CAPÍTULO XIX
El tren llegó a Paddington un poco antes de las once. Evidentemente, Thelma no había recibido el telegrama, porque no estaba esperándolo en el andén. No perdió mayor tiempo en buscarla, pues durante el viaje había llegado a la conclusión de que sus padres no harían el telegrama hasta el día siguiente. Efectos de la guerra. Y en esa época, no los pasaban por teléfono ya. Lo que sí debía haber hecho era decirle a su madre que telefonease a Thelma para que supiese que había tomado el tren de las 8.35. ¡Qué tontería! Pero, en fin, ya no había remedio y estaba nuevamente en Londres. Una explosión le indicó el descenso de una V2, a apreciable distancia, pero no le preocupaba en absoluto. Las probabilidades de morir por una bomba, afirmaban, equivalían a las de morir aplastado por un ómnibus. Lo cierto es que ya caían mucho menos. Había que considerarlo en forma intelectual y no histéricamente. Algunos pocos tontos llevaban a los refugios atados de ropa y cobijas para pasar la noche, lo que le hacía fruncir el ceño porque, a su parecer, se trataba de gente censurable. Sin duda querían salvar sus rentas, porque al no llevar niños consigo, no les quedaba esa excusa. Tiempo atrás los chicos habían sido sacados de Londres, aunque ya estaban protestando por volver. Un Londres adulto, pensó, respirándolo a pleno pulmón, con una amplia sonrisa en los labios. Con toda nitidez se daba cuenta de que Londres acogía lleno de gozo su regreso.
Sin embargo, Londres no podía facilitarle un taxi, salvo un individuo del mercado negro, que tenía una especie de auto particular y que le cobraba tres libras para llevarlo de Paddington a Hammersmith. Adrian comenzó a pronunciar una perorata severa y patriótica, que era lo más correcto, pero el hombre desapareció en la oscuridad estival, antes de que pudiera anotar el número de la chapa. Sintiéndose ultrajado, pero virtuoso, volvió sus pasos al subterráneo. Podría haber telefoneado a Thelma, pero quizá se hallase en cama y uno de los deberes más agradables era ser considerado. Sin duda insistiría en darle un poco de té en cuanto llegase, y le vendría muy bien. Los emparedados de su madre habían sido excelentes aunque, debido a la pasión que tenía por la sal, le habían dado bastante sed. Subió al vagón, encendió un cigarrillo y se recostó contra el asiento, disfrutando con los ojos cerrados. Era Adrian Winterton, el escritor y conferenciante, de regreso a su hogar. La gente decía de él: “¡Es tan múltiple!” Se sonrió a sí mismo.
Londres se hallaba mucho más tranquilo que hacía cinco años. Podía respirar otra vez con bastante libertad, casi con la suficiente. Después de todo lo pasado, las actuales manifestaciones del enemigo no eran más que los últimos esfuerzos de un boxeador exhausto. Cierto que los golpes aislados resultaban sumamente destructores donde caían, pero ya no existía el peligro de un golpe mortal. A la verdad, Londres era quien preparaba tal golpe en su sede de Downing Street y, en cualquier caso, ya había llevado bastante lejos las cosas. Atrás, quedaba mucho, y en lo futuro restaba aún Yalta.
Las luces que alumbraban el cielo de Londres ya no eran las de sus edificios en llamas. Eran las permitidas por el cese del aburrido oscurecimiento y por el extraño espectáculo de los faroles prendidos. A esto se lo llamaba el “alumbramiento”. Aun se veían las luces de los reflectores, pero eran las nuestras, realizando ensayos o ejercicios. Ya no había que temer la Luft Waffe que llegaba en olas feroces, despiadadas e insistentes. Nuestro cielo era todo nuestro.
Una luz que brillaba afuera, frente a la ventana del dormitorio de Mrs. Winterton, y que había atraído por casualidad el interés de Mr. Hodges, había pertenecido a un ex comando de ambulancias y ahora volvía a ser un garaje. Londres se estaba aprontando para las necesidades de la paz. Estaban delineando San Francisco. Era decir adiós, una vez más, a la guerra y a la matanza.
Pero Mr. Hodges decía con enojo:
—Quizás desee que discutamos sobre política.
Se hallaba sentado en el borde de la cama de Thelma, en mangas de camisa. Tenía las manos en los bolsillos y un cigarrillo en la boca. La miraba ceñudo. ¿Qué ocurría con esa mujer? ¿Era una mujer?
—Me molesta enormemente verlo sentado aquí —le dijo Thelma con voz poco firme. Se hallaba erguida en el lecho, con el rostro extrañamente inexpresivo y más bien pálido. En sus ojos castaños se advertía una extraña cólera.
Robert se había sentido lleno de esperanzas, cuando entró en el dormitorio, y cerró la puerta tras de si. Pero después, ya no supo qué sentía.
Thelma no era una mujer sexualmente atractiva, y sin embargo, él no podía dejar de sentirse en grado sumo interesado. En fin, sería curioso comprobar además si era virgen.
También mediaba una razón de orgullo. No se hallaba acostumbrado a los desaires. Lo ponían de mal humor y se sentía seducido. Y era ése un punto misterioso: ¿no estaría tratando hábilmente de seducirlo? A veces, esa técnica resultaba ampliamente satisfactoria.
Quizás padeciera del mismo mal de Baby, pero no durante treinta noches, sino durante años. Winterton parecía más bien un eunuco. ¿Sería acaso homosexual o bisexual, escudado bajo el viejo disfraz del matrimonio? Eran cosas más comunes que la ruda. ¿O acaso era aficionado a…?
Mientras meditaba sobre las distintas soluciones posibles para el delicado problema de los Winterton, se dio cuenta de que alguien introducía una llave en la puerta principal. Había estado recordando a una mujer de su pasado, una tal Mrs. Slater (él la llamaba Bijou). Como a Mrs. Winter- ton, la habían raptado del colegio, por así decir, y durante varios años vivió el más extraordinario matrimonio, aunque en una ignorancia absoluta. Podría haberse divorciado mil veces del cerdo. Pero no. Ella creía que era lo “corriente”. ¡Corriente! Un bruto como aquél merecía un tiro, para no hablar del divorcio. Mr. Hodges se encargó de demostrarle qué era lo corriente. Bijou se sorprendió mucho y se mostró agradecida, pero, por desgracia, comprobó una vez más que el conocimiento es peligroso, porque la mujer recurrió a sus abogados, en seguida y sin sentimentalismos. De resultas de ello, nuevamente intervino en un juicio de divorcio y tuvo que apreciar los abismos de ingratitud en que suelen sepultarse las mujeres. Por suerte, no tenía el dinero que, dijo el juez severamente, “debería haber indemnizado a este esposo ofendido”. Sin duda, se le había dado vuelta el pastel con desagradables consecuencias.
Y ahora, otra vez, oía el siniestro sonido de un llavero marital. El asunto se pondría tedioso si no problemático.
Con la idea de que también Mrs. Winterton podría haber recurrido a un abogado (o quizás los dos, porque, ¿no le había dado él acaso su llave de repuesto y no estaría ella en el plan?), Mr. Hodges se levantó de un salto, lleno de cólera y temor. Aquello olía fuertemente a engaño.
La nueva teoría redujo la importancia de las anteriores. Roger se sepultó detrás de la puerta antes de su inevitable apertura.
Thelma Winterton se hallaba incorporada en el lecho, pero su cara no denotaba una expresión particular. ¡También eso era de mal agüero!
Al ver la luz que se filtraba por debajo de la puerta, Adrian exclamó:
—¡Querida...! ¡Estoy de vuelta!
Se abrió la puerta del dormitorio.
Thelma saltó de la cama, recogiendo su batón, para salir a su encuentro. Por lo general, era ella quien tenía que besarlo, y no él, pero en cuanto lo hizo vio los zapatos y la chaqueta de Mr. Hodges sobre la alfombra del vestíbulo. Adrian no sólo debió de haberlos visto, sino que estaba caminando sobre ellos.
Pero se sonreía, mostrando sus largos dientes.
Le rodeó el talle con su brazo pesado y fueron a la sala. Tenía un montón de cosas que contarle. Sentía que no hubiera recibido su telegrama. Estaba un poco cansado y deseaba beber un poco de té. Luego la dejó libre y fue a ubicarse delante de la estufa eléctrica, con las manos en las espaldas y el pecho expandido. Llevaba puesta su tricota amarilla. Sus ojos eran de un azul claro y alegre, y su rostro, joven y sonrosado. Los cortinados escarlata dejaban pasar una ligera brisa estival a través de las puertas francesas abiertas. A lo lejos, el reloj del Big Ben daba las once y cuarto.
Thelma se hallaba insegura delante de su esposo. Era preciso pensar muy bien lo que iba a decir. En primer lugar, Adrian podría suponer con toda razón que los zapatos y la chaqueta verde eran de ella, aunque Robert Hodges los usaba constantemente, puesto que no tenía otras prendas. Adrian podría haberse olvidado, claro está, de este detalle, pero con todo...
—Adrian, Robert Hodges está en casa —decidió decirle, de pronto.
Estuvo a punto de agregar que, como él le había dado la llave y él se había sentido solo, había ido a visitarla para hablar del libro. A pesar de sus íntimas sospechas sobre las intenciones de Adrian, flotaba la pesada atmósfera de que ella era la esposa adúltera que él deseaba que fuera según sus últimas conclusiones. Se sintió culpable, nerviosa y estúpida. Y, ¿qué estaba haciendo Robert Hodges?
Robert Hodges se estaba poniendo los zapatos y la chaqueta y se maldecía por lo bajo. Se sentía un novato y ya no le interesaban las mujeres casadas, ni los Winterton. Había muchas otras. Pero, con todo, tenía que salir de ese embrollo y maldito si toleraría que lo acusaran de algo que no había hecho. Hubiera sido demasiado horrible. Lo otro también era bastante desagradable. Estaba amedrentado; se sentía culpable y molesto. Y oyó que Thelma decía; “Adrian, Robert Hodges está en casa.” Por supuesto, estaba allí. ¿No se había ingeniado esa alcahueta del demonio para tenerlo cerca mientras su marido se hallaba ausente? ¿Por qué había regresado cuatro días antes, sin avisar por teléfono o hacer un telegrama?
Mr. Hodges adoptó un aire truculento y entró en el cuarto contiguo.
Ante su asombro y su cólera creciente, Winterton lanzó un grito de gozo y le tomó una mano.
—¡Robert! Thelma, ¿por qué no me dijiste que estaba aquí el amigo Robert? —que era justamente lo que Thelma acababa de hacer. Mr. Hodges, lleno de disgusto y enojo, decidió irse. Arrojó el llavero con desdén al suelo y se fue dando un portazo como un trueno.
Thelma miró a su marido. Adrian estaba escarlata.
—Mi querida Thelma, ¿qué diablos pasa con Bob?
Frunció el ceño perplejo, con aire de hallarse molesto y lastimado. Pero ese incidente, a no dudar, era algo tabú. Adrian lo eludió y se puso a hablar en seguida sobre la cuestión de los libros. No ignoraba que Bob era caprichoso y temperamental, dijo, pero nada debía interferir en la publicación de su nuevo libro. Ningún editor tenía la comprensión de Bob, y si fracasaban con él, el libro nunca volvería a ver la luz del día.
—Y sé muy bien que tú no lo deseas. Por favor, me gustaría que lo fueras a buscar. Creo que una mujer puede manejarlo mejor que un hombre. Siento mucho haber interrumpido vuestra conversación, querida. ¿Estaban hablando del libro?
—No. De política —le respondió Thelma secamente, y fue a enchufar la pava eléctrica. Y agregó, frente al grifo abierto—: “Sabía que estábamos los dos en el dormitorio. Sabía que yo estaba en la cama. Sabe de qué calaña es Robert”. —Y volvió a pensar:— “¿Qué clase de hombre eres tú, Adrian?”
Se oyó pronunciar esas palabras con voz cansada, como si le llegasen de un lejano lugar, de Sud África o de Norte América, o de cualquier otra parte, a donde había ido su padre y donde vibraba la cólera de los ríos en un torrente poderoso.
Pero al volver a la sala, se sonrió.
—Tu té, Adrian —se oyó decir con tranquilidad.
—Gradas, querida.
—El azúcar está junto a tu codo.
Adrian había escogido una pose elegante en el sofá, con un codo apoyado sobre el almohadón escarlata. Sus manos eran muy evidentes.
Thelma se sentó a sus pies, con respeto, y le preguntó todo lo que él esperaba.
—¿Cómo está tu madre, Adrian? ¿Cuándo viene a la ciudad?
Él tenía aspecto de persona importante y complacida.