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CAPÍTULO X

En seguida se dio cuenta de la locura que implicaba tal insinuación, porque aunque Adrian no se hallase de acuerdo con su idea, no se lo diría, Pero podía comprobar su desagrado. Había fruncido el ceño y el color inundaba débilmente su rostro. Lo único que le dijo fue: “¿A la sociedad polémica, Thelma?”, como si se hallase perplejo.

Este incidente sucedió poco antes de la representación de Hamlet, en el Benbridge Town Hall, obra en la que Adrian hacía las veces de director y primer actor. Durante varias noches había estado estudiando el papel en su casa, caminando de un lado a otro por el cuarto, con dramática elegancia, según creía, y repitiendo:

—“¡Oh, si esta carne tan, tan firme, pudiera deshacerse, Thaw, y convertirse en rocío! ¡Ah, si el Eterno no hubiese fijado su ley contra el suicidio!”

En esta escena le gustaba adelantar con gesto amplío la mano libre, desplegando con gracia cortesana los dedos nerviosos. Su voz sonaba a universidad, vibrante y un tanto aguda. Seguro que le encantaba.

En cuanto a Thelma, debía permanecer en silenciosa adoración con el libro entre las manos, por las dudas se olvidara de un verso, aunque por supuesto nunca sucedió.

Tuvo que asistir asimismo a la única representación, el sábado siguiente, sentada en las filas delanteras para disfrutar mejor del espectáculo (no se podía disponer de las butacas de orquesta) junto al señor y la señora Winter ton y una amiga de ésta, Mrs. Garside. Mrs. Garside no sólo había visto a Henry Irving en Hamlet, sino que había estado luego en su camarín. Gracias a ello se había convertido en una autoridad en materia de Shakespeare. Adrian sabía que iba a dar “lo mejor de mí mismo, tanto desde el punto de vista intelectual como del artístico, Thelma, porque va a ir Mrs. Garside”.

Ya se habían impreso los programas, con grandes letras: Presentado por Adrian Winterton, y abajo, en un tipo de letra un poco más pequeño: En el papel de Hamlet... Adrian Winterton. Y con letra mucho más chica, al final del programa, donde se daba noticia entre otras cosas de la procedencia del gramófono, decía: La copa del veneno, cedida gentilmente por la señora de Adrian Winterton.

Thelma la había conseguido (en la ciudad) en la casa de “Antigüedades Meeks”, y Adrian creyó que sería todo un recuerdo de esa noche de Hamlet. Pero en vista de lo que la prensa local dijo sobre la representación, decidió otra cosa:

—No importa que se hayan quedado con la copa, Thelma. En cualquier forma, no era de la época.

A la luz de su actual conocimiento de Adrian, Thelma pensó que desde un principio debería haber sospechado por lo menos algo sobre su verdadera personalidad. Lo cierto era que, de vez en cuando, había advertido ciertas miradas en los demás o escuchado algunos comentarios ociosos sobre su engreimiento insoportable, pero eso sólo sirvió para despertar en ella un sentimiento de lealtad. Él era su marido y no iba a permitir ningún cuchicheo o mueca en su contra. Debía considerar que se trataba simplemente de envidia.

Pero el asunto de la sociedad polémica fue un tanto distinto. En la vida privada del matrimonio Winterton pareció plantearse la siguiente cuestión: ¿quién iba a ser la persona importante? ¿Él o ella? Nada de esto, claro está, fue ventilado, pero revoloteaba incómodamente en el aire, tanto en Sea View como en Hill Crest. El semblante de la vieja Mrs. Winterton traslucía un mundo de crítica, no propalado pero profundamente siniestro. Que Adrian hubiera decidido favorecer a Londres con sus actividades era, al parecer, culpa de su joven esposa. Mrs. Winterton “sabía” que Adrian nunca se hubiera marchado “a no ser por Thelma”. Tal fue lo que le dijo a Vivian y que Thelma oyó por casualidad. Y también oyó que le decía a Adrian: “Bastante mal estuvo que se pusiese de pie y tomara la palabra. ¡Pero referirse a un tema semejante y delante de todos esos hombres...!”

La Sociedad Polémica de Benbridge estimulaba más vale el predominio de los hombres, pero sobre todo a causa del bar, cuyos servicios resultaban muy acomodados y totalmente asequibles. Uno podía deslizarse allí, aunque la conferencia no hubiera terminado aún, con tal de que los zapatos no crujieran. Pero había cierta cantidad de mujeres cuando Thelma, ante el asombro de éstas y el suyo propio, se puso de pie impulsivamente y habló con excitada vehemencia en contra de la moción.

Había abierto el debate un largo discurso de Adrian Winterton sobre el siguiente problema: “¿Qué debemos decir a nuestros hijos?” Y aunque los chicos era uno de sus temas tabú, creía que: “Sería útil, Thelma, que fueras a escucharme. ¿No te gustaría? Yo no podré escuchar las réplicas a mi discurso, porque deberé ir volando al Town Hall a ensayar. La mujer que hasta ahora interpreta el papel de la reina de Dinamarca es terrible. ¡Ah! —suspiró con extravagancia—. A veces me pregunto si no hago demasiadas cosas en esta pequeña ciudad atareada...” Y le sonrió con esa sonrisa suya, amable e invitadora.

Thelma pensó en la sociedad polémica y tuvo la ridícula ocurrencia de que, si la invitaban, podría disertar con bastante brillo sobre la educación de la infancia. También le había gustado una propuesta para hacer de reina de Dinamarca o para cualquier otro papel pequeño. ¡Hubiera sido espléndido que se lo propusieran!

Pero a él no pareció ocurrírsele y Thelma sintió que no debía insinuárselo. Por otra parte, pensó que si concurría a la sociedad polémica tendría algún lugar donde pasar las noches y animar un poco su vida.

Sin embargo, él no quería que ella fuese socia. “Algún día van a pedirte que hables, Thelma, y no querrás, lo sé.” Pero agregó que de vez en cuando la llevaría para que lo escuchase.

Aquella noche había resultado favorecida y podría seguir íntegro el debate hasta que él regresase, para informarle luego si eran dignas de consideración las objeciones que le habían formulado. Adrian no creía en absoluto que sucediera algo semejante y sin duda ya presentía el fallo, porque le dijo:

—Tendré que hacer un pequeño festejo en el bar, Thelma. Por lo general, el que triunfa siempre lo hace. Mientras tanto, tú podrás hablar con Miss Brightseed.

Miss Brightseed era una dama que recientemente había apoyado una moción que Lady Astor había sostenido en otros lugares muy a menudo. Miss Brightseed tenía en común con su señoría el hecho de no haber podido persuadir a numerosos oyentes de que a nadie en el mundo entero tenía que gustarle algo que a ella no le gustase.

Lo menos que se puede decir es que Adrian Winterton experimentó una gran sorpresa. Al trasponer los umbrales de la sala de debate, con aire de persona atareada e importante, quedó pasmado al ver a su mujer de pie, excitada y roja, hablando con una fluidez casera, digna de la mejor tradición de la Cámara de los Comunes. Más aún. Alcanzó a oír la palabra “sexo” y el final de la perorata, dicha un poco precipitadamente, pero con juvenil convicción.

En absoluto desacuerdo con los juicios que poco antes él expusiera, Thelma decía que a los chicos había que decirles todo en lugar de nada sobre todo con respecto al matrimonio, a los problemas sexuales y al amor, pero que solamente personas capacitadas para ello debían hacer tales aclaraciones.

Deberían existir, expresó Thelma Winterton, escuelas “para ser feliz” tanto como (o por qué no, “en lugar de”) para estudiar latín y logaritmos y quién sabe si finalmente no terminarían por desaparecer las guerras.

Thelma se sentó en su butaca, en medio de un estruendoso aplauso.

Sin embargo, tuvo serias dudas acerca del mérito de su victoria. Por un lado, la actitud de su marido fue sumamente molesta.

Sonrió con reticencia, vivo el color de su rostro. Sus ojos azules no dejaron de apreciar en absoluto las admirativas felicitaciones masculinas que llovían sobre Thelma. Los hombres la obligaron a tomar una ginebra con limón (“insistimos, Mrs. Winterton”) y Adrian se vio relegado más vale a un segundo plano, como un boxeador que acaba de recibir un golpe en la mandíbula. Sin embargo, sonreía para demostrar que era un buen deportista, aunque, sin duda, con una sonrisa vidriosa.

Y aun hubo que agregar algo más. El presidente de la sociedad polémica anunció que ya que Mrs. Winterton había desarrollado una actividad tan notoria ese día, “inclusive derrotando a su propio marido”, le pedirían que en el próximo debate pronunciase el discurso inaugural.

Pero Thelma no volvió a pisar la sociedad polémica. Poco después sucedió el episodio de Hamlet, y leída la crítica de los diarios, Adrian decidió hallarse afectado por una enfermedad un tanto sobrenatural. El diagnóstico era más vale incierto, pero hablaba de su corazón y por lo tanto de mareos.

No. No había que llamar al médico, pero sí a su madre. Desde la infancia había sufrido, con intervalos, de esa misma enfermedad y su madre era la única que lo entendía.

En respuesta a su telegrama, la anciana Mrs. Winterton llegó a las seis de la tarde. El diagnóstico de la señora fue: exceso de trabajo, desnutrición, descuido, preocupaciones y desgaste nervioso.

Tal fue lo que Thelma oyó de Mrs. Winterton, junto con la observación un tanto contradictoria de que: — ¡Adrian nunca estuvo así antes de casarse! Mire esas ojeras... Está flaco, pálido y totalmente agotado. ¡Pobrecito! Debes meterte en seguida en cama, querido. Convendría que Thelma fuese al pueblo a comprar una lata de Sanatogen. Y supongo que no habrá nada verdaderamente alimenticio en esta casa...

Hecho curioso, durante esa fase de su vida conyugal Thelma recibió demostraciones de amabilidad aún mayores por parte de Adrian. Llegóse éste hasta la cama, pero sólo se recostó en ella, pidiendo a su mujer que le humedeciera la amplia frente con un paño frío. Thelma se sintió agradecida, porque tenía la impresión de que él se hallaba secretamente fastidiado o enojado con ella. Sintiéndose miserable, le pidió que la perdonase si había hecho algo malo, pero él le dijo al punto que nada tenía que perdonarle. Entonces Thelma le sugirió que tal vez la señora se hallase disgustada con ella. Pero también Adrian negó esa posibilidad, palmeándole la cabeza cuando se arrodilló junto a su lecho. Le preguntó por qué diablos iba a estar su madre fastidiada con ella. ¿Había hecho algo que pudiera molestarla?

—¡Por supuesto que no, Adrian!

—Y entonces, querida, ¿por qué dices semejante cosa? —Su voz sonaba más bien desfalleciente, como la de un inválido.— Lo siento tanto, pero este corazón indómito a veces me afecta la cabeza. En eso soy como mamá...

—¡Pobre Adrian!

SI

—No. No es nada. Dentro de pocos días estaré mejor. Quizás haya estado trabajando demasiado.

Fue lo mismo que dijeron los diarios, en definitiva, manifestando, sin ambages, que era apenas admisible que un aficionado representara el papel de Hamlet y además montase la obra, salvo que quisiera hacer una charada de Navidad entre cuatro paredes.

En cuanto a lo del debate, si ello podía haber contribuido a su enfermedad, el discurso de Adrian había sido excesivamente largo.

Thelma comentó con su suegra que hubiera sido más prudente hacerlo breve como el suyo.

Y ante la críptica exclamación de su suegra: “¡Cómo puedes haber hecho una cosa semejante, Thelma! ¡No me lo explico! Lo que sí sé es que contribuyó a enfermar a Adrian”, Thelma respondió:

—Yo tenía intención de terminar antes de que Adrian volviera... y luego, desesperada, preguntó:

—Pero, ¿por qué habría de indisponerlo?

La vieja Mrs. Winterton, fulminándola con una mirada, exclamó:

—¿Me quieres insinuar que no lo sabes?

Debatiéndose entre el enojo y las lágrimas, Thelma dijo que no. La señora le recordó entonces no sólo lo del "sexo”, sino también lo de la "ginebra con limón”.

El punto central de la reprimenda fue que Thelma había estado "desagradable” en el más vulgar sentido de la palabra, y que no sólo había puesto en ridículo a su esposo, sino también a todo el clan de los Winterton, "cuyo nombre llevas ahora”.

Ante la acusación de haber usurpado el nombre de los Winterton, Thelma se sintió invadida por peligroso resentimiento. Para evitar una nueva réplica, salió volando del cuarto y fue a exponer rápidamente a su marido el problema que se había planteado.

Estaba pálida. Adrian, en la cama, recostado sobre las almohadas, leía a Carlyle.

—¡Adrián...!

—Hola, querida. Ven y siéntate un instante en la cama. Voy a leerte algo. Escucha esto... “Feliz edad de la infancia, exclama Teufelsdrockh: Amable naturaleza, tú eres una madre acogedora para todos los mortales y visitas la choza del hombre pobre con auroral

—¡No, Adrián, por favor

Su exclamación no le gustó en absoluto. Bajó el libro y frunció el ceño. La expresión de su rostro traslucía el temor de que el salvajismo de esa voz anunciase un asunto tabú.

Thelma se echó a llorar (él detestaba las lágrimas) y permaneció allí, en mitad del dormitorio, con el rostro oculto entre las manos. El pelo corto parecía más bien un estropajo; las manos, grandes, y vigorosa su figura.

Rojo y molesto ante tal comportamiento, Adrián tosió, incómodo, y la miró con amplia desaprobación. Como Thelma no se animaba a decirle lo que había ido a decirle, él decidió preguntarle de repente algo que había decidido preguntarle:

—Thelma, ¿te gustaría ir a vivir a Londres?