siguiente escena. El señor se cayó cuan largo era, al pisar un pan de jabón de lavar, en el vestíbulo.
Entonces le dijeron, en tono de advertencia: “Si cuando lleves a Thelma al altar, haces una cosa así, Vivian, parecerás un perfecto idiota y nos harás pasar una gran vergüenza.” Y la segunda vez fue cuando le dijeron, un poco más amables, pero no sin intención: “Una de las ventajas de que Thelma tenga un poco de dinero es que ya no necesitarás seguir con la pensión de Adrian. Ha sido una verdadera carga.”
Mucho más tarde, Thelma pensó que, caprichosamente, su ayuda a la humanidad sólo había cambiado de destino. Ella seguía siendo una Doña Nadie, aunque sin duda con ciertas posibilidades. Esas posibilidades actuales (o futuras) le permitían pasar de las Wicklow a la familia Winterton. Y como nunca se le habría ocurrido que la llevasen al altar las dos Wicklow, al estilo Dartmoor, había caído en la incuestionable decisión de Mrs. Winterton de que “Vivian lo hará”.
Thelma aceptó, en primer lugar para ahorrarle al pobre hombre otra escena y en segundo término, porque podría haber puesto en un apuro al vicario.
Thelma llegó a la conclusión de que la imagen de Adrian, que comparaba a su madre con un péndulo, necesitaba un pequeño ajuste. Los péndulos se mueven de aquí para allá con regularidad. Mrs., Winterton, en cambio, sólo cambiaba de dirección cuando no lograba conseguir lo que se había propuesto. En tales oportunidades el cambio era inmediato.
Thelma comenzó a sospechar seriamente que, en primer lugar, la señora sentía celos de que su hijo se casase con cualquier persona, por lo que no tenía importancia el hecho de que Thelma le agradase o no como persona. Pero sucedió que Thelma no le fue simpática, aunque, eso sí, apreció sus ventajas financieras. Si bien Adrian había hablado con cierta importancia de su cargo en el municipio, en realidad se trataba de un empleo puramente ad honorem que le había procurado un amigo de su padre» Las inminentes tres mil libras de Thelma serían una bendición para todos, aunque no se lo agradeciesen especialmente a ella. Además, sospechó que debía mostrarse contenta, porque Adrian “se había encargado del asunto” de su dinero. Ella era muy joven y completamente ignorante en materia económica y nunca había oído hablar de bonos ni acciones. Pero la confianza en su marido era absoluta, y aun ahora, diez años después, no podía hacerle ninguna crítica desde el punto de vista financiero. Por el contrario, aunque Adrian supervisaba aún la fortuna de ambos, penique por penique, no podía estarle menos que reconocida porque gracias a él (¿o a su administrador?) el capital había prosperado y vivían de sus rentas. Adrian no cometió ningún desacierto y aun ahora resultaba inconcebible que hiciera algo mal. Y... ¡sin embargo! Aquella situación suscitaba en su mente una imagen que no podía alejar. Era como si teniendo jaqueca se golpease la cabeza contra una pared. La pared era su pecho viril y siempre sucedía lo mismo.
...Londres y la guerra parecían hallarse completamente fuera de lo que podríamos llamar su esquema vital, sobre todo la guerra, porque se tenía entendido que la matanza había cesado hacía tiempo, excepto bajo la forma de desocupación y hambre. Pero esto no contaba. Todos se hallaban seguros de que esa generación no sería alcanzada por ninguna masacre futura. No podían permitirlo.
Los primeros años de matrimonio no fueron más que una inmersión permanente en el pequeño charco estancado de Benbridge, con Hill Crest por cuartel general de repetidos despliegues de fregado, porque “mamá viene a tomar el té, Thelma”. La señora no podía disfrutar de su té, si no olía el aroma acre y pesado del jabón de lavar. Llegaba con el viejo y, como de costumbre, ambos se sentaban admirativamente frente a su hijo, quien solía preferir una ubicación más destacada junto a la chimenea. Mientras disertaba, Adrian sostenía con pulcritud el platillo y la taza de té, y uno podía disfrutar también de la fascinadora escena de verlo servirse una rebanada de pan con manteca. La tomaba por uno de los extremos sobresalientes de la costra, temeroso de ensuciarse los dedos con la manteca. Era lo que hacía ahora, en esta reunión en The Pennines, con su sándwich tipo Spam. Adrian no había cambiado un ápice, pero la diferencia residía en que ella había llegado a comprenderlo definitivamente. Más aún. En la medida de sus fuerzas, había tomado por fin determinaciones al respecto. Para ella, se trataba de algo sencillo, pero pensó que a los demás podría parecerles sutil y complicado, en caso de que lo llegasen a descubrir. Bueno, sin duda, tarde o temprano lo descubrirían. Ése era uno de los puntos fundamentales. Thelma quería que lo descubrieran. No deseaba que la colgasen, y existía la razonable probabilidad de que no lo hicieran. Había meditado con minuciosa precisión el asunto de Robert Hodges, que ahora yacía muerto en el diván de su cuarto, unos pasos más allá, cruzando la calle. Lo único que la molestaba era que había sentido más temor de incomodar a Adrian con su tardanza que ante las consecuencias de lo que podría llamarse un crimen. Mientras estuvo con Robert no presentaba el aspecto de un crimen. Más parecía una broma, una broma que se volvió un tanto excitante cuando Robert dejó de respirar: ese irse por el pasillo, tratando de que no la vieran, ese preguntarse quién podría haberla visto entrar en la casa...
Y ahora, mientras charlaba un poquito con Phoebe o Pixie, como la llamaban a veces, y mientras “observaba” a Pat, su nuevo amigo, sentía el inmenso placer de comprobar que, en tanto que Adrian era un fanfarrón y un charlatán, ella actuaba. Y sin embargo, Adrian ejercía aún el poder de hacerla sentirse pequeña y sumamente incómoda y temerosa por su tardanza. Era raro que, aun dándose cuenta de lo que valían tanto Adrian como sus amigos (la drogada Mrs. Glover, Toby Woodeson y el resto de esas caras confusas, que iban en realidad a beber su ginebra —¿o la de ella?—) experimentase esa sensación de un colegial frente a su maestro. Pero los hábitos tardan en desarraigarse, sobre todo cuando se trata de un sentimiento de gratitud por alguien. Cuando uno ha estado en deuda, parece que la deuda subsistiera aún mucho después de haberla pagado con crecidos intereses. ¿Por qué? ¿Era por bondad de alma? Quería creerlo. Era un placer buscarse atributos buenos, sobre todo cuando había llegado a la conclusión de que Adrián no tenía alma en absoluto. Durante mucho tiempo se había sentido disminuida, llenándose de complejos, Pero de pronto, había reverberado una gran luz y una voz le dijo: “Conócete a ti misma.” Era muy cierto. No sabía nada de ella misma, a no ser ese sentimiento de fastidio, vago e inquietante que la embargaba y la hacía volverse automáticamente a contemplar a aquel personaje teatral y complacido junto a la chimenea. ¡Qué gracioso! En medio del bullicio de la reunión, pudo escuchar —gracias a Dios— su voz que decía:
—Una vida integral, mi querido señor, a eso he tendido siempre, de modo que puedo recomendárselo sin reparos. —Y luego:— Muchas gracias. Debo reconocer que la gente suele estar a gusto en mis reuniones.
Thelma encendió otro cigarrillo y notó que aún le temblaban las manos. ¿Habrían descubierto ya el cadáver de Robert? ¿O quedaría encerrado en su cuarto durante días? Claro, los que descubrían ese tipo de cosas eran los lecheros o la lavandera. O el cartero, con una carta certificada y un talonario para firmar. ¿Saldría en los periódicos? No había mucho espacio, hoy en día. Pat trabajaba en Fleet Street y acababa de comentarlo. ¿Quería decir entonces que no darían mucha publicidad a su crimen? No importaba. Siempre se produciría la suficiente para impregnar a Adrian. Pero esperaba que no sucediera todavía. Quería que se diese un atracón. ¡Nada de medias tintas! Quería que abriera bien los ojos, no un poco. Le temblaban las manos, llena de creciente amargura por Adrian y por el odio que le inspiraba. Pero su plan consistía en sonreír mansamente. Dentro de poco, Adrian le diría, como de costumbre: “Una de mis... de nuestras mejores reuniones, Thelma...
Podía, además, premiarla con una palmadita en el hombro, por su participación, antes de sentarse a leer mientras ella lavaba las cosas. A veces le ofrecía ayuda para secar, pero Thelma sabía que detestaba la aspereza de los repasadores y quizás tuviera algo importante que hacer, alguna conferencia o algo por el estilo. En cualquier forma, prefería estar sola. Era reconfortante ponerse a lavar copas en la pileta.
Había que hacer algo con Pat y Phoebe. ¡Pixie y Pat! ¿Por qué con ellos? ¿Cómo se seleccionaban las víctimas cuando se planeaban crímenes sin motivo? ¿Existía alguna regla especial? \Pixie!
¿Por qué coquetearía con Pat? No parecía quererlo en particular. Le gustaban todos, más o menos, si tenían buen aspecto. Tales reflexiones le sugirieron que quizá estaba celosa. ¿Se hallaría emponzoñada su alma por celos instintivos e inútiles? El alma era algo extraño, y lavar copas ofrecía una solución, como el efecto de un calmante.
“En lo futuro —pensó—, hasta que me muera, cuando tenga que lavar platos pensaré en la Guerra Mundial.”
Realizar los quehaceres domésticos sin ayuda de ningún sirviente era, al parecer, un aspecto tan importante del Frente Hogareño como cualquier otra actividad inquietante. Por supuesto, la lluvia de bombas en la batalla de Londres tuvo sus momentos, lo mismo que esas horas interminables en los conmutadores telefónicos, por los cuales, día y noche, había dado curso a los pedidos urgentes de ambulancias y de nuevos camiones de bomberos. Pero también en su casa, el lavado de las tazas de té había sido una parte importante de sus obligaciones. Sí, era el té el que en verdad había ganado la batalla de Gran Bretaña, y sin duda sería el té el que ganaría la batalla de las bombas voladoras. Y en cuanto al resto, la guerra en Londres había consistido para Thelma en repetidas carreras a través del aire ardiente, con un liviano casco de latón y una incómoda máscara contra gases. Era aquél un mundo excitante de vidrios rotos, mangueras de incendio, reflectores zigzagueantes y de frases como ésta: “No, querida. Estoy segura de que es uno de los nuestros.” Y siempre una misma pregunta que la asediaba: “Suponiendo que Adrian muera, ¿qué sentiré en verdad?”
Lo cierto era que por aquel entonces tenía miedo de hallarse totalmente perdida sin él y resultaba un constante alivio verlo sentado en el pasillo externo del departamento, donde se consideraba a salvo, informando a sus oyentes cómo él había previsto la Guerra Mundial mucho antes de Múnich. (Cosa que era cierta.)
Thelma ignoraba qué sentía positivamente Adrian frente a las bombas o frente a los problemas de la vida y la muerte. Sospechaba que lo mismo que sentimos todos, pero ni la vida ni la muerte parecían interesarle como temas de discusión, excepto en un sentido puramente social. No le preocupaban para nada las cualidades comunes del ser humano y prefería las estadísticas y las generalizaciones. Su papel en la guerra consistía (y ¡qué placer para un hombre como él!) en ocupar el estrado del conferencista. Su madre estaba en lo cierto al decir que su hijo tenía delicado el corazón. Thelma sintió una íntima vergüenza por haberlo puesto secretamente en duda. Adrian volvía a tener razón, ¡otra vez razón! Ese arrebatado color de su rostro, aunque no le impedía jugar al cricket y triunfar en la mayoría de las oportunidades, tenía que ver con “un corazón” y ninguna de las Fuerzas podría aceptarlo en tales condiciones. “Sin embargo, Thelma, no es por alabarme, pero creo que hubiera sido un jefe ideal de escuadrones aéreos... Tú sabes que sé manejar a los hombres... Pero puede ser que mis servicios de conferencista versado reporten al país un beneficio mayor aún,” Y Thelma no dudaba de que también en eso tendría razón. Sí, era cierto, podría haber sido un magnífico jefe de escuadrón y sin duda eran inestimables sus conferencias en los colegios del ejército y lo serían en otros lugares. En cuanto a su trato con los hombres, no se hallaba tan segura de su eficacia, pero Adrian sí lo estaba, aunque no tenía ningún amigo íntimo. Era un hombre superficial, y los demás, al parecer, lo aceptaban bajo ese aspecto. Al terminar la conferencia o la polémica, le daban las gracias, le decían “adiós” y desaparecían. Él regresaba lleno de satisfacción, contento por su triunfo, aunque sin nadie que lo acompañara. Quizás nunca se hubiera dado cuenta íntimamente de todo esto; o por lo menos, nunca lo dijo. Cuanto más, guardaba silencio, con el ceño fruncido, y le proponía:
—¿Por qué no hacemos una pequeña reunión, Thelma? Deberíamos ver un poco más de gente y estar con ellos.
Lo cual significaba que él debía ser visto y agasajado por un poco, más de gente.
Y ¿qué pensaba en verdad de ella?
Durante años, Thelma no alcanzó a descifrar con claridad ese enigma. Por la época de la boda, se hallaba demasiado entregada a su sentimiento de gratitud. ¡Había sido tan extraordinariamente bueno con ella! Un modelo de bondad...
Ah, pero ahora, volviendo la mirada a aquellos sórdidos años, se daba cuenta de que no se había tratado de bondad para con ella, sino de un deber para consigo mismo. Adrian se veía a sí mismo, y no a ella, aun en el momento en que tuvo que subir las gradas del altar. Su aplomo perfecto, su sonrisa amable, sus afectuosas reverencias a los circunstantes, eran él mismo, dando lo mejor de sí. Su propio auditorio, como de costumbre, era él mismo, pero ese día contaba además con una gran iglesia. Todo el mundo debía comprobar cuán perfecto era y qué afortunada su esposa.
Thelma se había sentido enteramente feliz. Tenía una suerte increíble. ¡Haber conquistado a una persona tan maravillosa!
Al final del templo, los ojos de los colegiales no podían ocultar la pública y conmovedora creencia de que se hallaban viendo a un novio como ellos lo imaginaban. Algún día serían como él. Las niñas, por su parte, pensaban que podrían casarse con un ser simpático y espléndido como Adrian. ¡Era el hombre ideal! Bastaba ver la forma en que dio el brazo a su compañera y la condujo al compás de la marcha nupcial de Mendelssohn. A él le hubiera gustado que tocasen algo de Delius o de Brahms, pero el organista no estaba a la altura de esa música y aquello sonaba a terriblemente intelectual. Había manifestado tales preferencias un día en que tomaban té en la casa de su madre, y Mrs. Winter- ton lanzó entonces una mirada llena de orgullo a Thelma, como para decirle: ¿Ves? Además conoce todo lo que hay que conocer en música clásica... No te podrás quejar del compañero que te toca, ¿no?”
Mrs. Winterton no lloró el día de la boda, pero se levantó bien temprano para realizar un fregoteo extra y dijo a su criada: “¡Hoy se casa mi hijo...!”