Capítulo IV

Al descubierto

Por lo tanto, los nobles y las gentes han sido ya

Situados en los lugares adecuados...

Los que han sido dispuestos en el otro lado mantienen

A su reina.

Y de esta manera conservan todos la fuerza y la firmeza

Del reino.

1. Descuido

Aquel año, como tantos otros, no era la muerte lo que más aterraba al hombre, ni su principal fuente de inquietud. La muerte era fácil y rápida, indiscriminada y hasta amistosa. Se podía morir en un día, por culpa de la peste. Se podía morir en un segundo, siendo víctima inocente de una pelea. Miles de niños no llegaban a nacer, o sobrevivían tan sólo unas pocas horas. Se podía morir en el campo de batalla y se podía morir por orden del juez, por hacer trampas, robar o por ocultar una enfermedad. A menudo, la muerte era mejor que el dolor, la mutilación o la deformidad; o que morir de hambre olvidado de todos; mejor que padecer los innombrables males de la brujería y el encantamiento. La gente se moría de repente, de una semana para otra y de un mes al siguiente y su desaparición había de ser aceptada. La muerte era fácil y rápida.

En aquellos tiempos de asedio y ocupación extranjera, el destino y muerte de un traidor podían pasar desapercibidas. Pero en Edimburgo, muchos habían perdido a sus padres y a sus hermanos en Solway Moss, y muchos también habían oído a Carrick en la cruz, seis años antes, arremetiendo contra el traidor y advirtiendo de lo que pasaría si aparecía.

Dos veces habían convocado al ausente Lymond para que respondiera por los cargos presentados contra él, y dos veces se había anotado en el registro: El susodicho convocado no ha aparecido.

Por aquella irrespetuosa falta en su deber para con su soberana y por su rebelión contra la ley de su país, se aprobó declararlo fugitivo, convirtiéndolo así en rebelde y en forajido.

Ahora, seis años más tarde, la magistratura se pronunció, solemne. Francis Crawford de Lymond, señor de Culter, bajo custodia en el castillo de Su Majestad en Edimburgo, fue convocado para aparecer el octavo día del mes de agosto, en el año de Nuestro Señor de 1548, para responder ante los cargos de traición por revelar y mostrar los secretos de la Reina a nuestros viejos enemigos, los ingleses; de traidora colaboración y ayuda y acogida a los mencionados enemigos; de asesinato, asalto, secuestro y robo, y de crímenes contra el Estado y la Iglesia, como se detallaba en la acusación.

La noticia llegó a oídos de Will Scott, que andaba dando tumbos por Edimburgo, sumido en una pasividad frenética. Intentó, y fracasó, acceder al castillo. Buccleuch, que ya se había enterado de lo sucedido, dejó solo a su hijo y marchó al asedio de Haddington. Richard, que tenía mucho que hacer en Midculter y una enorme reticencia a abandonar el hogar, se quedó junto a su mujer y dispuso discretamente los preparativos para marchar antes del octavo día. Sybilla, tras liberarse de todas sus cargas, reunió una pequeña comitiva bien armada y partió hacia destino desconocido.

La viuda llegó a Ballaggan el primero de agosto, llevando la cuenta de los días como una losa sobre su pecho.

Fue recibida en el salón, ante la hueca mirada de porcelanas y alabastros. Caminando sobre carísimas alfombrillas turcas, Dandy Hunter la condujo hasta su estudio, como ella había solicitado, le ofreció vino y se aseguró de que estuviera cómoda, sin apremiarla con preguntas sobre ninguno de sus hijos. Ella le dedicó una cálida sonrisa y sacó de su bolso una cajita, que colocó en la mesa que había entre ambos.

—He venido a devolveros esto —dijo.

Sonriendo y algo perplejo, él la cogió. Las mangas de su jubón estaban bordadas y el tejido, tan bueno como el que ella vestía, llevaba adornos de tisú. Volvió a sonreír, mientras desenvolvía laboriosamente la caja; y entonces, con la sonrisa todavía en sus labios, extrajo el contenido y lo colocó frente a sí.

Era un broche hexagonal de ébano y diamantes con forma de corazón, decorado con placas de cristal, cada una de las cuáles mostraba una cabeza de ángel tallada en ónice.

El silencio se prolongó. Luego, sir Andrew se movió y levantó la vista.

—Pero si esto no es mío.

—¿No? —dijo Sybilla—. Patey Liddell lo alteró para vos: yo lo vi en su tienda. Vuestra madre quizás lo recuerde.

El recuerdo iluminó su rostro.

—¡Ah! —dijo—. Ahora lo recuerdo. Sí, es cierto... Lo compré para mi madre, y lo perdí ese mismo día. —Sonrió con melancolía—. Siento decíroslo, pero vuestro hijo fue el culpable. El broche estaba junto a la cama cuando entró en la casa y cuando se marchó, había desaparecido. Me temo que estaba tan enfadado y preocupado por mi madre que lo olvidé... Me había olvidado por completo. ¿Dónde lo encontrasteis?

—Pero —dijo Sybilla—, si se lo disteis a Patey después de la visita de Francis.

—Patey ha debido equivocarse.

Yo no me he equivocado —respondió Sybilla, serena—. Os oí hablando con él. —Hizo una pausa y después prosiguió—: Me lo dio Agnes Herries: ¿no os sorprendió verla con él puesto? Antes había pertenecido a Mariotta. Las demás baratijas se las quitaron en Annan. Casi conseguisteis que sirviera para vuestro propósito.

—Un momento... ¿Cómo que mi propósito? Lo siento, pero, ¿no os lo explicó Mariotta? Fue Lymond quien le envió todas las joyas. Podéis culparme si queréis por no habérselo dicho a Richard, pero vuestra pobre nuera me puso en una situación bastante incómoda. Os juro que hice todo lo posible para convencerla de que debía confiar en Culter.

—Estoy segura de que así fue —dijo Sybilla, plácida—. Con los resultados que todos conocemos. Por supuesto, Mariotta pensó que eran de Francis: se había encaprichado con él. Eso debió haber sido un poco desconcertante para vos. Pero cuando no os atribuyó automáticamente los regalos, debisteis daros cuenta de que, al fin y al cabo, no iba a caer en vuestros brazos como tenías planeado. Así que acomodasteis el plan, y funcionó bastante bien. Mariotta pensó que eran de Francis, y aquello casi bastó para acabar con su matrimonio. Y además estuvo a punto de matarla.

Aquel rostro de huesos delgados y nariz recta estaba ruborizado.

—Lady Culter —dijo Dandy rápidamente, con voz turbada—. No sabéis lo que decís. Mariotta es lo suficientemente joven y estaba lo suficientemente angustiada como para recurrir a mí. No podía negarle mi ayuda. —Se levantó de repente, con un gesto de ansiedad en su cara—. ¿Es eso lo que le ha explicado a Richard? ¿Para salvar a Lymond y echarme a mí la culpa?

Sybilla, cómodamente sentada entre gasas y encajes, era la calma personificada. Extendió una esbelta mano y, recuperando el broche y la caja, los volvió a meter en su bolso.

—Mariotta todavía piensa que las joyas las envió Francis —comentó, clavando en aquel hombre inquieto unos ojos Cándidos, del color del aciano—. Pero creo que debería saber que ya habéis intentado matar a su marido cuatro veces.

Sir Andrew se quedó sin aliento durante un breve instante. Después dijo:

—Dios santo, lady Culter —y se sentó torpemente—. Esto no tiene sentido. ¿Pretendéis acusarme de..?

Se quedó mirándola, con respiración trepidante, y entonces golpeó con una mano sobre la mesa.

—¡No! No. Maldita sea, no voy a convertirme en el cabeza de turco. Os tengo mucho aprecio a todos, lady Culter, y especialmente a Mariotta, pero no puedo permitir que destrocéis y pervirtáis los hechos para librar a vuestro querido hijo de las galeras. Tened algo de consideración por mi madre, al menos... La única persona que ha intentado matar a Richard ha sido su propio hermano.

—¿Pervertir los hechos? —dijo Sybilla—. En el tiro al papingo, Francis apuntó dos veces: una para cortar la cuerda y la segunda para matar al pájaro. Después dejó caer el arco y el carcaj y se marchó a casa. Vos fuisteis el primero en llegar al lugar; primero intentasteis, sin éxito, libraros de la compañía de Mariotta y de Agnes. Y finalmente, desaparecisteis.

El rubor de sir Andrew se había convertido en palidez.

—Sigue siendo un sinsentido —dijo con voz firme—. Vos sabéis que no sé disparar. Todo el mundo lo sabe.

—No sabes disparar al papingo —dijo Sybilla—, pero eres un excelente tirador sobre un blanco fijo. También eso lo sabe todo el mundo.

—En ese caso, es la palabra de Lymond contra la mía. No creeréis ni por un momento...

—Oh, claro. No existen pruebas contra vos —dijo ella—, como tampoco se os puede acusar de haber llevado a Richard y a Agnes a cruzar el Nith por una zona famosa por sus remolinos y simas. Afortunadamente, Richard es un excelente nadador. Y además había, me imagino, demasiados testigos.

—Yo mismo le ayudé a salir —exclamó Hunter—. Lady Culter...

—Pero de la tercera y la cuarta ocasión —dijo la viuda—, sí que hay pruebas.

Había conseguido acabar con sus protestas. Hunter hizo un leve gesto de resignación.

—Hablad.

—¿Queréis oírlo? Pues bien hice unas simples pruebas con la bebida de hierbas que me trajisteis de parte de vuestra madre, para que la bebiera Richard. Desde luego Mariotta se habría convertido en una rica y casadera viuda si él se la hubiera bebido.

—Seguid. ¿Y la cuarta? —dijo con voz queda.

Por primera vez, Sybilla perdió un poco la compostura.

—¿Sabéis una cosa? Si hubierais tenido éxito entonces, creo que habríais tenido que responder personalmente ante el rey de los gitanos, y no hoy ante mí. Richard iba de camino a ver a Mariotta cuando lo atacaron... pero eso vos ya lo sabíais, claro. Os debió parecer una solución infalible; a los gitanos sólo los controla su rey. Desgraciadamente para vos, actualmente a su rey lo controlo yo. Se enteró de vuestro encargo, y lo detuvo justo a tiempo. Richard no está muerto, sir Andrew; y tengo a tres hombres dispuestos a jurar que recibieron dinero tuyo por asesinarlo.

Hunter permaneció inalterable: sólo sus ojos, enfrentados a los de ella, revelaron un brillo extraño e impersonal.

—Evidentemente estáis dispuesta a sobornar a quien haga falta para salvar a vuestro hijo —dijo cuidadosamente—. Perdonadme, pero si continuáis con esto, tendré que tomar medidas legales para protegerme.

Esta vez, Sybilla se levantó, apartándose de la mesa con un rumor de enaguas.

—No he hecho nada... —dijo por encima del hombro— todavía. Pero no os confundáis. El hecho de que esté aquí no significa que tenga la más mínima duda; ni que haya la más mínima esperanza para vos. No la hay. Si me he frenado de momento ha sido por vuestra madre.

—¡Madre! —dijo Hunter tras ella, a media voz.

Tras una brevísima pausa, la viuda, mujer de mente ágil, se imaginó su reacción y se volvió hacia él rápidamente. Tenía ya la espada medio desenvainada, la luz reflejándose en la hoja.

—Puede que no lo parezca, pero no me he caído de un guindo —dijo ella rápidamente—. Si no regreso, no tendréis la menor oportunidad, amigo mío.

El siguió avanzando con la espada medio levantada apuntando hacia su corazón; en su rostro una mirada ausente, como presa de una ensoñación. Ella suspiró agitadamente y se quedó quieta, las palmas extendidas a los lados, la cabeza algo inclinada y los labios entreabiertos. El siguió acercándose hasta quedar frente a ella, mirándola a los ojos; tuvo que tomar la pequeña decisión que marcaría los eventos sucesivos.

Al menos una parte del mensaje que se leía en aquellos ojos azules y firmes debió penetrar en él; algo en su inesperada quietud lo sorprendió, haciéndole vacilar un momento; y en aquel instante, Sybilla dijo, tranquila:

—Tengo en Midcultcr el baúl en el que guardáis vuestros documentos.

Por un momento pensó que había cometido un error: la punta de la espada vaciló y siguió aproximándose, en sus ojos la misma determinación ausente. Y de pronto, recuperaron la vida, sorprendidos e incrédulos; la espada cayó y sir Andrew dijo, con dificultad:

—Eso no es cierto. Guardo ese baúl en la caja fuerte de esta casa. Nadie...

—Vuestra madre guarda ahí las recetas, ¿recordáis? Y yo tengo a mi servicio a un gitano muy habilidoso, sir Andrew...

»Tratas con los ingleses desde hace mucho tiempo, ¿no es así? Vuestras visitas al Ostrich no supusieron para vos riesgo alguno; os conocían bien en Carlisle. ¿Cómo si no os enterasteis de que Jonathan Crouch era prisionero de George Douglas? ¿Y por qué iba a molestarse sir George en hacer tratos con vos, de no ser porque sabía de buena tinta que ambos estabais metidos en los mismos trapicheos?

Sybilla se dio la vuelta y pasó junto a Hunter, paralizado en mitad de la habitación. Se detuvo junto a la ventana y miró hacia afuera, donde el ocre, el siena y el verde salvia coloreaban las polvorientas copas de los árboles veraniegos.

—Unos trapicheos malvados y fraudulentos: la compraventa de secretos; el comercio de habladurías y maledicencias, la venta de seres humanos. Pero no os pagaron tan bien como esperabais. Quizás se dieran cuenta de que no teníais tan buenas relaciones en la corte, después de todo; de que no os aproximabais ni de lejos a lo que podían conseguir de Glencairn, Douglas, Brunton, Ormiston, Cockburn y todos los demás... Así que pusisteis los ojos en mi familia. Una fortuna; una bonita heredera; un feudo familiar... Y si la heredera enviudaba, con el tiempo, acabaría recurriendo al amable amigo de la familia. Y si no, como último recurso, Wharton estaría dispuesto a pagar unas mil coronas por Francis...

—No hace falta que sigáis —dijo él—. Ya sé lo que he hecho. Ya lo habéis hecho público, entonces. Los papeles de ese baúl...

—Todavía no —dijo Sybilla, y se giró para ver su rostro empalidecido—. El baúl se abrirá si yo no regreso.

Un temblor empezó a apoderarse de él. Volvió a sentarse de manera abrupta, clavando en ella unos ojos como flechas.

—¿Qué vais a hacer? —al ver la expresión en el rostro de la viuda, dejó escapar una especie de risa y se mordió el labio, conteniendo el temblor—. ¿Qué creéis que habría hecho ahora mi estupendo hermano?

Estaba demasiado obsesionado consigo mismo, demasiado podrido como para que ella pudiera sentir lástima por él.

—Sé que vuestra madre os exige mucho —dijo bruscamente—, pero si tuvierais el corazón de un conejo, os habríais labrado una vida como un hombre, y habríais dejado que ella aprendiese a valorarlo.

Todavía le quedaba algo de orgullo.

—Mi madre no sabe nada de esto —dijo sin disculparse—. La mataría. ¿Qué... qué vais a hacer?

Los ojos azules y tranquilos recayeron en sus temblorosas manos.

—Vuestra madre es una mujer anciana y enferma, además de infeliz —dijo la viuda lentamente—. No envidio la vida que habéis llevado junto a ella y, ciertamente, ella tampoco debería haberse convertido en la clase de persona que ahora es.

»Pero eso ya no importa. Va a sufrir, pero no tanto como podría hacerlo. Por mi parte, yo desearía veros ahorcado. Porque por culpa vuestra he estado a punto de perder a los dos hijos que me quedaban: y me habéis hecho perder a mi nieto. Aunque eso pueda resultar una nadería para todos los magníficos y despiadados criminales que caminan libres entre nosotros.

»Pero vos no sois de esa clase de criminales. Vos habéis actuado por medio de terceras, cuartas y quintas personas; como habéis podido; y lo habéis justificado todo con vuestros histéricos complejos. Sé que en cuanto vierais cumplido vuestro objetivo no volveríais a matar. También sé que os resulta difícil encontrar una razón para vivir; pero ese es vuestro problema.

Caminó hasta la mesa y colocó frente a él una hoja de papel y a su lado una pluma.

—Quiero —dijo— una declaración absolviendo a Francis de todos los crímenes que vos habéis cometido. —Y ante las dudas de él, añadió—: ¡Vamos! Teniendo en cuenta todos vuestros delitos, ¿qué importan esos?

Él le dirigió una mirada inexpresiva. Después, inclinándose, cogió la pluma y escribió. Ella lo leyó, lo selló y se lo guardó.

—Bien. Esto no lo salvará, como ya habréis adivinado... pero quizá sirva para deshacer una parte del daño. Y ahora será mejor que os vayáis. Voy a hablar con vuestra madre y después me marcharé a mi casa. Abrirán el baúl y se publicará sus contenido dentro de dos días. Para entonces —dijo Sybilla—, será mejor que os hayáis marchado del país.

El alzó la cabeza, sin fuerzas, entendiendo sólo a medias.

—¿Puedo irme?

—Sí. Y os deseo mucha suerte —dijo ella, los ojos duros como zafiros.

Esperó hasta oír los cascos de su caballo sobre los adoquines, y entonces, subiendo en silencio, caminó por las escaleras hasta el cuarto de la madre de Hunter.

El terrier había muerto en primavera por culpa de la gordura y del aire enrarecido.

Desde entonces dame Catherine no tenía distracciones: su hijo apenas estaba en casa y le parecía que hasta sus libros, sus cuadros y sus preciosas piezas de marfil y jade habían empezado a perder interés. Desesperada por tener algo de compañía, recibió a Sybilla encantada de despojarse, aunque fuera por un momento, del imaginado y espinoso cilicio con el que se sometía a tortura desde hacía varios meses. La viuda se sentó en silencio junto al borde de la cama cubierta con una colcha de tafetán, cerca de las delicadas y mullidas almohadas y escuchó las interminables quejas sobre su hijo, sus sirvientes, su entorno, su enfermedad, etc., alcanzando la desbordante marea hasta a su Creador.

La voz de la viuda interrumpió con suavidad el torrente de lamentos.

—¿Por qué no pedís que os lleven abajo?

Los ojos negros sonrieron, sarcásticos.

—Eso sería encantador —dijo la anciana—. Desgraciadamente, estoy casi paralítica, ¿sabéis?

—No me digáis —dijo Sybilla, amablemente—. Pues si no hacéis nada para evitarlo, acabaréis paralítica del todo, y eso sí que os encantará de verdad. Os he traído una litera. Dos de mis hombres subirán en media hora para bajaros.

Los ojos negros revelaron una pequeña chispa de alarma, pero el rostro gris y agrietado siguió mostrando el mismo desprecio.

—El dinero os ha vuelto arrogante, Sybilla, pero sería preferible que reservarais esas maneras para Midculter. Tengo entendido que vuestro hijo ha abandonado a su mujer.

—No lo ha hecho, y no vais a cambiar el tema de conversación siendo maleducada —dijo la viuda—. En el salón hay una chimenea y un sofá muy cómodo. Os encantará.

—Sybilla, ni soy una niña ni una imbécil. No me gusta que se burlen de mí, y me disgusta especialmente que me controlen. Por culpa de mi invalidez soy incapaz de abandonar esta habitación. Difícilmente podéis pretender que acabe con la poca salud que me queda para daros gusto a vos.

—No tenéis por qué preocuparos —dijo Sybilla calmada—. Vuestro médico me ha dado su permiso.

Los ojos negros relampaguearon.

—El niño ha muerto, según tengo entendido.

—Sí.

—¿Lo mató el joven, o se libró de él ella misma?

—Ninguna de las dos. No seáis tonta, Catherine. En realidad no deseáis que me vaya.

—No he dicho que lo deseara. No os hagáis la lista, Sybilla.

—La muerte del niño no fue culpa de nadie, si es que realmente os interesa. Mariotta y Richard están juntos y son muy felices. Francis está bajo custodia en Edimburgo. Tiene que comparecer ante el Parlamento dentro de una semana, y esperamos que sea absuelto.

La pequeña figura entre las almohadas miró a Sybilla con lástima.

—¡Absuelto! Querida, ni siquiera los Culter tienen tanto dinero.

—Entonces tendremos que recurrir a nuestros beaux yeaux —dijo Sybilla, plácidamente—. Quizás, si me insinuase a todos los lores de Su Majestad que participan en la sesión... ¿O creéis que no me dará tiempo para todos en una semana?

La mirada de los ojos negros se hizo más intensa. Hubo un breve silencio, y entonces lady Hunter dijo, con áspera voz cortante:

—Estáis un poco alterada, Sybilla. Pasa algo. Lo noto. Nadie me visita a no ser que haya algún problema.

La viuda no lo desmintió.

—Uno pequeño. Tiene que ver con Dandy.

Los finos labios se comprimieron.

—Claro. ¿Qué estupidez ha hecho ahora?

—Las... estupideces que ha cometido las hizo por vos. Habéis sido una dama muy difícil de contentar, Catherine.

—El muchacho necesita disciplina —dijo la anciana. Su respiración se había acelerado—. Dura disciplina. Así se dirigen los estados y se consigue el éxito... Otros jóvenes llegan a la corte, son populares, se casan con herederas y forman una familia. Mi otro hijo...

—Dandy lo hizo lo mejor que pudo, y lo hizo por vos —dijo la viuda—. Eso es lo que tengo que deciros. Pensó que nunca lo conseguiría por medios ortodoxos... así que lo intentó por otros que estaban algo fuera de la ley. Bastante fuera, a decir verdad.

—¿Tiene problemas?

—Graves problemas. Si lo descubren.

—Habéis venido a alertarle, ¿verdad?

—Sí —dijo Sybilla—. Eso es.

Después de una larga pausa, la inválida, haciendo un esfuerzo, se irguió en la cama y dijo con voz tranquila.

—¡Bueno! —soltó—. Supongo que será mejor que huya del país. Decidle que venga para que le dé dinero. Después será mejor que no vuelva a aparecer por aquí hasta que haya pasado el peligro.

No preguntó qué era lo que había hecho.

Sybilla extendió sus esbeltas manos y cogió con ellas las de la otra, pequeñas, débiles, inválidas.

—Tiene dinero. Ya se ha marchado —dijo—. No había tiempo para despedidas. Me dijo que os transmitiera su amor.

Las pequeñas manos yacían inertes entre las suyas; los ojos negros no mostraban ninguna emoción perceptible.

—¡Qué inepto! —dijo dame Catherine—. Y desorganizado, como siempre. Espero que le vaya bien. Ahora quizás pueda contratar a un buen administrador a sueldo y sacarle partido a este lugar.

Sybilla soltó las manos y se levantó.

—Seguro que sí. Disfrutaréis ocupándoos de todo. Bueno, ya está aquí la litera y vuestra doncella para ayudarles a moveros. Despacio y con cuidado... Ya veréis como vais a estar muy bien.

Lady Hunter no protestó en absoluto mientras, envuelta en sus propias mantas, la llevaron delicadamente de la cama a la litera tras colocar varias almohadas bajo su cabeza. Por primera vez en años, la inválida, transportada por dos sirvientes, uno en cada extremo de la litera, avanzó sobre los azulejos de su dormitorio hacia la puerta abierta. La luz del sol centelleó sobre el resplandeciente gorro, las joyas y los ojos negros y brillantes, iluminando por un instante las lágrimas que caían en silencio por su amargo rostro. Después la puerta se cerró.

En Midculter, Mariotta y Richard escucharon la historia en silencio. Cuando Sybilla terminó, su hijo dejó escapar un largo suspiro.

—El baúl de los documentos... ¿está aquí realmente?

—Sí —dijo la viuda. Tenía grandes ojeras, y su espalda, aunque erguida, estaba cansada y dolorida.

—Johnnie Bullo me lo trajo. Contiene todos los papeles que prueban las relaciones de sir Andrew con Carlisle.

Los ojos de Richard se cruzaron con los suyos.

—¿Qué vais a hacer con ellos?

—Eso tenéis que decidirlo Mariotta y tú. A ti es a quien más perjudicó. Es justo que intentes resarcirte como puedas.

—No deseo venganza alguna —se limitó a decir Richard—. Sólo quiero olvidarlo.

—¿No quieres hacerlos públicos?

—No. Solamente los que afecten a Francis.

—¿Mariotta?

Los ojos de la muchacha estaban clavados en Richard.

—Oh, no. Yo también tengo culpa de lo que ocurrió.

—Tonterías, niña —dijo Sybilla—. Aunque la verdad es que me alegro. El no merece la pena. Las guardaremos como garantía de su buena conducta en el extranjero, y espero que nunca más volvamos a saber de él.

Richard se arrodilló de repente junto a su madre.

—Creo que no nos lo habéis contado todo —le dijo, sujetándola por la barbilla—. No teníais derecho a intentar algo así vos sola.

—¡Intentar! —dijo Sybilla, indignada—. ¡Fue un tour de force!

Se sonrieron mutuamente; después, la expresión de la viuda cambió.

—¡Sólo quedan cinco días! —exclamó su madre—.

Sólo quedaban cinco días. Will Scott se encontraba sumido en la monotonía en los vacíos aposentos de su padre. No se le ocurría qué podía hacer, ¿estaría bien Lymond? Y si así fuera, ¿querría él seguir padeciendo aquella muerte en vida?

Cuatro días. Sybilla, Mariotta y Richard trasladaron su residencia a Edimburgo. Una sorprendente cantidad de amigos vino a visitarlos, repitiendo la amarga letanía del «que os vaya bien».

Tres días, y el presidente del Tribunal Superior de lo Penal emitió una orden que desató la tormenta. Por deseo expreso de la Corona, el prisionero, si su estado lo permitía, debía comparecer ante un comité judicial en el Parlamento para ser interrogado el día antes del juicio.

Sin preocuparse del tono en el que había transcurrido su último encuentro, el joven Scott irrumpió en la habitación de lord Culter con la noticia. Su vigoroso pelo rojo era un reflejo de su ánimo salvaje.

—¡No es legal! —exclamó Scott—. No pueden celebrar una vista previa sin jurado, y no se han reunido los estamentos. No pueden condenarlo sin un tribunal profesional: ¡no pueden!

—No lo harán —se limitó a decir Richard—. No dictarán sentencia; le interrogarán y tomarán sus decisiones, y harán que el resultado prevalezca en el Parlamento al día siguiente. Deberíais imaginaros por qué. Francis sabe demasiado. Podría acabar con la mitad del gobierno en una audiencia pública.

Scott se iluminó.

—Debería insistir en ello. O le sueltan o... —se detuvo, ante la expresión en el rostro de Culter—. No.

—No, ciertamente —dijo Richard—. No se me ocurre una forma más segura de firmar su sentencia de muerte... Y además, ¿qué puede importar? Estarán locos si no lo condenan.

2. La reina vuelve a su posición inicial

El rumor de que se iba a celebrar una improvisada vista preliminar había llegado a las calles al mediodía y, a las dos de la tarde, el Lawnmarket, desde el Butter Tron hasta St. Giles, estaba abarrotado de gente.

A media tarde se extendió un nuevo rumor según el cual, el prisionero, al que habrían sacado por la puerta trasera del castillo, se encontraba ya en la prisión de Tolbooth. En cuanto esto se difundió, se formó un gran griterío. Alguien, sin vocación religiosa alguna, empezó a entonar el salmo número 109: las solemnes palabras, utilizadas ceremonialmente para degradar a los traidores, fueron transportadas por el viento y alcanzaron con su plañidero lamento la soleada corona de St. Giles:

«Deus Laudem meam ne tacueris...»En su ventana de la High Street Sybilla las escuchó y siguió, sin detenerse, con lo que le estaba diciendo a Janet Buccleuch.

Dentro de la prisión, el sol asomaba por entre los cristales de colores de las ventanas. La vista se preparaba en una estrecha estancia situada sobre el salón en el que el Parlamento celebraría la sesión al día siguiente.

En el extremo de una larga mesa, ocupando tres de los cuatro lados de la misma, estaban sentados doce jueces instructores pertenecientes a los tres estamentos. Entre ellos se encontraba el presidente del Tribunal de Sesiones junto con la mitad de sus miembros. En el centro de la mesa presidía el noble y poderoso lord Archibald, conde de Argyll, lord General de Justicia; su asiento estaba engalanado con el escudo de los Campbell y sobre él destacaba el escudo real.

A ambos lados de la habitación el sol teñía de rojo, azul y verde los papeles amontonados sobre los altos pupitres de los abogados: uno para Foulis y otro para Lauder de St. Germains, fiscal de la Corona, y miembro del Consejo de Gobierno, cuyo rostro de mirada astuta terminaba en una larga y azulada barba. Las interminables piernas del fiscal, vestidas con pantalones negros, aparecían plegadas bajo la silla otorgándole la inconsecuente apariencia de un corzo.

Antes de empezar la sesión St. Germains había apostado con Jamie Foulis sobre los términos en los que se encontraba la relación entre Argyll y el presidente del Tribunal de Sesiones; ¿continuarían sin hablarse? El fiscal había ganado, y estaba mirando cómo el luis de oro que Jamie le había lanzado giraba en el aire como una lentejuela bajo las negras vigas cuando lord Archibald se aclaró la garganta, haciéndole apartar la vista de la moneda, que cayó perdiéndose entre la paja del suelo.

Lauder, percatándose de la sonrisa maquinal que lucía el rostro del secretario judicial al otro lado de la sala, emitió un carraspeo y adoptó una actitud de leguleyo. Aunque nadie lo diría por su aspecto, era uno de los abogados más astutos de Escocia.

—...Reunidos —entonaba Argyll, pasando rápidamente y de manera casi ininteligible sobre la parte rutinaria—. A instancias del Parlamento... traicionado y difamado por... encerrarlo en prisión e intentar averiguar la veracidad del asunto mediante el examen y la inquisición ante la justicia... comunicar a los comisarios del Parlamento lo referido a esto y a la acusación de los siguientes crímenes...

Henry Lauder se rascó la cabeza, echando un vistazo a los doce hombres vistosamente ataviados que se sentaban en la gran mesa. Ahí estaban Glencairn y George Douglas, ambos famosos por su trato con los ingleses. Buccleuch. Herries, o John Maxwell, como solía llamarse. Gladstanes, el juez, y Keith, el conde mariscal, de la misma calaña que Douglas y Glencairn. Un par de Abbot; Methven, el marchito viudo de la reina Margarita; Marjoribanks; Hugo Rig y, por último, el presidente del Tribunal de Sesiones, el obispo Reid de las Oreadas, sordo de un oído.

Lauder se preguntaba si alguien habría advertido al prisionero acerca de aquel oído sordo: era responsable de más ejecuciones, flagelaciones y perforaciones de lengua de las que incluso su propio dueño se daba cuenta.

Los notarios más jóvenes, los ujieres, los maceros y testigos llenaban el resto de la sala: pronto necesitarían aire fresco. Había tomado la precaución de ponerse el jubón más fino que tenía bajo la toga.

Lord Culter... el joven Scott... el señor de Erskine, sin su padre. Aquello sería interesante: ya era interesante. Uno o dos rostros desconocidos, y algunos, al fondo, a los que no podía ver. Se pasó un huesudo dedo por la barbilla y sintió la misma melancólica irritación de siempre porque el pelo que con tanta profusión le brotaba en la cara coronase su cabeza con tan poca eficacia.

Se oyeron murmullos y arrastrar de pies: el procedimiento inicial había terminado. Habían colocado una silla para el acusado en el centro de la sala: recordaba haber oído que aquel tipo había recibido un disparo. Francis Crawford de Lymond, señor de Culter. Lo llamaron. El nombre reverberó por entre las vigas: Lymond... Lymond... señor... señor. El joven Scott dio un respingo, al igual que el hermano, Culter. El resto permanecieron en estoica calma.

Todas las miradas se dirigieron hacia la puerta. Entraron dos guardias con un hombre de cabellos claros, de porte distinguido, que caminó con paso firme por entre los bancos hasta el espacio despejado que había en el centro. Rechazó la silla y volvió su rostro hacia el tribunal.

Aquello fue una sorpresa. Ropas cómodas y vistosas; manos esbeltas; una cabeza resplandeciente con una boca grande y firme, y unos ojos azules, grandes e intensos. Había estado enfermo, era cierto: las señales eran aún visibles. Pero su hermoso rostro aparecía perfectamente controlado, sin revelar nada.

Los guardias se retiraron. El obispo de las Oreadas se llevó una mano ahuecada a la oreja y después la retiró. Las respuestas a las preguntas de Argyll habían sido diseñadas con profesionalidad; claras, agradables y perfectamente audibles.

Henry Lauder, fiscal de la Corona, guardián y administrador para todo el pueblo de las leyes que garantizaban su tranquilidad y su bienestar, se echó hacia atrás en su asiento y se retorció con un placer nada legal. Tenía la sensación de que aquel día iba a disfrutar.

—Esto no es un juicio —anunció Argyll—. Es una instrucción preliminar conducida por el señor Lauder, que tiene como objetivo aligerar el proceso que mañana tendrá lugar en el Parlamento. Se os harán varias preguntas, y vuestras respuestas serán anotadas. Tendréis la oportunidad de manifestar vuestro punto de vista, y se redactará un informe de todo lo aquí acontecido que será presentado ante el Parlamento...

»En otras palabras, el Parlamento está ocupado con asuntos más importantes que vuestra traición. Tened cuidado, pues estáis siendo juzgado.

—...Y así, como resultado de los documentos aparecidos —decía el fiscal, balanceándose lentamente sobre sus talones—, los siguientes cargos han sido eliminados. La Corona no os acusa del intento de asesinato de vuestro hermano Richard, lord Culter, ni de incendio premeditado y malicioso, ni de robo, ni de intento de asesinato en vuestro hogar de Midculter, ni... —extendió un huesudo dedo y señaló un papel que tenía delante—, ni del secuestro de la esposa de vuestro hermano, ni del asesinato del hijo de ésta. De estos cargos, como he dicho, no se os acusa.

Henry Lauder se detuvo, se quitó los anteojos que descansaban sobre el puente de su nariz, y comentó:

—No parecéis sorprendido. ¿Entendéis lo que digo?

—Estaba considerando las implicaciones legales —dijo Crawford de Lymond sin alzar la vista.

El fiscal adivinó más que vio la sonrisa en la cara de Foulis mientras reprimía la suya propia. Por supuesto, todavía no había llegado el momento de presentar conclusiones, así que no esperaba que se las pidieran.

—Me alegro de que nos sigáis — dijo mirando al prisionero con los ojos entrecerrados—. Soy consciente de que no habéis gozado de muy buena salud desde el malentendido con vuestros... seguidores, en junio. No es nuestro deseo privaros de vuestra dignidad. Pero es harto infrecuente en estos tiempos encontrarse con alguien que pretende ser inocente con una lista de cargos tan considerable. —Alzó la vista, sin obtener respuesta.

—Ya son más de las dos, Lauder —dijo Argyll—. Centrémonos primero en los cargos nuevos. El trato con Wharton. —Se dirigió directamente al prisionero—. Se os acusa de proporcionar ayuda continuada y de vender información a lord Wharton, el guardián inglés de las marcas occidentales. En concreto... ¿Cuándo, Lauder?

—Tenemos entendido —dijo Lauder asintiendo— que fuisteis miembro de las fuerzas de lord Wharton durante un tiempo en 1545, y que durante el mismo participasteis en varios ataques a sus órdenes así como en otras actividades que perjudicaron directamente a Escocia. ¿Tenéis algo que responder?

—Sí: pero no tengo pruebas —dijo la voz firme, lacónica—. Ofrecí mis servicios a lord Wharton durante un período de cuatro meses, y me gané su confianza tras participar en tres pequeños ataques. En el cuarto y mayor de ellos, lo engañé para que la fuerza inglesa sufriera graves daños. Lo abandoné aquella misma noche.

—Estoy seguro de que actuasteis con sabiduría. Como experto soldado y estratega, perder una tropa —aunque fuera de manera deliberada—, debió suponer una dura experiencia para vos.

—En absoluto —se limitó a decir el prisionero—. Nunca antes había dirigido un ejército.

—¡Ah! —dijo Harry Lauder, que conocía perfectamente aquel dato.

—...Pero he estudiado geografía, y conozco el ajedrez.

—Ciertamente. —Hubo un pequeño y divertido murmullo—. Son sin duda excelentes habilidades, pero...

—La primera le enseña a uno hacia dónde debe dirigirse —dijo Lymond suavemente—, y la segunda, qué hacer una vez que ha llegado allí. Un hombre con tales aptitudes puede ser muy valioso para el ejército escocés, ¿no os parece?

—Como, según decís, no tenéis pruebas —dijo Lauder—, tendremos que dejar que el Parlamento decida hasta qué punto el abandono de vuestras tropas fue algo deliberado o si actuasteis por motivos egoístas, dejándoos llevar por vuestro carácter voluble como acostumbráis. Se os acusa además —dijo Lauder, tranquilo— de conspiración y propagación de información falsa respecto de las intenciones del ejército inglés durante las invasiones del oeste en septiembre del pasado año; de atacar al ejército escocés mientras estaba bajo el mando de lord Culter y del señor de Erskine, y de arrebatarles a éstos un mensajero inglés que portaba un valioso mensaje.

Sonrió, mirando a las vigas.

—Sin duda, el... malentendido de 1545 entre lord Wharton y vos estaba resuelto por aquel entonces, pues os tomasteis no pocas molestias para ayudarle en su invasión, ¿no es así, señor Crawford?

—Hasta este momento no había existido malentendido alguno sobre lo que sucedió en 1545. Lord Wharton le puso un precio de mil coronas a mi cabeza.

—Y sin embargo pudisteis entrar y salir de Inglaterra con bastante libertad, según tenemos entendido. ¿Os ofrecisteis a espiar para él si él aparentaba repudiaros?

—No.

—¿Qué cantidad recibisteis por los servicios prestados?

—Después de 1545 no recibí ningún pago voluntario por parte de lord Wharton.

El obispo, echándose hacia adelante, no oyó la palabra más importante. Repicó sobre la copia de la acusación que tenía frente a sí y dijo:

—Eso, señor Crawford, no es cierto. Según afirman varios testigos, asentisteis, ante la sugerencia hecha por vuestro hermano de que lord Wharton os pagaba.

—Con vuestro permiso, señoría. Lo que dije, más exactamente, fue que mi dinero provenía de lord Wharton. —dijo tranquilo Lymond—. Y así era. Lo acababa de obtener por la fuerza. Quizás el señor Scott pueda confirmarlo si lo deseáis.

Scott se había levantado ya, pero Lauder aceptó el argumento sin llamarlo.

—Está bien. Estoy dispuesto a admitir que pudo surgir una enemistad personal entre lord Wharton y vos, por razones que no detallaremos. Sin embargo, cuando liberasteis a su mensajero, ¿lo hicisteis por motivos puramente humanitarios?

—No exactamente. Era un hombre muy atolondrado —dijo Lymond, recordando—. Pensé que quizás irritaría menos a los ingleses de lo que me irritaba a mí.

—Y por ese importante motivo, maquinasteis el cruento ataque contra el ejército de vuestro hermano, que sólo gracias a la intervención del señor Erskine pudo salvarse, ¿verdad?

Por primera vez, Lymond guardó silencio durante un momento.

—En aquel momento no tenía una buena relación con mi hermano —dijo después—. De hecho, era mala hasta el punto de que él consideraba automáticamente falsa cualquier afirmación que saliera de mis labios.

—Todos nos identificamos con esa sensación —dijo vagamente Lauder—. Proseguid.

—Yo —dijo Lymond sin alterarse— me había encontrado con el mensajero anteriormente, y tras leer el mensaje que portaba, lo volví a dejar en la carretera por la que llegaría hasta lord Wharton.

Cuando mis hombres lo encontraron en manos de lord Culter, había destruido el mensaje y mi hermano sintió la natural inclinación de impedir que lo entregase de palabra.

—Pero vos pensasteis que debería poder hacerlo, ¿no es así?

—Pues sí. Por motivos evidentes. El mensaje era de lord Grey y en él se ordenaba a Lennox y a Wharton que se retirasen inmediatamente.

El ajetreo de comentarios que siguieron a aquella frase provocó en Lauder una molesta sensación.

—¿Y lo hicieron? —dijo Gladstanes—. ¿Alguien lo sabe?

—Sí, es cierto: mi chico estaba allí —gritó alguien—. Me dijo que los ingleses se retiraron de Annan aquella misma noche, a pesar de que por la tarde tenían todo el aspecto de ir a echar raíces.

—En ese caso —dijo el fiscal, acariciándose la azulada barba—, ¿por qué, me pregunto, le dijo el señor Crawford a su hermano que los ingleses iban a marchar hacia el norte?

—Porque sabía que él asumiría lo contrario y llevaría a sus hombres hacia el sur para atacar —dijo rápidamente Lymond—. Como efectivamente hizo. Según creo, estuvieron toda la noche persiguiendo a Wharton, que se dirigía al sur desde Annan.

Lord Archibald hizo acallar los murmullos.

—Aunque aceptemos vuestra enemistad con lord Wharton —y veo que estáis dispuesto a citar testigos para demostrarlo—, todavía tenéis que responder de la acusación de servir a los ingleses en las marcas occidentales, ya fuera a Wharton, a Lennox o a cualquier otro, en exclusivo beneficio de vuestra merced —dijo—. Hay testigos, según dice aquí, de vuestras actividades durante la invasión de hace seis meses, según los cuales conseguisteis la huida de lord Lennox, robando algunas cabezas de ganado para despistar.

El rostro que se volvió hacia él parecía bastante tranquilo.

—La mayoría de los ingleses que todavía podían moverse habían escapado ya. En cuanto al ganado, no lo robé para mí: se lo devolví a sus dueños originales, una familia inglesa a la que varios escoceses, aparte de mí mismo, deben mucho. Y en cuanto a mi participación en el ataque, el barón Herries puede explicarlo mejor que yo.

Esta vez, el ruido tardó mucho más tiempo en apaciguarse. Cuando por fin se hizo el silencio, John Maxwell, recostándose sobre su silla tallada, alzó su profunda voz sorprendido, clavando su impersonal mirada amarilla en el acusado.

—El plan de robar el ganado fue obra del señor Crawford y tuvo lugar durante un encuentro casual celebrado cuando yo aún desconocía su identidad. Yo no pude tomar parte en él de manera significativa. Pero el señor Crawford y su banda condujeron al ganado desde el sur de la frontera, hasta el lugar adecuado en el momento acordado, a pesar de las pésimas condiciones que se daban: aquello fue una considerable muestra de liderazgo por su parte. Y los Wharton lo detestan. El más joven de ellos intentó por todos los medios cortarle el cuello un mes o dos después, en Durisdeer.

Dejó de hablar tan súbitamente como había empezado, volviendo a apoyar en el suelo las patas delanteras de su silla, ignorando la conmoción que había provocado: ventaja inicial, milagrosamente, para el acusado.

Debido a la excitación y a la dispersión momentánea, Lymond se permitió relajarse y, retrocediendo un poco, se sentó en la silla que habían puesto para él. Lord Culter, que observaba atentamente, se relajó a su vez en su asiento, y el fiscal, que no perdía detalle, pasó a examinar los restantes cargos y le hizo una seña a Argyll.

Éste dio un golpe sobre la mesa.

—¡Silencio, caballeros! Quedan muchos asuntos que tratar... Señor Crawford, hasta ahora vuestras explicaciones han sido bastante plausibles, aunque, como deberéis admitir, no están totalmente apoyadas por pruebas tangibles. Ahora queremos examinar vuestra relación con lord Grey de Wilton, el lord lugarteniente del ejército inglés en el norte. Con ocasión de la invasión de Escocia por parte de lord Grey el pasado veintiuno de abril, fuisteis el autor de un mensaje, enviado al parecer mediante un miembro de vuestra banda, que tuvo como consecuencia que el señor de Buccleuch y lord Culter, con sus respectivos ejércitos, se acercasen peligrosamente al ejército inglés, ¿no es verdad?

—Los conduje, según creía, para que pudieran tener cerca al ejército de lord Grey —se limitó a decir Lymond—. El avance de las tropas de lord Grey al mismo tiempo fue una coincidencia desafortunada e imprevista.

—¿Pretendéis —dijo el fiscal—, que lo hicisteis para permitir a vuestro hermano, con quien no teníais buena relación, y a sir Walter Scott, a cuyo hijo habíais corrompido...

«Vigila tu lengua, sacco, socco, ferrum, dwellum, grillo leguleyo».

—...A cuyo hijo arrebatasteis del seno familiar, simplemente para permitir que estos dos hombres realizaran una ventajosa captura?

—En absoluto. Tenía que solventar un asunto personal. Y esperaba poder hacerlo en el jaleo que iba a tener lugar.

—¿Un asunto con lord Grey?

—Si, en el sentido de aprovecharme del aborrecimiento que éste siente por mí. Pretendía encontrarme con un oficial del ejército inglés por un asunto privado, como ya he dicho. Convencí a lord Grey de que preparase el encuentro, prometiéndole a cambio la persona de Will Scott.

—Por lo tanto, sir Walter, lord Culter y el señor Scott fueron todos incluidos por vos en aquella considerable trampa, a instancias de lord Grey, ¿me equivoco? —preguntó Lauder—. En ese caso, ciertamente os preocupasteis de ponerlos a todos al alcance del lord Lugarteniente. —Por el rabillo del ojo vio al resto de los lores murmurando. No prestó atención, y mantuvo su voz en un tono tan impertérrito como el del acusado: si aquel hombre era un actor consumado también podía serlo Henry Lauder.

—El señor Scott fue incluido de manera que le fuera imposible correr peligro alguno —dijo Francis Crawford de Lymond—. El mensaje para mi hermano y sir Walter fue enviado sin el conocimiento de lord Grey.

Alguien se movió en la mesa y Lauder se volvió al instante.

—¿Queréis decir algo, sir Wat?

Buccleuch dudó un instante mientras miraba a su hijo en el otro lado de la sala.

—Es muy probable que eso sea cierto —dijo al fin—. Desde luego, cuando nos vieron llegar salieron corriendo como conejos.

—Y vuestras mercedes los seguisteis, deduzco, hasta caer en las fauces de medio ejército inglés, ¿no es así?

—¿Qué estáis insinuando? —dijo Buccleuch molesto—. ¿Pensáis que después de la humillación que sufrió en el castillo de Hume, Grey iba a quedarse tan tranquilo mientras este hombre invitaba a medio ejército escocés a Heriot? Estoy bastante seguro de que Grey no sabía que Culter y yo íbamos hacia allí, maldita sea.

El fiscal estiró las piernas.

—¿Lo estáis, sir Wat? Pues en mi opinión, parece que la confianza de lord Grey en el señor de Culter fue realmente sorprendente. Acordó un encuentro con éste, según tengo entendido, sin más apoyo que el de un puñado de hombres armados, en un lugar especialmente desprotegido y en pleno territorio enemigo. Pero explicaros: no termino de entender vuestra referencia al castillo de Hume.

El conde mariscal se movió.

—Wat se refiere al ataque que sufrió el castillo de Hume el pasado octubre y que fue dirigido por un español —dijo—. Fue capturada la mayor parte de un convoy de suministros y destruidas la mitad de las fortificaciones. El señor Crawford asegura que fue obra suya.

—¿De veras? Vaya, veo que este es otro asunto sobre el que el señor Scott está deseando hablar —dijo Lauder. El muchacho pelirrojo, irritado y de pie, empezó a decir:

—Puedo jurar...

Y tuvo que callarse ante una condescendiente sonrisa del fiscal de la Corona.

—Más tarde, señor Scott. El asunto no tiene demasiada relevancia en el tema que nos ocupa. El odio de lord Grey, como nos ha demostrado el propio señor Crawford, estaba dirigido principalmente hacia vuestra persona, y no hacia el señor de Culter. Ya hemos probado que el lord Lugarteniente confiaba en él lo suficiente —o estaba lo suficientemente seguro de su lealtad—, como para confiarle información a priori de sus propios movimientos.

Scott seguía en pie. Furioso, dijo, ahogando la voz de Tom Erskine:

—Grey ni siquiera respetó su parte del trato. Ni siquiera llevó al hombre a quien Lymond quería ver.

—Así que hubo un trato —dijo Lauder, complacido—. ¿Señor Erskine?

—Puedo dar mi palabra acerca de los sentimientos que el señor de Culter inspiraba a lord Grey —dijo Tom con voz queda—. Por lo que presencié en Hexham, puedo aseguraros que su relación con Grey o Wharton no podía ser peor.

Lauder no parecía impresionado.

—Creo que ya hemos demostrado que se trata de un hombre que se vende al mejor postor. Si efectivamente lord Grey no llegó a pagarle lo acordado por su traición en Heriot, era inevitable, claro, que un hombre como éste mordiera la mano que antes le había dado de comer. No cambia el hecho de que el mensaje mediante el que inducía a sir Wat y a lord Culter a ir a Heriot fuera enviado antes de su encuentro con lord Grey, y por lo tanto, antes de haber podido saber que lord Grey no iba a cumplir su parte del trato.

»Y recuerden —dijo afable el fiscal—, que por aquel entonces, tanto lord Culter como sir Walter se habían comprometido públicamente a capturar al señor Crawford. Se nos pide que creamos que Crawford se enemistó primero con lord Grey, al no entregarle a Will Scott, y después se arriesgó a ser capturado por su hermano y por Buccleuch. No me parece muy razonable; y por lo que veo, el propio señor Crawford no tiene mucho que decir al respecto.

—Lo siento —dijo Lymond.

Desapasionado diablo, pensó Lauder. No lo siente. Pero claro, yo tampoco. Intento llevarlo a la horca, y él intenta reservar sus fuerzas...

—Me he dejado llevar por el rebuscado encanto de vuestro razonamiento —dijo Lymond—. Al parecer, el infeliz lord Lugarteniente siente un terrible rencor contra la familia Buccleuch. Pensé que quizás habríais descubierto también una oscura trama para secuestrar a su mujer y a sus vástagos.

El fiscal de la Corona contestó sin levantar la vista.

—Habéis afirmado que el señor Scott no habría llegado a tiempo de sufrir daño alguno. Con vuestro permiso, me da la impresión de que el hijo era el cebo para atrapar al padre.

—Non minime ex parte, señor Lauder. Habría sido diez veces más sencillo y seguro atrapar al muchacho, y mucho más efectivo. Además, si separamos el grano de la paja, los hechos quedan de la siguiente manera:

»Primero, desde el comienzo, como demuestran los hechos de Hume, hasta el final, como ha explicado el señor Erskine, lord Grey y yo hemos sido en todo momento enemigos. Segundo, que no cumpliera su parte del trato en Heriot prueba que lord Grey no tenía evidentemente ninguna intención de colaborar conmigo en el futuro. Tercero, algunos de vuestros prisioneros, cuyos nombres os daré, os dirán que el ejército inglés no tenía órdenes de apoyar a lord Grey en su supuesta emboscada, y que el envío de tropas fue algo que se decidió más tarde, debido a la poca confianza que yo les inspiraba.

»Cuarto, como sir Wat ya ha declarado, los hombres que lord Grey dejó en la emboscada no intentaron en ningún momento capturarlo a él o a mi hermano, sino que huyeron ante ellos. Quinto, yo tenía la esperanza de que la entrevista prometida me permitiera ser aceptado de nuevo entre mi hermano y sus amigos, en cuyo caso no tendría nada que temer de ellos; pero en lugar de ocurrir esto, me encontré atrapado entre dos fuegos Y por último, sir George Douglas, que fue detenido por lord Grey durante uno de sus viajes diplomáticos a Inglaterra, estaba presente en Heriot, y si no le supusiera mucha molestia, podría corroborar el hecho de que el único cebo de aquella trampa fui yo mismo.

Henry Lauder se pasó la mano por el escaso pelo. Por la boca muere el pez, pensó. Se preguntó por un instante qué control podría tener aquel hombre sobre sir Douglas para arriesgarse a citarlo como testigo, y aplaudió cínicamente la estrategia, todo el mundo sabía que Douglas jugaba a dos bandas. Lymond, sin ponerle en evidencia, le había dejado fácil el cooperar.

Lo hizo. Tras una brevísima pausa, sir George se echó hacia delante en su silla, el rubí de su mano brillando deslumbrante.

—Es cierto —dijo—. El señor Crawford permaneció atado como un prisionero todo el tiempo que pasó con lord Grey. Bowes, que fue quien preparó la emboscada, pareció realmente sorprendido cuando vio aparecer a Buccleuch, y pudo haber sido capturado de no haber llegado los demás soldados. —Hizo una pausa y añadió, tranquilo—. También puedo confirmar el ataque a Hume. El señor Crawford habla un perfecto español, y fue identificado por lord Grey, en mi presencia, como la persona que dirigió el ataque.

Era demasiado arriesgado cuestionarle al respecto. El fiscal de la Corona admitió la derrota con elegancia. No sentía rencor alguno: ejercitar su ingenio contra un hombre ágil y capaz era la emoción más intensa que conocía.

—Está bien, señor Crawford —dijo—: hemos de admitir que parecéis capaz de responder a cualquier cosa. Estaré encantado de ver qué tenéis que decir sobre los cargos más graves que pesan contra vos y que, por supuesto, todavía tenemos que tratar. Mientras tanto, me gustaría escuchar lo que ocurrió con el conde de Lennox.

Esta vez, la acusación era simple. En 1544, antes de que el conde se decantara por Inglaterra, el señor de Culter había sido un gran amigo suyo. Habían estado juntos en Dumbarton por lo que compartían, supuestamente, el delito de traición. ¿Qué tenía que decir el señor Crawford?

El tiempo, preciado y escaso, se iba acabando.

El calor, intensificado por la tensión, se colaba por los intersticios de la mente, ahogando el escaso aire. Lymond estaba sentado, erguido y ligeramente inclinado hacia delante, con los codos sobre los brazos de la silla, las manos unidas y la cabeza ladeada. Richard, que reconocía los pequeños signos de fatiga, se preguntó cómo hacía para que no se le notase en la voz. Se percató de que Lauder examinaba concienzudamente a su hermano.

Con la voz clara y fría que había utilizado todo el tiempo, Francis Crawford dijo:

—En 1542 caí prisionero en Francia, y desde entonces, hasta 1544, fui sometido a travaux forcés, en las galeras francesas. En marzo de 1543, fui remero en el barco que llevó al conde de Lennox desde Francia a Escocia, y fue allí donde él me vio por vez primera. En septiembre de aquel mismo año estuve también en una galera que transportaba oro y armas desde Francia para la Reina regente. Escapé y pedí la protección de lord Lennox, de quien tenía razones para pensar que estaba preparándose para traicionar a sus amigos escoceses, por lo que estaría dispuesto a recibirme. Como sabéis, vendió su lealtad a Enrique de Inglaterra a cambio del matrimonio con Margaret Douglas, y partió de Escocia hacia Inglaterra, en mayo del año siguiente, después de haberse quedado con el oro enviado bajo su custodia desde Francia.

»Entre esas fechas estuve con él, como secretario y amanuense, marchándome de manera algo abrupta, con una buena parte de la información y una buena parte del oro. Mediante complicadas operaciones conseguí devolver una parte de éste a Edimburgo; el resto lo usé como mejor pude en interés de la Reina. También establecí y armé mi propio ejército hasta que, por nuestros servicios en otras partes de Europa llegamos a ser más que independientes... Soy consciente, por supuesto, de que no hay pruebas de todo esto, a excepción de algunos casos, en que podré daros las fechas en que fue devuelta una parte del oro francés.

Aquello había sido ciertamente audaz. Todos los ojos de la sala estaban clavados en él como hipnotizados, conteniendo a duras penas los ávidos murmullos que estallaron en cuanto terminó.

Buccleuch dio un grito.

—¡El dinero de Lennox! Demonio, no conozco a nadie que le haya visto soltar un penique hasta ahora. Me gustaría haber visto la cara que se le quedó cuando se enteró.

El fiscal dijo, proyectando la voz:

—Ese ejército del que habláis es entonces el protagonista de un crimen civil del que también se os acusa, con los cargos de robo y extorsión...

—Protección —corrigió Lymond—. En estos tiempos sin ley, nosotros, los ejércitos privados debemos ayudar al Estado a proteger a sus ciudadanos allí donde nos sea posible.

—Estos ejércitos de los que hablamos parecen tener opiniones muy diversas al respecto, pero dejémoslo por ahora —se limitó a decir Lauder—. ¿Hemos de suponer, entonces, que los motivos de vuestros negocios con Lennox fueron en todo momento movidos por el más puro altruismo?

Los expertos ojos parecieron sonreír.

—Sólo hasta un punto humano y limitado. Si no me hubiera ganado la amistad de lord Lennox, seguiría remando de una punta a otra del Mar de Irlanda, en lugar de estar aquí ahora, disfrutando de vuestra compañía.

—Ya veo —dio Henry Lauder—. E igualmente: Cuando confiasteis a lord Grey un secreto de importancia nacional sobre nuestros movimientos, no hacíais otra cosa que granjearos su simpatía, ¿verdad?

Completamente concentrado en Lymond, no se percató del leve movimiento de George Douglas. Había conseguido de manera sutil poner sobre la mesa uno de los asuntos verdaderamente vitales, y su oponente se daba plena cuenta de ello. ¡Vamos, muchacho!, se dijo alegremente el señor Lauder. ¡Enfréntate a mí!

Lo hizo. Esta vez no se trataba de un asunto de dudosa credibilidad acaecido cuatro años antes. Ahora se enfrentaba a un caso reciente de traición que sería sometido a minucioso escrutinio. Se procedió a desentrañar el episodio de Hexham.

—...El mensaje para lord Grey lo llevaba un hombre llamado Acheson. No supe nada sobre ello hasta que me lo enseñaron el Flaw Valleys.

—¿Señor Erskine? ¿Podéis corroborarlo? Vamos. ¿Es cierto que el señor Crawford no sabía nada del mensaje?

—Él...

—¿Puede hablar más alto?

—Él lo negó al principio, pero cuando se lo enseñamos...

—¿Se lo enseñaron? ¿Dónde lo habían encontrado?

—En su equipaje.

—¿E incluso entonces siguió manifestando su ignorancia? ¿..Y bien?

—No.

—¿Lo admitió?

—Creo que no es probable que lo supiera. Impidió la entrega del mensaje, corriendo un gran riesgo personal.

—Ah, sí —dijo Henry Lauder—. Ah, sí. —Y se estiró como un larguirucho y descoyuntado gato—. Todos hemos oído hablar largo y tendido sobre las dramáticas escenas que tuvieron lugar en Hexham. De cómo nuestro amigo se libró de ser aniquilado por su hermano; de cómo se reunió con su aliado el señor Acheson, y tuvo la mala suerte de ser rechazado por los amigos ingleses con los que intentaba reconciliarse desesperadamente. Así que decidió interpretar el papel de víctima sacrificada que le permitiera reconciliarse por fin con los escoceses. Se protegió usando a una mujer como escudo, disparó al mensajero ante el señor Erskine, y confió en el conocido buen corazón de éste para que lo sacara de aquel embrollo. Desgraciadamente, él mismo resultó herido en el proceso... algo que sin duda, no formaba parte de su plan.

—Cuando disparó, sabía que no tenía oportunidad de salvarse —dijo Erskine con voz controlada.

—Sabía que, si no disparaba, tampoco tendría ninguna oportunidad —dijo complacido el fiscal de la Corona.

Hubo un breve silencio.

—¿Y bien, señor Crawford? —dijo el obispo Reid.

Pues bien. Lo iba a intentar. Lymond dijo con parsimonia:

—Si no me hubiera protegido con aquella señora inglesa, como el señor Lauder ha tenido la amabilidad de recordarnos, el secreto de la partida de las naves ya no sería tal secreto. No puedo demostrar que no conociese el mensaje de Acheson. Sólo os puedo ofrecer algunos hechos.

—¡Adelante! —dijo Argyll impaciente.

Lymond alzó la vista.

—¿Acaso no soy un improbable mensajero? Cualquier escocés en tratos con los ingleses me consideraría enemigo de lord Grey, de lord Wharton y del conde de Lennox; y también el objeto de una... más que pública persecución por parte de mi hermano. E incluso aunque me hubieran propuesto llevar el mensaje, ¿me arriesgaría yo a hacerlo, teniendo en cuenta mi relación con esos tres hombres?

»Pero el tal Acheson era un mensajero profesional y sin escrúpulos. Sabemos, por lo que el señor Erskine nos ha dicho, que el señor Acheson conocía el contenido del mensaje; sabía que lo que iba a hacer iba mucho más allá de entregar simplemente dos mensajes perfectamente legítimos de sir George.

»¿Cómo lo sabía? En un principio, Acheson no había planeado tener compañía. El salvoconducto lo amplió el propio sir George para incluirme a mí y poder llevar a cabo un intercambio de prisioneros. No tiene sentido, por supuesto, acusar a sir George de complicidad en una traición, por lo tanto sólo quedan dos opciones. La primera: después de habérseme ofrecido la oportunidad de llegar a Inglaterra avalado por sir George, confié mi terrible secreto a un perfecto desconocido; la segunda: que cuando me uní a él, Acheson ya llevaba el mensaje, en cuyo caso era poco probable, como comprenderán, que fuera a hablar del asunto conmigo.

Plausible de nuevo. El fiscal observó las cejas arqueadas a lo largo de la mesa, y escuchó los murmullos.

Reid se echó hacia delante.

—¿Cuál fue entonces el objeto de vuestra marcha a Inglaterra? Ah, ya lo recuerdo: la joven Stewart.

Aquello era lo que Lauder estaba esperando. Lanzó su pluma tan lejos que se clavó sobre el roble, y alzó un brazo como un poste para alisarse el pelo.

—Muy bien, señor Crawford. Así que la única razón que teníais para ir a Inglaterra, vuestra única y caballerosa razón para entregaros, para situaros a merced de estos caballeros que, como laboriosamente habéis demostrado, no deseaban otra cosa que veros muerto, era conseguir que liberasen a lady Christian Stewart, ¿no es así?

—Sí.

Por fin. Ahora, sabe Dios, lo estás pasando mal, pensó Lauder. Y voy a destrozarte hasta que me odies. Y entonces, amigo mío, vas a perder ese tranquilo temple que tienes, y será mejor que el obispo esté preparado.

—Ajá —repitió en voz alta—. ¿Estamos hablando de la ciega y rica joven, estrechamente relacionada con la corte, a quien animasteis para obtener información secreta para vos...

—Eso no es cierto.

—...mientras os hacíais pasar por un misterioso e ilícito amante?

—Ambas acusaciones son falsas. Reservad vuestros ataques para mí, señor Lauder.

La templada voz chocó con la de Buccleuch:

—Diablos, no podemos permitir que habléis así de lady Christian, Lauder. La muchacha no era en absoluto promiscua.

Con voz sombría, el fiscal dijo:

—Si hacéis el favor de escuchar, sir Wat, os daréis cuenta de que mis afirmaciones no implican tal cosa. Muy al contrario afirmo que se trataba de una muchacha honesta, amable y virtuosa, una jovencita en edad de merecer e inocente, comprometida con un respetable caballero, que cayó presa de un experimentado y poderoso seductor, que se aparecía ante ella bajo el disfraz de un personaje romántico tan insinuante como irresistible.

—Ella sabía perfectamente quién era el señor Crawford —rugió Buccleuch—. No sé qué relación tiene esto con lo que nos ocupa.

—Ella afirmó saberlo al final, cuando pensó que serviría para salvarlo. ¿Le confiasteis vuestra identidad cuando la conocisteis, señor Crawford?

—No —dijo Lymond, apretando los puños.

—¿Por qué no?

Hubo una pausa.

—Para evitarle lo que, en mi opinión, era... un dilema demasiado cruel. No pensé que volvería a verla.

—Habría sido en efecto un dilema para una muchacha de conducta tan recta como ella. ¿U os referís a que por aquel entonces ella ya estaba enamorada de vos?

—No me refiero a nada parecido. Habíamos sido vecinos en nuestra juventud. Y ella era... una persona bondadosa.

—Ya veo. Y esos escrúpulos que parecéis tener os llevarían, sin duda, a evitar por todos los medios volver a encontraros con ella. ¿O acaso volvisteis a verla? —añadió de repente Lauder.

Hubo otra pausa.

—La vi varias veces más —dijo entonces Lymond, con calma—. No convirtamos esto en una tediosa sesión de preguntas y respuestas. Tras la primera y la segunda vez, los encuentros pudieron haberse evitado pero permití que me ayudara con unos asuntos privados, a pesar de que sabía que al hacerlo así la convertía en una potencial sospechosa, como mínimo, si la descubrían. Cuando la capturaron en Dalkeith estaba ocupándose de asuntos que me concernían. Y como consecuencia cayó en manos de la condesa de Lennox. Actué de manera inmoral e imperdonable, y nunca podréis culparme por ello tanto como me culpo yo.

»Pero en todo lo que sucedió, lady Christian fue la parte inocente y engañada. No hizo nada deshonesto, ni siquiera cuando intentó ayudarme; y por decepcionante que pueda parecerle al señor Lauder, entre nosotros nunca hubo otra cosa que amistad. Teniendo en cuenta las circunstancias, comprendo perfectamente que les parezca absurdo que me entregara a lord Grey simplemente para liberarla, pero eso fue lo que hice.

El fiscal posiblemente se molestó al ver que se echaba a perder el efecto que buscaba, pero no dejó que se notara.

—Ciertamente parece sospechoso. Especialmente si lo unimos al hecho de que lady Christian murió de forma repentina y violenta, inmediatamente después de que vos la localizarais en Inglaterra.

—Un momento —dijo Erskine abruptamente—. Lady Christian murió al caerse de un caballo.

—¿Cómo lo sabéis? —preguntó Lauder.

Una ira sincera invadió la brusca voz de Erskine.

—Conocía a lady Christian mejor que cualquiera de los aquí presentes —iba a casarme con ella—, y si no estuviésemos en un tribunal de justicia, os haría tragar vuestras malditas palabras y las infames alusiones que habéis hecho. Vi a Crawford de Lymond inmediatamente después de la muerte de mi prometida, escuché lo que tenía que decir, y observé su comportamiento. Si hubiera pensado, tan sólo por un instante, que él la había matado, no le habría concedido a Culter el placer de luchar con él.

El fiscal esperó a que el ardor de aquellas palabras se apagara solo; y entonces dijo, afable:

—¿Qué sugerís entonces? ¿Que después de todo, el señor Crawford fue a rescatarla, preso de un ataque de errática caballerosidad?

La suave voz de sir George Douglas respondiendo a su pregunta le pilló por sorpresa.

—Olvidémonos por un momento, ya que tanto os preocupan, de los gestos románticos y centrémonos en otro hecho. Tras los innumerables esfuerzos realizados con el fin de ser exculpado de antiguos crímenes de los que todavía no hemos hablado, el señor Crawford acababa de enterarse, por mí, de que el hombre que podría ayudarle a esclarecer aquellos hechos estaba muerto. Estaba, pues, profundamente decepcionado. Además ya había disuelto su banda esperando poder celebrar el ansiado encuentro con aquel hombre y había sufrido el considerable impacto de verse traicionado y entregado a nosotros por su protegido. En tales circunstancias, frustrado y decepcionado, puede ser perfectamente comprensible que se decidiera a llevar a cabo tan desesperada acción.

El fiscal hizo una reverencia sin el menor asomo de ironía.

—Un buen argumento. Especialmente porque nos lleva a considerar otro hecho. El señor Crawford, al parecer, acababa de ser desengañado respecto de sus esperanzas de verse reintegrado en nuestro seno, por los medios que fueran, como honesto, leal y valioso sirviente a la Corona.

»¿Qué le quedaba entonces, podría uno preguntarse, sino huir hacia Inglaterra donde podría librarse de aquella incómoda muchacha que sabía demasiado sobre sus actividades y entregar al mismo tiempo un mensaje que le valdría, al menos, para recuperar parte de la indulgencia de lord Grey? ¿Qué otra cosa podría hacer si no?

Lauder recorrió con la mirada los doce diversos rostros, relucientes a causa del calor y la concentración; perspicaces, pasivos, perceptivos, precavidos.

—No estamos tratando con un hombre sencillo. Las acusaciones contra él son sorprendentes por su variedad. Y todavía falta remitirnos a la más seria. Sería complicado, además de atrevido, afirmar «Esto es cierto» y «Esto no lo es». Su antigua relación con lord Wharton fue premeditada e inocente, según él. Nada prueba eso pero tampoco lo contrario. Lo que hizo en Annan pudo haber sido causado por bienintencionados aunque oscuros motivos. Tampoco lo sabremos nunca.

»Ya fuera en beneficio propio o no, lo cierto es que parece que ayudó bastante a la Corona durante el famoso robo del ganado en las marcas occidentales. De la misma forma que nos hizo a todos un gran favor en Hume, esta vez sí enteramente en beneficio propio. En Heriot tomó parte en un juego peligroso —de nuevo motivado por su propio interés—, en el que su propio hermano y la familia Buccleuch fueron unos meros peones, aunque su generosidad les impulse a hablar en su favor. Su relación con el conde de Lennox es otro asunto que tampoco podemos aclarar. No sabremos si es culpable o inocente, aunque como la recompensa material vuelve a entrar en escena, parece bastante probable que esa fuera la motivación principal.

»Nos queda Hexham, y los hechos que sucedieron justo antes. En este caso, la situación es tan compleja, son tan variadas las posibilidades, que sólo queda una forma, según mi parecer, de esclarecer la verdad.

»Para saber qué tenía en la cabeza al tensar aquel arco en Hexham, tenemos que remontarnos a su comportamiento en el pasado; saber cuales eran sus auténticas ambiciones y motivaciones, cuales eran realmente sus opiniones sobre los asuntos morales y éticos y desvelar todos aquellos intangibles detalles que dictaminan si lo que un hombre persigue en la vida es su propio beneficio, la salvaguardia y el bienestar de su país, o servir a Dios.

»No ha sido posible dilucidar estas cuestiones en la tarde de hoy; y no obtendremos las respuestas repasando los asuntos mencionados. Las respuestas las habremos de buscar remontándonos a los terribles y mortales crímenes de los que se acusó a Francis Crawford hace seis años, y por los que todavía tiene que responder. Estos son los asuntos que propongo exponer a continuación.

Un macero, apresurándose al lado del presidente del Tribunal Superior, se agachó y le dijo algo a Argyll. La voz del magistrado dijo:

—¿Qué? Oh... Claro. No tiene sentido ponerle en peligro... —Tras lo cual, el conde martilleó la mesa—. Descanso de una hora. Podéis dejar el asunto mientras tanto, señor Lauder.

El fiscal se dio la vuelta, hizo una reverencia y se sentó, mientras James Foulis aparecía junto a él.

—Viejo necio: llevo media hora viéndolo venir. ¿Acaso no tiene ojos en la cara? —dijo Lauder, tranquilo. Tras la barrera de oficiales y guardias, observó como Lymond apoyaba la cabeza sobre sus cruzados brazos, dejando a la vista únicamente la nuca y el admirable encaje de su camisa.

Las conversaciones atestaban la sala. La mayoría de los presentes, el comité y los testigos, puestos en pie, aireaban y estiraban sus togas entre un crepitar y crujir de papeles. Se reunieron en círculos improvisados, hipnotizados aún por el rigor y la tensión de aquel día, sin deseos de marcharse, pues la representación aún no había concluido.

A los pocos minutos, Lymond se apoyó en los brazos de su silla y se levantó. Aquel colapso momentáneo, pensó Lauder, le había supuesto una amarga humillación: todavía no había recuperado el color. Sin embargo, hizo una profunda e impecable reverencia a Argyll y salió por la puerta sin detenerse.

—Eso —dijo Henry Lauder, plegando sus anteojos y tirando su pluma a la papelera—, sí que es un cerebro. Si tuviera diez años menos y fuera una jovencita, lo cortejaría yo mismo.

Foulis de Colinton miró a Oexengang y sonrió; dirigiéndose a Lauder, dijo:

—Bueno, parece que ha montado ese numerito justo a tiempo.

—¿Que lo ha montado? —el fiscal, sacándose su empapada toga, estaba saliendo para respirar el aire fresco del exterior—. ¿Que lo ha montado? No seas necio, Jamie.

Will Scott fue de los últimos en moverse. Cuando iba a levantarse, una pesada mano le golpeó la cabeza haciéndolo alzar la vista para ver a su padre.

—¿Acaso te han cosido la boca? —preguntó Buccleuch—. Has estado bastante ocupado cuchicheando por todo Edimburgo hasta ahora, ¿no?

—Lauder me ha mandado callar dos veces, pero no lo volverá a hacer —dijo Will resentido—. Maldita sea, yo...

—Demonios, ¿es que necesitas un mazo y un silbato? Grítalo, diantre, y no podrá callarte. —Sonrió, recordando algo—. Tu amigo tiene pillado a George Douglas, por cierto. No hay nada que pruebe su inocencia, pero gracias a Douglas, tampoco hay nada que pruebe su culpabilidad.

—¿Acaso importa? —dijo Scott en tono sombrío—. Lo hallarán culpable de la acusación original. En ese caso, todas las pruebas están en su contra.

Buccleuch gruñó, mirando la expresión de su hijo.

—He visto a Henry Lauder aportar un cargamento de pruebas que convencerían al más obtuso y aún así perder un juicio —dijo, alentador—. Me voy a casa a comer un plato de huevos. Si vas a quedarte con Culter, entérate de qué pasó con esa yegua suya. Si consigo sacar algún dinero con el tal Palmer, me estoy planteando seriamente comprarla.

Scott ya había asentido y estaba marchándose cuando cayó en la cuenta.

—¿Palmer?

Buccleuch sonrió.

—El mismísimo Thomas Palmer, el ingeniero. ¿No lo sabías? Lo capturé tras el ataque que tuvo lugar el mes pasado.

—¿Dónde lo tenéis?

—En el castillo, con los demás. Unos brutos, según parece. ¿Por qué?

—Por nada —dijo Scott, saliendo a la calle tan rápido que se le enganchó la espada en la puerta.

El fornido Tommy Palmer, antiguo capitán del Rey en Boulogne, antiguo caballero guardián en Calais, antiguo supervisor «de manga ancha» con el pequeño comercio, caballero ujier y estimado amigo del rey Enrique VIII, ya había sido con anterioridad prisionero de guerra en Francia, y aunque este segundo cautiverio no le había causado problemas financieros se encontraba muy afectado anímicamente y necesitaba alguna que otra alegría.

A petición suya, él y su docena de hombres habían sido alojados en el castillo en una única estancia de medianas dimensiones. Eran todos hombres muy principales y de considerable abolengo financiero, así que la estancia era agradable, revestida de boiseries de roble tallado, algo astillado. Una pequeña ventana daba a la peña rocosa sobre la que se asentaba el castillo, sobre el lago, y la puerta baja y pesada se hallaba custodiada por una nutrida guardia acorde con la importancia de los prisioneros huéspedes.

Will Scott tuvo más problemas para entrar de lo que había pensado. Finalmente lo consiguió, gracias a la ayuda de Tom Erskine, y el pretexto de tener que hablar con Palmer acerca de los planes de su padre para su rescate.

Como realmente no tenía nada de qué hablar a ese respecto, la parte comercial de su charla con el señor Thomas terminó pronto y Tom Erskine hizo ademán de marcharse. Pero por aquel entonces, Palmer, considerablemente aburrido por el tedio del cautiverio, ansiaba seguir hablando y Scott tampoco terna prisa por marcharse.

En el transcurso de su animada charla, se pusieron mutuamente al corriente de los últimos chismes de sus cortes respectivas, describiendo con fruición y para deleite de los oídos de uno y otro ciertos personajes que, si bien no poseían mucho poder, alcanzaban sin embargo gran notoriedad. Varios compañeros de Palmer se unieron a la conversación.

Erskine, dándose cuenta de que se acercaba la hora de volver al juicio, prestaba un interés meramente superficial a la conversación. Distraído como estaba se percató de que el ingeniero le resultaba bastante simpático: era un hombre bien entrado en la cincuentena, de barba gris y cabellos claros y rizados. La piel que asomaba entre el pelo y el bigote aparecía tostada por el sol; sus pequeños dientes brillaban cada vez que reía, lo que sucedía con harta frecuencia.

Tom estaba tan ocupado observando a Palmer que no reparó en que Scott abría su bolsa. Fue cuando trajeron una pequeña mesa y la situaron entre ambos hombres, que Erskine se dio cuenta. Vio con extrañeza que Palmer se la quedaba mirando como haría una madre elefanta con el fruto de su interminable gestación.

Sobre la mesa yacía una pequeña baraja de cartas.

—¡Que me parta un rayo! —dijo Tommy Palmer—, Aunque me ofrecierais el trono de China y añadierais a Helena de Troya, seguiría prefiriendo el tarot. ¿No las echaréis en falta?

—En absoluto. Me alegro de librarme de ellas —dijo Scott, amablemente. Y para sorpresa de Erskine, dijo:

—Podemos echar una partida, si queréis —y tomó asiento ante un regocijado Palmer. Erskine le dio una palmada al muchacho en el hombro.

—Es tarde, Scott. Tenemos que irnos.

La cabeza color zanahoria se giró ligeramente.

—Oh, seguro que hay tiempo para una partida. Podéis iros si queréis. Ya os seguiré.

Ya estaba barajando las cartas. Tom lo miró con elocuencia. Cogió una silla y se sentó a horcajadas, observando la partida.

Había visto varias veces aquel tarot en manos de Scott desde que había llegado a Edimburgo. Las cartas eran siniestras, góticas, y tenían un aire de inanimada malevolencia. Los cuatro palos eran bastante normales: el artista había reservado su fantástica pincelada para las figuras. El Malabarista, la Emperatriz, el Papa, el Enamorado y el Ahorcado, la Muerte y la Fortuna, el Traidor, el mismísimo Juicio Final, todas ellas compartían la grotesca camaradería de la mano del artista.

Contempló la baraja con admiración. A él también le gustaba el tarot, pero era demasiado consciente de que no había tiempo para una partida. Dijo de nuevo:

—Escuchad, Scott...

Pero las cartas ya estaban echadas, y Will meditaba sobre ellas. Erskine se rindió, y se resignó a esperar.

Scott jugó no una, sino dos partidas. Perdió ambas, pero por tan poco que no fue hasta la última jugada que la evidente inteligencia y experiencia de Palmer lo derrotaron. Ambas partidas transcurrieron en una atmósfera de animada jovialidad. Erskine acabó con la impresión de que enfrentarse a Palmer era de por sí algo extraño y estar tan cerca de ganarle, extraordinario.

Al final de la segunda partida, Palmer se echó hacia atrás, soltando un rugiente bramido.

—Maldita sea, creo que no había jugado dos partidas mejores en mi vida. ¿Por qué demonios tenéis que iros? Yo no he tenido suficiente y vos tampoco: no es justo.

Scott se levantó y se estiró, sonriendo.

—Ya tenéis suficientes problemas. No debéis arriesgaros a ser vencido por mí.

—¡Vencido! —fue un coro. Alguien dijo—: Oye chico, estás hablando del mejor jugador de cartas de Inglaterra.

—Me mantengo en mis trece: vencido.

En la mirada de Thomas Palmer brillaba una luz infernal.

—¿Es eso un desafío?

—No especialmente —dijo Scott—. Sine lucro friget ludus es el lema familiar. No tiene mucho sentido jugar por amor al arte.

—Demonios, pues eso se puede mejorar —dijo Palmer. Sus equipajes estaban dentro de un armario empotrado: fue sacando paquetes hasta que encontró el que buscaba. Echó otro vistazo y sacó una segunda bolsa, y arrojó ambas a los pies de Scott.

—Aquí tenéis ropa limpia, dinero, una copa de plata y un buen par de botas. Y en la otra hay más: pertenecieron a otro hombre, pero ahora me pertenecen a mí. ¿Os parece bien para empezar?

Scott sacó su pesada bolsa y la lanzó al aire.

—Seguro que sí. Somos una nación de lo más práctica. ¿Os importa abrir ambas para que podamos verlas?

Palmer, sin ofenderse, le mostró los incisivos con una sonrisa, y abrió los equipajes con el cuchillo de Will. En el suyo, el contenido era exactamente el que había descrito. El de la otra bolsa estaba en peor estado: la ropa estaba manchada y no había dinero. Scott se agachó y cogió un largo y estrecho rectángulo de papeles doblados, sellados con cera roja.

—¿Qué es esto? ¿Escrituras de propiedad?

Palmer, barajando las cartas, le echó un vistazo y se encogió de hombros.

—El pobre Sam no tenía ni siquiera un conejo en propiedad. Quizás sea una carta para su amiguita.

Scott le dio la vuelta. Había una inscripción en la otra cara, y la sujetó de forma que Erskine pudiera leerla. La elegante escritura decía: Haddington, junio de 1548. Declaración. Y debajo, con otra letra, posiblemente la de Wilford: Samuel Harvey. Archivar en la P.

Hasta ahí alcanzaron a leer antes de que los dedos de Palmer se la arrebataran de las manos.

—¿Interesado? —preguntó, con la misma voz jovial—. Ya notaba yo algo raro. Será mejor que me quede con esto.

Por un momento, Erskine pensó que Scott atacaría a aquel hombretón. En lugar de ello, se volvió y, abriendo su bolsa, la colocó al revés sobre la mesa, junto con las cartas. Las coronas rodaron y tintinearon entre los dibujos de pesadilla, apilándose en un resplandeciente montículo argénteo.

—Podría hacerme con esos papeles muy fácilmente: bastaría con que alertara a la guardia —dijo Scott—. Sin embargo, estoy dispuesto a pagar por ello.

Palmer sonrió.

—No quiero venderlos.

Las pecas se tornaron del color de la canela en el pálido rostro de Scott.

—Poned un precio.

Sir Thomas Palmer se levantó, con el legajo de papeles aún en su mano.

Se volvió hacia la chimenea, y mientras seguía observándolos, recreándose, rompió el sello.

—Quizás debiera ver antes qué es lo que tanto os interesa. Después de todo, era mi primo.

Esperaron mientras hojeaba las páginas. Las miró todas, dobló los papeles y se las pasó a aquel de los ingleses que más cerca estaba, un tal Frank. Entonces volvió a la mesa.

—¿Queréis esos papeles?

—Sí —dijo brevemente Scott—. Es cuestión de vida o muerte.

—Dios Santo. ¿La vida de quién? ¿De un escocés? —...Sí.

Palmer sonrió aún más.

—Está bien. No soy una persona vengativa. Sine lucro friget ludus, ¿eh? Decís que queréis esto. Entonces jugad para ganarlo.

—ponedle un precio.

—No quiero dinero.

—Entonces os daré lo que queráis. Vuestra libertad. Vuestra liberación inmediata, sir Thomas, a cambio de esos papeles.

Palmer se sentó pesadamente, sin dejar de sonreír.

—Me gusta Edimburgo. Me gusta este castillo. Me gusta la compañía. Puedo conseguir mi libertad en cualquier momento, con un poco de dinero, y la verdad es que es un fastidio tener que aguantar a Willie Grey chillándome en la oreja y al Protector siguiéndome a todas partes. Mostradme a un hombre que pueda vencerme al tarot y podréis quedaros con Berwick y con todos los trastabillantes norteños que viven allí.

Scott se sentó de repente.

—Por Dios, jugaré con vos toda la noche, si eso es lo que queréis. Jugaré todos los días durante un mes sin ganar ni una partida. Pero no puedo jugarme algo tan importante. ¿Por quién me tomáis?

El grandullón barajaba las cartas.

—Por el ciudadano de una nación práctica. No quiero que juguéis mal y me dejéis ganar: de eso ya tengo bastante. No quiero jugar con alguien que se lo tome como un trabajo o una imposición, o una deuda, ni ninguna otra maldita clase de horrible penitencia. No me gusta, y a las cartas tampoco. ¡Miradlas! Con un golpe de sus gruesos dedos hizo volar las cartas por la madera pulida, convulsas, vociferantes, aulladoras—. Nadie va a contentarlas con ridículas apuestas a tres luises la partida. Las cartas quieren sangre.

Scott y Erskine estaban de pie, hombro contra hombro.

—Llama a la guardia —dijo el muchacho sin volverse—. Rápido. Christian Stewart murió por esos papeles.

Erskine no fue a por la guardia: pasó a la acción. Se lanzó hacia la chimenea, casi con la rapidez suficiente, pero no. Cuando su mano estirada había alcanzado al tal Frank, los papeles ya estaban arrugándose por efecto del calor, a medio metro del pequeño fuego.

—Llamad a la guardia, o intentad hacer eso otra vez, y Frank lo tirará al fuego —dijo Palmer, afable. Se sentó cómodamente en la silla—. ¡Diablos! ¡Qué aburrido estaba! Tengo mucho tiempo. Me enfrentaré a vos a las cartas, muchacho, y apostaré todo el dinero y hasta el último hilacho que cada uno de nosotros tiene en esta habitación, incluidos, por supuesto, los papeles.

Hubo un breve silencio.

—Dejadme ver esos papeles —dijo después Scott.

—No.

El muchacho se mordió el labio, mirando el alegre rostro de Palmer.

—Podría llevarnos toda la noche.

Los dientes centellearon y se movieron.

—Podría llevarnos mucho más. ¿Tenéis prisa? —y siguieron brillando mientras Scott discurría. Al final recogió las cartas y empezó a barajarlas con sus grandes manos—. No me importa para qué los queráis. Ya os he explicado las condiciones. —Alzó la vista—. ¿De qué os preocupáis? Podríais ganarlo todo en una hora.

Scott se sentó. En silencio se desabrochó y se quitó el jubón, y en silencio se arremangó la camisa y dejó las manos abiertas sobre la mesa.

—Está bien —se limitó a decir—. Por el amor de Dios, empecemos.

La hora del receso se había alargado hasta el doble, prácticamente. Aún así, el comité ya había retomado el interrogatorio cuando llegó Erskine: se dirigió mal que bien hacia su asiento y reconoció entre los asistentes al juicio un rostro: era el de Mylne, el cirujano de la Reina. Pero Lymond parecía mantener perfectamente la compostura en su silla: los abusos sufridos por su cuerpo serían quizás visibles, pero su intelecto se mantenía fresco y afilado frente a las ásperas y abundantes barbas de Lauder. El fiscal estaba empezando a concentrar su ataque: los dardos eran lanzados con puntería y devueltos con infalible gracia.

—¿Qué sucede? —susurró Erskine al oído de lord Culter.

Richard contestó sin apartar sus ojos de la larga mesa.

—Francis está atacando al obispo Reid, el muy necio. Cuanto más se acerca el comité a Eloise, más duro golpea él. A ellos no les gusta, y a él no le ayuda para nada... ¿Dónde has estado?

Erskine fue parco:

—En el castillo.

Y se quedó mirando la mesa. Buccleuch no le quitaba ojo, y el círculo negro de su boca formó las palabras: «¿Dónde está Will?» Sin deseos de responder a aquello tampoco, Tom señaló con el dedo varias veces hacia el oeste, y al ver que sir Wat seguía mirándolo, expresivo, sus labios formaron un: «Más tarde» y volvió la vista al centro de la sala.

—Llegasteis a Londres —decía el fiscal—, junto a otros mil prisioneros capturados en 1542, tras la batalla de Solway Moss. Por aquel entonces, como todos sabemos, el difunto Enrique VIII de Inglaterra había declarado la guerra a nuestro Rey, su sobrino, e intentaba imponer su título en Escocia por la fuerza. A diferencia de otros de vuestro mismo rango, se os concedió inmediatamente un trato preferente, al ser hospedado en una casa inglesa.

—Tras pasar tres días en la Torre. No tan preferente.

Lauder miró sus notas.

—Eso ha quedado suficientemente claro. Todos, menos vos, eran nobles de primer orden, y todos aquellos con los que decís haber tenido contacto de comparecer ahora como testigos, sólo podrían hacerlo, desgraciadamente, ante el Altísimo. El conde de Glencairn murió el año pasado; lord Maxwell hace dos; Lord Fleming y el señor Robert Erskine en Pinkiecleugh.

—Los continuados fracasos del país en el campo de batalla —dijo Lymond, suavemente—, son mi desgracia, no mi culpa. Sir George ya os ha dicho que estuve en casa de su hermano en Londres, sin que se me dispensara un trato especial.

El obispo de las Oreadas se aclaró la garganta.

—¿Y por qué, señor Crawford, no regresasteis a Escocia diez días más tarde, como hizo la gran mayoría de los presos embarcados? ¿Tan profundos eran vuestros escrúpulos que ni siquiera podíais firmar, aunque no fuera con sinceridad, el preceptivo juramento de adhesión al rey Enrique, como hicieron el resto de vuestros compatriotas? Los hombres de honor, creo yo, han de estar preparados, como lo estuvieron ellos, para prescindir de ese honor por el bien de su país. ¿Por qué no firmasteis?

—No me pidieron que lo hiciera —dijo Lymond, y un fugaz arrepentimiento hizo estremecerse a la agradable voz—. Pensaron que sólo los prelados y los barones tenían la hipocresía necesaria como para firmar algo sin hacerlo de corazón.

Richard maldijo. Fue lord Herries quien salvó la situación, con una brusca y grave afirmación.

—Al ser hijo menor, no tenía mucho sentido, creo, pedirle al señor Crawford que firmase un compromiso para servir al Rey en Inglaterra, ¿no es así?

Respirando fuertemente, el obispo dijo:

—No estoy de acuerdo. Era potencialmente el heredero de su hermano. De ser inocente, seguramente habría intentado hacer algo para regresar.

—Todo esto raya en la ineptitud, ¿no les parece? —dijo Lymond—. De ser un espía, capturarme habría sido tremendamente inoportuno por parte de los ingleses. Si fuera un espía, lo primero que habría pensado sería volver a Escocia lo antes posible. Según el obispo, mi traición consiste en no haberme comprometido a trabajar secretamente en Escocia contra la Reina. Si eso es traición, entonces acabemos con esto: lo admito.

Lauder no se inmutó.

—¿No le hicisteis al rey Enrique ninguna promesa de servirlo?

—No.

—¿Le habíais servido en el pasado?

—No.

El fiscal parecía ligeramente incómodo.

—¿Y el regalo recibido por Francis Crawford, caballero escocés, de la mansión de Gardington, en Bucks, fue una elaborada triquiñuela para hacernos creer que habíais hecho todo eso? El rey Enrique debía pensar que erais muy importante para nosotros, señor Crawford. Imagino que recibiríais las escrituras de ese título y de la mansión, ¿no es así?

—Así es.

—¿Y podéis decirnos por qué, si no fue un acto de gratitud por los servicios prestados?

—No me considero el soltero más beato de Europa precisamente —dijo Lymond—, El Rey estaba empeñado en controlar mi lengua. Y también en controlar a su sobrina.

—Ah sí. Lady Margaret Douglas, la actual condesa de Lennox. ¿Hemos de entender que, seducida por vuestros encantos, la señora pidió Gardington como dote? —Se dio cuenta de que George Douglas observaba al prisionero como un depredador.

—No precisamente. Ella es, por decirlo de alguna manera, una persona de entusiasmo violento pero práctico. Ya ha estado dos veces en prisión por poner en peligro la sucesión, y uno de sus amantes, como quizá recuerden ustedes, murió en la Torre por un exceso de corazón escocés y humor inglés. No. Imagino que lo que quería... era un nuevo estímulo y un nuevo experimento. Y animó a su tío a atarme permanentemente, contándole lo que yo había averiguado; e incluso quizás algunas cosas que no lo fueron.

La peculiar voz de Methven rompió el delicado silencio.

—¿Y qué era lo que habíais averiguado?

La mirada de Lymond ni miraba ni eludía a sir George.

—Algo acerca de sus planes inminentes, que más tarde pasarían a ser de dominio público. Tuve acceso a estancias que normalmente deberían haberme estado vedadas, y los averigüé por casualidad.

—¿Dormitorios? —preguntó el fiscal.

Los ojos entrecerrados se alzaron.

—No todos los documentos legales se encuentran en los dormitorios, milord.

El lord general se rió en voz alta.

—Bien —dijo Henry Lauder—. Disponíais de una bonita casa y una bella mujer en vuestro futuro, y su malvado tío no os permitió disfrutar de ninguna de las dos. El regalo de la casa ya había hecho sospechar a vuestros amigos escoceses; de hecho, vuestro retorno a Escocia resultó imposible, pues corrió la noticia entre vuestros compatriotas no solo de que fuisteis responsable del desastre de Solway Moss, sino de que habíais desarrollado una larga carrera previa de espionaje e intrigas... ¿Por qué tantas maquinaciones, señor Crawford? ¿Si no le gustabais al rey Enrique, no había maneras más sencillas y obvias de librarse de vos?

—Creo que puedo entenderlo en parte —dijo Argyll sorprendentemente—. El rey Enrique se enteró, justo después de que nuestros prisioneros llegaran a Londres, de que nuestro Rey había muerto, y que por tanto Escocia quedaba bajo la Regencia, por lo que sintió inmediatamente la necesidad de ganarse a todos los escoceses prominentes a los que tenía acceso para servir sus intereses. De ahí que llevasen a todos los prisioneros de la Torre a mejores alojamientos, y la oferta de dejar que los más relevantes fueran liberados si firmaban un juramento de adhesión a Inglaterra. No era momento para asesinar repentinamente a un prisionero de guerra que estaba en sus manos... ni siquiera a uno de poca importancia.

—Además —dijo Lymond, continuando el argumento con la absoluta imparcialidad de un erudito—, probablemente quería proteger a su espía y principal abastecedor de secretos real. Y en caso de que un ambiente de sospecha se apoderara de Edimburgo siempre podía acabar con la cacería utilizándome a mí como cabeza de turco. De esa manera, habiéndome desacreditado en casa y ante los prisioneros que quedaban en Londres, podía hacer lo que quisiera conmigo sin problemas.

—¿Y sin embargo sobrevivisteis?

—Me llevaron a Calais, y allí dejaron que cayera en manos de los franceses. Perfecto y simple.

—¿Y después de eso, las galeras?

—Sí —dijo Lymond, sin el menor rastro de emoción en su voz.

—Ahora viene lo interesante —dijo Buccleuch, y movió su macizo cuerpo sobre el asiento—. ¡Abogados! ¡Demonios! ¡Miradlo! Está amarillo como una paloma con ictericia.

La voz del fiscal sonó suave y hasta delicada.

—¿Cómo podemos permanecer indiferentes ante tal desgracia? Ante nosotros tenemos a un hombre infeliz y engañado; timado por los mejores cerebros del reino; seducido por una mujer inmoral de sangre real, secuestrado; maltratado; encadenado a famélicos paganos en los remos de la galeras, y azotado por los mares durante dos terribles veranos.

»¡Miradlo! Debilitado... por el cuchillo de su propio subalterno; pero eso no guarda relación. Inocente... la traición confesa y la corrupción de esa joven muchacha ciega no han dejado, evidentemente, mácula en él. Olvídense de los robos, del pillaje, de los asesinatos cometidos por aquellos de quienes hasta hace poco era líder... es un dechado de virtudes. Olviden las despiadadas intrigas, las taimadas triquiñuelas para su propio beneficio que hemos escuchado esta tarde... es sencillo y vulnerable. Piensen, por último, en la manera en que se ha comportado en el día de hoy, recurriendo al lenguaje sutil y malévolo del que ustedes, lores del más alto tribunal del país, no se han librado. ¿Acaso les parece que este borracho, este forajido, este hijo vagabundo de una desafortunada familia, es el mismo que el protagonista de sus lastimeras historias? ¿O piensan, como yo, que no ha contado más que una sarta de mentiras?

Los ecos se apagaron. El fiscal se quitó los anteojos y habló en tono melifluo.

—Pero se nos piden pruebas. ¿Qué pruebas tenemos? Casi todos los implicados están muertos. No es la clase de asunto del que puede quedar registro, y los que pudieran recordar lo sucedido están en territorio enemigo.

»Pero... sí tenemos una prueba por escrito. Las notas que se encontraron en Escocia atribuidas al señor Crawford; el documento que él afirma fue obra de un desconocido espía inglés; documento que según él se le atribuye para garantizar su caída en desgracia entre nosotros. Si es un montaje, si el señor Crawford puede demostrar que ese papel no fue obra suya; que fue pergeñado sin su conocimiento, entonces el caso abierto contra él quedará inmediatamente invalidado. ¡Señor Crawford!

Cual rostro de los mil ojos de Indra, las cabezas del comité se volvieron hacia la silla del acusado. Los labios de Douglas estaban rígidos, su mirada pensativa; Herries tenía una mirada de fastidiosa preocupación; Buccleuch se inclinaba hacia adelante. Entre los bancos, lord Culter tenía las manos cruzadas sobre su rostro, que permanecía oculto.

La pesadumbre que se había adueñado de Lymond era ahora claramente perceptible. Estaba sentado, inmóvil, y en sus ojos se adivinaba una línea tenue, honda, vertida sobre Lauder, como el destello de una luz reflejada en una espada caída en el suelo. La mirada de Lymond y la de Lauder quedaron atrapadas la una con la otra.

—Señor Crawford —dijo el fiscal en tono cansino—. El documento que tengo ante mí fue extraído del bolsillo de un soldado inglés tras el ataque que destruyó el convento de Lymond. Incluye las siguientes palabras:

«El convento está en mis tierras, a unos diez kilómetros al este, y allí escondimos la pólvora, justo antes de que nos llevaran a Solway. Si se dirigen allí inmediatamente, podrán dar con él antes de que lo descubran: nadie más conoce su presencia. Hay un pasaje subterráneo que lleva a la despensa en la que está almacenada la pólvora, y a la que se llega de la manera siguiente. Si resulta difícil de transportar, sugiero que vuelen el convento.

Se hizo un largo silencio. Culter seguía cabizbajo, y Erskine, junto a él, cruzó los brazos de repente y miró al suelo.

—Señor Crawford —dijo el fiscal—. ¿Admitís que estas palabras son vuestras y que fueron escritas por vos?

La tiranía del orgullo y la tiranía de la inteligencia, por muy deliberadas que fueran no podían proteger a Lymond de aquello. Sus ojos, terribles, contestaron antes que su voz.

—Sí, así es.

—¿Admitís —preguntó el magistrado—, que la firma que hay estampada en la última página de este documento es vuestra?

—Es mía.

El rostro del fiscal se contrajo en una mueca para luego recobrar su aspecto inicial.

—Ya veo. Y —añadió Henry Lauder sin la menor frivolidad—, puesto que los ingleses siguieron estas instrucciones, encontraron el pasadizo y, al ser atacados, volaron el convento como vos habíais sugerido. Habida cuenta de que todo esto sucedió, ¿acaso consideráis que la muerte de las cuatro mujeres y de las diez niñas que se hallaban en el convento, incluida la de vuestra propia hermana, Eloise Ann Crawford, son responsabilidad vuestra?

Debilidad y un infinito silencio.

—Sí. Soy responsable —dijo Lymond, su rostro pálido hasta las raíces del cabello quemado por el sol.

La habitación en la torre de David estaba insoportablemente atestada de gente, no sólo por la presencia de los prisioneros, sino principalmente porque todos los guardias que no estaban de servicio habían terminado apretujándose allí. El que más calor pasaba era Frank, sentado junto al fuego con la declaración de Samuel Harvey peligrosamente cerca de la chimenea.

De haber muerto, convertido en una pasta sudorosa, nadie se habría dado cuenta. Guardias e ingleses tenían puesta la mirada en las manos empapadas de sudor de los jugadores y en las joviales figuras del tarot: la impía papisa, el lascivo amante, el loco burlón. Los dos equipajes seguían en el suelo, pero su contenido había variado: junto a la silla de Palmer había algo del dinero de Scott y algunas de las posesiones menos importantes de Palmer habían pasado a las manos del otro. Ambos se habían arremangado la camisa.

A la luz de la tarde, el semblante de Will estaba con creces mucho más pálido que el de su contrincante. Éste, de más edad que aquél, jugaba de manera firme a la par que desenfadada: dirigía, engañaba y se descartaba con aparente ingenuidad, cogiendo desprevenido a Scott en varias ocasiones. Sin embargo, Scott ganaba, no una vez sino con cierta frecuencia, y cuando perdía no lo hacía por amplio margen.

A esas alturas de la partida había desarrollado un prudente respeto por la habilidad de Palmer con las cartas. Lo miraba, sentado frente a él, enorme y tranquilo como un árbol. Scott reconoció la valía de su contrincante y empezó a temer cada vez más que la fatiga, le impidiese pensar con claridad. Como para llamar la atención sobre lo que los ocupaba, Palmer dio un golpe seco en la mesa que los separaba.

—Y el loco, señor Scott. Un loco y tres reyes: quince puntos... ¿me equivoco? ¡No! Y gano la partida, creo.

No se equivocaba, y la sonrisa que compartió con su público no animó a Scott en absoluto.

—¡He ganado ésta, chicos! ¿Deseáis más cerveza mientras escojo mi premio, señor Scott?

A Scott se le encogió el estómago. Hasta que uno de los dos no tuviera nada más que ofrecer... así continuaría la partida y estaban a un nivel tan parejo que sus malditas pertenencias podrían pasar de una parte a otra durante semanas... a menos que sucumbiera y lo perdiera todo. Y había quedado estipulado que los papeles de Samuel Harvey serían la última apuesta de Palmer.

Aquel pensamiento le puso enfermo, lo llenó de ira y frustración. Después de todo lo que había pasado, después de lo que Sybilla había sufrido, después de la muerte de Christian, después de haber quedado como un imbécil veintitantas veces... no era de recibo que le hubieran puesto bajo las narices aquel premio para arrebatárselo después como quien le quita el juguete a un gatito travieso. Dejó de barajar y soltó las cartas de golpe.

—Me toca repartir.

Palmer pestañeó.

—Se cree que va a ganar esta vez.

—Voy a ganar todas las veces —dijo Will Scott—. Voy a quitaros hasta los clavos de las botas antes de terminar con vos, y si tenéis algún alfiler en el calzón, será mejor que lo vigiléis, porque haré que os los saquen de vuestro magnífico trasero inglés antes de que amanezca un nuevo día.

Y empezó a repartir.

—Así que —dijo el fiscal—, por fin hemos llegado a la verdad. No puedo decir que lo esperase. Vuestra confesión os honra, señor Crawford. Quum infirmi sumus, optimi sumis; ya veo.

Lauder era consciente, y ello le deparaba un indudable deleite, del éxito de su cacería. Había quebrado la guardia de Lymond y el pasaporte había sido el nombre de su hermana.

Así que se puso a citar en latín, y Lymond, derrumbándose su armadura de insensibilidad, respondió:

—El mérito es totalmente vuestro. Quod purpura no potest, saccus potest, señor Lauder. Pero yo prefiero la verdad clara que una tortuosa, aunque venga adornada de la más melodiosa fuente de notable e inspirada retórica. Las notas eran mías. Pero fueron escritas para que las leyeran los escoceses, no los ingleses. Ni por una mansión, ni por una mujer, ni por las llaves conjuntas de las tesorerías de Tucker y Schertz, a pesar de vuestra escrupulosa insistencia, podría yo...

—¿..Hacerle daño a una mujer? —sugirió el magistrado, amable.

El rugido de Buccleuch los alcanzó a todos.

—¡Se puede uno volver loco por las mujeres sin que le entren ganas de hacer volar a catorce muchachas!

—Las artimañas a las que recurrió el señor Crawford con Christian Stewart fueron algo más que la obra de un loco, creo yo —dijo Lauder—. Ella también murió, como recordarán.

—De todas formas —contribuyó Argyll—, sir Walter, la información sobre el convento contenida en el documento iba precedida de tres páginas con detallados informes sobre los planes escoceses y algunas referencias explícitas a anteriores informes dirigidos al consejo real inglés. Evidentemente, es absurdo insinuar que todo eso hubiera estado destinado a Escocia en lugar de a Inglaterra.

—He estado intentando —dijo Lymond, con un largo suspiro—, explicarlo. Las tres primeras páginas son una falsificación, basada sin duda en auténticos informes de espías enviados a Enrique. La letra que habla de la pólvora sí es mía. Oculté la pólvora en el convento de mi hermana, cuando éste estaba parcialmente derruido y abandonado, tras un ataque anterior. El hombre que me ayudó a hacerlo murió en Solway: nadie más estaba al corriente.

»Sabía que el gobierno necesitaba la pólvora, y tenía miedo de que las monjas sufrieran algún daño si regresaban. Así que escribí una carta en Londres, e hice que se la llevaran al señor de Erskine, a quien iban a liberar para regresar a Escocia. No me permitieron contacto personal con ningún otro prisionero.

En la larga mesa, la mirada de Buccleuch se cruzó con la de Tom Erskine.

—Robert murió en Pinkie —dijo.

—En cualquier caso, nunca la recibió —dijo Lymond, con voz queda—. Eso lo descubrí más tarde. La interceptaron, se deshicieron del principio y convirtieron lo que quedaba en el final de otro informe, imitando mi caligrafía. La siguiente partida de soldados que cruzó la frontera localizó el convento, fue sorprendida encendiendo la pólvora y se preocupó de dejar allí el documento que me incriminaba.

—¡Fuisteis idiota! —exclamó sir Wat—. Si eso es cierto, ¿por qué demonios no vigilasteis aquella primera carta? Podríais haberos imaginado lo que pasaría si caía en las manos equivocadas, aunque no supierais que las chicas habían regresado al convento.

—No es la primera vez que lo pienso —dijo Lymond, con una voz carente de expresividad—. Tomé todas las precauciones posibles por aquel entonces.

—Pero no fueron suficientes.

—Obviamente. Si están deseando conocer cuáles eran mis sentimientos en aquella época —dijo Lymond con repentina ira—, pueden medirlos, comparándolos con los momentos en que he perdido la templanza, según reza el evangelio del señor Lauder.

—Maldito necio —dijo brevemente Buccleuch—. Esperad un momento, Henry. Si el informe lo escribieron dos manos distintas, debería haber diferencias en la letra, ¿no?

Pero el magistrado negó con la cabeza, y, levantándose, se dirigió a los miembros del tribunal.

—Juzguen ustedes mismos.

El papel crujió a medida que iba pasando de mano en mano: la luz del sol, casi en su ocaso, se reflejaba de forma oblicua en la pared, obligando a Erskine a taparse los ojos para evitar el heráldico fulgor. Culter permanecía sentado, inmóvil, mirándose las manos.

Desde los bancos que había delante, Mylne se levantó de repente y, acercándose hasta el acusado, se agachó y habló. Lymond negó con la cabeza mientras Lauder se sentaba, una vez recuperados los papeles, mirándolos a ambos.

—¿Y bien, doctor?

El anciano se irguió.

—Si vuestra intención es colgar a este hombre, será mejor que os andéis con cuidado.

—¿Queréis descansar, señor Crawford? No debéis perder el sentido.

—Si me lo preguntaran de esa forma, no aceptaría beber del agua de Gehena —gruñó Buccleuch—. Lauder lleva ventaja y lo sabe. ¡Miradlo! Su boca parece la de un cerdo sonriente.

Allí estaba la sonrisa, ciertamente, aumentando ante la sardónica respuesta de Lymond.

—¿Tan cerca del clímax? Estoy seguro de que aguantaré la perorata, señor Lauder.

Y el cirujano, encogiéndose de hombros, se retiró.

El fiscal esperó a que se calmaran los murmullos provocados por aquel inciso y se levantó.

—No es necesario, creo yo, prolongar mucho más este interrogatorio. Ya hemos escuchado la explicación del señor Crawford sobre lo que pasó en Londres y en Lymond, en 1542: hemos visto que no hay diferencias perceptibles en la caligrafía en ninguna parte del documento, que él afirma ser sólo suyo en parte: le hemos escuchado reconocer su responsabilidad en los terribles y sanguinarios crímenes cuyos resultados ahora conocemos.

»Por una parte, tenemos una explicación de lo acontecido que, aunque escalofriante por su violencia y degeneración, parece tan clara como probable, y se sustenta totalmente en las pruebas documentales, así como en parte de las pruebas facilitadas por el propio señor Crawford. Por la otra parte, tenemos la historia de lo que aparentemente fue un fatal giro del destino, que situó al indefenso acusado a merced de los poderosos intereses de Londres.

»Se nos pide que creamos que se granjeó la simpatía de una de las más importantes damas del país, pero que ella no pudo hacer nada para ayudarlo: que mientras apoyaba fervientemente la causa escocesa, fue lo suficientemente irresponsable como para permitir que un peligroso secreto cayese en manos enemigas: que hubo, como en los romances, una terrible conspiración inglesa de la que casualmente llegó a enterarse. ¿Parece, probable alguna de estas cosas?

La pausa tenía una intención efectista, pero Gladstanes, meticuloso y astuto, la interrumpió.

—No me parece irrefutable afirmar que las dos mitades de esta carta han sido escritas por una misma mano. Además, la idea de volar el convento parece absurda, de estar destinada a los ingleses. Parece algo innecesario, y supone una crueldad que encuentro difícil de creer. Sobre todo teniendo en cuenta que, si era un espía, cuando la escribió confiaba en ser devuelto a Escocia después de un tiempo.

El obispo Reid apenas esperó a que terminase.

—La respuesta a todo ello se encuentra, como Lauder ya ha dicho, en la prueba de su carácter. Este hombre ha llevado una vida de abandono y derroche; no lo ha negado. Está la muchacha ciega. La cuñada. El joven Scott... —se detuvo, interrumpido por sir Walter, que se levantó de un salto y fue obligado a sentarse de nuevo por un vecino—. Un joven que, como sabemos, tuvo serias dudas sobre qué actitud tomar para con su nuevo protector. El asco, o el asco de sí mismo, lo llevaron en un momento dado, como sabemos, a tomar el camino correcto. Sus simpatías, al parecer, han vuelto a cambiar. Lo que no sabemos es qué sucedió el año que estuvo con el acusado, pero apenas queda lugar para la imaginación ante las evidentes señales de su extrema y malsana inestabilidad emocional. Personalmente, me habría costado bastante poder confiar en sus muestras de apoyo al señor Crawford y me alegro de que no esté aquí esta tarde para perjudicarse a sí mismo.

La fuerza humana no podía contener por más tiempo a Buccleuch.

—¡Perjudicarse a sí mismo! —rugió sir Wat—. ¡Malsanas emociones! ¡Asco de sí mismo! ¿Estáis llamando a mi hijo libertino?

—Señalaba, simplemente...

—Ese muchacho —vociferó sir Wat—, era un petimetre debilucho, informe y amanerado antes de conocer a Francis Crawford. Y ahora, ¡por Dios! es posible que siga cambiando de parecer tres veces en el tiempo en que una persona normal toma una decisión, ¡pero prefiero tenerlo conmigo en una disputa o una pelea antes que a cualquier alelado niñato de mamá que se queda en casa y se casa en St. Cuthbert antes de que le cambie la maldita voz!

—No niego —dijo en voz alta el obispo—, que vuestro hijo sea ahora un luchador de lo más eficiente: no hay más que fijarse en el ataque sin precedentes que vos mismo sufristeis. Sólo quiero demostrar...

—Me parece a mí que queréis demostrar otras muchas cosas —dijo sir Wat, amenazante—. Y todas ellas son de lo más insultante.

—...De todas formas —se apresuró a decir Henry Lauder—, el asunto ha quedado claro. Se puede entender que creamos que las relaciones, naturales y antinaturales, son cosa fácil con el señor Crawford. Y eso nos lleva, por desagradable que pueda ser, a un famoso informe del que se habló mucho en los meses posteriores al desastre de Lymond. He de recordaros, sir Wat, que el señor Crawford podía tener sus motivos, motivos muy convincentes a sus ojos, para animar e incluso incitar a atacar el convento.

La violencia con la que Lymond se puso de pie de un salto fue tal que la monumental silla se balanceó tras él. Por el rabillo del ojo debió haber visto cómo su hermano hacía ademán de levantarse al mismo tiempo, y sin duda adivinó qué era lo que se ocultaba tras la furiosa ansiedad de aquellos ojos grises y tras la ávida expectación del tribunal.

Lauder, esperando, respiró agradecido al ver que Lymond hacía una pausa antes de lanzarse al ataque. De haberse dejado llevar por su emoción podría haber conjurado todo el cariño y la simpatía que ya suscitaba lord Culter, sobre todo entre los miembros menos neutrales como Herries y Buccleuch. Pero aquel hombre luchaba con la cabeza, no con el corazón y el tribunal no se dejaría ablandar por él. Henry Lauder no era un cínico: era, simplemente, muy bueno en su trabajo.

Cuando Lymond empezó a hablar, se dirigió al tribunal y no al fiscal. Su voz hipnótica y característica estuvo impregnada de una gélida furia durante la primera media docena de palabras, y sólo al cabo de unos momentos consiguió controlarla.

«Señorías: como seguramente sabréis, algunos abogados creen que airear las vergüenzas ajenas vale tanto como presentar pruebas fehacientes; pero el señor Lauder, ardiente y oscuro, como el fuego del Infierno, no es así. Él se limita a ser provocador sin hacer, por supuesto, concesiones a los sentimientos del señor de Buccleuch, o a los miembros de mi familia.

Lymond hizo una pausa, y su voz, firme como una roca, bajó un poco de tono.

—Al igual que el señor Lauder, he interpretado un papel sobre este escenario. Conozco bien el valor del tambaleo, del desvanecimiento, de la vena hinchada con ira y del escándalo. Al señor Lauder le asustaban un poco estas cosas. Pero él confiaba en que yo hiriera vuestro amor propio, esperando que sus señorías destrozaran el mío, como por desgracia para mí ha ocurrido.

»Por eso nos ha obsequiado con la acusación que acaban de oír, hábilmente precedida por los anteriores comentarios del obispo sobre Will Scott de Buccleuch.

Hizo una pausa.

—Ninguna de las insidiosas alusiones tiene la más mínima base. Will Scott es un joven normal y vivaz: me abandonó en su momento porque pensó que yo planeaba entregarlo a los ingleses, entre otros malentendidos. Aunque no queráis dar crédito a la opinión de su padre, sí recordaréis quizás su moderación en el tribunal, esta mañana. Sir Walter por su parte no es un hombre que oculte sus sentimientos. En cuanto a mi hermana...

Su voz se volvió más áspera de repente.

—¿Quién puede hablar por ella? El resto de mi familia, quizás: ¿los creerán a ellos? ¿pero acaso hace falta que alguien hable por ella, por cualquiera de aquellas jóvenes? Están ustedes tan faltos de varas que tienen que arrancarle las ramas a los árboles más jóvenes? ¿Tan faltos de piedras que tienen que ir a buscarlas al cementerio..?

»Señorías, señor fiscal; estoy seguro de que esta tarde han recopilado material más que suficiente para alcanzar un veredicto; estoy convencido de que de este interrogatorio no saldrá nada más de interés; y, sobre todo, nada por el camino que el señor Lauder desea hacerles recorrer. Les pido que escuchen mis palabras y les recuerdo que yo, yo sólo, soy la persona cuyos actos se juzgan hoy aquí.

Se sentó, dejando en derredor la inquieta sensación de haber asistido al silencioso estallido de una lata de pólvora.

—Dios Santo! —dijo Tom Erskine susurrando. Miró fugazmente al rostro de Culter y se pasó la mano por la frente. Lauder se levantó.

—¿Os negáis a responder a más preguntas, señor Crawford?

—No, pero...

—Pero preferiríais que diéramos por terminado este interrogatorio por el bien de vuestra salud —dijo el fiscal en tono benevolente mientras observaba por el rabillo del ojo una nota que estaban pasando apresuradamente a la larga mesa. Buccleuch, agarrándola entre las manos, dijo:

—A mí tampoco me gusta el rumbo que ha tomado el interrogatorio, Lauder; pero, con la gracia de Su Majestad, no creo que debamos dar por zanjada esta vista hasta que no escuchemos a Will. Según tengo entendido, ese maldito granuja está metido en algún sitio, pero llegará en cualquier momento.

Argyll consultó con sus vecinos inmediatos y se inclinó hacia adelante.

—Estamos de acuerdo en dejar la investigación preliminar en este punto, señor Lauder. No puedo imaginar, sir Walter, qué podría aportar vuestro hijo que añada algo de importancia a lo que ya sabemos, aunque si aparece antes de que termine este trámite procesal, por supuesto lo admitiremos. En todo caso no procede, creo yo, prolongar la sesión para esperarlo. Antes nos gustaría que vos, señor Lauder, repasarais los hechos que han quedado esclarecidos hasta el momento y los relacionarais para nosotros. Después, si así lo desea, el acusado podrá hablar.

Erskine se puso de pie.

—Señorías, os pido que no deis por terminada esta vista sin escuchar antes al señor Scott. Están en juego pruebas de la máxima importancia.

—¿Qué? —dijo el obispo Reid. Tenía la mano ahuecada alrededor de la oreja, y su rostro iracundo estaba encendido—. No es momento de hablar, señor Erskine. Sentaos.

Argyll mostró algo más de paciencia.

—¿Sabéis algo de esas pruebas?

—Sólo sé que podrían ser determinantes.

—¿No tenéis idea de qué se tratan?

Erskine se ruborizó.

—No. Pero...

La voz del magistrado fue tajante.

—En ese caso, me temo que tendréis que acatar mi decisión. Si llega antes de que esta vista concluya, lo admitiremos. Señor Lauder... —hizo una pausa—. Señor Erskine, podéis sentaros.

—Se supone que yo debía aportar testimonio sobre lo que el prisionero hizo en Hexham —se limitó a decir Tom—. ¿Puedo hacerlo ahora?

Esta vez, la tolerancia de Argyll se había agotado. Se inclinó hacia delante.

—Ya sabemos lo que ocurrió allí, señor Erskine, y asumimos el hecho de que podéis confirmarlo. No necesitamos saber nada más por ahora, en mi opinión. Por favor, ¿señor Lauder?

El fiscal se sentía divertido e intrigado. Intrigado hasta tal punto que decidió intervenir en el juego.

—Hay una cosa más, milord, que queremos hacer constar —dijo—. No hemos oído de los labios de lord Culter palabra alguna en contra o en pro de su hermano. Cierto es, y así nos consta, de que se trata de un asunto doloroso para él. Aun así, tal vez podría aportar algún elemento que nos permita dilucidar algo sobre el desgraciado incidente del convento.

Argyll empezó a decir:

—Creo que ya hemos escuchado suficiente... —y se detuvo ante el gesto del magistrado.

Lauder dijo:

—Fue lord Culter quien se dedicó el año pasado a perseguir a su hermano y quien al final acabó trayéndolo hasta aquí, de hecho. ¿No deberíamos preguntarle cuáles fueron sus motivos?

Era una insinuación de lo más deliberada que, sin embargo y por tardía, no molestó tanto al tribunal como habría cabido esperar. El magistrado apuntó con su dedo al aludido. Lord Culter se levantó, con la determinación y la entereza de Ebenezer.

—Es cierto que pasé varias semanas persiguiendo a mi hermano —empezó a decir, y Lauder, alertado ya por el tono de su voz, maldijo en su fuero interno—. Pero lo hice a causa de un absoluto malentendido —añadió Richard, en tono tranquilo—. Lo considero inocente de los cargos que se le imputan y quiero hacer constar aquí que cuando fuimos interceptados...

—Déjalo, Richard. —La voz del acusado fue rápida y cáustica.

—...Cuando fuimos interceptados, yo estaba ayudando a mi hermano a escapar del país.

Se produjo un pequeño revuelo. Lymond hizo una extraña mueca y se quedó en silencio. El presidente del tribunal se irguió en su silla.

—¿Os dais cuenta, lord Culter, de que si este hombre es declarado culpable, acabáis de declararos cómplice de sus crímenes?

—No es culpable —repuso Richard con firmeza.

El fiscal lo miraba con dureza.

—Señor, nos habéis dejado atónitos. No es mi intención interrogaros sobre vuestra hermana, pero habéis de contéstanos a lo siguiente: ¿tenéis alguna prueba de que las acusaciones aquí enumeradas sean falsas?

Culter se revolvió, inquieto. La maliciosa voz de Lymond habló antes de que pudiera abrir la boca.

—No, no las tiene. Siento enturbiar la luz cálida y angelical que proyectan las palabras de Richard, pero ni siquiera él puede dar semejante trasluchada. Toda su declaración exculpatoria tiene por propósito, imagino, proteger la reputación de mi hermana: eso es todo.

El fiscal no dijo nada: se limitó a reclinarse en su asiento, con la barba azul descansando sobre su pecho, y a escudriñar concienzudamente a Lymond, quien le devolvió la mirada. Fue Argyll quien dijo:

—Es necesario que dejemos esto claro. ¿Queréis decir que lord Culter está fantaseando? ¿Que no os ayudó a escapar?

—La imaginación se regocija —dijo Lymond—, ante las improbables consecuencias que conllevaría semejante acontecimiento. Pero no. Me trajo aquí para que me colgaran, tras no haber conseguido matarme en Inglaterra en buena lid, como el señor Erskine podrá confirmar.

El señor Erskine, con voz grave, confirmó, sin mirar a Culter, que estaba de pie, farfullando ahogadas protestas.

—Creo —dijo gentilmente el acusado—, que deberías sentarte. Ahora no sirve de nada. —tras unos instantes, Richard así lo hizo.

Un incómodo silencio se apoderó de la sala. Se había hecho tarde: la hora de cenar había pasado hacía rato. Se encontraban cansados de las discusiones, del calor, de la concentración y de la tensión ocasionada por el miedo.

Ningún dardo había sido lanzado, ninguna mina había explotado; ninguna reputación se había visto despojada de su barniz de respetabilidad. Todo había sido corrección y decoro. Retomó la palabra el señor fiscal, en tono grave y pausado, para desentrañar con prudencia y criterio la madeja de la causa abierta contra Francis Crawford.

Fue lo suficientemente juicioso como para no aventurarse de nuevo en los áridos pastos de la imaginación del obispo Reid. Se ciñó a la acusación, expresando con concisión y crudeza los delitos más graves, renunciando a recurrir al corazón: el tiempo para ello había pasado. En lugar, de eso, dedicó su mente a tejer una red de acero, una jaula tan perfecta y tan segura, tan bien armada intelectualmente que ningún hombre, por elocuente y talentoso que fuera, pudiera romperla. Con aquellas brillantes frases, lapidarias y concatenadas, se forjaban los grilletes que aprisionarían al día siguiente al acusado. Concluyó, muy sereno.

—Así, ante sus señorías comparece un delincuente de tal calaña que en el ejercicio de la Justicia, en toda su grandeza e imparcialidad, difícilmente se recuerda haber tratado con alguien semejante: un hombre que ha llevado a sus congéneres a una muerte prematura, que se ha aprovechado de sus cuerpos y de su sangre, que ha privado a una madre de su hijo, que ha segado de raíz un campo de niñas por un puñado de corruptas y manchadas monedas. Un hombre que, criado en esta generosa tierra, es capaz de traicionar a su madre patria y apuñalarla, desfigurarla y venderla, renegar de ella y escupir sobre su faz. Y todo a cambio de un miserable nombre sobre un mapa, entre una raza de extraños, un lugar en el que practicar la lascivia y el pillaje.

»Así es Crawford de Lymond: un hombre que esta tierra espera no volver a encontrarse en el difícil curso de su historia. Yo digo: olvidaos de él, porque ya está condenado, y prácticamente muerto.

El silencio, hábilmente convocado por el fiscal, se instaló en la sala como un efluvio en suspensión durante un vibrante espacio de tiempo. Entonces, en la larga mesa, Argyll se movió y los doce jueces se estremecieron y suspiraron.

Erskine alzó la mirada y constató cómo Richard, con los ojos abiertos de par en par, escrutaba insistentemente a su hermano; pero Lymond no se fijaba en nadie: su extraña mirada del color del aciano se perdía en el vacío. Argyll empezó a hablar, y tuvo que aclararse la garganta.

—Todos os hemos escuchado y entendido, señor Lauder, y hemos sabido apreciar vuestra habilidad y vuestra claridad en el difícil caso que nos ocupa. El acusado también os ha escuchado. Ahora le invitamos a que se dirija a nosotros para defenderse de los cargos que se le imputan. ¡Señor Crawford!

Ni un músculo del cuerpo de Lymond, ni un dedo, ni un solo cabello se movió.

—No tengo nada que añadir —repuso.

En aquella atestada sala su respuesta sonó como si la hubiera gritado y la atmósfera se hizo más densa.

—¿Nada? —exclamó Argyll—. Se os acusa de traición, señor: habéis escuchado las más graves acusaciones y las pruebas que habéis presentado son objeto de recusación. ¿No tenéis nada que alegar?

Carentes del menor atisbo de ironía, los ojos de Lymond abandonaron al magistrado y recayeron sobre sus propias manos, abiertas y cruzadas.

—Es tan delgada la frontera —dijo—, entre la vida y la falta de vida, entre el hecho y la mentira, la traición y el patriotismo, la civilización y el salvajismo... Si el señor Lauder puede distinguirlos, tiene suerte; si también ustedes lo hacen, entonces tienen más derecho a juzgarme que yo a defenderme. No tengo nada más que añadir.

—Si no sabéis ver la diferencia entre la lealtad y la traición, señor Crawford —dijo el obispo—, entonces más vale ordenar que os ahorquen.

Los ojos de Lymond lo examinaron.

—¿Por qué? ¿Acaso su Ilustrísima sí sabe?

—Tanto —afirmó el obispo, expansivo—, como sé ver la diferencia entre el bien y el mal.

—Cierto. Ambos conceptos son muy similares. El patriotismo —dijo Lymond—, al igual que la honestidad, es un lujo cuyo valor nominal se está haciendo cada vez más inalcanzable por culpa de sus constantes subidas.

—Los sentimientos por el propio país —dijo suavemente el fiscal, no suelen considerarse simples acertijos arbitrarios...

Lymond recogió el testigo y aceptando el reproche, llevó el tema a aguas más profundas.

—No —respondió con serenidad—. Los sentimientos patrióticos son una emoción, y por supuesto, la emoción es lo primero. El hogar de un niño y las costumbres de su vida son sacrosantas, perfectas e inviolables para ese niño. Añadan edad; añadan seguridad; añadan experiencia. Con el tiempo admitimos a nuestros parientes y vecinos, a nuestros conciudadanos, e incluso, quizás, al resto de nuestros compatriotas en la fortaleza de nuestra tolerancia. Pero el hombre que vive un palmo más allá de la frontera se considera un enemigo irredimible.

Entrelazó sus largos dedos y los levantó, clavando su mirada en sus palmas expuestas.

—El patriotismo es un buen criadero para las larvas. Nutre la intolerancia; impele a contiendas vanas y espurias por los colores de una bandera... El hombre de mediano poder anhela la sanción del propósito, el sentido de la ceremonia, el eco de lo misterioso..., las sensaciones, por perdidas no menos reales, vestigio de las grandes y simples virtudes infantiles de mitos, leyendas y baladas. Quiere ascender... ¿Existe acaso una alternativa más poderosa para satisfacer su ansia? Está cansado de la monotonía, añora mudanzas, cambios; arrostrar pequeños peligros y asistir al florecimiento de sus adormecidos talentos, agostados en el tedioso trajinar de su vida cotidiana. Son estas consideraciones las que mueven a los hombres, una vez al menos en sus vidas, a empuñar las armas por su país...

«Patriotismo —repitió Lymond—, es una palabra opulenta, la poderosa llave de un reino celestial. Patriotismo, lealtad, una convicción sincera de que en todo el atribulado y esforzado mundo el solar patrio es el más noble y el mejor. Una competición celestial para estar entre los hombres más escogidos; un medio para acabar con el aburrimiento y ejercitar el exceso de poder, el exceso de talento, el exceso de dinero; una intolerancia inmadura e intransigente que se convierte en moneda de cambio en los mercados de poder...

En medio del silencio, Lymond habló suavemente:

—No son patriotas, sino mártires, los que mueren por su propia y jovial elección, al igual que los cristianos, que murieron con la convicción de ser acogidos por la gracia, dejando que su ejemplo se multiplicara como los peces bajo el agua y se alzara, milagrosamente, para renovar los siglos. El grito ha sido proferido: nuestra tierra es gloriosa bajo el sol. Tienes que creértelo, dicen. Creerlo es una virtud y por lo tanto estrujaré de este lienzo sin pretensiones una pasión, un poder y un altruismo que de otra forma yacerían inertes en la tumba.

Con el incomparable carisma de su voz, con la disciplinada pasión y la libertad de su mente, los llevó a todos de la mano, su atención cautiva de cada una de sus palabras.

—¿Y quién osará decir que se equivocan? —dijo Lymond—. Pero siempre existirán aquellos que prefieren permanecer fieles al país de los vivos y que con su desarraigada imaginación, pueden también hacer de ello un instrumento para el bien. ¿Es eso tan difícil de aceptar en esta tierra? ¿Acaso no hay nadie que, escogiendo algo de valor tan incalculable como la vida, diga: somos una nación, con tal alma, con tales talentos; pero también con estos fallos y con estas virtudes? ¿De qué manera pueden sobrevivir esas personas en plenitud y serenidad, y quién, en su compasión y sabiduría, lo recogerá y conducirá por la senda adecuada?

Durante dos, tres, cuatro segundos, el silencio se prolongó.

Entonces Lauder, con una expresión de puro regocijo en su cara, dejó escapar un largo suspiro; Argyll también cogió aire, y Erskine, apartando sus ojos de la silente silla, se encontró a Richard, en cuyo rostro afloraban revelados, sin tapujo alguno, los secretos de su testarudo carácter, mirando fijamente a su hermano.

Durante un mágico instante, Argyll miró a Lymond, con un respeto reverencial mostrándose en sus pálidos rasgos. Entonces dijo:

—Entiendo que vuestras palabras expresan un sentimiento que necesitabais exponer aquí y ahora, pero que no tenéis intención de discutir ni rebatir nada sobre los graves cargos personales que nos han sido presentados contra vos en el día de hoy. No puedo afirmar que estéis equivocado; pero este no es el lugar ni el momento para contestaros, aunque tampoco estoy seguro de que ninguno de los presentes pudiera hacerlo... —se detuvo.

—Hemos podido presenciar aquí el enjuiciamiento público de una causa muy considerable; una concatenación de hechos conducentes a un final ineluctable cuya autoría recae en una personalidad fuera de lo común. El señor Lauder nos ha proporcionado una posible lectura de su naturaleza. Creo que estará de acuerdo conmigo si digo que no ha descrito al acusado en su totalidad y que, sea cual sea vuestra verdadera naturaleza, sabemos, señor Crawford, que no es simple, ni obvia, ni de ninguna manera tópica.

»Hemos valorado las pruebas con la mayor atención. La mayoría de los cargos referentes a crímenes cometidos después de 1542 se han visto muy debilitados, en mi opinión, por las alegaciones del acusado, y serían difíciles de mantener. La acusación original, sin embargo, sigue en pie, y las pruebas no se han visto cuestionadas por ningún argumento o prueba esgrimido por el acusado.

»En todo caso, seguiremos valorando todo lo expuesto y mañana este tribunal remitirá su dictamen a los tres estamentos, ante quienes deberéis comparecer. Ésta es la decisión que deberéis temer y afrontar, por lo que os apercibo ahora de que debéis prepararos para ello.

Aquello era lo más parecido a un fatal augurio que podía darse en una vista preliminar. Lymond ya estaba de pie, dispuesto a recibirlo, y no hubo ninguna duda de que entendía lo que se le decía: la huella del atroz varapalo recibido aquel día podía percibirse en cada hueso de su rostro. Hizo una reverencia a los jueces y de nuevo, sorprendentemente, a los bancos en los que estaban sentados Erskine y su hermano; entonces flanqueado por los guardas, salió en silencio por la puerta.

Ni Lauder ni los jueces, ni los silenciosos bancos de los testigos se acordaron de Will Scott.

Un silencio antinatural había caído sobre la noche.

En la cuenca del Tyne, centelleaban pequeñas hogueras en los aledaños de Haddington: las botas de la soldadesca resonaban en las murallas de la ciudad asediada y, de forma más apagada, en las trincheras circundantes. El discreto golpeteo de picos y azadas delataba el quehacer permanente de los zapadores.

El río caracoleaba ligero hasta la costa. El estuario, tranquilo e iluminado por la luna, con pequeñas embarcaciones negras como botones sobre su superficie, yacía bajo el cielo y se agitaba impulsado por el viento que, rolando al este, alejaba de las costas a trompicones a la flota inglesa.

Edimburgo aguardaba lóbregamente custodiada por sus muros, hechizada por las sombras que se proyectaban en sus colinas, con sus peñascos formando un oscuro y dudoso emblema por encima del apologético hedor del Nor' Loch. La luna copiaba sobre los adoquines el perfil de las nuevas y altas casas: los tejados inclinados de paja, la incierta pizarra y las afiladas cornisas. Las alcantarillas discurrían ocultándose y saliendo de las sombras, cuales moteadas y argénteas anguilas.

Como era habitual, los puertos estaban iluminados; y aquella noche había luces también en Holyrood, y en el palacio de Maria de Guisa, en Castle Hill. Más abajo, en la misma ladera, otra vela brillaba en una de las ventanas superiores de la prisión de Tolbooth: en ella descansaba Lymond, presa de un sueño narcotizado, con un guarda apostado a la puerta de su celda cerrada con candado, en espera de que acabara la noche y el Parlamento se reuniera para sancionar su malhadado destino. En la casa de los Culter en la High Street, su familia aguardaba también. La candela permaneció ardiendo toda la noche.

También ardió en el castillo, en la torre de David, donde la luz y el calor se encontraron en mortal abrazo en la estancia de los prisioneros. El techo, bajo y de escayola, oprimía los efluvios del exhausto aire, que apestaba a cerveza vieja y a cuerpos sudorosos. No quedaba espacio para estar, ni oxígeno que respirar. La luz caía sobre un ondulante corimbo de cabezas, brillando sobre los cuellos que se inclinaban con una tensión ávida y nerviosa, como bestias ante un abrevadero.

En el centro estaban sentados Will Scott y sir Thomas Palmer, medio desnudos: los tendones quemados por el sol brillaban bajo múltiples luces y el sudor goteaba por la gruesa cuerda de sus columnas.

Palmer llevaba una hora, tal vez más, sin soltar sus habituales retahílas de gracejos. Su respiración sonaba ronca y estaba parapetado tras los naipes, con la mandíbula tensa y la mirada clavada en las tres cartas que tenía sujetas cerca del pecho. Junto a su silla, bajo un montón de ropa, descansaban más de la mitad de las pertenencias de Scott. Muy cerca de éste, en desordenada maraña, los ávidos pies de los espectadores habían empujado todos los artículos que hasta entonces había poseído Tommy Palmer, menos uno: la declaración de su primo.

Scott estaba demasiado cansado para pensar. No era la primera vez que se pasaba toda la noche jugando, terminando con ojos como platos, sin afeitar y con un hambre atroz, marchándose después a causarle prodigiosos quebraderos de cabeza a su padre. Pero contra Palmer, necesitaba todo el valor, la observación y la concentración de una araña, además de un preclaro instinto para adivinar sus faroles y la inspiración para saber cuando echárselos él.

Ignoró la cháchara del público entusiasta. Se negó a molestarse por las partidas que perdía y por la despreocupada bonhomía de Palmer. Jugueteaba distraídamente con su pelo rojo, que se le arremolinaba sobre la frente, mirando fijamente los naipes, que brillaban reflejados en sus ojos como tarjetas de invitación al Infierno.

Sabía que ya era de noche, que el interrogatorio había terminado y, gracias a Erskine, que ahora estaba a su lado, que había terminado de manera desfavorable para Lymond. No tenía ni idea de la hora que era.

Palmer preparaba su jugada. Lo hizo lentamente, como si el tacto de las cartas le proporcionara un gran placer.

—Mis preciosos naipes —dijo, admirándolos, con los gruesos dedos esparcidos por los reversos pintados.

Scott miró su propia mano y las esbeltas cabezas egipcias, en cuyos ojos se adivinaba el antiguo arte adivinatorio, le devolvieron la mirada, transformando sus pintadas manos en un cálido mundo de carne y hueso. Sus pies se apoyaban en le chemin royal de la vie, y esta vez, los estilizados personajes que sostenía entre las manos le parecieron reales. El Traidor y el Ahorcado, la Muerte y el Loco. Podía sentir el tacto de sus ávidos dedos, así como el maligno perfume de la nostalgia. Cerró bruscamente las cartas y las sostuvo cerca de sí hasta que su mente se despejó.

Tenía una buena mano, pero no definitiva. Sospechaba que la de Palmer era mejor. Pero había una forma de mejorarla: apelando a la suerte. Tenía el Mundo y el Malabarista en su mano. Podía enfrentarse a Palmer por el Loco; si no lo tenía, sus dos tarocchi nobili le proporcionarían cinco puntos extra y casi con toda seguridad ganaría la partida. Tenía que ser así. Cada artículo que ganaba Palmer le costaba otra partida para recuperarlo. Si perdía esta ronda, tendría que jugar un mínimo de dos más y ganar ambas. Y no estaba seguro de tener las fuerzas mentales para soportar siquiera una.

Reinaba el silencio. Scott volvió a mirar las cartas. Palmer respiraba con sonoridad, el atisbo de una sonrisa asomando en su barbudo rostro.

—Qui ne l'a —dijo Scott, y la mirada de Palmer, congelada, se entrecerró y se enfrentó a la suya—. ¿Qui ne l'a? ¿Y bien? ¿Lo tenéis vos?

Palmer se rascó la nariz. Gruñó, y el silencio se apoderó de aquellos hombres hastiados y abatidos como una prensa de uvas.

Durante todo el tiempo que pudo, Palmer puso a prueba los nervios de Scott. Entonces, lentamente, negó con su gran cabeza.

—No. Maldita sea: no lo tengo.

Will movió las manos muy lentamente: unas manos rojas como las de Buccleuch. Las cartas, machacadas y blandas, cayeron en sus sitios sobre la mesa: hinchadas, lastimeras, protestando enérgicamente ante la falta de entusiasmo en su mundo de papel. Hubo una pausa, y entonces Palmer bajó las manos y sus cartas se deslizaron como mantequilla de un extremo a otro de la mesa.

Era una mano perdedora.

—He ganado, creo —dijo Will Scott.

La ronda de felicitaciones, de palmadas en la espalda, los tragos de cerveza ya sin gas y los ruidos acumulados apenas penetraron en su cerebro; incluso cuando el mismo Palmer, tras verter una jarra de cerveza sobre su propia cabeza entre atronadoras maldiciones, estalló en una profusión de carcajadas y lo abrazó como a un hijo, Scott permaneció sentado, como un marmóreo y sonriente Buda, con el legajo de papeles ganado bien sujeto en sus manos. Cuando pudo hablar, lo hizo en tono quedo:

—Podéis quedaros con el resto de vuestras cosas. Esto es lo único que quería.

Levantándose con brío, Palmer se abrió camino a codazos hasta la ventana y se quedó allí, de espaldas a la misma, flexionando y estirando sus anchos hombros hasta que los músculos se destensaron.

—Menuda partida. ¡Dios! Menuda partida. He jugado en todos los condados de Inglaterra y en toda Francia, y en los barcos de Clinton, pero nunca había conocido un hombre que pudiera leerme el pensamiento como vos. Nunca. Estaba sentado como un maldito arbusto y vos me leíais la mente como si me salieran las palabras por las orejas. ¿Dónde lo habéis aprendido?

Scott se estaba quitando la camisa.

—Aprendí —dijo, con voz casi inaudible—, de...

Palmer apartó un puñado de lino y lo agitó.

—¿Qué decís?

Como el sol naciente, la cabeza de Scott reapareció, hablando todavía.

—Aprendí de un tipo llamado Jonathan Crouch.

Los brazos de sir Thomas cayeron como ramas rotas.

—¿Un inglés?

—Sí.

—¿Con una esposa llamada Filen y una lengua que se agitaba más que una serpiente de cascabel? —Sí.

—¡Yo le enseñé a ese hombre a jugar al tarot! —gritó sir Thomas.

—Ya lo sé. —dijo Will Scott.

Una hora más tarde estaba en la habitación de Lymond.

Le costó bastante despertarlo. Bajo los insistentes apretones del muchacho, Francis finalmente se movió y sus pesados párpados se levantaron ligeramente. Tras un momento lo reconoció.

—¡Scott! —exclamó con una voz un tanto ronca por culpa de los opiáceos. Entonces sus ojos percibieron un movimiento detrás del muchacho y giró la cabeza—....Y el señor Lauder, por lo que veo.

El magistrado, con las ropas arrugadas y el pelo enmarañado, hizo una reverencia y cerró la puerta ante la inquisidora mirada de los guardas. Scott no miró a su alrededor. En lugar de ello, sacó el legajo con la declaración de Samuel Harvey, iluminando el encabezamiento con la lámpara de sebo que había junto a la cama.

—Es la confesión de Samuel Harvey —dijo el muchacho—. La escribió en Haddington, ante Christian, cuando estaba en su lecho de muerte, y se la llevó su cura. Os exime de todos los delitos de traición.

Los dedos de Lymond acariciaron los papeles doblados, deteniéndose sobre el sello roto, alisándolos con delicadeza. Scott, mirando los ojos que leían, visualizó las páginas que él mismo había descifrado una hora antes, cuando, ante varios testigos, había examinado su trofeo.

"...convocado fuera del hogar de la princesa María y llevado a presencia del Rey... esencial engañar al enemigo en lo concerniente a la identidad del espía... conveniente presencia del escocés Crawford... carta a sus amigos en Escocia" ya ha sido sustraída... falsificación llevada a cabo y traída conmigo al norte..."

Y las últimas frases.

"Más tarde me enteré de que, irónicamente, el espía por el que nos habíamos tomado tantas molestias, fue muerto en su siguiente visita a Londres. En cuanto a los demás implicados, he dado mi palabra de no mencionarlos y no veo por qué debiera hacerlo ahora, pues no afecta sustancialmente a este asunto. No me avergüenzo de lo que hice: obedecí órdenes en un acto justificable contra el enemigo."

Aunque había llegado a la última página, Lymond no alzó la vista inmediatamente. Scott se alegró cuando, por fin, habló.

—Así que realmente había conseguido las pruebas.

—Nadie sabe qué fue lo que pasó —dijo el joven—. O bien alguien le dio las páginas en blanco, franqueadas y dobladas, por error, o fue un engaño deliberado: quizás Harvey se arrepintió en el último momento de haber confesado lo que hizo. El cura no lo sabe.

Lymond giró la cabeza, encontrando los brillantes ojos del color del mar bajo el iluminado techo de paja.

—¿Y vos? ¿Dónde las encontrasteis?

—Sir Thomas Palmer es el primo de Harvey. Lo supe gracias a lady Douglas, la mujer de sir George, cuando la liberaron de Haddington. También me dijo que estaban guardando las pertenencias de Harvey para dárselas a Palmer cuando éste llegase al mes siguiente.

—¿..Y?

—Y cuando Palmer vino al norte, mi padre lo capturó —dijo Scott, asaltado por una repentina timidez—. Palmer está ahora en el castillo y también le acompaña el fraile que escribió la confesión ... De eso me enteré después. Hice que todos ellos fueran testigos del contenido, para que pudieran...

—Vuestro joven catecúmeno se pasó toda la noche jugando al tarot con Palmer para conseguirla —dijo la suntuosa voz del fiscal. Había encontrado una silla y estaba reclinado sobre ella, sonriendo benévolo hacia el techo—. Diantre, ojalá me hubierais aceptado en vuestra tropa durante seis meses. Cualquier persona capaz de vencer al hermano de Buskin...

—Yo no tuve nada que ver: importamos a un entrenador para eso —dijo Lymond, serio, con la piel oscilando entre el rojo y el blanco y los ojos brillándole como gemas—. No creo que pudiéramos enseñaros muchas cosas, señor Lauder.

La mirada legal, abandonando las vigas, voló hasta las almohadas.

—¿Quién robó vuestra carta, señor Crawford? Esa maldita Douglas, imagino. —Hizo una pausa—. Fuisteis muy amable con nuestros amigos en el día de hoy.

Los pensamientos de Lymond estaban claramente a cientos... a miles de kilómetros de allí.

—¿Nuestros amigos..?

Henry Lauder ignoró el ceño fruncido de Scott y siguió hablando.

—Los Douglas. El conde de Angus se había propuesto, creo, colocar la Corona de Escocia sobre la cabeza de Enrique VIII a mediados del verano de aquel año. Se hablaba de una alianza secreta firmada en Londres por sir George y su hermano prometiéndole toda su ayuda. Imagino que, por aquel entonces, el Rey no querría que aquello se hiciera público.

—No.

Las manos de Lymond yacían inmóviles sobre las páginas dobladas de la confesión. Levantó el legajo agitándolo significativamente, y dijo:

—Nada que tenga que ver con los Douglas me sorprende ya. Son una familia poderosa que siempre apostará por el bando ganador, incluso si no es el que más les paga. Esa es la triste verdad.

»Cuando Douglas va a Berwick en calidad de emisario de la corte escocesa o cuando viene a Edimburgo tras haber jurado promover el matrimonio inglés, tanto el Protector como Arran saben perfectamente que está añadiendo su propia letra a la canción que debería transmitir. Y en otras ocasiones la letra que parece ser suya, ni siquiera lo es. Los Douglas son como los petreles de las tormentas: indican de donde viene la mar brava; para eso son útiles. Ellos realizan sus negocios escudándose en su labor diplomática y no soportan que nadie ponga en duda su honor, y desde luego no toleran que se les humille. El bando que sucumba a la tentación de denunciar públicamente a los Douglas los perderá para siempre, y con ellos perderá también el considerable poder de los hombres que los siguen. Grey era consciente de ello: por eso trató siempre tan bien a sir George, prescindiendo de la opinión de Wharton y del Protector.

—Mi padre también obtuvo permiso para negociar con los ingleses —dijo Scout a la defensiva—. Para proteger sus propios intereses.

Una sonrisa afloró a los labios del fiscal de manera espontánea.

—Buccleuch tiene por costumbre hacer cosas bastante peculiares para proteger sus intereses, pero nadie lo compararía con un Douglas. Pero el señor Crawford tiene razón. El auténtico peligro no proviene del buitre que busca la carroña indiscriminadamente y, en efecto, un escándalo público sólo serviría para enviarlo a un exilio estéril, lo que no nos sería de ninguna utilidad. Tampoco hemos de temer a los patriotas que, como vuestro padre, están demasiado ocupados compaginando sus intereses con su lealtad, pues ellos son fieles a la patria, aunque a su extraña y retorcida manera. El verdadero peligro lo constituyen aquellos que desean transformar Escocia en un país a imagen y semejanza de sus ideales, donde ellos y sus descendientes puedan obrar a su antojo hasta el final de sus días.

—Algunos son sinceros —dijo Lymond.

—Lo sé: y esa es la clase de hombres que más puede llevarnos al desastre. Que Dios nos guarde sobre todo del simplón honesto y del fanático ambicioso.

—Habéis hecho un retrato bastante acertado de las lealtades escocesas. No parece que quede mucho donde elegir, ¿verdad?

—¿Los Culter, quizá?

Lauder se cruzó con la irritada mirada de Scott.

—¿Esa desafortunada familia con un desastre de hijo? —preguntó el joven, irónico.

El abogado sonrió.

—Yo trabajo con las palabras, hijo; y las mejores proliferan como setas en el sustrato de la Justicia. Vuestro amigo también escoge magníficamente sus expresiones... Admiro la lealtad que os asiste, además de vuestro lenguaje, señor Crawford. ¿Qué haréis ahora?

—Eso mismo iba a preguntaros yo —dijo Lymond, aprovechando el respiro que le daba Lauder con sus palabras.

El fiscal se levantó.

—Creo que varias personas deberían ver esta declaración sin demasiada tardanza —dijo—. Si me la confiáis.

El «por supuesto» de Lymond sonó a la vez que el «¡No!» de Scott. Francis permaneció unos instantes más sujetando los papeles, después recorrió las escritas palabras con sus dedos y las entregó al fiscal. Lauder guardó el documento.

—Os aconsejo que os vistáis si podéis. El señor Scott quizá pueda ayudaros. Es posible que haya que enviar a alguien a buscaros.

La puerta se cerró tras él. Ante el gesto de Scott, Lymond dijo, una mueca juguetona en su generosa boca:

—De alguien hay que fiarse, Will... a pesar de que os aconseje constantemente lo contrario.

Scott murmuró, evitando sus ojos:

—Debéis haberme considerado el mayor de los cretinos.

—De haberlo hecho, nunca os habría permitido uniros a mí. Vuestro padre os estuvo elogiando en el tribunal hoy... ¡Dios! Ayer. Y yo estoy de acuerdo.

—¿A pesar de los terribles errores que he cometido?

—Estuve pensando en ello esta noche. No cometisteis ningún error.

Con azorada impaciencia, Scott repitió la pregunta que Lauder había pronunciado en vano:

—¿Qué haréis ahora?

Lymond, estirándose, lo cogió del brazo y lo hizo sentarse en la silla que tenía a su lado.

—Esperad un momento. Estoy empezando a asimilar el hecho de que mañana no me van a partir en pedacitos. Parece que, después de todo, voy a posponer mi cita con Apolión. De manera que vos habéis contribuido en mi vida mucho más decisivamente de lo que yo nunca he contribuido en la vuestra.

La voz de Scott sonaba insegura.

—Os debía eso, al menos.

—No me debíais nada —dijo Lymond—. Parece que existe una conspiración sobrenatural para mantenerme con vida, eso es todo. Y por Dios que espero que no lo lamentéis. Y que no lo lamente yo. ¿Cómo demonios conseguisteis vencer a Palmer a las cartas?

Scott sintió que el alma se le colmaba de gozo. Sin esperar a que Lymond dijera nada más, ignorante de que el otro, de hecho, se sentía incapaz de articular palabra, el joven Buccleuch contó la historia mientras su antiguo jefe se vestía.

Un tejado rojo coronaba la casa de los Culter en Bruce's Close, y en cada ventana un lema estampado adornaba los cristales; por dentro era cómoda y agradable, con dos espaciosos dormitorios y un salón cuya ventana, amplia y luminosa, miraba sobre el jardín en el que solía coser Sybilla.

A medianoche, la viuda mandó a la cama a su hijo y a su nuera, asegurándoles que ella se retiraría a continuación. Pero en lugar de ello, se sentó cara a la ventana, proyectando su inmóvil sombra sobre el claro rectángulo de rosales del jardín mientras sentía como se estremecía dolorosamente cada nervio de su cuerpo.

Durante cinco días, Sybilla había empeñado su persona y todas sus valiosas posesiones —su cerebro, su encanto y su dinero— en un persistente bombardeo sobre las autoridades. Sus amigos y conocidos, sus contactos en la Iglesia y en la nobleza, los magistrados del Tribunal de Sesiones, los que ostentaban el menor poder en la corte, fueran del sexo que fueran, a todos había acudido la viuda; a muchos les había conmovido su angustia y muchos habían intentado ayudarla, porque se trataba de Sybilla, y la gente estaba dispuesta a bajarle la luna si ella se lo pedía.

Pero no había tenido éxito. Desde el principio supo que nada podría salvar la vida de su hijo: la ley sólo admitía pruebas, y eso es lo que no tenía. Al volver de la vista preliminar, Richard había sido obligado a repetir una y otra vez la totalidad de las preguntas y respuestas que habían tenido lugar. Habían repasado el tema, los tres, hasta quedar exhaustos; después ella había enviado a su hijo y a Mariotta a la cama.

Se movió, su sombra oscilante sobre las oscuras rosas. Había una vez una oveja que tuvo tres corderitos, y uno era negro. ¿Y cuál es el problema? Las ovejas suelen ser blancas, pero, ¿convierte eso al blanco en el único color válido? ¿No cambia acaso la blanca luz del sol ante el prisma? ¿No es acaso mediante el mestizaje que se renuevan las razas? ¿No aumenta el paisaje su belleza admitiendo un pícaro toque de cobalto en sus cándidos prados?

... Aunque no todas las miserias habían sido en vano. Jamás en la vida había oído a Richard dirigirse a ella como lo había hecho aquella tarde, angustiado y vehemente.

Sybilla miró por la oscura ventana. Al este, Moultrie Hill y el Dow Craig, con Greenside presidiendo en las laderas más alejadas; allí donde una vez en otro tiempo ella se había sentado durante nueve horas observando cómo Davie Lindsay se burlaba ante los tres estamentos de los tres estamentos, y de la Corona ante la Corona. Aquella clase de tolerancia parecía haberlos abandonado en poco tiempo.

La Lang Gait y el camino de Gabriel estaban a oscuras; en lontananza podían distinguirse algunas luces dispersas en Broughton y en Silver Mills, en Kirkbraehead y en Canon Mills. Abajo, su jardín se extendía hasta confundirse con las túrgidas aguas del loch, las altas tierras que lo rodeaban proyectando sus sombras al compás de la luna.

Había una vez una oveja que tuvo tres corderitos; y uno era negro. Uno murió ahogado, otro murió ahorcado; el tercero desapareció y nunca más lo encontraron... Sybilla cruzó fuertemente las manos.

En aquel instante, Tom Erskine, cabalgando veloz y en solitario, llegó como una exhalación ante su puerta.

Transcurrió media hora. En el palacio de María de Guisa, las velas fueron iluminando las estancias, una tras otra. La Reina regente se trasladó con sus doncellas a la cámara de audiencias, asintiendo con la cabeza mientras hablaba con Richard, que caminaba a su derecha, seguidos por Henry Lauder.

Ambos hombres permanecieron de pie a su lado mientras ella se sentaba sobre el estrado. El lord Canciller ya estaba allí, con la ropa tan arrugada y polvorienta como la de la Reina; también Argyll llegó rápidamente, hizo una reverencia y se sentó con Huntly, Erskine y los secretarios a lo largo de la pared de la pequeña y hermosa habitación.

Hacía mucho calor y las luces resultaban incómodas a los cansados ojos. Dado lo intempestivo de la hora y habida cuenta del permanente y desagradable estado de crisis por el que atravesaban, la Reina prescindió de toda ceremonia. Conversó algo más con el fiscal y con Argyll; después, uno de los secretarios, obedeciendo a un gesto de su cabeza, abrió la puerta. La Reina regente, sentada, observó a lord Culter; Henry Lauder observó a la Reina.

Richard sonrió. Crawford de Lymond, de pie ante la puerta, devolvió la sonrisa, hizo una reverencia y se quedó esperando, conjurando con la fuerza que emitía su persona la escudriñadora mirada que se alzaba hacia él. Bajo la inclinada cabeza, la gasa almidonada de su camisa proyectaba una leve sombra sobre su rostro. La Reina hizo un movimiento con la mano y observó cómo aquel hombre avanzaba hasta el estrado. Dijo, en su inglés de marcado acento:

—Sentía curiosidad por conoceros.

Francis respondió con su rápido francés.

—Soy yo, Alteza, quien sentía curiosidad, de lo contrario no habría arrostrado peligros sin que necesidad alguna me impeliera a ello.

—El magistrado no puede seguiros —observó María de Guisa—. Hablaremos en mi inglés, en el que es a mí a quien no sigue. No existe precedente, señor Crawford, en dirigirse a un hombre que ha sufrido tamaña injusticia por parte del Estado. El nivel de corrupción al que habíamos llegado nos ha impedido plantearnos siquiera la posibilidad de juzgar mal a nadie. Me sorprende enormemente habernos equivocado.

Sabiendo que era mejor callar, Lymond se limitó a inclinar su dorada cabeza: tenía el don de llevar aquel hermoso atavío como si hubiera nacido con él puesto, pensó Lauder, irritado al recordar sus propias ropas de arrugado lino, mientras observaba el grupo de estadistas medio dormidos y sin los ayudas de cámara que normalmente los rodeaban.

La voz prosiguió maternal y autoritaria.

—En los últimos tiempos Will Scott de Kincurd nos ha mantenido al día sobre vuestras acciones dirigidas a informarnos sobre los movimientos y asuntos del enemigo. Ahora sabemos que os debemos también otros presentes, otorgados a lo largo de los años en forma de dinero y secretos de Estado; que nos hemos beneficiado sin saberlo, de vuestro talento en Hume y Heriot, en Carlisle y Dumbarton. Y todos estos servicios han sido prestados bajo la amenaza de nuestra espada y bajo el talón de nuestra bota: prestados con valor e independencia.

»Estoy atónita, señor Crawford. Sabed que siento una furiosa tristeza que espero os compense un poco por vuestros sufrimientos. Me he servido de armas alquiladas y gastadas teniendo a mano honesto y templado acero. M. le Maître, por Dios que nos habéis causado grave ofensa: deberíais habernos recriminado nuestros errores. ¿Qué recompensa pueden traeros las palabras? ¿Una contrita disculpa, el arrepentimiento del señor Lauder?

—Un arrepentimiento relativo —dijo el fiscal—. Aunque aprecio al señor Crawford como a un hijo, no me habría perdido ese interrogatorio por nada del mundo.

—Si extraviáis vuestras notas —dijo Lymond—, sabed que yo las conservo. Grabadas en el hígado. La Reine douairière es generosa. Por mi parte, yo tengo la impresión de haber cometido más de un error por cada uno de los países que he pisado. Lo mejor es olvidarlo.

—Mi querido señor Crawford —dijo la Reina regente—. ¿Cómo podría olvidarlo, cuando mi hija recita procaces poesías, y os lleva aun hoy en el corazón..?

Huntly se movió. María de Guisa colocó las manos sobre su regazo sin mirar a nadie y habló. En su voz pudo apreciarse una cualidad nueva, y su mirada se endureció ante todos ellos.

—Soy consciente —dijo—, de que para la mayoría de Vuesas Mercedes, que luchan a mi favor o en mi contra, a favor o en contra del Protector, el linaje real se reduce a un certificado de nacimiento, a un anillo de metal; un peón más, perdido en su propio tablero.

Una figura habituada a padecer una dominación y un trato más despiadado que el más débil de sus súbditos.

»Para mí, sin embargo, es una niña pequeña, dulce y cálida, que acumula en las palmas de sus manos sorpresas y sabiduría y años felices. Llegan invasores armados, los hombres mueren, son capturados, conspiran y traicionan, pero ella sigue siendo una niña pequeña, que llora porque se ha despertado en mitad de la noche.

Sus ojos se posaron durante un instante sobre sus manos, y su labio tembló un momento, pero enseguida recuperó la compostura.

»Con vuestra esforzada actuación de este año, habéis mantenido a la Corona escocesa a salvo de ser capturada... Sí, en efecto. Para mí, señor Crawford, lo que yo recordaré sin embargo es que me habéis hecho el precioso regalo de un año de la compañía de mi hija.

»El último año, quizá. Ahora está a salvo. Vos, señor, con vuestro valor, guardasteis el secreto que permitió que su barco partiera. Ayer el viento sopló del sur: llega el otoño, y anuncia una estación más fría de lo que hayamos podido conocer hasta ahora. Ayer mi hija partió desde Dumbarton: la acompañaban lord Livingstone y lord Erskine, su hermano, Beaton, Season y lady Fleming. Partió hacia Francia, para vivir allí y con el tiempo casarse con el Delfín.

«...Algunos opinarán que deberíamos haber aceptado las propuestas de Inglaterra, con su inoportuno pretendiente; que habríamos evitado el derramamiento de sangre y que nuestra dote se habría visto enriquecida. Yo no lo creo. Espero que estemos eligiendo con sabiduría además de con orgullo, y que obtengamos una paz duradera además del apoyo y la protección francesas.

—¿y qué pasa con Inglaterra? —era la voz de lord Culter.

—El Rey de Francia ha acogido a este reino bajo su protección. Exigirá de Inglaterra que preserve la paz entre las tres naciones; y que cese toda hostilidad con Escocia.

Afuera llegaba el amanecer, pálido y quebrado por el viento, poblado aún con estrellas tardías y brillantes. Reflejando el amarillento resplandor de las luces, la mirada de Lymond se volvió hacia su hermano.

—Así que han perdido finalmente —dijo—. Todos los caballeros del Rey. Lord Grey y lord Wharton, Lennox y Somerset, Wilford y Dudley, sir George Douglas, Angus y Drumlanrig. Tantas conspiraciones y esfuerzos, tantas incomodidades y penurias; tanto oro gastado; tantos soldados arrastrados desde los rincones de Europa para enfrentarse a nosotros. ¡Qué triste debe ser cortejar a cañonazos y perder!

María de Guisa tenía la mirada y la mente puestas sobre el intenso rostro de Lymond.

—Me pregunto... ¿Estáis conmigo?

Los precavidos ojos se alzaron al instante.

—Sí... eso creo. Puede que haya una solución divina, pero nosotros sólo somos humanos, y escoceses, además. Lo que significa que tenemos todas las complicaciones.

—¿Y qué recompensa os daremos —dijo María de Guisa, seria—, por todo lo que habéis hecho por nosotros? Aparte del incalculable valor del amor de mi hija, claro.

La encantadora sonrisa de Lymond inundó sus azules ojos mientras permanecía ante ella, pasivo.

—No tengo deseo alguno ni puedo imaginar tenerlo.

—¿No? —dijo la Reina regente, y levantándose, arrastró a Francis Crawford fuera de la habitación, ignorando a sus estadistas, que trastabillaron de la sorpresa; Richard esbozó una leve sonrisa y Lauder quedó maldiciendo con insistencia.

—¿Así que no tenéis más deseos? Au contraire. Espero poder averiguar cuáles son, pero hay uno que, con seguridad, conozco ya —dijo la Reina con decisión, y abrió una puerta.

Ante él se extendía una estancia vacía; una más en una vida llena de soledades.

Entonces oyó el susurro de la seda, un perfume vagamente recordado, una presencia cálida, intrigante e intuitiva; y un salvaje alivio inundó aquella mente cansada y apasionada.

Sybilla estaba allí. Miró a su hijo a los ojos y abrió los brazos de par en par.