CAPÍTULO XXIV
Cuando Thelma recogió su almohadón escarlata y dijo que tenía deseos de llevárselo, él no estuvo muy de acuerdo. Frunció el ceño y le dijo:
—¡Oh, no, Thelma! ¡Vas a arruinar el aspecto de la sala! ¿No tienes bastantes almohadones en el auto?
Pero ella le suplicó, mansamente:
—Por favor, déjame llevarlo, Adrian.
Su actitud lo deleitó. Obtuvo el permiso.
—Muy bien, querida —asintió, indulgente, dándole unas palmaditas en el hombro izquierdo—, los del auto en realidad son delgados.
—Por eso...
—Pero no te olvides de traerlo.
—No, no.
—Bueno —agregó— ten cuidado al manejar. No corras. No queremos que salga mi nombre en los diarios, ¿no? No sería conveniente. Ve con tranquilidad a la ida, y a la vuelta, lo más despacio posible, por los nervios de mamá... Mientras tanto, los estaré esperando a cualquier hora, digamos... entre el almuerzo y el té.
—Sí, Adrian.
—A la mañana iré a ver a Hilton. Este caso me preocupa mucho. ¡Pobre, pobre Robert!
—¿Todavía no lo has resuelto?
—Eh... no, querida. Pero estoy trabajando en ciertos aspectos. Y, claro está, Hilton cree que tiene una pista. Como es joven, se halla predispuesto a la impulsividad en sus deducciones, me he dado cuenta.
—¿Tiene alguna pista?
—Bueno, yo diría más bien que tiene una teoría. Pero no es muy comunicativo y prefiere que las cosas sean un tanto misteriosas. Por pose, me parece. No me gusta la gente que posa, pero no es un mal muchacho y me resulta muy útil. Me gusta ayudarlo. ., Pero, no debes preocuparte por esto. Muy pronto pillaremos al hombre y se hará justicia. Lo cierto es que —no pudo dejar de sentirse importante— le he echado el ojo a una relación que Robert contrajo en el club. El tipo de rostro y la implantación de los ojos es muy pobre estructuralmente. Pero, nada de esto tiene importancia, querida. Mejor es que salgas ya. Ten cuidado, por favor.
La besó en la frente con delicadeza. Era un beso suave de labios secos.
En cuanto subió al automóvil, Thelma pensó; “—Un hombre con una cara muy pobre estructuralmente”.
Se miró un instante en el espejito del auto.
Adrian se encontraba feliz, sin duda, con su nueva ocupación de consejero de Scotland Yard y hasta había olvidado su pena por el libro sin publicar.
Thelma guió despaciosamente el automóvil al pasar bajo las ventanas de su departamento y alargó el cuello para mirar hacia arriba. Allí estaba Adrian con su bata de pavos reales, haciéndole adiós con la mano. Era César saludando a las multitudes.
Hizo sonar la bocina del auto y se deslizó por King Street en dirección a Hammersmith, Una vez que hubo cruzado sana y salva Hammersmith Broadway y el río en Putney, hundió el pie en el acelerador y empezó a correr como el viento, con la espalda apoyada sobre el almohadón escarlata.
George Hilton era más vale un hombre de ingenio y lleno de ambición. Su paso por las Fuerzas, que terminó con una buena dosis de hospital y la pérdida del brazo derecho, contribuyó a concretar un carácter que ya era básicamente bueno. Pensaba con rapidez, aunque sus movimientos generales eran lentos y precavidos. Se sentía orgulloso de tener un brazo derecho artificial y le agradaba cuando alguien no podía explicarse el porqué de su guante. Continuar con el empleo en que se había iniciado a los diecisiete años le parecía una suerte, aunque por aquel entonces había sido sólo un policía del montón. No creía que su brazo fuera un inconveniente en su trabajo actual, puesto que se trataba sobre todo de emplear la cabeza. Con los hombres de Scotland Yard convenía en que su trabajo no era como los periodistas o los novelistas lo consideraban por lo general. Los detectives no dejaban de ser hombres y a veces podían enamorarse, se casaban y tenían hijos y debían preocuparse por el sueldo. Él no tenía hijos, pero se había casado, muriendo su mujer en una de las primeras incursiones aéreas a Londres, en setiembre de 1940. Prefería no pensar en ello y casi se había persuadido de que era mejor esa su libertad actual. Sagazmente, su jefe le decía: “Va más rápido el que anda solo”. Hilton había adoptado esa frase como lema. El resultado fue un creciente amor por su trabajo y cierto centelleo en los ojos cuando se hallaba manos a la obra. Casi todos sus asuntos eran difíciles al comienzo. Por lo general, no tan difíciles de resolver como de comprobar. Muy a menudo se ponían bravas las cosas y entonces le recordaban su brazo: “—Debe ir con algún otro, Hilton”.
Pero el caso de Robert Hodges no parecía ser de esa clase. A su juicio no habría que enfrentarse con una gavilla o arrestar a un homicida maniático. En lo último, claro, podía equivocarse, pero había dos o tres puntos curiosos. Al parecer, el crimen no tenía un motivo preciso y la inquilina juraba haber visto bajar por la escalera a un muchacho, aunque no le cabía duda de que Hodges esperaba a una mujer. Era interesante. En cuanto a indicios, no había ninguno. Nada de esos oportunos botones o hilos que bastaban para mandar a la horca al criminal. Las ventanas de las casas de enfrente no suministraron ningún testigo adecuado y valioso para resolver el crimen. Las averiguaciones que había hecho sobre la vida y los conocidos de Robert Hodges, y que, caviloso, seguía practicando por orden de su jefe superior, pusieron al descubierto que el carácter y la historia de Robert Hodges dejaban mucho que desear, moral y financieramente. Cortejaba a las “esposas de otros hombres”. En los últimos tiempos, su vinculación más íntima había sido ese Winterton, debido a la publicación de un libro. En la chaqueta de Hodges encontraron un cheque por cincuenta libras, firmado por Winterton —suma poco usual para la publicación de un libro— y Mrs. Fisher, la casera, informó que cierta tarde una “mujer con pantalones y con un perro que llevaba de la correa” lo había llevado a Castle Street. Winterton confirmó que, en verdad, su mujer había llevado el cheque. ¡Una mujer con pantalones! ¡Una mujer con aire masculino! ¡Muy interesante ese detalle! Sin embargo, Mrs. Winterton no parecía usar pantalones ya. Llevaba vestidos de seda verde y no tenía un aire particularmente hombruno.
En cuanto al resto de las amistades, parecían todas recolectadas en los bares de Hammersmith, Book Green, Shepherds Bush, y Nothing Hill Gate, pero sobre todo allí en Hammersmith y en el club de The Fermines, donde sólo era un intruso.
Por estas razones, George Hilton se sentía cada vez más inclinado a dirigir sus pasos lentos y cavilosos en torno de The Termines. Y si su interés por el matrimonio Winterton había aumentado, se debía sólo a que ese reverendo idiota de Winterton no lo dejaba ni a sol ni a sombra. En muchos sentidos era simplemente insufrible y la actitud que gastaba con su mujer francamente desagradable, ya cuando hada referencias o cuando ella estaba presente. Hubiera sido muy fácil ponerlo en su sitio aunque tenía una piel demasiado gruesa para entender una réplica adecuada. Pero no perdía la esperanza. En ese departamento de rojos cortinados había algo fascinador también y asimismo algo positivamente extraño en su mujer reposada, quizás hombruna. ¿Sería cierto que era tan masculina? Lo eran sus hombros y sus manos. Con todo, si bien se hallaba muy lejos del bocado que uno habría elegido, algo muy femenino había en ella, aunque no en el aspecto. ¿Qué pasaría dentro de su cabeza? En sus ojos había algo y a veces parecían burlones y cínicos. Costaba trabajo olvidarse de su mirada.
Y en aquellos ojos pensaba mientras entraba caviloso en The Pennines y escogía un ascensor. Dos de ellos parecían haberse atrancado arriba, en alguna parte, por haberse olvidado alguno de cerrar bien la puerta. Frente a los dos restantes se había reunido un grupo de personas, quejándose del sistema. Y entre ellos, estaba Winterton.
Lo primero que advirtió Hilton al entrar en el departamento fue que el almohadón escarlata no estaba allí. Era algo tan llamativo que habría sido imperdonable no advertir su ausencia. Decidió que la conversación recayera sobre el almohadón.
Winterton, pomposo como de costumbre, le ofreció cigarrillos y dijo:
—Mi mujer se lo ha llevado consigo en el automóvil. La envié a buscar a mis padres. Vivirán con nosotros, aquí en The Pennines.
Agregó que estaba encantado de que Hilton apreciase su “buen gusto, pero el arte lo es todo”. No le explicó que la compra se debía a Thelma.
Un tanto harto, Hilton se sentó, fumando y mirándolo cumplidamente. Se acordó de pronto de un desliz que podía haber cometido el día anterior. La defensa de Winterton con respecto al asesinato de su joven editor amigo era irrebatible, de acuerdo con la hora del crimen, cuya exactitud había sido probada sin lugar a dudas por la señora Baby West y por el médico legal. Y la misma escapatoria tenían muchos otros amigos de Hodges (no había terminado aún el interrogatorio) porque los Winterton habían ofrecido una reunión ese día.
Winterton le había dicho que las primeras personas llegaron “unos pocos minutos antes de las cinco, a pesar de haberlos invitado para las cinco” y en cuanto Hilton obtuvo sus nombres pudo corroborarlo ampliamente. Sin duda, una reunión para las cinco necesitaría algunos preparativos y lo lógico habría sido suponer que Mrs. Winterton se había estado ocupando de ello desde las tres, si no antes. Pero no se podía dar nada por sentado, bien lo sabía, e hizo este disparo al azar:
—Hodges fue muerto entre las cuatro y diez y las cuatro y cincuenta y cinco, Winterton.
Dicho esto se levantó y fue hacia el balcón. Miró para abajo y en dirección a Castle Street.
—Lo que le voy a decir es como un tiro en la oscuridad y sé que las corazonadas no merecen tener éxito. Pero, si usted hubiera estado en este balcón podría haber visto a alguna persona conocida yendo hacia Castle Street. —Y agregó:— O quizás Mrs. Winterton podría haberla visto...
Adrian aclaró al punto tratando como de costumbre de disminuir a su mujer:
—Mucho me temo que mi mujer no nos pueda ayudar en esto. Durante ese tiempo estuvo ausente. Fue a la farmacia. —Mientras estas palabras producían en Hilton una profunda impresión, Winterton siguió hablando con aire importante:— Déjeme recordar. ¿Habré ido al balcón, por ventura? Esa tarde estaba sumamente atareado, preparando un discurso para...
Hilton no lo atendía. No le respondió una palabra, pero una idea nueva e inesperada (aunque no tan inesperada) comenzó a dar vueltas en su cabeza. Su cerebro, acostumbrado a este tipo de cosas, pensó ante todo y automáticamente en que Winterton admitía que su mujer había salido y, diez contra uno, que alguna portera la habría visto, o cualquier otra persona. También podía entrevistar al farmacéutico local y supervisar la hora en que estuvo ella... en caso de que hubiera ido.
Volvió a la sala, sin decir nada aún, dejando que Adrian hablase.
En el estudio sonó el teléfono y el dueño de casa se excusó para ir a atenderlo.
Hilton miró su reloj pulsera. Era mediodía.
Al volver Winterton, Hilton tuvo una impresión aún más fuerte. Adrian estaba blanco.
—¡Hilton! ¡Acaba de suceder una cosa simplemente horrible!
Una de sus manos descansaba artísticamente sobre su pecho.
—¿Qué ha pasado? ¿Un accidente? ¿Su mujer?
—No. Se trata de mi padre. ¡Thelma acaba de comunicarme que mamá lo ha encontrado muerto en la parte posterior del automóvil!