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CAPÍTULO XI

Los años se habían deslizado con tal ritmo, felices o infelices, que todo parecía pertenecer al ayer. Cualquier otra cosa hubiera sido rondar el mañana, y el presente era una fibra de tiempo más reducida para pensar en el pasado y en el futuro. Si había algo más, era el obsesionante mañana; y el presente no era sino el más ligero relámpago de tiempo, consumido en pensar en los otros dos.

Con todo, el tiempo pareció detenerse cuando Adrian formuló esa propuesta.

¡Sí, cien veces sí! ¡Le encantaría ir a vivir a Londres!

Como él mismo decía, Londres era una meta tanto para los grandes como para los pequeños. Era el eje, el flujo y el reflujo. Era el charco grande, digno de una osadía, mientras Wilton, Benbridge y su propio y pequeño Lington, pertenecían a los muy jóvenes, o a los que ya entraban en años.

Poco le importaba a Thelma que la vieja Mrs. Winterton no se hallase de acuerdo con esa opinión, porque su hijo siempre hacía lo que quería. Trató de evitar, llena de gozo, cualquier posible censura y sólo anhelaba una partida inmediata.

En el maravilloso Londres podría conocer en verdad a su marido. Buscaría alguna forma de que Adrian la apreciara. No le cabía duda de que él era bastante maravilloso y le daba toda la razón cuando decía de sí mismo que era demasiado importante para Benbridge.

El crítico de la prensa local había procedido con prevención a su respecto.

—En verdad, Thelma —le explicaba—, no te lo he dicho antes, pero a mi madre le disgustaba mucho la madre de él. Es una antigua querella. No creo que Mrs. Peterson haya estado de acuerdo en que mi padre se casase con mi madre. —Thelma se hallaba a sus pies en la pequeña sala de HUI Crest.— Mrs. Peterson, en consecuencia, pensó tomarse el desquite sobre mi persona, menospreciando mi forma de interpretar a Hamlet, para no hablar de mi dirección de la obra. —Se sonrió, generoso.— Con todo, creo que me hallo lo suficientemente aplomado para resistirlo.

Él se mostró tan gentil y ella tan excitada ante la perspectiva de dejar a Hill Crest (para no hablar de su suegra) que apoyó calurosamente sus palabras.

—Ah, ahora lo entiendo, Adrian...

—Sabía que me comprenderías —le respondió al punto, complacido. Luego le preguntó cómo se había producido su “pequeña intervención en el debate”.

—¿Cómo? —le preguntó Thelma a su vez, mientras Adrian encendía un cigarrillo—¡Oh! —Se rió.— Fue una tontería tan grande y tenía tanto miedo de que estuvieras allí...

—No. No. No fue en absoluto una tontería. Resultó espléndido, muy espléndido —le replicó, palmeándole un poquito la cabeza y sosteniendo el cigarrillo entre sus dos dedos en la forma habitual—. Pero debo decirte, Thelma, que si hubiera estado allí podría haber deshecho por completo la base de tus argumentos. No me propongo analizar los detalles, pero, resumiendo mucho, se trata de lo siguiente. Dijiste que todo podía enseñarse, por una persona capacitada, a los niños, — Sacudió la cabeza en forma paciente pero contrariada—, ¡En verdad, Thelma...! ¡Qué lástima que no hayas conocido a Mrs. Hunstan, la gran amiga de mamá! Mrs. Hunstan adoptó una vez a un chico de la calle que sabía todo...

Hizo una pausa sugestiva.

—¿Y qué pasó, Adrian? —preguntó Thelma, tratando de llenar ese vacío con cualquier cosa.

Él se puso colorado.

—¡Qué pasó! Sería mejor que hablases en privado con mamá, para saberlo. Es un asunto de mujeres. Lo que quiero hacerte entender, Thelma, es el peligro que se corre al hacer juicios aventurados, que antes no se han comprobado en la realidad.

Thelma tuvo la impresión de que, después de todo, ella había perdido el debate. Pero... ¿sería cierto?

—No te preocupes. No volveremos a hablar de esto, querida. Lo hiciste bien, sobre todo, en una absoluta ignorancia del tema. Y además, sin duda te levantaste sólo para darme un gusto, ¿no? Ahora, ¿qué te parece si hablamos de Londres? Yo soy ampliamente partidario de la arquitectura moderna, y como no somos lo que se dice ricos precisamente, sugiero que busquemos un departamento confortable y moderno. Preferiría que fuera alto, en el quinto o sexto piso.

Pero no le preguntó qué prefería ella o cuáles eran sus gustos en materia de arquitectura.

Thelma se sentía feliz. Le bastaba con que Adrian la considerase en proporción respetable, que de vez en cuando la reconociera, además, como persona, y que siguiera siendo tan amable. Con el tiempo podrían llegar a ser felices. No había que desesperarse porque aún no hubiera llegado la felicidad, cosa que era evidente. Hacía cuatro años que se habían casado y se trataba de un matrimonio extraño, por lo menos en lo que a ella respectaba. Conocer la vida íntima de otros matrimonios hubiera sido una gran ayuda para ella. Pero no había ninguno cerca. La vieja Mrs. Winterton era completamente inabordable. Jamás se le hubiera ocurrido preguntarle nada. No, no había ninguno.

Quizás en Londres. Londres tenía fama de ser abrumadoramente democrático. Más aún, estaba lleno de gente joven, de quienes se rumoreaba que detestaban el esnobismo.

Adrian pasó una semana en un hotel de Londres y volvió con la excitante noticia de que su nuevo hogar sería un departamento en el quinto piso de una casa llamada The Fermines.

¡Y qué bendición su preferencia por la arquitectura moderna, cuando empezaron a llover las bombas! Aparte de su convicción de que “podría haber sido arquitecto" (del tipo Wren) como tantas otras cosas, su elección equivalía a una útil sugerencia de que también era profeta. Thelma pensó que lo heredaba de su madre, cuya agria y misteriosa frase final, cuando dejaron a Benbridge, fue la siguiente: "Bueno, Thelma. Adrian tiene mejor aspecto ahora. Espero que te ocuparás de él. Se ha visto que tu talento consiste más bien en matar a la gente que en cuidarla".

Hubo risas alegres. La música de fondo era el chirrido del tren que entraba en la plataforma.

Probablemente Mrs. Winterton quiso hacer un chiste y así lo interpretó su hijo, mostrando sus largos dientes. Llevaba una amplia tricota amarilla y todas sus ropas eran muy amplias y flotantes, por lo que ocupaba en el andén un lugar mucho mayor que el que hubiese ocupado él solo. El anciano Mr. Winterton, con su sombrero de cazador y su bigote blanco, se rió para disimular la aspereza de la observación de su esposa y dijo que todo resultaba “muy difícil”. Con esta frase hecha salía del paso en las situaciones peligrosas.

—Espero que podamos ir a visitarlos a Londres —le dijo, amable, a Thelma. La besó, pero su mujer ya lo había hecho a un lado.

—Iremos el cuatro —dijo a su turno la anciana Mrs. Winterton, Su beso fue económico, pero cuando se despidió de su hijo, aunque lo volvería a ver el cuatro, hizo que se asomara con todas sus ropas por la ventanilla del tren. Thelma trató de encontrar un pedacito de ventanilla para decir adiós a Mr. Winterton padre. Y él trató de hacer otro tanto detrás de su esposa.

El diálogo fue el siguiente.

—¡Adiós, mamá...! Espera mis cartas. ¡Te prevengo que Londres tendrá que poner sus barbas en remojo!

—¡Adiós, mi querido! Trata de que Thelma se preocupe de ti. ¡Nunca le perdonaré que te lleve de mi lado, nunca!

—¡Por favor, mamá!

—No. Nunca. Pero, claro, eres tú el que se ha casado...

—Te veré el cuatro. Adiós, papá, y no te olvides de la botella de agua caliente de mamá cuando hagan el viaje...

Aun las bombas lograban cierta extraordinaria majestad en The Pennines. Caían en tomo del edificio y a menudo las explosiones lo resquebrajaban, rompiendo muchas ventanas, pero daba la impresión de que no querían hacerlo objeto de los impactos con que amenazaron a edificios más chicos o más viejos. Éstos se resintieron en seguida, pero todo el mundo estaba de acuerdo en que The Pennines era bastante sólido.

También las bombas voladoras, cuya interrogación amenazaba una y otra vez al edificio, haciendo que los ojos ansiosos se dirigiesen a las alturas, vacilaban antes de caer definitivamente sobre él, desviándose luego impasibles hacia las distantes usinas eléctricas. Se producía un instante de silencio preliminar, luego el violento resplandor de las llamas y después, mucho más tarde, una explosión más violenta aún. La gente salía de debajo de las mesas, de los mostradores, de los refugios y se encendían las luces. Cuando las sirenas volvían a sonar, los transeúntes de King Street, Hammersmith, se preguntaban si esa vez le tocaría a The Pennines. Resultaba muy gracioso que un edificio tan grande lograra salvarse, cuando había a su alrededor tantos huecos, cuando St. Paul no había sido respetada, ni tampoco el Parlamento. El Big-Ben sí, pero se trataba de un edificio delgado. The Pennines era ancho de espaldas y flotante como el mismo Adrian y digno de él. Contaba con una pileta de natación (por ese entonces utilizada como refugio, aunque se corría el rumor de que pronto volvería a sus funciones específicas), canchas para jugar al squash, salones para tenis de mesa y bridge, el club y el bar, el restaurante y Mrs. Ming con su figura envuelta en generoso visón, su chow blanco y su entusiasmo por "rescatar su perro de la calle, Mrs. Winterton. Me he tomado la libertad de llevarlo arriba y de atarlo a la manija del incinerador de basuras. ¡Tenía tanto miedo de que pudiera ocurrirle algo!" Box nunca pasaba de ser bien educado con Mrs. Ming, lleno de miedo por todo lo que a Londres se refería, en especial por los chows blancos, circunstancia que renovaba su ingenua y fervorosa devoción por Thelma. Nunca apartaba los ojos de ella y si llegaba a salir sin llevarlo, se quedaba petrificado, mirando la línea de luz bajo la puerta del departamento, hasta que su dueña regresaba. Adrian, vagamente irritado por la falta de aprecio que manifestaba Box por su persona, de vez en cuando ensayaba severas medidas, gritándole con energía: "¡Box! ¡No seas tan tonto! ¡A la cocina!" La vivienda de Box se hallaba en la cocina, bajo la pileta. Desde allí podía observar seguro a Thelma, cuando ésta cocinaba, y de vez en cuando, a, algunos de los proveedores de la casa.

Sin tolerar las reprimendas de su amo por sus quejidos, ni las instancias de que fuera a la cocina, Box se volvía hacia él amenazadoramente y le gruñía como previniéndolo, con las patas traseras hacia la puerta principal. Adrian se sentía muy fastidiado por ello, porque "no voy a arriesgarme a que me muerda las manos, Thelma... ¡Todavía soy un elemento bastante importante para la sociedad!" Volvía entonces a sus papeles y cerraba con cuidado la puerta del estudio. Box, simplemente, no tenía tiempo para perder con él. Pero, claro, era "un perro de mujer. Tiene adoración por Thelma..."