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CAPÍTULO XVI

El señor y la señora Barker volvían a su departamento de la planta baja a eso de las once, luego de haber estado en el club. Lo corriente era que Ambrosine se despidiera con cariño de cualquier amistad masculina que acababa de hacer, apoyándose con firmeza en el brazo de su marido, en vista de todas las ginebras que había tomado. Daba la impresión de una mujer grande y un tanto florida, dentro de su vestido a lunares, con la platinada cabellera peinada en una masa de juveniles ondas, según la vieja moda de Mary Pickford. Teddy Barker era, en cambio, pequeño y bajo, con el ceño fruncido y la pipa en la boca, convencido de que todos estaban pensando en su pequeña estatura y en el tamaño de Ambrosine, y preguntándose cuáles serían sus recursos técnicos. Muchas veces había oído una pregunta semejante con respecto a otros hombres (por ejemplo, al altísimo Mr. Limpern, el administrador del club, y su pequeña mujer, no más grande que una arveja). A raíz de eso, no le cabía duda de que también su problema sería ventilado a menudo en las reuniones masculinas. Con toda seguridad, Cutie y sus amigos tendrían algunas teorías.

Con un movimiento de cabeza dio las buenas noches a los Limpern, que se hallaban planeando un nuevo torneo de squash, y a Arthur, que corría con la bandeja repleta, advirtiendo a grandes voces: —Son cerca de las once, señoras y señores... ¡Último aviso! ¡Por favor...!

En el bar estaba Cutie bastante relumbrante a las 11 de la noche, muy inquieta y parlanchina, y el ex almirante Tippits trataba de regalarle una rosa que había encontrado en el suelo, esforzándose por colocársela al uso español. Cutie no ponía reparos, sólo que objetaba:

—Está llena de pinchos, almirante. Déjame, amor- cito. Me arañas la piel, querido...

Sus frases desenfadadas hallaron franco eco entre las reservas masculinas, apoyadas sobre el rojo mostrador. Uno de los caballeros se ofreció a saltar por encima del mismo, para ir a besar los arañazos hasta que sanasen. Cutie ensayó algunos chistes irónicos, diciendo:

—¿Vendría a curarme a mi casa en el Tom Tiddler’s Ground, vendría...?

—¡Oh! ¡Oh! ¿Y dónde estará Mr. Tiddler esta noche, Cutie?

Alguien hizo la brillante sugestión de que Tom Tiddler se hallaría esperando, lleno de ansias. Cutie trató de ponerse colorada.

—¡Bueno! ¡Basta ya!

—Y Mr. Tiddler, ¿usa camisón o piyama? Porque...

—¿No han oído las órdenes? —gritó Cutie, incapaz de mantener ya esa contienda vocal—. Es la última vez que se los digo: hay que irse. ¡Por favor!

En ese instante, Mrs. Glover trató de levantarse de su silla para dirigirse a la puerta, como poco antes lo habían hecho Ambrosine y Teddy Barker. Su marido, el presunto médico de Harley Street, no la acompañaba, pero lo cierto es que siempre estaba sola y su estado parecía más sospechoso que nunca. Ebria o drogada, o ambas cosas a la vez, Mrs. Glover, vestida de rojo, hablaba consigo misma en un tono arrobado. Las palabras se le atropellaban y hacía esfuerzos por ponerse de pie. Por fin lo logró y pareció alegrarse por ello. Como un ebrio, trató de llegar de un solo envión al lado opuesto de la sala. No había red, y una caída hubiera sido tan dolorosa como humillante. En su cara cenicienta se pintó el esfuerzo más extremo.

Ambrosine sintió lástima y no sólo la acompañó hasta la puerta, sino que al llegar a su departamento le preguntó si no quería “una taza reconfortante de té, querida. Hace tanto calor en ese club. ¿Por qué no abrirán las ventanas? Quizá sea porque todavía hay que respetar el oscurecimiento...” Al pensar que el té reconfortaría a Mrs. Glover y que luego podría llevarla a su departamento, junto a su marido médico o a la cama, Mrs. Barker se sintió afectuosa. Sin embargo, Mrs. Glover no sólo conversó sin descanso hasta las dos de la mañana, confundiendo palabras y frases y sin prestar ninguna atención a lo que respondían, sino que ofreció además a su huésped una cajita de tabletas oscuras. Eran “para la cabeza”. Luego, Mrs. Glover se sintió repentina y sorprendentemente enferma. Mrs. Barker miró a su marido con sorpresa y horror. Teddy se había puesto en pie de un salto, desconcertado y con expresión cortés. Ese instante duró un tiempo infinito y fue sumamente angustioso. Comprobaron entonces que Mrs. Glover se hallaba en precarias condiciones de salud, para no decir más. A toda prisa la acompañaron al baño, previniendo hábilmente Mrs. Barker lo que estaba por suceder y de allí la llevaron a su propio departamento. El sillón se mandó al tapicero y desde entonces la visitante no volvió a poner los pies en aquella casa.

Además, se planteó una larga discusión sobre si debían mandar un anónimo a Mr. Limpern. En lo futuro, se fijarían muy Bixei antes de ayudar a nadie. “—Vamos, Teddy”, decía Ambrosine hábilmente a su marido, y maniobraban frente a Mrs. Glover, pretendiendo no verla.

Al mismo tiempo, frente a ellos pasaba Mrs. Ming a toda prisa con una de las porteras, preocupada y diciendo:

—Tal vez la dueña está en el club, Mrs. Stevens. El nombre que tiene en el collar dice algo así como “Franklin”. Me pareció prudente rescatar de la calle al pobre perro. La gente no debería permitirles que vagaran a su antojo, en esa forma, por el edificio...

Al oír el timbre de la puerta, Mrs. Barker reaccionó inmediatamente.

—¡Oh, Teddy! ¡Es esa espantosa Mrs. Glover de nuevo! No la dejes entrar por nada del mundo. Si tuviéramos que mandar a limpiar el sofá como la silla...

—Y ¿por qué la voy a dejar entrar yo? —preguntó, nervioso, Teddy—. ¿Tengo que abrirle la puerta?

—Ábrela, por las dudas sea mi hermana o alguien así. Pero si se trata de otra persona, di que estoy en cama.

Ambrosine voló al dormitorio, pero dejó lo puerta entreabierta para escuchar.

Teddy abrió la puerta del departamento unas pulgadas apenas y exclamó:

—¡Oh! ¡Mrs. Winterton! Buenas noches... Este... no sé si Ambrosine se hallará en cama...

Al oír el nombre de Winterton y olvidada al punto de todas sus dudas y temores, Mrs. Barker arremetió al living. Sólo se le ocurría pensar en ese Mr. Winterton tan cautivador, tan buen mozo e inteligente. Pero la que había ido a verlos era su pequeña y extraña esposa. ¿Iría a pedir prestado un poco de café?

Thelma había estado sumida en los más profundos pensamientos. Durante todo el día, no había perdido la calma. Soportó la confianza excesiva de Mr. Robert Hodges, con una especie de ductilidad forzada y aparente reposo. Su insolencia no era más que una ramificación de la usual en Adrian y, salvo que se equivocase, parecía atributo de todo hombre. El interés que Mr. Hodges sentía por ella no era nada honesto y pudo corroborarlo cuando se sentó junto al almohadón escarlata para preparar el té. Tampoco Adrian había sido honesto. Encarnaba sólo el Gran Yo y Hodges no era más que uno de sus secuaces. Si bien de vez en cuando se había sentido agobiada por la idea de un posible divorcio, aquello no pasaba de ser una simple molestia. Una decisión semejante se hallaba muy lejos de tomar cuerpo por varias razones, descontando el hecho curioso de que no le interesaba en especial pues había decidido adoptar otras directivas bien determinadas. Quedaba por verse aún si podría cumplir ese nuevo deseo, pero un divorcio no se hallaba sobre el tapete, aunque fuera suficiente motivo un matrimonio no consumado (en caso de que uno pudiera hacer en verdad ese reclamo, porque a lo mejor no era posible) y también Mr. Hodges en persona podría suministrar motivos, pues se hallaba acostumbrado a los juicios de divorcio. Para él era, al parecer, una especie de entretenimiento o de deporte. Además, Adrian nunca querría divorciarse, pensó Thelma sin titubear, porque, ¿dónde hallaría un auditorio y un ambiente más propicio que ella? La había entrenado en plena juventud y sus efectos perduraban, como en la educación nazi. Thelma sentía aún un temor infantil frente a su marido. Él lo sabía y le agradaba. No. Cualquiera fuese su actitud con respecto a ella y a Robert, siempre necesitaría de su veneración y halago. Además, era una buena sirvienta, reflexionó con amargura, en una época en que no las había. A Adrián le gustaban las comidas copiosas. “¿Hay un poco de apio, Thelma? Y… necesito una servilleta... ¿no?” No. El divorcio no era indefectible y, en consecuencia, tampoco Mr. Hodges. Pero éste no pensaba irse del departamento. Charló durante el té. Se levantó y paseó por el cuarto, leyendo pasajes del “presunto libro” de Adrian, como lo llamaba. Le dijo que era un trabajo aburrido, pomposo y hecho “con restos de otros libros”. Thelma se sintió en el deber leal de defender a su esposo y le preguntó si la mayoría de los libros no eran así. Pero Robert hizo una mueca y paseóse por el departamento, fumando.

Contempló las fotos de Adrian. Por lo menos había cuatro. Su mirada fue severa.

—¡No hay ninguna suya Thelma!

—Hay una mía en el escritorio del estudio.

—Ah, ésa... Pero usted está en el fondo, mientras su señoría se sonríe en primer plano como un zonzo. Tiene que ser usted muy débil, Thelma, para haberse dejado aplastar en esa forma. Da la impresión de que nunca tuviera algo propio que decir.

Thelma intentó defender a Adrian aún, pero Robert Hodges puso el disco de Lohengrin y ella no pudo soportarlo.

—¡Sáquelo...!

La victrola se detuvo de pronto.

—Muy bien. ¡Qué nerviosa está!

—Lo que quiero es estar sola.

Pero Robert no dio señales de marcharse.

Se sentó en el brazo de un sillón, fumando sin cesar y contemplándola como si le intrigase más allá de lo previsible. Se preguntaba por qué sentía interés por ella. No era una mujer linda. A la verdad, su aspecto era más bien rudo. Quizá fuera eso, entonces, porque a él le gustaba un poco de vitalidad. Con las luces apagadas, la belleza y la fealdad eran lo mismo.

Y en cuanto a Adrian, le molestaba su feroz vanidad, ese no ocurrírsele que su mujer pudiera mirar a otro hombre o que otro hombre la mirase.

Y, ¿no habría alguna otra explicación?

—Bueno, ¿cómo vamos a pasar la noche? —le preguntó—. ¿Una película? ¿O un bar?

—Quiero estar sola.

—Muy bien. Garbo. Vamos, no sea zonza, Thelma. Divirtámonos un poco. Prácticamente, su señoría nos ha invitado a hacerlo y tenemos una semana entera. Este departamento es mucho mejor que mi cuarto maloliente al otro lado de la calle y Adrian me paga bien para que lo transforme en un escritor. ¿Qué tal si vamos a un teatro? —le sugirió.

—No, gracias.

—Pero no puede quedarse ahí sentada cavilando. ¿Qué ocurre en su cabeza?

—No sé.

—Bueno, si no lo sabe..., yo tampoco. Bajemos a tomar unas copas y a ver jugar al squash.

—Le pido que por favor se vaya, Robert —se decidió a decirle Thelma. Oponer resistencia le resultaba incómodo, después de haber hecho lo contrario durante tantos años.

—¿Robert? Esto se está poniendo mejor.

—Nada se está poniendo mejor. Mi deseo es que se vaya. No pensará quedarse aquí durante una semana. Es absurdo. Debería darse cuenta de que no pertenezco a ese tipo de mujeres —tartamudeó, colorada.

Robert frunció el ceño. ¿Lo engañaba o era la táctica defensiva de costumbre? Thelma no era lo que podía llamarse una mujer corriente.

—Me colgaría si pudiera decirle qué tipo de mujer es usted...

—Yo tampoco lo sé —respondió Thelma, enojada.

—Debería saberlo, a los treinta.

—No tengo treinta —replicó por decir algo. Oyó su propia voz y mientras miraba a Robert, se veía a sí misma.

El departamento era muy pequeño para huir de su presencia. No ofrecía los recursos de una casa y por lo tanto decidió marcharse de allí.

—¿A dónde? —le preguntó en seguida—. La acompaño.

—No, no puede. —Frunció el ceño, irritada—. Tengo que ver a una persona.

—¿Un hombre?

—No, no es hombre —le replicó con acritud.

—¿Odia a los hombres? Bueno. Leeré hasta que regrese.

Thelma lanzó una exclamación de impaciente disgusto y salió con Box. Lo llevaría al parque.

Pero cuando volvió, envuelta en la penumbra estival, allí estaba aún, leyendo.

—He tomado un poco de cerveza —le dijo—. ¿Qué hay de la cena? Estoy hambriento.

Mrs. Barker demostró un visible interés. Le interesaba poder acercarse en alguna forma a Mr. Adrian Winterton, aunque él se hallase lejos, pero se hallaba más perpleja aún de que un hombre quisiera seducir a su mujer, mientras él se hallaba ausente. Porque era eso lo que Mrs. Winterton trataba de explicarles.

Mrs. Barker hizo tomar asiento en el sofá a su visitante y la instó a las más completas confidencias. En cuanto a Teddy, recibió instrucciones para “hacer un poco de café, querido. Tú sabes cómo se hace, ¿no? Hazlo hervir tres veces. Y cierra la puerta”, sugirió. Luego se volvió a Mrs. Winterton y palmeó una de sus manos grandes y más bien toscas.

—Tiene aspecto de acosada, querida —le dijo—.

¡Los hombres son repugnantes! ¡Siempre piensan en eso!

Le preguntó si ya había sucedido algo, con aire muy serio, y agregó que suponía que le escribiría a su marido en seguida, para suministrarle el nombre del prójimo. Daba la impresión de que ella también quería saberlo, pero Mrs. Winterton no se hallaba dispuesta a soltar prenda. Además, no pareció darle mucha importancia al asunto, porque de pronto se echó a reír extrañamente, como una colegiala un poco crecida.

—Si es un hombre que frecuenta el club —añadió Mrs. Barker, corcoveando ansiosa—, me parece que debería decírselo al administrador, o por lo menos enviarle un anónimo.

Quizás fuera el mismo Mr. Limpern quien la cortejaba. Decían que siempre andaba a la pesca, sobre todo si las inquilinas eran respetablemente jóvenes, no mayores de los cincuenta. Pero no, no podía ser Mr. Limpern, porque se hallaba ocupado con un torneo de squash.

Mrs. Winterton encendió un cigarrillo y no pareció preocuparse mayormente, lo cual era extraño, si uno pensaba que había acudido allí en busca de protección.

—Es un hombre que hemos conocido hace poco -dijo— Parece que se ha encaprichado conmigo, no sé por qué —agregó con su aire masculino—. No soy lo que se llama una muchacha atractiva.

Mrs. Barker le dijo “oh, no diga eso, querida” y trató de penetrar en sus pensamientos. Usaba pantalones y ese tipo de cosas. Su peinado y el aspecto general de su persona eran hombrunos y fumaba un cigarrillo detrás de otro, como los hombres. Era muy difícil, por lo tanto, saber qué pensaba. Además, en sus ojos había algo decididamente extraño, como si fuera una mujer perseguida o algo por el estilo. ¡Qué gente rara había en The Termines, por cierto! De allí que fuera tan excitante vivir en esa casa. No se podía saber, en verdad, qué estaba sucediendo en la cabeza del vecino, qué escena se estaba gestando en el departamento de arriba, de abajo o de al lado. Era un lugar positivamente erizado de seducciones, raptos, toxicómanos, lesbianas y homosexuales y, claro está, gran cantidad de borrachos. Y ¿quién podía asegurar que muy pronto no ocurriría un crimen?

—Pero, ¿qué pasó en realidad, querida? —le preguntó Mrs. Barker dando un corcovo—. ¿Se atrevió a...?

Thelma lanzó una carcajada, masculina a juicio de Mrs. Barker.

—¡Oh, no!

—¡Ah...!

—Pero no se quería ir y me ha fastidiado. Lo único a que atiné fue a venir a preguntarle a ustedes si puedo quedarme a pasar la noche en su departamento.

En verdad, quería decir “la semana”, pero prefería que Mrs. Barker no supiera que Adrian le había dado la llave a aquel hombre. Al día siguiente podría hallar alguna solución. En ese instante, se hallaba cansada.

Mrs. Barker le contestó que podía quedarse todo el tiempo que quisiera y estaba a punto de proseguir con su investigación, cuando la interrumpió un lejano ruido a loza rota, en la cocina.

—¡Ay, ay! ¡No le puedo pedir a Edward que haga la más simple cosa...! —exclamó, dando un brinco para abrir la puerta. Su gran cuerpo desapareció del cuarto—, Edward... ¿qué has roto ahora? —Su voz sonó chillona. ¿Cómo podía haberse casado en verdad con un hombre tan inútil, cuando otras mujeres tenían maridos maravillosos, como Mr. Winterton?

Thelma oyó la discusión que llegaba de la cocina. Era ruidosa pero inofensiva. Quizá se amasen el uno al otro.

Thelma pensaba, sentada allí, muy quieta, como si fuese de cera, con los labios ligeramente entreabiertos. Y así la sorprendieron los Barker cuando entraron con el café. Más tarde, Mrs. Barker le dijo a su marido que “tenía algo raro en la mirada, ¿no lo notaste, Teddy?”

—No, no me di cuenta.

—Oh, ¡tú nunca te das cuenta de nada! Y ahora que recuerdo, cuando subiste a buscar al perro, ¿quieres decirme que en el departamento no había nadie?

—No había nadie, querida, a no ser el perro.

—¡Caramba! Resulta bastante raro. ¿Crees que Mrs. Winterton ve visiones? Muchas mujeres creen que los hombres las persiguen. También a mí me han acusado de ello.

—Yo no, Ambrosine...

—No, tú no, pero sí mis estúpidas hermanas y mi hermano.

—Bueno, lo cierto es que en el departamento no había nadie. Tal vez el hombre se hubiera ido de allí, aburrido de esperar en vano.