CAPÍTULO XV
En un comienzo, Mrs. Winterton sintió una embarazosa desaprobación por Mr. Hodges. Solía interesarse por las personas que estaba a punto de conocer y luego expresaba su opinión sobre ellas. Antes de almorzar, Mr. Hodges pasó al baño a lavarse las manos. La señora aprovechó esa ausencia para hacer considerables reparos ante su falta de corbata, su cuello arrugado, su barba sin afeitar y sus “uñas comidas”. Mrs. Winterton sentía “horror por las uñas comidas hasta la carne”. Le comunicó a Thelma, sin ambages, que Adrian merecía hallarse rodeado de gente agradable. A no dudar, infería que Hodges debía de ser un hallazgo de su nuera y que quizá no tuviera nada que ver con Adrian.
Pero casi le dio un ataque cuando Thelma, colocando la fuente de legumbres sobre la mesa, le dijo muy tranquila:
—Oh, tampoco tiene nada que ver conmigo. Es el editor de Adrian.
A raíz de esto, Mrs. Winterton sufrió mucho hasta reconquistar el terreno perdido, pero salió del aprieto manifestando que Vivian y ella se hallaban “muy lejos del mundo, allá en Wilton” y escuchó con gran seriedad a Adrian, cuando éste le informó que sin duda era moderno andar a medio vestir y sucio “sobre todo si te mezclas con el mundo del arte”.
Adrian advirtió que Mr. Hodges era “un espléndido cerebro” y que durante el almuerzo todos tendrían ocasión de comprobarlo. Admitió asimismo que era “un poco temperamental” pero el trabajo de las editoriales implicaba una gran responsabilidad.
—Bueno, si es tu editor, Adrian... —comentó Edith, observando con ojos críticos los métodos culinarios de Thelma—, por supuesto debe de ser inteligente... ¿Están cocidos esos puerros? Parecen crudos...
Lo cierto es que Mr. Hodges estuvo sumamente callado durante el almuerzo, aunque bastante a sus anchas. Comió en buena forma, como si hubiera ayunado varios días, y aceptó unos cuantos vasos de cerveza. Edith tomó ginebra, “sólo el fondo del vaso”, y Vivian y Thelma, nada. No les ofrecieron. Pero luego se dedicarían a lavar los platos...
Adrian encendió el radiorreceptor y almorzaron al compás de la Melodía Solemne de Walford Davies y otras piezas clásicas. Disertó sobre el arte de la composición musical, a la que él podría haberse dedicado si no hubiera sido por tantos otros intereses que solicitaron su atención.
Robert Hodges, al parecer, se hallaba contento de que Adrian hablase y, lentamente, Thelma se dio cuenta de una cosa. Se trataba de algo extraño, que no le había sucedido antes. Por primera vez, en diez años de casada, otro hombre parecía demostrar interés por ella. No trató de analizar qué tipo de interés era, porque al principio no pudo creerlo. Hasta ese entonces, todas las miradas se habían vuelto siempre hacia Adrian, aunque más no fuera porque nunca dejaba de hablar. En cambio ahora, un par de ojos la contemplaban a hurtadillas, con hábiles intervalos. Bueno, ya le había dicho su marido alguna vez, charlando, que Robert Hodges “andaba detrás de las mujeres casadas”, pero la observación no la incluía a ella con posibilidad, sin duda, ni en el más remoto sentido. La observación había sido muy osada para Adrian, pero quizás su origen fuesen las múltiples copas de Worthington que había tomado esa noche en el club. Adrian se hallaba convencido de que se necesitaba una gran cantidad para ponerse “ebrio”. Así manifestó cierta vez que fue desafiado, en broma, por Mrs. Barker. Con ello quería decir que su cabeza era mucho mejor que la de cualquiera, aun tomando alcohol. Para corroborar su aserto, prefería la cerveza Worthington, una de las más fuertes.
Pero Thelma sabía qué efectos le producía el alcohol, porque, ¿no estaba acaso siempre junto a él, aunque un poco detrás? No hacía eses ni se bamboleaba, por supuesto, pero se ponía más conversador que nunca, quizás con cierta tendencia a disminuir el número de los temas tabú, dado que ninguna salida personal se hallaba en juego. De modo que como Mr. Hodges, aficionado al cognac cuando podía conseguirlo, o a cualquier otra bebida y en cualquier otro momento y en cualquier forma había dicho en el club que lo habían enjuiciado dos veces por provocar divorcios, Adrian creyó conveniente, tiempo después, contestar a las preguntas de Thelma con la información general de que “andaba detrás de las mujeres casadas". Y se había reído en forma convencional, para quitar a su observación ese aspecto de intimidad que siempre se hallaba tan deseoso de eludir. Thelma advirtió que esos raptos de franqueza poco frecuentes formaban parte de su pose de perfecto marido. Pensativa, por toda respuesta le dijo: “¡Oh!”, pero Adrian se había olvidado del asunto casi antes de que ella le contestase.
—La gran virtud de Robert es que capta los estilos —le dijo confidencialmente—. Y tiene gusto literario. Le agradeceré que la edición de mi libro sea la adecuada. Muy bien puede excusarse su aspecto moral.
También le hizo notar que su libro era más vale corto, apenas treinta páginas, pero “yo busco la calidad y no la cantidad y me gustan las ediciones hermosas”.
Aparte de sus amores, “relativamente sin importancia”, Robert Hodges vivía para su trabajo. Si tenía un defecto, era el excusable de ser un poco lento.
Lo principal era que tenía sentido artístico. Eso valía más que todo.
Pero Thelma debía hacer algunos reparos sobre la lentitud de Mr. Hodges. ¡No era en absoluto lento! Por el contrario, daba la impresión de ser aplomadamente rápido.
Apenas había terminado Vivian Winterton de ofrecer sus servicios “para secar”, cuando ya Mr. Hodges había dejado sobre la mesa su último jarro de cerveza (era un premio que Adrian había obtenido en un concurso de natación en Benbridge) y se puso a secar platos y fuentes en la cocina.
—Esto es cosa mía, señor, y no suya. Usted vaya y siéntese en un sillón.
Y así Vivian Winterton, con el pensamiento fijo en la botella de Vat 69, se sentó en un sillón próximo a Edith, para escuchar el último monólogo de Adrian. También lo escuchaba su madre, pero de vez en cuando estiraba las orejas para tratar de percibir algo en medio de los ruidos bastante notables, provenientes de la cocina. Más tarde, previno a Adrian:
—No quiero parecer anticuada, querido, y el que piensa mal acarrea el mal, por supuesto, pero... ¿te parece prudente?
A su vez, Adrian dijo a Thelma, como si se hallase por ventilar algo tabú:
—Mamá es muy anticuada, ¿sabes? ¡Pensó que estabas coqueteando con Robert Hodges!
Pero no sabía dónde le apretaba el zapato, Mr. Hodges, que era tan enérgico con la vajilla como directo en sus palabras, tras unos golpes certeros en una y otra cosa, comenzó a cortejarla decididamente, en esa forma que ni a Edith ni a Adrian les parecía posible. En medio del bisbiseo de las voces que llegaban a través de la puerta corrediza, para no mencionar la radio, solicitó con insistencia el repasador y la acometió derechamente.
—¿Y durante cuánto tiempo, si se puede saber, ha estado usted aguantando esto?
Había colgado de un gancho, bajo un estante, su viejo saco verde de sport.
Éste era un método suyo que nunca fallaba. La mayoría de las esposas se hallaban más dispuestas a contestarle que a darle un sopapo. Cierto es que había pasado por ambas situaciones, pero creía que a pesar de ello el método daba amplios resultados. Por supuesto, al comienzo todas simulaban fastidio, pero era algo lógico. Esa Mrs. Winterton adoptaría, evidentemente, una táctica defensiva, porque siguió fregando con bríos las cosas en la pileta y le respondió con frialdad:
—No entiendo lo que me quiere decir, Mr. Hodges.
—Oh, no finja —la instó al punto, con un cabo de cigarrillo entre los labios y tratando de escrutar la situación—. No me diga eso, Thelma. De paso, así como yo le digo Thelma, puede llamarme Robert también. O, si quiere. Bob.
Se oyó decir a sí misma, sin originalidad, que no recordaba haberle permitido que la llamara Thelma y que no sabía si estaba bien que ella lo llamase Robert o Bob,
—Mejor es que le pregunte a mi marido si me puede llamar Thelma o no —murmuró, mucho más trivial que antes.
—Ya lo he hecho —le contestó, ante su asombro—. Es decir, no se lo pregunté. Me dijo que lo hiciera.
—¿Adrián...? —exclamó, colorada y sorprendida.
—¡Claro! Cuando yo le dije “Mrs. Winterton", él me instó: “Oh, llámela Thelma, no tiene importancia...”
Oyó el ruido del agua en la pileta y también el del encendedor de Robert que prendía otro cigarrillo.
—¿Un cigarrillo, Thelma?
—Este... yo...
—¡Vamos, vamos...! Y ¿qué le parece un trago? ¿No tiene nada? ¡Ah, caramba! ¡Vat 69!
Cuando Thelma oyó de sus labios que era hijo de un conde italiano, cosa que sucedió dos días después, tuvo la impresión de que hacía años que lo conocía.
Robert era de modales llanos y abiertamente familiares, y dentro de su modalidad, le pareció casi tan vanidoso como Adrian. ¿Qué pasaba con los hombres? ¿Dónde estaban los modestos?
Claro que también podía mirarse a sí misma, y a Edith, y preguntarse dónde estaban las mujeres admirables.
Robert pensaba que había gran cantidad de hombres y mujeres admirables, pero eran invisibles. Los otros, en cambio, lograban suscitar el interés, porque hacían saltar la chispa.
—¿No le parece, Thelma?
—Quizás...
—Claro que es así. ¿Quién siente interés por la gente feliz?
Y allí £u donde ella perdió pie.
—No. Pero es lindo ser feliz.
Hodges no dejó caer en saco roto estas palabras.
—¡Ah! Usted ¿no es feliz?
—No quise decir eso, ni nada que se le parezca...
—Pero, ¿es feliz?
—Por supuesto que sí.
—Y entonces, ¿por qué no tiene chicos?
Instintivamente, se dio cuenta de que tenía que disimular su enojo ante Robert. En un abrir y cerrar de ojos, él pescaría al vuelo su situación. (¿O no?)
También reconoció que, si bien Robert resultaba sin duda peligroso, ella sentía por él un interés más que peligroso. La adulaba, hablaba con una franqueza desconcertante y era muy confiado.
Daba la impresión de que no sintiera ningún temor, y mucho menos frente a Adrian, lo cual era curioso. Y no le cabía duda de que él pensaba para sus adentros que conquistarla le llevaría poco tiempo, quizás pocos días.
En todas las ocasiones posibles la cercaba, estuviera o no por allí su marido, comportándose desenfadadamente, como si fuera un viejo amigo de la casa. A veces se aparecía temprano, a las diez de la mañana. Adrian siempre se hallaba encantado de verlo.
—¡Entre, amigo...!
—¡Hola! ¿Molesto? Si está ocupado, leeré un poco...
—Haga de cuenta que está en su casa, Bob.
—¿Dónde está Thelma?
—En la cocina. No. En el dormitorio...
—Ah, entonces no entraré.
—Pero, ¿qué tiene? Estará encantada de verlo. Está haciendo las camas.
Él tenía que trabajar en su estudio, de modo que Robert abrió la puerta del dormitorio.
—¡Ejem! ¡Camas gemelas! Curioso.
Adrian no podía hallarse muy lejos y tendría que haberlo oído.
—Buen día —dijo Thelma, incómoda.
—¡Bueno! La ayudaré a hacer el viejo lecho conyugal. Eche la sábana encima.
—No, gracias, Robert. Es mejor que yo me ocupe de esto —le respondió con habilidad. Pero cosas así le entraban por un oído y le salían por el otro.
La actitud de su marido con respecto a Robert la intrigó, por lo menos al principio. Daba la impresión de que se lo estuviera arrojando a los brazos. Más tarde, a la luz de su profundo resentimiento, pudo ver cuál era en verdad la posición de Adrian. Le asignaba tan poco valor como persona que, a su juicio, ningún hombre corría peligro con ella, ni ella, a su vez, con ningún hombre. Era sólo un objeto más de los que poseía. Una especie de silla de lujo. Nadie la usaría, ni siquiera admirarían su aspecto, pero ahí estaba, para cualquiera. El lugar más indicado era contra la pared. Prestaba utilidad para los ceniceros.
—Robert quiere un cenicero, Thelma —le advirtió la mañana que se ausentaba para Wilton. Sus padres ya se habían marchado y él ocupaba su lugar de siempre, ante la estufa eléctrica. En verano, sólo se veían sus dos barras heladas; en invierno, eran rojas. Se la hacía funcionar apretando el botón con el pie.
Comenzó a agitarse en su pecho, al fin, el odio recién descubierto que sentía por Adrian. Pero se trataba de algo grave y, en consecuencia, merecía su condena. Aun no era conscientemente peligroso.
El cenicero yacía sobre el almohadón escarlata.
Adrian había expresado su admiración por la compra y la consideraba artística. Cuando ella le dijo que era de terciopelo, sólido y confortable, él le respondió:
—Sí, pero es artístico. Eso es lo que me atrae. —Entreabrió los labios, dejando ver sus largos dientes, con una sonrisa de cumplido y también de auto-alabanza.— Estás mejorando Thelma, i Qué suerte!
Quería que lo colocase en el centro del sofá, para que no se sentaran sobre él. El almohadón era escarlata y hacía juego con los cortinados. Ambos eran de terciopelo escarlata.
Adrian se sentía a gusto en su departamento y lo iba a extrañar.
—Pero tengo que ir allá, a preparar la venta de Sea View. Hay que decidir dónde vivirán mis padres. No me parece que sean personas para vivir en Londres. —Frunció el ceño, con aire importante.— Lo pensaré en el tren. Mientras tanto, Thelma, espero que tú y Robert lo paséis bien. —Se sonrió, paternal, ante su propia observación, al ver que su auditorio no reaccionaba en ningún sentido y la remató en esta forma—: Robert, es usted absolutamente responsable de mi esposa.
Al parecer, se trataba de una especie de broma y, sin embargo, no era en absoluto una broma. Era algo así como un permiso. Podían divertirse juntos, pero no debían propasarse. —Robert vendrá a casa muy a menudo, Thelma, de modo que dale algo de comer, pobre. Ah, le he dicho que puede usar mi estudio.
—¿Tu estudio?
—Sí. Va a leer mi libro antes de llevarlo a la imprenta. Y le voy a dejar, además, veinte o treinta de mis conferencias, Robert. Me parece que se podrían publicar. Serán útiles para la gente. Léalas y deme su opinión.
Al parecer, no se dio cuenta de que Robert se hallaba más vale pálido y se paseaba de un lado a otro, por el cuarto.
—Bueno, amigo —le dijo de pronto, frunciendo el ceño—, todo está muy bien, pero yo no pensé que usted se iría de la casa. Creí que se ausentaría por un rato, con motivo de sus conferencias. No puedo venir aquí, si Thelma se queda sola —agregó con una risa sugestiva.
Adrian se puso colorado. Olía algo tabú.
—Mi querido Robert —exclamó, riéndose también, un poco fuerte pero incómodo—, ¿Thelma? —recurrió a ella— ¿Qué dice este hombre? ¿Vivimos en una época moderna o no? ¡Y yo que pensé que éramos intelectuales!
Y agregó a continuación que la actitud de Robert no era en verdad digna de “nuestro ambiente. Sé que Thelma está de acuerdo conmigo. En fin, puede hacer lo que quiera...”
Había que despedirlo en la estación de Paddington. Llevaba para el viaje su gorra y sus amplias ropas de campo, pero además un gran baúl con las iniciales A. W. impresas en letras enormes. No se había puesto el abrigo, porque era verano, pero llevaba un vasto impermeable Austin Reed.
Parecía un actor cinematográfico rumbo a Hollywood, asomado a la ventanilla del tren para despedirse con la mano en alto de su adorado público. Pero como sucedió que Thelma era la persona que se hallaba más próxima, le dio el beso más extrañamente desapasionado, como los que le reservaba en especial para su cumpleaños y para Navidad. Era un beso sin labios, aunque usaba los labios.
—Volveré exactamente dentro de una semana, querida. Y cuando regrese, podremos planear otra reunión. ¿Qué te parece para el 10 de agosto?
Ambos habían olvidado que esa fecha era el décimo aniversario de su primera entrevista. Ella le preguntó:
—¿Con motivo del libro?
—Oh, no. No creo que esté listo para entonces. Robert es terriblemente lento. Pero me parece que tenemos que ver un poco más de gente.
Como de costumbre, quería decir que una cantidad mayor de gente tenía que verlo a él.
—¡Adiós, Thelma!
—Adiós... —le contestó y lo miró partir. Vio su rostro rubicundo, sus largos dientes y su mano extendida en poético adiós. Oía asimismo los ruidos emocionantes y corrientes de las estaciones.
Los ojos de Adrian, en lugar de hallarse fijos en los de ella, contemplaban al resto de la gente en el andén, como para asegurarse de que su presencia era advertida. Buscaba verse a sí mismo a través de aquellos ojos, ensayando el adiós de un marido modelo. Otro tanto había pasado, como bien lo sabía, cuando Adrian la llevó por la nave de la pequeña iglesia de Lington, años atrás.
Thelma regresó despaciosamente a The Pennines y subió a su departamento. Pero en el living se llevó una sorpresa. Mr. Robert Hodges se hallaba repantigado en el sofá, con los pies sobre el almohadón escarlata y unas cuartillas en la mano.
Un color semejante al del almohadón invadió su mente. Y un estallido de luz, amarillo. Oyó su propia voz que exclamaba, enojada:
—¿Cómo entró aquí?
—¿Eh...? ¡Conque una mujer de agallas, al fin y al cabo! Temperamental... temperamental...
Sus palabras lograron calmarla, aunque momentáneamente y en la superficie.
—Muy sencillo —respondió, poniéndose en pie de un salto—. Adrian me dio la llave. Usted sabrá —agregó hurgándose los bolsillos en busca de cigarrillos— que la vanidad de ese hombre pasa todos los límites. En mi vida me he visto en una situación semejante. —Sacó un cigarrillo y lo encendió. Comenzó a pasearse por el cuarto envuelto en nubes de humo.— Tiene un desparpajo único y no obstante es incapaz de escribir algo que valga la pena. Pero lo cierto es que aquí estamos —agregó, acercándose y dándole unas palmaditas en ambos hombros—, si es que usted puede soportar la situación. Yo puedo. ¿Quiere que ponga a calentar la pava?