Capítulo III

Un alfil enemigo

Y también es importante... que primero se curen

A sí mismos, y deberán purgarse de todos los males

Y vicios... Y deberán mostrarse íntegros, puros y dispuestos

Para curar a los demás.

1. Extraño refugio

La campana de la abadía de Hexham, abriendo sus labios a la luna pagana, envió su voz hasta el otro lado del río: Vice mea viva depello cunda novica; y los hombres que esperaban en la otra orilla, en un palomar ennegrecido y sin puertas, la oyeron. Y también oyeron el temblor de cascos acercándose.

Perteneciente a un hospital, una mansión, un priorato, aquél palomar había albergado en otro tiempo por lo menos quinientos pichones. En el interior del edificio había catorce gradas con sus agujeros y salientes, un barreño con un surtidor, una mesa de piedra y un poste alto y chirriante con dos brazos giratorios que rotaban a la altura de los nidos dispuestos en las gradas, de manera que dos hombres pudieran ir recogiendo los cálidos polluelos desde las perchas rotatorias.

Una puerta rota permitía ahora la entrada de ratas. Pero las palomas torcaces habían encontrado la forma de llegar hasta los nidos más altos y seguros. Cuando los hombres de Erskine entraron allí, los pájaros salieron volando, agitándose como una gavia al viento. Mientras esperaban a que Tom regresara, sus hombres veían sin cesar asustados ojos dorados que se lanzaban disparados hacia el tragaluz situado en lo alto.

La repentina falta de acción, que fastidiaba a los hombres de Erskine, se hacía insoportable para Richard, privado de su presa y del más mínimo papel en el clímax de su sórdido maratón. Cincuenta veces habría llegado hasta las puertas de Hexham si Stokesse lo hubiera permitido. Si Erskine había conseguido entrar, ¿por qué no iba a hacerlo él? Si Erskine fracasaba, ¿no era su deber relevarlo? ¿Y quién le había dado a Erskine el derecho a entrometerse en los asuntos de los demás?

Stokes, afortunadamente, tenía el don de la paciencia. A medida que la luz iba escaseando, fue pronunciando correctas y sensatas respuestas, sin señalar el hecho de que, de no ser por el propio lord Culter, estarían todos a salvo y de camino a Edimburgo desde hacía horas. Poco a poco, hasta Richard fue quedándose en silencio, y se entretuvo caminando furibundo, pateando de un lado a otro el polvoriento suelo.

Un sonido de cascos como de espíritus atormentados siguió el tañer de la campana. Stokes hizo una señal de silencio, se aventuró por la minúscula puerta y dio un paso atrás, la sonrisa de su cara iluminada por el fuego rojizo. Era Tom Erskine.

Apenas se había apeado de su montura cuando las manos de Richard lo agarraron por los hombros.

—¿Y bien? Maldita sea, ¿qué ha pasado?

Erskine, con una mirada extraña, se zafó de él.

—Hemos impedido que se entregara el mensaje. Acheson lo había memorizado.

—¿Y Lymond?

Nada ni nadie le importaba aparte de él. La mirada de Erskine, con renovada crudeza, con renovado temple, obligó a Richard a mirar al suelo antes de espetarle:

—Ellos odiaban y temían a Lymond. Si creéis que era un traidor que trabajaba en secreto para Inglaterra, os equivocáis. Fue él quien mató a Acheson.

No se produjo cambio alguno en aquellos fanáticos ojos grises.

—¿Dónde está? —dijo Richard.

Alguien había descargado el caballo de Erskine. La pesada carga yacía junto al fuego: Tom se agachó y desplegó las mantas.

Vacío de malicia y de ira, mudo, indefenso; el hermano de Richard yacía a sus pies. Erskine se agachó junto al cuerpo inmóvil, vendado y cubierto de sangre, y tocó la mano de Lymond.

—¿Está muerto?

Lo miraron fijamente, como si estuvieran hipnotizados.

—Stokes: reúne los caballos y saca de aquí a los hombres —dijo Erskine abruptamente—. Hemos cumplido la misión. No podemos arriesgarnos a quedarnos más tiempo. Rápido.

El éxodo empezó, frente a la figura inmóvil de lord Culter. Repitió la frase, sin alzar la voz.

—¿Está muerto?

El rostro de Erskine estaba tan pétreo como el suyo.

—No sobrevivirá una hora a lomos de un caballo. Tenemos que dejarlo.

Richard maldijo con voz dura.

—Maldita sea, ¿cómo vamos a dejarlo? Sabe lo mismo que sabía Acheson.

—Entonces podrá contárselo a las palomas —dijo Erskine, brusco, extendiendo las mantas—. ¿Cuánto tiempo creéis que sobrevivirá en estas condiciones?

—Alguien podría encontrarlo.

—Está bien. Alguien podría encontrarlo. Ese es problema vuestro: es vuestro hermano. Por eso lo traje de vuelta. Yo no voy a decidir qué hacer con él. Hoy he visto como arriesgaba su vida para matar a aquel hombre.

El gesto de Richard no se relajó.

—Tenía que elegir entre Grey y vos, y se inclinó por lo que más le convenía, eso es todo... Comprensiblemente, lo rescatasteis, ¿no es así? —Sus dedos se deslizaban por el gavilán de su espada. Finalmente se detuvo—. No. No lo dejaré, maldita sea. Quiero que muera en público, ante la ley, sufriendo y consciente de su situación. Coged a vuestros hombres y lleváoslos a la carretera. Yo me quedaré con él y lo llevaré más tarde.

Se quedaron solos; pudieron escuchar el tumulto de los caballos mientras los sacaban afuera.

—Ya habéis luchado —dijo Erskine— contra él una vez: ¿no crees que ya es suficiente?

El fuego resplandeció en los ojos de Richard.

—¿No creéis vos que es inocente? Pues yo quiero salvarle la vida: ¿qué tiene de malo? Y si no es culpable, tendrá la oportunidad de demostrarlo: ¿hay algo más justo, acaso?

Alguien los llamó desde fuera. Erskine salió, y al volver arrojó a los pies de Richard su equipaje y su capa.

—Los necesitaréis.

De repente, añadió:

—Venid con nosotros, Richard. Dejadlo en paz. No os lo podréis llevar con vida, como si fuerais una maldita araña con una mosca.

No hubo respuesta.

Erskine tenía que marcharse. En la puerta del palomar echó un último vistazo. Richard se había agachado sobre su hermano y, con gesto agitado, examinaba la considerable gravedad de sus heridas.

Mucho después, el propio Richard, en la puerta, contemplaba la tranquila noche. Al rato, moviéndose en silencio, recogió la madera que necesitaba y la descargó dentro.

Era tarde. El fuego, reavivado, rielaba bajo los altos salientes en el rostro de su hermano: el rostro inocente y dormido de la infancia.

Pero el sueño de Lymond era el frío sueño de la muerte. Lord Culter, soldado experto y hombre de campo, se había enfrentado a la sangre derramada de su hermano, a los músculos destrozados y al hueso quebrantado; había lavado, limpiado y vendado con manos firmes, sin omitir nada: las manos llenas de cicatrices, las antiguas heridas, el destrozo del último impacto.

Ya no podía hacer nada más. Después de colocar una tela sobre la puerta, se estiró cerca del fuego, usando su montura de almohada, y esperó junto a la callada boca que tanto tiempo se había burlado de él. Las torcaces habían regresado hacía ya rato, furtivas, a sus perchas.

A medida que los invadía el silencio, ellas fueron tranquilizándose también, un montón de plumas erizadas y patas resecas y ásperas. Y en aquella cálida noche de junio el único sonido que fue quedando, provenía de la respiración ahogada y jadeante de Lymond.

Durante las horas más oscuras de aquella larga noche, Richard durmió, destrozado por el agotamiento y la vigilia, y se despertó atontado, sin recordar nada.

Su perpleja mirada se posó sobre los pálidos arcos iluminados por el tragaluz que tenía encima, sobre el frío esqueleto del poste y sobre las paredes oscuras y encerradas, con sus cientos de agujeros vacíos y negros, para acabar fijándose sobre los abiertos e insondables ojos de su hermano, que lo miraban.

En aquel incómodo segundo ninguno habló. Culter se levantó y, agachándose junto al fuego, lo reavive) cuidadosamente. Junto a las renovadas llamas brillaron los claros cabellos, las pálidas mejillas y los blancos labios, tiñéndose de vida por efecto del fuego. Optimista y sardónico in extremis, Lymond habló con voz casi inaudible.

—Todavía roncas como una rana. ¿Me sacó Tom Erskine de allí?

Richard estaba construyendo una catedral de ramas.

—¿y quién si no? Te trajo aquí y se llevó a sus hombres a casa. Estamos a las afueras de Hexham.

Se hizo una tensa pausa. Entonces Lymond dijo, con voz clara:

—Si estás esperando para proclamarme in articulo mortis, no lo pospongas por mí.

Aquellas palabras acabaron de espabilar a Richard.

—No me importa esperar —dijo con siniestro regocijo.

Algo, no muy lejano a la risa, resplandeció en los cansados ojos.

—A mí tampoco. Pero parece que el asunto se está prolongando bastante.

Richard había colocado una lata con agua sobre el fuego reavivado y también había preparado vendajes nuevos.

—Es lo normal si el cirujano es bueno.

La voz cuidadosa sonaba resignada.

—Dos capítulos de Anatomia Porci y ya se creen Avicena. No te preocupes. No presenciarás retorcimientos ni lamentos por esta parte.

—¿Sorprendido? —Richard comprobó la temperatura del agua con un dedo—. ¿Qué esperabas? ¿Que te maldijera, te matara y te enviase al Infierno?

—Sí. Tendrás que explicarme por qué no lo haces: yo no puedo ayudarte. A estas alturas una oda a la amistad por mi parte sonaría bastante estúpida... Ya no puedo beber más.

Richard apartó la petaca.

—Dijiste que no te quejarías.

—No es una queja sino una clara y meridiana aseveración.

—Para eso habrá tiempo más tarde —dijo Richard, ecuánime, despegando las tiras de una manta que hacían de vendas—. Tendrás mucho tiempo para dar explicaciones—. Se agachó, y sus impenetrables ojos miraron hacia abajo.

No era un panorama grato: una tarea desagradable y repulsiva, incluso aunque hubiera tenido a su disposición el equipo necesario y los conocimientos del médico que no era. Los cuencos con agua se tornaron escarlatas y el improvisado vendaje apestaba...

¿Dar explicaciones? ¿Cómo podía explicarse el asesinato del hijo de uno? ¿La seducción de la esposa? Y aquellas manos que Mariotta conocía mejor que él: y la boca, y el cuerpo lleno de cicatrices...

Lymond tardó bastante en recuperarse de la operación del vendaje. Pero al final abrió los ojos, y después de un tiempo, habló.

—De acuerdo. A mí también me encanta el sadismo —dijo—. Pero repite esto unas cuantas veces más, gato del maestro Haly Abbás, y no te quedará ratón con el que jugar... Adelante, sigue.

Richard fue cuidadoso.

—Todavía no —dijo—. Cuando lo haga, quiero tener toda tu atención. Ahora lo único que tienes que hacer es recuperarte.

Aquel día, lord Culter estuvo buscando un nuevo refugio para su paciente: un lugar donde estuvieran protegidos y suficientemente alejados de casas y caminos.

Bien entrada la tarde, en su última excursión, mientras llevaba un cargamento de musgo para camuflarse, encontró el lugar ideal. Un pequeño arroyo que discurría por entre la arenisca había creado un pequeño desfiladero que desembocaba a unos veinte metros abriéndose en un prado de altas hierbas. Era un buen lugar para que pastara su caballo y algo más lejos, las rocas del desfiladero se inclinaban cerrándose sobre la hierba y formando una pequeña cueva. Allí podría encender fuego sin problemas, y estarían guarecidos del mal tiempo.

Lo exploró concienzudamente y regresó al palomar bastante tarde.

Lymond lo observó con ojos encendidos mientras recogía el campamento.

—¡Vaya! ¿Vamos a mudarnos a otro sitio? ¿Está muy lejos?

—Será un pequeño paseo. Te ataré a Bryony.

Hubo una pausa. Entonces, indiferente, Francis comentó:

—Richard. No puedes pensar en serio que tengo futuro estando hecho un colador. Y el tiempo tampoco está de tu parte. Deja de jugar con tu presa y acabemos con esto de una vez. Dime lo que tengas que decirme.

—No has tardado mucho —dijo Richard—, en protestar.

—No estoy protestando. Sólo estoy intentando explicarme aquí, a ras del suelo. Y antes de que uno de los dos mate de aburrimiento al otro, quiero hablarte de Mariotta.

Lord Culter se levantó, con las dos bolsas de equipaje bajo los brazos.

—A mí no tienes nada que decirme.

—Sí tengo, aquí y ahora. Y cuando termine podrás hacer tu propio discurso dentro del maldito agujero que hayas escogido para refugiarte, y ponerte en cuclillas sobre tu maldito trasero, como hacían los romanos cuando llovía. Mariotta...

—No te estás muriendo —dijo Richard—. Guarda tus patéticas confesiones para otro.

—¿A quién le están sangrando las entrañas? —preguntó Lymond, ofendido. Su cabello estaba oscurecido por el sudor, y sus dedos se agarrotaban en muda resistencia a las oleadas de dolor—. Voy a contarte lo que sucedió, hermano mío. Así que tendrás que ejecutarme, abandonarme o escucharme.

—O arrancarte la lengua.

—Qué feliz es la vida de la cigarra. Adelante. Hazlo. Pero entonces nunca conocerás la verdad.

—Ya sé todo lo que necesito saber.

—¿Qué es lo que sabes? Sabes buscarte una esposa, pero no sabes casarte. Sabes escoger, sí, pero no sabes ser un marido. El gran amor ha de ser honrado, Richard, como el arte noble y complicado que es. Eres idiota... Casi la pierdes, pero no por mi culpa.

Lord Culter tenía la espada en la mano. Los escrutadores ojos de su hermano y hasta las ensombrecidas paredes del palomar desaparecieron. Con el último resquicio de autocontrol, Richard se obligó a salir por la puerta.

Y baña a mi hijo en la leche de la mañana, dijeron las palomas. Y una tras otra, las voces atronaban sus oídos. Y allí, apestosas y odiosas sobre los verdes prados, le miraban todas las muertes que había padecido por culpa de Lymond. «No habrás llevado a las damas a Stirling para que estén a salvo, ¿verdad?»; una flecha, clavándose ignominiosa en su hombro ante una vociferante multitud; un guantero borracho y un viaje helador; la prisión de Dumbarton y el paseo por la sala de baile; el fracaso de Heriot; las trampas de Scott; y lo más terrible: Mariotta, Marietta, Mariotta, resplandeciente con sus joyas.

—Puedes creer si quieres que es hijo de Lymond... Ahora está con Mariotta... Habría sido niño.

La hierba bajo sus pies, el cielo azul, las raquíticas sombras moradas de los árboles, todo volvió a aparecer ante sus ojos. Se quitó el cinturón de la daga y la dejó junto a la espada en la puerta. Caminó y se sentó en el borde de la mesa de madera.

—Continua. Podemos permitirnos unos minutos. Haz tu discurso sobre el arte de la seducción. Quiero citar tus palabras cuando vea a Mariotta.

—Yo —dijo Lymond, con voz hosca—, soy el octogenario que sembró el campo. En mis huesos llevo mi cosecha. Y gracias a Dios, tu esposa no es hueso de mi cuerpo. Fui galante en Midculter, que Dios me perdone, por culpa de una terrible borrachera: pero eso fue todo.

—¿No intentaste seducirla, ni ella a ti?

—Mi querido asno, huí como un rascón. Puedes hacer preguntas insidiosas hasta quedar bizco como Estrabón: eso es todo lo que sucedió. Lamentablemente, al cansarse de la vida hogareña, ella huyó también y acabó cayendo en manos de los ingleses. Yo conseguí rescatarla, como un necio, y mis pobres idiotas me la trajeron cuando cayó enferma, en lugar de correr con ella como diablos hasta Midculter adonde habría llegado inmaculada, aunque muerta.

—Espero que te diera las gracias por tus baratijas, ya que tuvo la oportunidad —dijo Richard con voz queda.

—Lo hizo. Fue un poco embarazoso —dijo Lymond—. Porque yo no las había enviado.

—Oh. E imagino que no tienes ni idea de quién lo hizo, ¿verdad? ¿Buccleuch, quizás?

Se inclinó de repente para agarrar a Lymond por la muñeca, con los ojos encendidos, mientras Francis decía:

—No veo por qué debería arruinarle la diversión a otro... Aunque tuvo que molestarse bastante cuando se enteró de que yo me llevaba todo el crédito... Si tanta curiosidad tienes, podrías intentar preguntarle a nuestra madre.

Richard soltó la mano llena de cicatrices.

—No pretendo castigar a todos los amantes de mi mujer. Sólo a aquellos que son de mi familia. Aunque te alegrará saber que Sybilla sigue manifestándote una incondicional devoción.

La mirada de su hermano se tornó inesperadamente severa, frunciendo marcadamente el ceño. Dijo:

—Pero Mariotta no. Antes de marcharse dejó bien claro que consideraba mi existencia innecesaria, y que el tercer barón Culter era la única persona a la que profesaba devoción. Lo que hicieras cuando ella regresó, sólo Dios lo sabe, pero la versión de cuarta mano que llegó a mis oídos no sonaba muy inteligente. Así que si al final está dispuesta a volver contigo, será por un milagro de constancia sobre tu absurda obstinación... —Tumbado boca arriba sobre la manta extendida, examinó la expresión de áspera desconfianza en el rostro de Richard—. ¿No te parezco muy convincente?

—No.

—No, imagino que no. Podría interpretar para ti la tragedia de Las Fenicias, y te la creerías, pero la verdad, como en cierta ocasión le dije a alguien...

—¿Qué?

—la verdad es un trago amargo —dijo rápidamente Lymond—. ¿Por qué tenemos que irnos? Déjame en un nicho. No me importa descansar en un columbario: las palomas me alimentarán y yo me elevaré y me encontraré con Nínive... Hic turtur gemit, ahogando los gruñidos de los británicos... ¿Por qué tenemos que irnos? Una cabeza de elefante montada sobre una rata... el símbolo de la prudencia, Richard. ¿Me escuchas?

Richard estaba ya de rodillas, con los puños apretados, como si con la fuerza física pudiera cerrar de golpe los postigos de la vida y la consciencia.

—No vas a morir. No hasta que yo lo decida.

—No seas necio, Richard —dijo Lymond, viéndolo venir. Por un momento, su ágil mente se despejó y echó un vistazo a la oscura cúpula con la vista nublada. Después cerró los ojos, esbozando una sonrisa—. Por Dios, lo había olvidado. No te gustan los guanteros.

Luchó por la vida de Lymond durante dos días: concienzudo, metódico, inteligente; lo curó con dedicación y habilidad, como el soldado que limpia y repara la máquina de guerra. Esperaba que su hermano, a pesar de lo terriblemente enfermo que estaba, fuera consciente de lo que hacía por él, y que saborease el esmerado trato que le dispensaba.

En la segunda noche que pasaron en su improvisado hogar, sentado en la tranquila oscuridad, con el arroyo burbujeando a su lado y el olor de la turba cálida y nueva de las flores y del frío musgo, mientras respiraba aquel aire marchito, pensó con placer en el futuro próximo.

Lymond estaba algo más fuerte, su pulso había mejorado ligeramente, y el sonido de su respiración se iba haciendo más firme. Asumió que sobreviviría. Asumió que estaría convaleciente unas semanas... dos o tres, quizás, antes de poder volver al norte...

Estaba con un hombre que valoraba su autocontrol sobre todas las cosas. El mismo hombre cuya mente contaminante, cuya presencia en la vida cotidiana se le hacía insoportable. Serían suficientes tres semanas, o incluso dos.

Es esto caridad fraternal

O furiosa locura, ¿qué decís?

Como Lymond estaba solo, la retórica pregunta resultaba inútil. Tras un momento, apartó su mirada grave y azul de las nubes y cerró los ojos de nuevo.

Dos días de fiebre: dos indefenso como un niño. El río, un puñado de hierba, la manta, la almohada improvisada, inmóvil bajo el sol ardiente. Se movió con dificultad, sin ningún propósito definido, sintiendo el tenue latir de su corazón en los párpados cerrados, y después se quedó quieto, en sufrido silencio.

Una piedrecilla rodó.

Richard se aproximaba, corriente abajo, trayendo un montón de pescados, sonriente y observando su reacción. Lymond, que se había despertado al instante, no devolvió sonrisa alguna a su hermano.

La piel de Richard, sensible al sol, se veía tersa y tostada y su cabello se había aclarado, pasando del ocre oscuro a algo muy parecido al color de la paja, rizándose alrededor de su cabeza. Tras varios días de merodeos, ni su camisa ni sus pantalones tenían un aspecto demasiado presentable: había rescatado un calzado ligero de su equipaje, bastante desgastado, por cierto, y su hermano llevaba puesta su única camisa extra.

Todas aquellas ascéticas penurias no hacían en él mella alguna. Dejó los pescados a un lado, dedicó una expresión radiante a Francis y dijo:

—¿Estás cómodo?

—Extremadamente.

—No pareces demasiado cómodo —dijo Richard, sardónico.

—Qué tonto de mi parte. Más espléndidos pececillos. ¿De dónde los coges?

Se hizo una pausa incómoda.

—Hago lo que puedo —dijo Richard, amable—. No tengo la misma habilidad que tú para matar pájaros. —Se dio la vuelta y, agarrando los bordes del improvisado camastro en que descansaba su hermano, le arrastró un par de metros, hacia la sombra—. ¿Alguna vez han azotado públicamente a Patey Liddell?

Salir del sol abrasador le supuso tal alivio físico que Lymond cerró los ojos. Los abrió de nuevo y dijo.

—Sólo hace lo que le ordenan. Pensé que te gustaría hacer un viaje a Perth. Te agudizaría el olfato.

Culter negó con la cabeza, mirando los peces.

—Oro de Crawfordmuir y Liddell: qué idiotas fuimos al no relacionarlos.

—Qué idiotas fuisteis algunos. Qué delicioso aroma. Haces de ni ñera, cocinas... ¿Sabes coser también?

—Cosecho. ¿Quién ha sido la excepción? ¿Nuestra madre?

—Y cada vez eres más rápido —dijo Lymond con voz juguetona y admirativa—. La patria debe echarte de menos en las múltiples ocasiones en que estás ausente. ¿Cuánto tiempo estuviste en prisión?

Richard frotó sobre su asiento la palma de la mano, y entonces la alzó, abierta, mostrando la muñeca, limpia y sin marcas, para que Lymond pudiera verla.

—Tuve suerte. Nadie lo adivinaría, ¿no es cierto?

—Cierto, cierto. Pannage 16, querido hermano. Eres una mariposa, al igual que lo soy yo. Fracasaste en Arran, fallaste en Dumbarton, abandonaste a tu mujer y a tu madre, embrollaste a Janet Beaton en una farragosa conspiración a espaldas de su marido, y demostraste una considerable incapacidad en las contadas ocasiones que pusiste el pie en el campo de batalla. Y si bien contribuiste a reducir ínfimamente el entusiasmo del joven Harry en Durisdeer, por mencionar algo positivo, bien podrías haber encerrado a los lores Wharton y Lennox, ya que estabas.

—¿Y terminar con tu fuente de ingresos? —preguntó Richard, dejando con cuidado sobre la piedra que usaba para cocinar los peces que había limpiado—. No iba a hacer tal cosa, necesitando tú hasta el último penique para conservar la obediencia de tu panda de ladrones. ¿O bastan las mujeres y el alcohol para tenerlos contentos?

—Basta con una fuerte personalidad. Mucho más valiosa que el tedioso pecado de la lujuria. Vaya una forma estúpida de cocinar un pescado.

—Funciona. ¿Sabes? —dijo Richard, frotándose los dedos en un manojo de hierba—, teniendo en cuenta tu posición, tienes un curioso gusto para el insulto. ¿Sigues estando cómodo?

—En un entorno como éste —dijo Lymond—, mi capacidad de aguante es ilimitada. Compruébalo si quieres.

—Gracias. Había pensado que un intercambio civilizado de opiniones podría ayudarnos a pasar el rato. Hasta que puedas viajar.

Se hizo un tenso silencio.

—Está bien —dijo por fin Lymond—. Lo has hecho fenomenal. Ya me tienes en un estado de angustiosa incertidumbre. ¿Y luego, qué?

—Adivina —dijo Richard, afable.

—Oh vamos. Intenta hacerle sudar a otro. Esto es demasiado infantil, maldita sea —los ojos de Lymond parecían negros de la fatiga. Richard se dio cuenta, igual que se daba cuenta de todo lo que tenía que ver con él. A su mirada clínica, cívica e insistente no escapaba el menor detalle.

—No tiene nada de infantil ser respetuoso con la ley —dijo Culter, alegre—. En cuanto puedas ponerte de pie, en cuanto puedas subirte al caballo, te espera Edimburgo. La prisión, las cadenas y toda una serie de incómodas preguntas. Comparecerás ante el Parlamento como acusado, hermanito.

No hubo protesta alguna; en su lugar se encontró con una templanza más tensa que un hilo de pescar.

—Tampoco tiene nada de juvenil preocuparse un poco por la familia de uno. Ya sabes la sensación que causará todo esto.

—Espléndida —dijo Richard—. La disfrutarás. A ti te encantan los gestos extravagantes y grandilocuentes. Come algo de pescado.

Su hermano ignoró la mano extendida.

—Deja ya de hablar con tanta prepotencia. Pensé que al menos querrías acabar de una forma limpia, aunque últimamente las cosas se hubieran puesto bastante sucias... Nadie te pedirá cuentas: nadie espera que sobreviva.

»El escándalo de hace cinco años no será nada comparado con lo que saldrá a la luz esta vez. Sabes perfectamente bien que me declararán culpable: nadie se hace ilusiones al respecto. Pero tú tienes el resto de tu vida para vivirla, y lo que es más importante, también la tienen nuestra madre y tu mujer. ¿Quieres que sobre tus hijos penda esa clase de nauseabunda exhibición?

—No te sulfures —dijo Richard—. Conociendo a Mariotta, nunca estaría del todo seguro de que fueran mis hijos.

—A eso es a lo que me refiero —dijo lentamente Lymond—. Has perdido el sentido de la proporción, y no eres capaz de darte cuenta. Me hizo una cierta gracia —más bien poca— tu estúpida persecución: me tacharon de lobezno y al final tuve que aullar. Aunque no fue del todo culpa tuya.

»¿Pero qué demonios haces ahora fuera de Edimburgo? ¿Qué motivos justifican que le discutieras a Erskine su autoridad en Flaw Valleys? ¿En qué has sido de ayuda para nadie en los últimos seis meses? Y ahora, gente más inteligente y razonable que tú se está viendo arrojada al circo, para que tú puedas seguir viviendo en tu mundo de prejuicios mirando a través de un vidrio grueso y verde. Crees que una prolongada humillación en público serviría para aplacar tu rencor y dar felicidad a tu alma. Pero las cosas no son así, Richard.

Lord Culter parecía atónito.

—Creo que esta es la protesta más elocuente que he escuchado jamás contra la justicia profesional. Ya te lo he dicho. No pienso tocarte.

Con una sonrisa en los labios, vio como la voluntad de Lymond volvía a ser derrotada por su debilidad. Cerró los ojos, con perentoria fatiga, y Richard arrojó un canto al río.

Los pesados párpados se alzaron.

Atento y servicial, Richard se acercó.

—¿Quieres un poco de pescado?

Lymond no se venía abajo. A medida que pasaban los días, Richard, presente en todo momento, provocándolo con insistencia, empezó a notar que sus propios nervios lo traicionaban, y que, frase a frase, Lymond contraatacaba.

Era una guerra cruel, en la que dos intelectos se enfrentaban con abierta hostilidad y los golpes recaían no sólo en las mentes, sino también en las almas.

En algunos momentos, la necesidad de matarle llegaba a ser tan intensa que Richard tenía que marcharse a trompicones, escapar del sonido de la voz de su hermano, convertidas sus manos en garras asesinas. Sabía, mejor que nadie, lo que Lymond intentaba llevarle a hacer, y creía saber por qué. En el fondo, la desesperada brutalidad de aquellos ataques le proporcionaba su único estímulo.

Al sexto día dejó de importarle.

El tiempo había sido bueno toda la semana. En el arroyo se amontonaban las piedras secas y sobre ellas correteaban las lavandillas; la hierba se había poblado de pajarillos y de flores de tamaño exuberante.

El sábado, el cielo amaneció salpicado de altas nubes y la frescura que impregnaba el aire se recibía con alivio. Bien entrada la tarde Richard encontró un conejo en una de las trampas que había puesto; lo estaba limpiando cuando oyó, en la distancia, el sonido de cascos de caballo. No parecían estar acercándose, así que no pensó que fuera preocupante, pero de todas formas se deslizó, cruzando el arroyo, hasta un refugio cercano, sujetando con precavida mano el hocico de Bryony. Ésta se agitó, molesta, con las orejas levantadas, pero permaneció en silencio hasta que el sonido desapareció. Le dio una palmada en la grupa, buscó la cuerda y caminó hacia la zona de hierba del desfiladero.

Lymond ya no estaba echado sobre las mantas, donde lo había dejado, sino sentado sobre un pedrusco, a mitad de camino entre su cama y la improvisada cocina de Richard. La luz directa iluminaba el enmarañado pelo claro, perfilando sus rasgos, que la enfermedad había afilado y sus ojos, que miraban brillantes e intensos: parecía recuperado hasta un punto sorprendente.

Richard, curioso y ávido, lo examinó; entonces sus ojos se posaron en la piedra donde cocinaba y en el conejo. Su cuchillo había desaparecido.

Lord Culter no intentó cruzar el claro. En lugar de ello, colocándose en el saliente más cercano, habló con suavidad.

—Hace buen tiempo para viajar. ¿Tienes hambre acaso?

Hubo una pequeña pausa.

—No —dijo Lymond—. Empezaba a cansarme de la rutina de «niño vete a la cama a las diez».

—A mí me parecía de lo más agradable —dijo Richard—. Esa agilidad mental tan peculiar que tienes no te ha ayudado mucho, ¿verdad? Sin ella, quizás habrías sobrevivido, intacto, en el tibio limbo de la bebida, y las insípidas mujeres...

—¿Quieres que sigamos con el mismo tema? —dijo Lymond—. No me siento capaz de volver a repasar tus escrúpulos morales, o tu falta de ellos.

—Me preguntaba —dijo Richard, irónico—, ahora que tienes tiempo libre para pensar de nuevo, qué es lo que más echas de menos. No tienes dinero, por supuesto, y eso ha sido siempre algo muy importante en tu vida. Y claro, también debes echar en falta la ilusión de mandar. La hormiga ordeñando al pulgón. Realmente patético: esos pobres hombres, criminales perdidos, aclamándote como a una especie de poderoso lar: qué fácil y emocionante debía ser ganarse su respeto, jugar a ser un Robin Hood a la inversa, embelesarse con la increíble emoción de desafiar naciones... Desde luego conseguiste llamar la atención...

Parapetado como un alcaudón sobre el pedrusco, Lymond, medio impedido, no tenía fuerzas para volver hasta la manta ni para despejarse el pensamiento. Sabiendo con certeza que le esperaba el último y despiadado ataque, habló, en voz casi inaudible:

—No, hermano —dijo Lymond—, no bailaré.

La voz de Richard también sonaba baja.

—Y la deslumbrada adoración de jovencitos, claro: también debes echarla de menos. Alguien con quien relajarse plácidamente, a quien moldear, adoctrinar y destrozar con la salvaje, deliciosa y completa mutabilidad de tu ánimo. Debes echar de menos a Will Scott. Y a tus mujeres.

Lymond habló sin bajar la vista.

—Podríamos olvidarnos de las mujeres.

—¿A Christian Stewart, por ejemplo?

—Podríamos olvidarnos de Christian Stewart y de todo lo que tenga que ver con ella. —Su voz sonó tan baja que se podía oír perfectamente su respiración.

—¿No te gustaría —dijo Richard—, que estuviera ahora aquí, con nosotros? Una muchacha de gran corazón, esa Christian. No le importaría. Nos ayudaría, sin hacer preguntas. Estaba acostumbrada... un poco demasiado confiada, quizás, pero después de todo, en el rebaño del Señor, hay que confiar en alguien, ¿no es cierto?

Su mirada no se apartó de Lymond en ningún momento: inescrutable, despiadada, analítica, higiénica como el bisturí o el escalpelo. De repente, algo había cambiado en el rostro de su hermano: una fisura, la primera grieta.

El corazón de Richard dio un salto de alegría. Dios mío, Dios mío... ¿se acercaba?

—Sí —dijo tranquilo, y se levantó—. Estaría bien tener un poco de aduladora compañía. Ese tipo que te prometió todo su oro, Turkey algo: también intentó ayudarte, y murió, el pobre. Culpando de ello a Will Scott, según tengo entendido. ¿Te gustaría tener su apoyo ahora? Me temo que ya nunca te será posible disfrutar de su terreno en Appin...

Aquellas sosegadas palabras condenatorias poseían la cualidad del trueno del Gótterdámmerung, hiriendo como el rayo que atraviesa la pradera. Lymond gritó:

—¡Basta, Richard! —y por fin, tambaleándose violentamente, se obligó a sí mismo a levantarse.

Culter lo observó; observó las manos que tanteaban tras de sí la pared del desfiladero en busca de apoyo; observó cómo se desvanecía cualquier atisbo de sus características y cultivadas florituras, y habló de nuevo, muy cerca esta vez, como una pérfida y acusadora sombra.

—O quizás, si no la hubieras matado, ¿te gustaría tener aquí a Eloise para que cuidase de ti?

Lymond no hizo ningún ruido.

—La única hija, la mejor de los tres. La más vivaz, la más lúcida, la más inteligente. Ahora estaría con el hombre que la amase, con sus hijos entre sus brazos. Una vez, una noche, cuando tú no estabas, me dijo...

—¡No! —dijo Lymond—. ¡Maldito seas, no!

—¿No? Querías verla arder viva, y lo conseguiste —dijo Richard con terrible frialdad—. ¿Por qué habrías de sentir ahora remordimiento alguno?

Sus defensas habían caído. Allí estaba, desnudo, el rostro que ansiaba contemplar: nunca más sería inescrutable, nunca más tendría que preguntarse qué se escondía tras aquella boca sonriente y el fino y malicioso ingenio. Una calavera, carne y músculos, cada una de las elocuentes líneas y cavidades en el rostro de Lymond lo traicionaban explícitas, y Richard, sumido de pronto en una extraña dimensión cuyas proporciones le eran desconocidas, enmudeció de repente.

Con las manos agarrotadas y el rostro mirando a la roca, Francis habló por fin.

¿Que por qué? Cometí un error. ¿Y quién no? Pero yo despreciaba a los hombres que aceptaban su triste destino. Veinte veces construí el mío y veinte veces se quebró en mis manos. Después de eso quedé deforme e inservible, defectuoso, peligroso y poco recomendable como compañía... Pero en el nombre de Dios, ¿es que ya no existe la caridad? ...Busco mi propia conveniencia, como cualquier otro, pero no siempre, no sistemáticamente. Me dejo llevar por la compasión más a menudo que tú; soy leal con mis amigos y conservo y respeto su fidelidad también. Puede que sea honesto de una manera retorcida, pero lo hago lo mejor que puedo, y no acoso a mis deudores, ni siquiera les hago saber que están en deuda conmigo... ¿Por qué ha de ser imposible confiar en mí?

—Tú mismo te cerraste la puerta —Richard habló con aspereza. Ahora que por fin lo tenía donde quería, deseaba evitarlo. Deseaba evitarlo mientras Francis, su rostro vuelto hacia la luz, proseguía, con voz exhausta, hastiada, inestable.

—¿Pero por qué piensas eso? ¿Por qué me crees hecho de diferente pasta que tú? Somos de la misma sangre, hemos recibido la misma educación. ¿Qué nos queda, al fin y al cabo, que podamos llamar nuestro? Marcados por los prejuicios de nuestro padre y víctimas de nuestro maestro de esgrima; el paladar de nuestra madre y el dialecto de nuestra niñera. Somos los libros en blanco de nuestros tutores y las convicciones de nuestro preceptor, el coraje, la valentía de nuestro primer corcel. Compartimos todo eso. Cinco años, incluso cinco como los que yo he pasado, no pueden separarme, no pueden destilarme gota a gota, de tu sangre.

Paralizado, abrumado, Richard retrocedió, respondiendo horrorizado a su terror.

—¿Y quién hizo de ti un asesino entonces?

Haciendo un esfuerzo sobrehumano, Lymond respondió:

—Aparta tus manos, Richard. Vete: libérate. Ya tengo demasiadas cosas por las que dar cuenta. Puede que yo haya cerrado una puerta, pero tú has echado el cerrojo a todas las que quedaban tras de ti.

—¿Crees que mi vida —dijo Richard violentamente—, es un asunto que le concierne a tu cochambrosa y ridícula conciencia?

Se hizo el silencio. Entonces, Lymond dijo por fin.

—¿Por qué otra razón debería explicar mis actos?

—Porque —dijo Richard, cruel—, tienes miedo de la horca. Porque yo soy la primera víctima a la que no consigues engatusar. Porque te retuerces como aquellos a los que obligaste a retorcerse, te resquebrajas poco a poco como aquellos a los que has diseccionado. Porque te rompes, te desintegras y te lamentas bajo el mal que cargas a tus espaldas y que desangra en vida; ¡y porque como no tienes a nadie más a quien lloriquear, te arrastras por el suelo, y retorciéndote reptas hasta mí con tus lamentos!

Como sus ojos no se habían apartado de Lymond en ningún momento, pudo detectar el centelleo acerado que se apoderó de su mirada, así que cuando su hermano sacó el brillante cuchillo robado, se abalanzó sobre él. Agarró el codo y la muñeca que le apuntaban con el arma.

—¡Ni lo sueñes, maldito bastardo hipócrita! —la fuerza de la embestida elevó la mano del otro.

Lymond no dejó caer el cuchillo. En lugar de ello miró hacia abajo, extrayendo fuerzas de la histérica necesidad: con su cuerpo abrazado a la roca resistió el tirón de Richard, hizo una llave con los brazos enzarzados y, sin mediar palabra, lo hizo caer, silencioso y con fuerza inhumana.

Parecía brujería. A Richard, horrorizado, se le congeló la sangre. El brazo de su hermano descendía lentamente, apretado firmemente contra todo el peso de Richard, haciendo que el resplandeciente cuchillo de doble hoja penetrase entre los cuerpos entrelazados.

Maldijo la pasión que lo había llevado a esperar en lugar de hacerse directamente con el arma, maldijo el cuerpo poseído, la cabeza inclinada y la trascendente voluntad que guiaban el arma. Recurrió a todas sus fuerzas. Lymond dijo algo entre jadeos y después se inclinó hacia delante, empleando todo su peso muerto sin que él pudiera hacer nada para controlarlo. El cuchillo se movió de nuevo, como si tuviera vida propia, siguiendo el trayecto diseñado. Entonces, Richard, atónito, entendió las intenciones del otro.

En aquel instante, Lymond le miró. Los ojos azules se encontraron con los grises, y Richard leyó en ellos un poder y una determinación que al momento identificó como inexpugnables. La ira lo abandonó. Sus labios dibujaron un «No». Leyó la negativa en los ojos concentrados, y entonces con todas sus fuerzas clavó primero la rodilla y después el pie en el vendaje manchado, empujando en la herida de su hermano. El cuchillo cayó como una brizna de paja. Lymond lanzó un grito de agonía, y después continuó gritando una y otra vez.

El sonido estalló en medio de la naturaleza muda y atónita, dirigiéndose hacia el bosque desde los planos y recodos del desfiladero, rebotando pegajoso, burlón como un niño. Culter, blanco como el papel, recogió el cuchillo y retrocedió.

Lymond había detenido el ruido con sus manos. Los largos y agarrotados dedos cubrían su rostro mientras él permanecía agachado; sus pulmones emitían un aliento sollozante, y la flamante y roja sangre recorría los vendajes rotos, deslizándose por entre sus rígidos codos, empapando la hierba pisoteada.

—¡Francis! Corroído por el sonido estremecedor y estridente, Richard hablaba con dureza—. No puedo permitir que te quites la vida.

Lymond apartó las manos de su rostro. La sangre estaba ahora por todas partes: un lamento público e indiferente de su tormento.

—¿Acaso tengo que suplicar? —Se detuvo extenuado, abatido, estremeciéndose, y entonces continuó a duras penas—. Tú reclamas tu derecho a la ejecución... ¿Es que no puedo yo apelar al mío? ¿Es que acaso todas las cadenas de Threave van a pesarme más que la que ya llevo encima? ¿O crees que pueden ser peores todos los tormentos de la prisión de Tolbooth? ...No puedes liberarme del peso de tu inquina, ni ayudarme, ni aliviarme... excepto de una forma.

Richard, a quien el recuerdo, llegado por sorpresa, le atenazaba la garganta, se había quedado sin palabras. Con amargo coraje, Lymond alzó la cabeza.

—Te lo ruego.

Te lo traeré de rodillas, llorando, y suplicando que lo maten.

Richard se levantó, giró sobre sus talones y caminó hacia el prado sin mirar atrás. Detrás del siguiente recodo del desfiladero estaba Bryony. Esta resopló suavemente, contenta por la compañía. Se quedó quieto, aguardando y acariciando su lustroso cuello.

Cuando regresó, el claro estaba vacío. Había dejado de ser un refugio. Se había convertido en la antesala de una muerte solitaria, deseada con desesperación.

Bajo el intenso azul del cielo veraniego, las ciudades y las carreteras bullían tumultuosas. En los fuertes siseaba la brea y el hierro caliente, y en las playas, lo§ restos de sal llegaban hasta la orilla. Los bueyes levantaban arena mientras arrastraban carromatos llenos de carbón, cables, proyectiles de cañón y pólvora por los caminos, y los graneros crujían con el temprano rastrilleo. Se desplegaban las tiendas, se cargaban espadas y se abrillantaban las golas; y mientras la atención de tres naciones europeas se centraba en los escasos acres que había entre Berwick y el Forth, a nadie se le ocurría pensar, durante aquel ajetreado mes, que se estuviera escribiendo la historia.

A sir James Wilford, capitán de Haddington, ciudad tomada por los ingleses, no se le pasaba por la cabeza que veinticinco años más tarde alguien hablaría de su defensa como de la más brillante del siglo. Lo único que sabía era que se encontraba tan sólo a cuarenta y cinco kilómetros de Edimburgo, y que lo separaban de la frontera setenta y tantos más, mientras que lo unían tan sólo dos líneas de comunicación. Sabía también que tenía que estar preparado y, a ser posible, mantener la tregua y conservar en buen estado mental y físico no sólo a los ingleses, sino también a españoles, alemanes e italianos frente al maléfico y amenazante brillo de las armas francesas y de la vecina Escocia, que se desplazaba a la deriva arrastrando sus rótulas.

Tampoco lo pensó lord Grey, que se dejaba el pellejo cabalgando de una ciudad a otra, despidiendo a los valiosos soldados y caballos, las picas, la pólvora, la infantería, los equipajes, las mechas, las lanzas cortas, el aceite, la harina y el dinero, las herramientas de trabajo y hombres, hombres y más hombres que marchaban hacia las fervientes fauces de la fortaleza. Ni Wharton, que, furioso por haberse quedado sin los hombres que le habían sido enviados a Grey, custodiaba una ciudad débil y observaba, bien atento, los ambiguos movimientos de los escoceses al oeste.

Para los franceses, que caían como blanca escarcha sobre las modestas laderas que rodeaban Haddington, aquella era una campaña pequeña e insignificante, ordenada por Su Cristiana Majestad que obedecía, por un lado, a su más cariñosa estima a Escocia, y por otro a la necesidad de escupirle al Protector en el ojo.

Para los alemanes, los suizos, los italianos y los españoles, a quienes pagaban en escudos, que se apuñalaban unos a otros cuando estaban borrachos, pescaban en los pequeños arroyos y sacaban piojos de sus cascos, aquello significaba dinero para llevarse a casa o para apostar, amores fáciles o no tanto, y la posibilidad de narrar en un futuro exageradas historias. Para los escoceses significaba honor y miedo; el deseo de romper la voluntad de Inglaterra y la necesidad de limpiar de una vez sus chimeneas, pagando el precio con una arrogancia que quizás acabara con su virtud.

El precio estaba claro, y la Corona estaba dispuesta a pagarlo. La Corona había movido ficha el mismo día en que Tom Erskine, agitado y agotado, volvía a Edimburgo desde Hexham. Los mensajeros cruzaban sin mayores problemas de una frontera a otra; Villegagne abandonó la corte rápida y silenciosamente y, aquella tarde, cuatro galeras de la flota francesa levaron anclas al caer el sol, moviéndose gráciles como palomas hasta el estuario del Forth. Se dio la alerta, como era de esperar, y la noticia recorrió de un extremo a otro la costa oriental inglesa. Alrededor de los grandes barcos de guerra ingleses se arremolinaron multitud de esquifes, y las entumecidas y pesadas naves se quedaron esperando en los puertos, mientras los hombres en las jarcias padecían la tensión anticipada de la inminente invasión.

En vano. Las cuatro naves no llegaron nunca. Hinchadas sus blancas velas con un viento del suroeste, cruzaron el oscuro mar del Norte y, a continuación, adornadas las quillas con plumas de pavo real, se detuvieron, y recogiendo el viento que soplaba del puerto, salieron disparadas hacia el norte. Después de navegar por encima del techo de Escocia, viraron hacia el sur, por la costa occidental, llegando picaras y triunfantes hasta Dumbarton, donde la Reina de Escocia, si así lo deseaba, podría subir a bordo sin problemas.

La Corona había dado muestras de su buena fe. La última palabra la tenía ahora el pueblo. Un radiante y ventoso sábado de julio, el Parlamento escocés se reunió en la abadía situada a las afueras de Haddington y dio su consentimiento a la boda entre Su Majestad la Reina, su soberana, y el Delfín de Francia, «siempre y cuando el Rey de Francia cuide y proteja este reino, sus leyes y libertades como si del suyo propio se tratara, respetando los vasallajes y la legislación como hasta ahora lo han hecho todos los reyes de Escocia».

Will Scott estaba allí. En cuanto los grupos se hubieron disuelto y los pasillos se fueron despejando, salió al patio de la iglesia, en el que Tom Erskine estaba hablando con alguien, la piel que adornaba su sombrero agitándose al viento. En cuanto quedó libre, Scott le cogió del brazo.

—¿Alguna noticia? Erskine, frotándose la cara, nervioso, le dedicó una mirada confusa.

—¿Qué..? Oh. No. No he tenido noticias de ninguno de los dos.

De repente, Scott dijo:

—Ayer me entrevisté con lady Douglas: la mujer de George Douglas. Dijo que...

Se calló en el momento en que un conocido de Erskine, con un sombrero negro coquetamente inclinado, agarró a aquél por la espalda.

—Dios mío, el perezoso de Thomas Erskine haciendo de intérprete, ¿quién lo habría pensado? Me dije: si su francés no ha mejorado desde lo de la embajada de Roma, igual estamos votando una propuesta para coronar a Archie Douglas, ¿eh? Ya veo que vuestro amigo Culter tampoco se ha presentado esta vez. ¿Qué lo retiene? ¿Se ha enterrado a sí mismo en vez de a su hermano?

Erskine dijo:

—Está ocupándose de sus propios asuntos, espero —y se apartó. Le dijo a Scott—: ¿Qué pasa con lady Douglas?

El muchacho miraba cómo el jovial vecino se despedía.

—No importa. Pero pensé que deberíais saber que mi padre va a intentar encontrarlos a los dos.

—¿Buccleuch? ¿Y por qué no vos?

Scott se puso rojo.

—Se supone que tengo que quedarme con el ejército. Es una especie de prueba. Sólo causaría problemas. —Alzó sus ojos hacia la evasiva cara de Erskine—. Maldita sea: ¿por qué los dejaste juntos?

Alguien trajo el caballo de Erskine. Con su mano enguantada sujetó el estribo suelto, puso el pie en él y montó. Recogiendo las riendas, miró por un instante la cara de Scott, que se había vuelto hacia él.

—Porque no soy un Crawford —le espetó—. Como tampoco lo sois vos.

Un viento encabritado e indomable, que bullía por entre los serbales, tamizando los enebros y ululando salvaje, cual laúd, por las cuevas y simas, acosó a lord Culter hasta que recuperó aquella noche la capacidad de pensar.

Un golpe de viento movió su mano y le hizo alzar la cabeza de entre los brazos, sorprendiéndose vagamente ante la oscuridad y el ruido. Se puso primero de rodillas y después se levantó, recogiendo automáticamente las mantas y sus esparcidas pertenencias. Moviéndose con rigidez llegó hasta el grupo de árboles que había cerca de allí y desató a Bryony, poniéndole el bocado con gran disgusto de ésta. Se le ocurrió (el primer pensamiento positivo en una maraña de emociones muertas), que no había nada que le impidiese volver a casa.

Aquel pensamiento, tras enfrentarlo, se dividió convirtiéndose en veinte pensamientos distintos. Agarrando con un brazo el cuello de la yegua, los estudió durante treinta segundos, antes de darse cuenta de lo infantil del impulso. Hechos. Había nacido para respetar los hechos. ¿Y qué es Jo que tenía?

El descortés, disoluto, depravado, insolente y exquisito Lymond había sido eliminado. Como había planeado, había acabado con su hermano. De hecho, se había compadecido de él más de lo que esperaba.

El viento hinchó su camisa. Su hogar. Casi doscientos kilómetros con los dos equipajes a sus espaldas; una fría casa en Edimburgo, la cara de su madre. Midculter, una esposa que lo odiaba. Erskine, con su mirada afilada y especulativa; Buccleuch, su mirada intensa y su rostro desinhibido. La corte, en la que ya lo estarían censurando.

La piel de la yegua estaba caliente; sus dedos aprisionaron las ásperas crines. ¡Dios!, había gritado Francis.

Un pensamiento virgen y ritual se estremeció en el fondo de la mente consciente de Richard, pero él fijó la mirada en la ventosa oscuridad, negándolo rápidamente. Ensambló una cadena de pensamientos en los que tenían lugar las provisiones, el camino a casa, y el acuciante problema de conseguir caballos para sus hombres. Pensó seriamente en el problema del agua en Midculter, y empezó a planear, con elaborado detalle, una conversación que tendría con Gilbert sobre las nuevas puntas de lanza. Y al mismo tiempo, aquella cosa fija que crecía en el fondo de su mente flexionaba sus extremidades y agitaba su vetusto cuello, acercándose cada vez más a su pensamiento consciente.

El viento caracoleó por entre los árboles más jóvenes: perseguida sin tregua, un ascua llegó dando bandazos hasta sus pies, asustando a Bryony y provocando que la yegua saltase, quejándose y estremeciéndose bajo la adormilada mano de Richard.

La sensación bloqueada, mantenida en jaque con gran esfuerzo, rompió los barrotes y saltó al primer plano de su mente. Lo asaltó mientras apaciguaba y tranquilizaba a la yegua, yendo más allá de cualquier análisis racional: el miedo infantil del hombre a lo irrecuperable, una necesidad desesperada de calor; una minúscula mota que nublaba la visión inmaculada; la razón y la emoción se retorcieron y mezclaron con fuerza, convirtiéndose de pronto en una obsesión compulsiva.

Se olvidó del sentido común, de la venganza y del papel de juez satisfecho, y dejó que la razón se la llevase el viento nocturno, volando como una bruja. Richard Crawford partió hacia la oscuridad, avanzando entre el mirto y el helecho, ramas rotas y pedruscos, entre zarzas y aulagas, árboles difusos y bajos matorrales, retrocediendo hasta el lugar en el que había abandonado a su hermano.

En aquella jornada definitiva, el instinto había llevado a Lymond a resguardarse al abrigo de los árboles más cercanos donde la maleza era más densa y la vegetación más salvaje. Apoyándose en los árboles como si de muletas se tratara, había ido más lejos de lo que parecía humanamente posible para un hombre en su estado. Richard, tras dos infructuosos intentos, salió por tercera vez con una tea que rescató del fuego, sin importarle quién pudiera verlo; finalmente lo encontró, yaciendo en un profundo e improbable escondite, a los pies de un exiguo sauce.

Presentaba una triste imagen, acostado en los oscuros y toscos brazos de los helechos. El viento ululaba y corría acobardado por entre la bardana y la aulaga, formando verdes deltas sobre la alta hierba. Lymond yacía, acurrucado y abandonado, lleno de sangre y heridas, manchas verdes y tela desgarrada: un guiñapo desaliñado y sucio. Duramente castigado por la sociedad.

Culter se acercó, apagó la lumbre y, tirando de aquellas manos destrozadas, izó a su hermano y lo transportó de vuelta al campamento.

La vez anterior se había esforzado con impaciencia en socorrer a Francis. Esta vez puso a trabajar su voluntad además de su fuerza. La salida del sol le recompensó con un pulso débil y vacilante. Por la tarde pudo, por fin, detenerse y descansar. Durante breves instantes apoyó sus exhaustos hombros sobre la roca y estiró las piernas apoyándolas sobre la amarilla alfombra de florecillas. Miró a su hermano.

Su rostro era extraordinario. Como el mar, prometía monts et merveilles: a pesar del recelo que inspira, uno desea desvelar sus secretos. Esperaba con anticipación el momento, el gráfico y revelador momento en el que su hermano abriera los ojos para encontrarse de nuevo en el mundo de los vivos.

Y allí estaba cuando Lymond despertó, pero no vio en su mirada ni sorpresa ni alivio, sino un terror descompuesto, que alteraba el ya alterado rostro del otro y se desvanecía en un inútil retroceso. Richard exclamó algo entonces, extendió la mano, y Lymond se estremeció como si lo hubieran golpeado.

Aquello continuó durante el resto del día. Lymond yacía inmóvil, sus ojos opacos y abiertos, la mente indiferente, inanimada, inconsciente; excepto por el terror que asomaba cada vez que aparecía Richard.

Al caer la noche, Richard supo que lo único que permanecía vivo en el cuerpo de aquel hombre era el recuerdo del miedo. Cuando uno juega a ser Dios, la deidad te enseña invariablemente que el puesto ya está ocupado. Un arrebato desinteresado y filantrópico le había llevado a redimir a Lymond, pero Lymond, sencillamente, no estaba preparado para ser rescatado, y mucho menos por su hermano.

Lord Culter era un hombre fuerte, honesto y testarudo. Tomó una decisión y, asiendo el único hilo que sujetaba a Lymond a la realidad, empezó a tejerlo para formar una cuerda.

Habló. Mientras su hermano yacía, reflejando el sol en sus pupilas vacías, Richard se movió a su alrededor, cortando leña, cocinando, limpiando y atendiéndolo con pulso firme. Mientras se movía y trabajaba, hablaba de Midculter y de su infancia; de las lecciones de la escuela, de los juegos, los libros y la diversión; de los deportes, de las visitas a Edimburgo, a Linlithgow y a Stirling, y de los días que había pasado en París, de la tierra y sus vasallos, de sus niñeras y tutores, de los siervos y parientes que ambos habían conocido.

El cáliz vacío que intentaba llenar hacía ínfimos esfuerzos por evitarlo; por rechazar sus servicios; por negar su proximidad; pero él siguió adelante. El odio jera vida; la vergüenza era vida; la humillación era vida; los ligeros movimientos que Lymond hacía con sus extremidades eran vida.

Richard Crawford era realmente un hombre muy testarudo.

Aquella noche se fue a dormir afónico, pero negándose a deprimirse, aunque al día siguiente, al enfrentarse a los mismos ojos y al mismo rechazo, estuvo en varias ocasiones muy cerca de abandonar.

No estaba acostumbrado a hablar durante tanto tiempo: su mente se obstruía, los temas se le escapaban. Había desterrado de su conversación los acontecimientos más recientes: todo lo que tenía que ver con la vida adulta de Francis; todos los asuntos políticos y nacionales. Sólo quedaban las regiones vírgenes, medio olvidadas, de su infancia compartida. Excavó con obstinación, buscando en pozos ciegos y oscuros laberintos, y al hacerlo se encontró con días y semanas de su vida que él mismo había olvidado.

Richard, de forma accidental, mencionó a su padre: habían pasado ya varios años desde que el segundo barón de Culter había muerto y no había pensado en él prácticamente, lo que no dejaba de ser en cierto modo sorprendente, ya que había jugado un papel importante durante su adolescencia.

—No creo —dijo, pensando en voz alta—, que le gustaran mucho los niños, ni tampoco el matrimonio. Pero esperaba de nosotros que fuéramos espejo de su superioridad física; en la caza, en la equitación, el tiro, la esgrima, la natación y en todo lo demás. Dios, a veces mentía como un vulgar pescador de Gotham sobre mis puntuaciones. Y, sin embargo —se detuvo, abrazándose las rodillas, la mirada perdida en un nuevo recuerdo—, no todo era bueno. Aquellos eran sus únicos intereses, y no podía tolerar que los demás tuvieran otros distintos. Recuerdo aquella vez que nuestra madre recibió un baúl de libros nuevos y él los quemó...

No. Aquel era un incidente que era mejor olvidar. Todavía podía oír, a poco que se esforzara, las voces de su hermano y de su padre, gritándose mutuamente; o más bien, a su padre gritando y a Francis respondiendo con la misma voz (de repente se dio cuenta), que había utilizado para hablar con él en aquél oscuro bosque de Annan.

La memoria, una vez refrescada, le mostró otras imágenes. Se recordaba a sí mismo, un atleta nato, cómodo en cualquier deporte, disfrutando del deleite que su padre encontraba en él. Por otro lado, poco antes de llegar a la adolescencia empezó a sospechar que su hermano no era el chiquillo debilucho del que hablaba su padre; que, a pesar de su voracidad en los estudios, también se movía como un acróbata. Era elocuente. Era encantador. Vivía sumergido, acompañado de su impúdica lengua, en la música y los libros, y Sybilla lo apoyaba. ¿Por qué?

La respuesta era bastante fácil. Richard, la niña de los alcohólicos ojos del barón, había sido educado para convertirse en un fantoche, un sustituto relleno de paja que aceptaba la respetuosa coba de los vasallos. Para que la chimenea parezca más alta a veces es necesario hacer un tejado más bajo. Y Francis, con sus sardónicos ojos azules, tomaba sin duda parte en todo aquello.

Fue un amargo descubrimiento. Nunca se había planteado así las cosas. Nunca se le había ocurrido que su hermano, que tenía de su padre una imagen más clara que la suya, pudiera haber encontrado un satírico placer en evitar la aprobación de su progenitor. El apoyo de Sybilla y la brillante y mundana sombra de su abuelo le permitían no preocuparse de todo aquello, y cederle el puesto a Richard. ¿Era eso lo que había sucedido?

¿Lo era? Miró a Lymond de repente, escudriñándolo. El rostro hipersensible no le devolvió respuesta alguna, pero sí notó un cierto cambio: sus ojos ya no reflejaban el cielo. Aparecían medio ocultos tras las pestañas, como si escondieran algo. Richard cogió los vendajes limpios que había preparado y, agachándose, le quitó los viejos. Francis apretó los labios, pero no retrocedió.

Ahí estaba. Además del instinto, en alguna parte había un fragmento de voluntad consciente: los ojos de Lymond reconocían lo que veían, y estaba escuchando. Richard, que hablaba como un loro mecánico, supo que estaba escuchando, pero que a pesar de ello se negaba a entrar abiertamente en el mundo de los vivos. Se negaba a luchar; incluso en aquellos últimos instantes, se negaba a aceptar los recuerdos. Llegado a ese punto, Richard decidió arriesgarse. Se inclinó, apretó el delicado tejido sobre la carne y el hueso de los hombros de su hermano, y lo agitó como a un cachorro.

—¡Está bien, escucha! —dijo Richard—. Estoy harto de lavar vendajes. Estoy hastiado de cocinar; estoy aburrido de cazar; saturado de tener que lavarte las orejas y peinarte el cabello como si fuera tu maldita niñera. Podrías hacer algún esfuerzo.

Consiguió obtener una reacción. Una ira débil pero apasionada brilló en los ojos del otro; y con voz frágil, pero clara, Francis habló:

—No puedes obligarme a vivir.

—No. Pero puedo obligarte a pensar.

—...No.

—Luchaste por lavar el nombre de Christian Stewart. ¿Por qué no luchas por limpiar el tuyo?

La voz de su hermano convirtió aquellas palabras en burla.

—¿Limpiar mi nombre?

—O el de Mariotta.

El destello de animación se desvaneció. Lymond dijo, desesperado:

—¡No! No me llevarás a Edimburgo... ni siquiera para eso. No iré; no puedo... ¡Dios! No puedo, ahora no.

Para su propia sorpresa, Richard se dio cuenta de que estaba gritando.

—¡Edimburgo! ¿Quién ha hablado de Edimburgo! Si me fastidia tener que hacer de enfermero en privado, puedes estar bien seguro de que no pienso ir de un lado para otro, cargado de toallas calientes, en público.

Lymond dijo algo, de lo cual lo único que se pudo entender con claridad fue la palabra «juicio». Lord Culter usó tres adjetivos para calificar esa misma palabra, y le espetó:

—No irás a juicio. Viajarás a Leith, y desde allí escaparás del país. Lo único que tienes que hacer es esforzarte por recuperarte hasta que puedas sostenerte con tus piernas sobre un caballo.

Se dio cuenta de que aquello fue demasiado repentino para ser comprendido por su mente debilitada. Richard se inclinó, colocando las manos sobre las mejillas del joven e indeciso rostro de su hermano, y dijo, lenta y claramente:

—Escúchame. No irás a Edimburgo. Ni tampoco a prisión, ni a las galeras. Estoy aquí para ayudarte. Vas a ser libre.

Por segunda vez en unos pocos días, Richard Crawford había tomado una decisión crucial siguiendo únicamente un impulso. Aquello le desconcertaba y se preguntaba si acaso se estaba dejando llevar por algún oscuro y atávico capricho. Pero después de meditarlo durante toda la noche, se dio cuenta de que no se arrepentía de nada.

Lo extraño fue que Lymond le creyó sin asomo de duda. Al día siguiente, a pesar de su catastrófica debilidad, contestó lenta y razonablemente a las oportunas preguntas de Richard. Imaginándose cómo debía sentirse al pasar de mantener su privacidad de forma tan apasionada a verse tan extremadamente vulnerable, Richard se comportó sabiamente.

A medida que pasaban los días fue perdiendo la noción del tiempo. Lymond, consumido como estaba, se mostró en todo momento cooperativo, humilde y nada exigente. Evitando únicamente el pasado reciente, trataron en sus conversaciones los más variados temas. Richard quedó impresionado por el conocimiento que tenía su hermano de toda clase de asuntos. Estaba bien informado, no de la forma en que lo están los asistentes a las fiestas de embajada o a las recepciones cortesanas, sino con el conocimiento que proviene de la perspicaz observación que se obtiene en los campos de batalla y en los nidos de espías de media Europa.

Hablaba de aquellos episodios de su vida sin vergüenza, pero con discreción. En una ocasión, Richard había sacado un tema y comenzaba a desarrollarlo con inusual emoción, cuando Lymond le interrumpió con una anécdota tan arrebatadoramente divertida y picante que Culter no pudo evitar prorrumpir en carcajadas y se olvidó, hasta más tarde, del tema original.

Aquel día, más tarde, Richard, mirando el cielo nocturno, dijo:

—Si tan sólo hubieras venido a vernos a nosotros después de dejar a Lennox, en lugar de... —En lugar de hundirse en la autocompasión. No podía decir aquello.

Lymond se puso rojo.

—¿En lugar de sobrevivir para acabar aullando como un barghest 17? —Aquello fue la única referencia que hizo a su pasada pelea. A Richard le cogió por sorpresa y no supo que contestar. Pero tras una brevísima pausa, el propio Lymond prosiguió—: Además sí que volví. Regresé para pedirle ayuda a quienes quiero honestamente y a los que recurro en la necesidad... Pensé que lo sabías. Llegué a Midculter desde Dumbarton en el 44. Todo un hijo pródigo, pidiendo excusas y con la cabeza gacha. La débil voz se tiñó con un deje de ironía.

—¿Y qué pasó? —preguntó rápidamente Richard.

—Me señalaron la puerta. Nuestro querido padre. Intentó acompañar la sugerencia con un látigo.

Hubo un breve silencio. Entonces, Culter dijo:

—No se lo debió decir a nadie. Yo no tenía nada contra ti: ya lo sabes. Hasta el... incidente de Midculter.

—Lo sé, maldito necio —dijo Lymond, con tono ligero—. Por eso tuve que atacar Midculter.

Lord Culter se irguió. Tras un momento, se pasó una mano por el cabello liso y castaño y dijo, sin ambages:

—¿Y lo de prender fuego al castillo..?

—¿Con ramas verdes? Por Dios, Richard. ¿Crees que en todo este tiempo no he aprendido a hacer un fuego mejor que ese?

—¿Y la plata?

Aquella vez se hizo una pequeña pausa. Entonces Lymond dijo:

—Sé que no te va a gustar. Me imagino que no te lo dijo, porque sabe que eres un pésimo actor. Nuestra madre lo recuperó todo al día siguiente.

La mirada de Richard estaba concentrada hasta lo indecible.

—¿Y Janet Beaton?

—Ah, eso —dijo Lymond, con amargura—. Eso fue porque me tuve que pasar toda la maldita noche bebiendo para reunir el coraje suficiente para ir al castillo. Si lady Buccleuch hubiera dado un grito más, alguno de mis hombres le habría rebanado el gaznate. Así que tuve que intervenir. Desgraciadamente, estaba demasiado borracho como para hacerlo bien. Eso y el encuentro con Mariotta: son el tipo de meteduras de pata demenciales que acaban cambiando cualquier intención romántica por la cruda realidad... Vamos, amigo mío, mi más querido hermano. Por ti he sacrificado mi sangre, y todo eso. Sólo que fue la sangre de Janet Beaton.

Richard dijo, tranquilo:

—No fue la sangre de otro en Hexham —y vio cómo su hermano se ponía rojo de nuevo.

—Aquello fue el clímax de una guerra particular. No te emociones. Erskine se creía portando el estandarte de la tercera cruzada, pero acabó cargando conmigo a hombros, gracias a Dios. Pero basta ya. ¡Dios! Llevo por lo menos diez minutos lloriqueando. Que me entierren en Libetra, donde cantan los ruiseñores.

A medida que Lymond recuperaba fuerzas, su hermano iba forzando el ritmo de sus conversaciones y, en una ocasión, fruto de una oscura cadena de pensamientos, preguntó:

—Francis, ¿alguna vez le dijiste a Will Scott la edad que realmente tienes?

Lymond parecía sorprendido.

—No. ¿Debería haberlo hecho?

Y Richard sonrió.

—Probablemente no. A sus ojos pareces invulnerable, como Dios y el diablo.

—Un año junto a Will Scott haría que una mosca se sintiese tan vieja como Enoch. ¿De qué lado está ahora?

—Del tuyo, sin duda —dijo Richard, con aspereza—. Buccleuch consiguió que lo volvieran a aceptar en la corte, y Will se dedica ahora a cantar tus hazañas y virtudes a los cuatro vientos.

—No te dejes engañar —dijo Lymond con igual aspereza—. Se siente culpable por haberme atacado. Con el tiempo llegará a ser un buen Buccleuch, decente y apacible.

Aunque aquello le parecía poco probable tras haber pasado un año en compañía de Lymond, Richard no dijo nada; tampoco se percató de que su hermano lo observaba atentamente. Un momento más tarde, Francis dijo, ecuánime:

—No te preocupes. Nadie va a obligarte a mantener la promesa tan comprometida que has hecho, Richard. No deseo mi vida a cambio de los principios de nadie. Ya has hecho mucho intentando preservarla pero no hace falta que insistas en ayudarme.

No estaba interesado, claramente, en ser consolado de manera superficial. Además, tenía razón. Por otro lado, Richard tampoco deseaba seguir desglosando su vida día a día. Había prometido liberar a Lymond, y no tenía intención de arrepentirse. Finalmente dijo:

—Mis prejuicios son bastante mudables.

—Como quieras, pero recuerda: aunque hayas pagado los derechos de leña, lealtad y hierba, no pienso quedarme para siempre aquí, cual oveja desvalida.

—Si crees que cuando estés sobre los pies voy a olvidarme de lo que prometí mientras yacías sobre tu trasero, estás muy equivocado.

—Desde luego vas a necesitar un público entusiasta si continúas expresándote de ese modo.

Culter se rio, y así terminó aquella conversación.

Pero aunque Richard lo olvidó, Lymond, al parecer, no. Al día siguiente puso a prueba sus aseveraciones. Lo hizo desapasionadamente y con la calculada determinación que solía, sorprendiendo una vez más a su hermano.

Richard no se dio cuenta de nada hasta que volvió de revisar sus trampas y se encontró con el claro vacío. Su yagua había desaparecido, junto con uno de los equipajes.

Una a una fue considerando y descartando variadas conjeturas. Lymond no había podido ser capturado: no había ni rastro de lucha, sólo se veían sus propias huellas y las marcas de un caballo sobre la blanda hierba. Tampoco debía tratarse de un grandilocuente gesto destinado a liberarlo de su decisión de ayudarle: sin montura, Richard no tenía muchas posibilidades de llegar a Escocia con vida.

Volvió a repasar las huellas. Eran recientes, y no parecían apresuradas. Lymond no podía, desde luego, cabalgar a gran velocidad. Con súbita determinación, Culter cogió el arco y el carcaj y comenzó a seguir las huellas de la yegua, que continuaban fuera del claro. Lo condujeron hasta los bancos del arroyo, y después, subiendo por un pequeño risco, hasta la explanada de hierba. Las fue siguiendo, caminando a paso ligero, a medida que éstas describían un amplio círculo, y fue estudiando alternativamente la tierra y los pequeños montículos con árboles que tenía frente a sí. No había rastro alguno de Bryony. Reprimió el amago de enfado que amenazaba con distraerlo y se concentró en el suelo.

Las huellas lo llevaron, describiendo un suave arco, hasta el claro del que había salido. Se paró en seco al darse cuenta, respirando agitadamente y mesándose el cabello con la mano libre. Cuando hubo recuperado el control de su respiración y del conflicto que se libraba en su interior, prosiguió.

Lymond, tumbado boca abajo junto a Bryony, que pastaba plácidamente, se volvió, recibiéndole con una sonrisa burlona y conciliadora. Richard estalló.

—Tienes la maldita manía de jugar con los demás. Maldito necio lunático, si te hubiera alcanzado ahí atrás, te hubiera matado.

—Pensé —dijo Francis, conciliador—, que ya iba siendo hora de volver a acostumbrarme a la montura. Deberíamos comenzar nuestro viaje al norte.

—En efecto. Pero eso fue sólo una parte de tus intenciones —dijo lord Culter. Ató a la yegua y regresó con una copa de agua, colocándola con brusquedad junto a su hermano—. Te gusta asegurarte de que puedes confiar en tu gente, ¿verdad? ¿Y quién no? Pero no tienes por qué hacerlo convirtiéndote en una pesadilla para los demás. Si mis sentimientos respecto a ti son confusos —dijo Richard, enfadado—; maldita sea, prefiero que sigan así, con que ahórrate tus estúpidas intervenciones.

Apoyándose sobre un codo, Lymond alzó la copa, derramó el agua malamente y la dejó de nuevo en el suelo, sin beber de ella.

—Parece que ya puedo mantenerme sobre un caballo —dijo—. Por lo tanto, podemos volver al norte, esta misma noche si lo deseas. Por otro lado, en cuanto lleguemos a Escocia, mi compañía te va a resultar bastante comprometida, así que deberíamos discutir algunos asuntos antes.

Se detuvo. Richard no dijo nada; y su hermano prosiguió, sombrío:

—Me has ofrecido el indulto conociendo sólo la mitad de la historia. Hablamos de Mariotta, y lo que te dije sobre ella es cierto. No has mencionado a Eloise.

Richard se sentó, cogió la copa caída y la puso en pie. Entonces dijo:

—Escucha. No hace falta que compartas conmigo tu pasión por la autoinmolación. No quiero oír nada sobre Eloise, y no quiero más explicaciones. Tengas lo que tengas sobre tu conciencia, mi intención es llevarte a Escocia y ocuparme de que subas a ese barco. Si de veras puedes montar, partiremos mañana.

—Dios —dijo Francis con amistosa crudeza, cubriéndose el rostro con las manos—. ¿Cuál será el precio entonces, poderoso lar?

Un día más tarde, Lymond montado y Richard caminando a su lado, iniciaron su lento viaje hacia el norte.

El almuerzo en casa de lord Grey se sirvió a las dos en punto. Tenía tres invitados: sir Thomas Palmer, su experto en fortificaciones venido desde Londres, Gideon Somerville y su joven esposa, Kate.

A Katherine, pulcra y fresca como un melocotón en su vestido de satén gris, no le impresionaron Berwick, ni la comida, ni Willie Grey. Con pensativos ojos castaños, observó cómo el salero pasaba ante a su nariz: «Pues ya está: Bowes, Brende y Palmer, a caballo, partirán esta noche y se establecerán en Coldingham»; la jarra de cerveza: «Holcroft, a pie, partirá mañana y se unirá a vosotros dos a caballo en Pease Burn»; y otra vez el salero: «El lunes, temprano, Palmer contactará con Haddington y ellos os cubrirán mientras vosotros lleváis más hombres al fuerte y regresáis».

Se había derramado algo de sal. Kate la echó por encima de su hombro derecho y dijo:

—¡Qué sencillo suena dicho en inglés! Imagínense a sir james dibujando diagramas en las paredes para transmitir sus órdenes en Haddington. A este ejército le vendría de perlas un curso intensivo de Udall.

Los botones dorados centellearon con el respingo.

—¿Por qué de Udall? —preguntó Palmer.

—De él o de cualquier otro latinista que se os ocurra. ¿No os parece que los pobres van a necesitar una lingua franca? —dijo Kate—. Vuestros doscientos mil alemanes vienen por mar y lord Shrewsbury llega con once mil ingleses provenientes de todas las comarcas y dialectos de York. Si los suizos, los españoles y los alemanes quieren comunicarse desde Haddington, y añadimos a eso unos cuantos ingenieros italianos, tendréis una pequeña Babel entre manos.

El rostro de lord Grey tenía un aspecto siniestro.

—Pues igual que los escoceses —dijo—. Según todas las fuentes. Si Enrique envía a cuarenta mil franceses más, y el Rey de Dinamarca participa...

—Razón de más para tomar medidas lingüísticas. Buchanan contra Eton. ¿Habéis estado en Haddington, sir Thomas? —preguntó Kate.

Palmer sonrió.

—Fuimos todos el día en que se celebró la sesión del Parlamento, y de paso dejamos allí unos cuantos sacos de pólvora aprovechando que estaban tan ocupados. Bowes se había llevado al joven Wharton bajo su mando: fue realmente una buena idea. Entre lord Grey y su padre, el chico no daba pie con bola.

—Un joven incompetente —dijo Grey vagamente; y recordó algo—. Por cierto señora Somerville, mis más sinceras disculpas: que Gideon os llevara a aquella muchacha que se había escapado... Un asunto turbio, pero inevitable. Lady Lennox no pudo hacer nada por ella, según creo.

—Nunca llegasteis a atrapar al otro, ¿verdad? ¿El hombre que mató al mensajero en Hexham?

Grey lanzó una mirada discretamente a Palmer.

—Ese maldito necio de Wharton. El padre es todavía peor que el hijo. Cinco minutos después de que le dispararan mandó a un hombre a recuperar el cuerpo. Pero no había cuerpo. El tipo tenía un cómplice. ¿Uno? Con la guardia que mi querido lord Wharton había dispuesto en aquella iglesia, podría haber tenido diez.

—Un tipo emprendedor —dijo Palmer, divertido—. ¿Fue él quien le tocó las narices a Ned Dudley en Hume, verdad? —Advertido por el silencio de que sólo conocía la mitad de la historia, añadió rápidamente—: Si queréis puedo intentar dar con él, milord. Nunca se sabe lo que puede uno encontrar, al cruzar la frontera.

—Estaría bien —dijo lord Grey—. Pero lo importante ahora es dejar mañana a todos esos hombres a salvo en el fuerte de Haddington. Mañana es lunes, ¿qué? ... dieciséis. Ese es nuestro trabajo ahora.

El asunto quedó zanjado. La sonrisa se esfumó de la boca de sir Thomas; cogió un pichón y no dijo nada más hasta el final del almuerzo.

Al terminar, Gideon llevó a Kate hasta las almenas del castillo y juntos observaron el Tweed, que discurría desgarbado entre las verdes praderas que se extendían hacia el norte, adonde los hombres de Palmer viajarían aquella noche.

—Es peligroso sacar ese tema, Kate —dijo Gideon—. Será mejor olvidarlo. Sea lo que fuere lo que sucedió, nunca lo sabremos.

—Y no importa lo que sucediera, ¿verdad? —dijo Kate. Se dio la vuelta y miró al otro lado del río. Aquella hierba, uniforme, repleta de flores y exultante, era hierba inglesa.

Irritada, dijo:

—No me gusta esta guerra. No me gustaron las sangrientas intrigas con las que comenzó, ni la matanza con la que acabará, ni los lamentos, las envidias y los escrúpulos hipócritas con los que se desarrolla. Odio la falta de gracia y de caballerosidad, el egoísmo, la destrucción de las personas y de los valores. Entiendo que para conseguir la paz sea necesario hacer esfuerzos y correr riesgos, pero si esto es en lo que desembocan, no tiene sentido.

Un brillo húmedo se reflejó en la lisa y límpida superficie que había entre su corta nariz, la córnea y la tostada mejilla. Gideon, que casi nunca había visto a su mujer llorando, quedó conmovido y turbado, mientras su intuitiva mente buscaba el motivo y la respuesta adecuada. Dijo, agarrándola por los hombros:

—Philippa estará bien. Lo entenderá. Podemos explicárselo.

Katherine se dio la vuelta inmediatamente, e impulsivamente colocó sus cálidas manos entre las de Gideon.

—No te preocupes por mí. Quiero arreglar los males del mundo en una noche, pero lleva más tiempo. Nosotros tres somos fuertes, sabremos esperar tiempos mejores.

—Lo haremos —dijo Gideon. Parecía cansado, pensó ella; pero la miró sonriendo—. Confía en mí.

Aquella noche el tiempo cambió. La bonanza de mediados de julio sucumbió ante el presagio de tormenta. Al amanecer, las nubes, provenientes del oeste, formaron un rojizo remolino que cubrió todo el cielo. Por la mañana, comenzó a caer una ligera llovizna acompañada de un viento racheado.

A Palmer, rojo de emoción bajo su casco perfectamente pulido, con los enormes hombros apretados en una maraña de acero, no iba a molestarle lo más mínimo. Daba igual que los cielos escupieran veneno como la serpiente de Loki. El lunes por la mañana, como estaba previsto, Bowes y él se encontraron con los soldados de infantería, y marcharon hacia Haddington. Desde el puente de Linton, a ocho kilómetros de allí, enviaron un mensaje a sir James Wilford, capitán de Haddington, haciéndole saber que su guarnición inglesa iba a ser relevada por un ejército de refresco.

La respuesta de Wilford llegó desde el fuerte escoltada por cuarenta jinetes españoles. Era demasiado peligroso. Aunque necesitaba a los hombres, no se fiaba de la calma reinante, y advirtió a sir Thomas que pospusiese su plan.

Palmer leyó el mensaje, maldijo en voz baja, y se llevó consigo a los españoles para observar más de cerca los campamentos franceses y escoceses. La calma siguió reinando hasta que llegaron a las colinas al norte de Haddington. Allí, bajo el cielo abierto e intransigente, Bowes detectó movimiento. Las flores de lys francesas, ondeando al viento, se dirigían colina abajo hacia ellos, enarboladas por ciento cincuenta jinetes armados.

La paz y la calma silvestre reventaron. Gamboa se puso a la cabeza y salió disparado con los arcabuceros para hacer frente a los franceses; Palmer y Bowes, colocándose tras él, organizaron a sus jinetes y soldados pero se detuvieron al sonido de las trompetas. Palmer, que gozaba de buena vista, distinguió los nuevos colores que se dirigían hacia él, esta vez desde Haddington. Su rostro se coloreó de regocijo.

—¡Es Ellerkar, vive Dios! Ellerkar con casi medio millar de jinetes del fuerte... ¡Vamos a borrarles a esos franceses la sonrisa con vuestras plumas de ganso, muchachos!

A Ellerkar no lo habían convocado para cargar. Y los franceses no pensaban discutir con cuatrocientos jinetes frescos. Dieron rápidamente media vuelta y salieron disparados colina arriba, desapareciendo de la vista, dejando que españoles e ingleses se saludaran mutuamente, volvieran a formar y salieran jubilosos hacia Haddington, bajo el mando de Palmer y Bowes.

Ninguno de ellos llegó hasta allí. Los franceses se limitaron a esperar tras la colina más cercana hasta que la retaguardia de los ingleses hubo pasado de largo, y entonces descendieron y atacaron. Después de haber atacado inteligentemente a Ellerkar en puntos concretos, se retiraron apresuradamente pero en orden, rodeando la colina, con la fuerza conjunta inglesa pisándoles los talones. Sir Thomas, furioso por la devastación sufrida en su retaguardia, casi los había alcanzado cuando comprobaron horrorizados cuál era la traca final de aquella pequeña maniobra.

Alrededor de la loma de la colina por la que los franceses se retiraban había un sólido cuadrante de soldados de a pie y arcabuceros franceses que esperaban pacientemente; pacientemente armados, envueltos en un aura de triunfo anticipado.

Llevados hacia delante por su propio ímpetu, Palmer y Bowes resbalaron y se estrellaron contra aquel impenetrable frente. El líder de los españoles, Gamboa, que venía por detrás, cayó cuando se retiraba. Los soldados de a pie de Holcroft, enfrentados cara a cara contra un oponente de primer orden, vacilaron, cayeron y huyeron. Durante media hora se prolongó el combate, después los hombres de Palmer huyeron también.

No había nada que hacer. Perseguidos por la verborrea y el regocijo galos, ingleses y españoles salieron en oleadas de aquel valle del Tyne, y los jinetes franceses los persiguieron durante toda la tarde como si de una cacería se tratara. Tras ellos, el ejército del Protector dejó tras de sí a ochocientos ingleses y españoles muertos o capturados, así como la mayor parte de sus caballos. Haddington perdió no sólo a las nuevas fuerzas que esperaba, sino también a Ellerkar, a Gamboa y a los jinetes que habían intentado ayudar.

Y así, decía el subsiguiente mensaje dirigido al Protector: Y así, con la victoria casi en nuestras manos, la mala suerte ha alterado las cosas. Nuestros principales jinetes y nuestros mejores soldados de a pie han caído; nuestra fuerza se ha perdido. Por lo tanto, no es recomendable aventurarse de nuevo por tierra, a excepción de venir acompañados de una fuerza Real.

Con el tiempo, la fuerza Real llegó. Al igual que el ejército de Palmer, era fuerte y entusiasta. Al contrario que la de Palmer, y aunque cometió errores, no fue derrotado. Pero tampoco venció.

Sir Thomas Palmer, a galope tendido, casi había llegado al puente del este de Linton seguido de tres de sus propios hombres y de un español; se había zafado de dos escaramuzas, y empezaba a parecer posible que se hubiera librado de sus perseguidores, cuando de la tierra que tenía enfrente salió una pequeña y maliciosa falange de jinetes cubiertos de acero.

Eran escoceses. No reconoció el emblema, pero supo reconocer la derrota: dejó que les rodearan y esperó en silencio mientras el líder se acercaba trotando. Tenía el cabello gris y unos frondosos bigotes que crecían en un rostro beligerante y sudoroso.

—Demonio —dijo el vencedor, dirigiéndose a sir Thomas—. ¡No digáis nada! Lo tengo en la punta de la lengua... ¡Sois Palmer! ¿No es cierto?

—Es cierto, maldita sea —dijo sir Thomas con un educado gruñido.

Los bigotes se movieron con un tic.

—Muy bien. Caramba, tenéis facilidad para que os agarren del pescuezo. También os cazaron en Francia, ¿no es cierto?

Sir Thomas se tornó aún más rojo.

—¿Y no tuvisteis que pagar un rescate para que os liberasen?

Sir Thomas maldijo, educadamente.

—Soy Wat Scott de Buccleuch —dijo su captor, cortés—. Vuestros amigos sabrán adonde enviar la plata. Demonio, os gustará Edimburgo. Es una buena ciudad para estar en prisión.

Buccleuch dejó marchar a la mitad de sus hombres para que escoltaran a Palmer y a sus acompañantes hasta Edimburgo y continuó su camino con el resto, silbando.

Sir Wat estaba encantado de la vida. Tan contento estaba que no se percató de los pertrechos abandonados por los derrotados que iban encontrando por el camino, limitándose a desear suerte a las bandadas de caballos, franceses y escoceses, que aparecían y se desvanecían como hormigas voladoras durante toda la ajetreada tarde. Poco a poco, los encuentros empezaron a ser cada vez menos frecuentes, hasta que se quede') solo con su docena de hombres cruzando los áridos páramos, sin protección y castigado por un tímido viento frío.

A su derecha, un poco más allá, se alzó un pájaro de repente, destacando sobre el cielo el blanco y negro de su plumaje, su graznido dominando el crujir del panizo y la totora. Un instante después pudo distinguir a dos jinetes avanzando lentamente por el lugar donde el ave había estado, dirigiéndose hacia el norte. Se detuvo y los observó.

Una de las figuras, con capa y capucha, le resultaba irreconocible. La otra, sin abrigo, sólida e inconfundible, era la de Richard Crawford de Culter.

Buccleuch se acercó, circunspecto, dejando atrás a sus hombres sin explicación alguna, pasándose por los bigotes una mano meditabunda. Culter se giró y, dejando al otro jinete, trotó lentamente para encontrarse con él, su rostro tostado y atento sobre una camisa blanca, sucia y destrozada. Habló inmediatamente, en cuanto estuvieron a la suficiente distancia como para oírse.

—Bueno Wat, parece que seguís teniendo la costumbre de aparecer en el momento equivocado en el lugar apropiado.

Parecía moderadamente jovial, pero el ojo experto de Wat se fijó en el elocuente temblor de su brazo derecho. Se aclaró la garganta.

—Me alegro de veros, muchacho. Hicisteis un buen trabajo en Hexham. Habéis recuperado la estima de Arran: eso debería alegraros. Van a nombrar duque a ese necio, ¿lo sabíais?

—No. Así que Erskine regresó.

—Demonio, así fue. Nos dijo que os estabais tomando vuestro tiempo para volver tras él, pero empezábamos a pensar que os había ocurrido algo.

Volvió a hacer una pausa. El segundo caballo pastaba en la hierba y el jinete, con la cabeza inclinada, parecía sostenerse a duras penas.

Culter no se movió, así que Wat le espetó:

—¿Vais hacia Edimburgo?

Richard negó con la cabeza.

—Oh —una expresión de curiosidad se apoderó del rostro de Buccleuch. Se frotó la nariz, escupió groseramente y dijo:

—Hace mucho viento para un día de julio. Bueno, no seré yo quien critique vuestra decisión. El necio de mi hijo no está resultando tan mala compañía después de todo —reparó en los precavidos ojos grises que lo miraban con intensidad y volvió a aclararse la garganta—. Yo voy hacia el sur. Espero que tengáis un viaje tranquilo. Hoy hay un montón de jinetes correteando por ahí. Al parecer hay algunos enfrentamientos en el camino.

—Gracias —dijo lord Culter, y dudó—. ¿Vuestros hombres..?

—No es asunto suyo. Demonio, Sybilla estará bien contenta de veros.

Richard dijo de repente:

—Decidle... —pero se calló y maldijo, la impasible mascara de su rostro transformada por una furibunda alarma. Un instante después, Buccleuch se dio la vuelta también, llevándose la mano a la espada. A continuación volvió a envainarla y gesticuló ferozmente mirando a Culter.

—¡Marchaos, rápido, marchaos!

Por la colina que había tras ellos llegaba al galope una partida de escoceses. Un segundo más tarde gritaron el nombre de Culter. Richard, cuyo caballo había empezado ya a moverse, se giró, vio los gallos de los banderines y maldijo de nuevo.

—Los Cockburn de Stirling. Maldita sea. Wat: ¿podéis retenerlos mientras huimos?

Estaban demasiado cerca. Buccleuch vio con perfecta claridad las opciones de Culter: o entregaba a su acompañante, o se le declararía cómplice de una huida por demás inútil.

Como ya había hecho antes, Buccleuch llenó sus considerables pulmones y bramó.

Antes de que Richard lo alcanzase, Lymond se dio la vuelta y vio lo que sucedía. Se irguió y se quitó la capucha de la cabeza, mostrando su pelo claro y la manchada camisa de Culter. Después tomó las riendas de su caballo y salió en torpe estampida, cruzando el páramo, sin importarle el veloz ruido de todos los cascos de las tropas de sir William Cockburn, que lo alcanzaron, rodearon y le cerraron el paso. No opuso resistencia.

Buccleuch, que cabalgaba detrás junto a Culter, llegó para encontrarse convertido en la diana de una serie de pésimos chistes y comentarios jocosos sobre si el berrido que había soltado había sido lo que había impulsado a su prisionero a escapar. Como Richard se había sumido en un silencio absoluto, sir Wat contestó con brusquedad, sin admitir ni negar el crédito que Lymond parecía concederle y, después de un rato, dejaron de acosarlo con preguntas y le ofrecieron, cortésmente, volver juntos a Edimburgo.

Una vez que sus propios hombres se hubieron unido al grupo, Buccleuch pidió echar un vistazo al prisionero y lo enviaron directamente a la retaguardia, donde Lymond se hallaba tumbado, atado a una camilla llevada por un caballo. Estaba inconsciente.

Sir Wat lo observó en silencio, antes de regresar junto a los hermanos Cockburn. Agitó la cabeza.

—¿Qué pasará ahora?

—Oh bueno, está en busca y captura, ¿no? Imagino que primero lo llevarán al castillo durante una o dos semanas, después tendrá un breve juicio, y acabará colgado en la New Bigging Street. De eso puedes estar seguro.

Y así, después de todo, Richard acabó escoltando a su hermano menor hasta Edimburgo.

2. Una pieza comida resulta ventajosa

Quant compaignons sen vont juer

Ils n 'ont pointe ton dis essouper

Cras connins ne capons rostís

Fors le terme qu'ils ont argent...

Hacía tanto tiempo que no habían oído cantar a la viuda, que Mariotta y sus dos invitadas se quedaron sorprendidas. Janet sonrió, y Agnes Herries, que se había quedado medio dormida, parpadeó y dijo:

—¿Ya es la hora?

—Todavía no —dijo Sybilla. El ligerísimo rubor bajo su pálida piel era la única señal de su emoción: iba vestida con esmero, en contraste con el aspecto descuidado que presentaba Mariotta, quien acusaba los efectos de las tres semanas que llevaba sin noticias desde que Tom Erskine había vuelto de Hexham.

Aquella medianoche, en su presencia, Johnnie Bullo había de convertir una libra de plomo en oro. De las cuatro mujeres, Janet Buccleuch era la que estaba más interesada en el experimento de Sybilla. Colocando sus anchas zapatillas de terciopelo verde sobre un reposapiés, dijo:

—¿Os ha sacado el gitano mucho oro con todo este asunto? Espero que hayáis sido prudente.

La viuda alzó una mirada cándida por encima de sus anteojos.

—Por supuesto, querida. Además, el oro habrá llegado a sus manos tan sólo diez minutos antes que nosotras, es decir —dijo, mirando al enorme reloj alemán—, en este instante, más o menos. ¿Vamos?

Mariotta se inclinó y despertó de un leve toque a Agnes Herries. Esta abrió los ojos, sobresaltada, y siguió a las demás hasta la puerta, donde se agarró a Mariotta presa de una súbita inquietud.

—¿Y qué pasará si convoca al Diablo?

Mariotta se rio y, retirando el brazo, lo colocó, reconfortante, alrededor de los hombros de la joven.

—¿Que qué pasará si lo hace? Que Sybilla intercambiará con él recetas para ungüentos de azufre y le dará un hueso para el perro. Vamos...

Afuera hacía frío y estaba muy oscuro. Una brizna de paja rodó sobre los adoquines mecida por el viento, brilló un segundo a la luz de las puertas entreabiertas y se escabulló en la noche, como una araña; no se movió nada más. Tras cerrar las grandes puertas, Sybilla y las demás caminaron en la oscuridad hasta la pequeña ventana del laboratorio de Johnnie Bullo, que refulgía como un ojo maligno e inyectado en sangre. La viuda repicó en el cristal; hubo una pausa; un sonoro crujir de pesados candados, y la puerta del laboratorio se abrió de par en par.

Una bofetada de calor les quemó el rostro. El edificio, bajo y cuadrado, estaba teñido de escarlata por el brillo del horno, que roncaba con sonoridad a medida que el viento soplaba a través de su embudo.

En caótica amalgama, multitud de vasos, retortas y botellas, jarras, botes y crisoles, matraces y botadores, globos, carretillas, alúdeles, tubos de ensayo y embudos se apilaban por el suelo. En las paredes, el reflejo del fuego burbujeaba, parpadeaba y centelleaba, poblando sus muros de sorprendentes y entrelazadas serpientes que se retorcían con las llamas.

Había un banco de madera lleno de alicates y limaduras de hierro, platos sucios y cuchillos y cacharros llenos de harina y arena para los zulaques y viejos atanores sin usar; varios cuencos, rotos y ennegrecidos, alfombraban el suelo y dos fuelles de distinto tamaño colgaban en clavos junto a una pared repleta de inscripciones de tiza en una especie de lenguaje de signos en los que predominaba el triángulo. Una vieja alfombra recubría parte del suelo de piedra; sobre ella, reposaban dos taburetes de madera junto a los cuáles se ajetreaba Johnnie.

Los ojos de Johnnie brillaban como dos canicas rojas. Su cara, morena y enrojecida, sudaba con profusión y su figura delgada y alambicada se revolvía oscura entre las botellas y los cuchillos, retorciéndose y desapareciendo en la saltarina y rojiza penumbra. Hizo una reverencia sin decir palabra y señaló los taburetes. La viuda se sentó rápidamente en uno de ellos y Janet en el otro, mientras que las dos muchachas se quedaron detrás, de pie. Johnnie esperó hasta que hubieron ocupado sus puestos y entonces, proyectando su sombra hasta la puerta, giró el perno. El horno soltó una llamarada.

—Empecemos —dio Johnnie, y se quedó de pie en una postura extraña y recogida junto a su banco, con una mirada llameante y seria en sus ojos marrones de largas pestañas.

—Esta noche nos internaremos por una senda que sólo los más grandes se han atrevido a explorar. Esta noche invocaremos la ayuda de aquellos que nos han permitido penetrar en el Chamaman, en el Tan, en el gran misterio. Honraremos a Yeber-Abu-Mussaf-Djafar-al-Sofi, el maestro de maestros; a Zósimo y a Sinesio; a Trismegisto el tres veces sabio; a Olimpiodoro, filósofo de Petasio, Rev de Armenia; a Nagarjuna, que descubrió la destilación; y al mismísimo Abu-Bakr-Mohamed-lbn-Zakariya-al-Razi, el ciego.

»Les pedimos que confieran su poder a nuestra piedra para que el metal imperfecto, esa cruda sustancia de Saturno, caiga corrompido y que en el fuego de su destrucción, genere la humedad del mercurio y el humo del azufre hasta que, refinada, purificada, perfeccionada, la sustancia de nuestro crisol de deshaga de los atributos, los defectos, las debilidades del plomo y se convierta en el perfecto oro.

Tocó suavemente uno de los cazos que tenía a sus pies, lo envolvió entre paños y lo alzó a la altura de su cuello sujetándolo con una pinza de hierro.

—El oro está aquí; las cadenas y las monedas que me dio lady Culter, ya fundidas y dispuestas para empezar la reacción que impulsa el inicio de la transformación. Aquí —levantó un ladrillo gris de la mesa—, hay una libra de plomo. ¿Queréis comprobarlo?

Janet se lo quitó y lo examinó de cerca. Pasó de una mano a otra hasta llegar otra vez a Bullo, que lo sujetó de manera que todas pudieran verlo claramente, y lo colocó en una gran jarra.

—Muy bien. Y ahora la piedra.

Se agachó en el banco un instante y se dio la vuelta. En su curtida y oscura mano mostraba una caja, preciosamente tallada en plata, con caracteres arábigos en la tapa y un pequeño espejo incrustado en la parte trasera. La abrió, sujetándola para que pudieran verla.

Dentro, en un lecho de polvo blanco, había una piedra gris y sucia, de textura descamada y polvorienta y de forma irregular. Johnnie habló suavemente.

—La piedra de la sabiduría. El magisterio. La esencia universal.

La levantó con cuidado y, abriendo otra caja limpia que tenía en la mesa, rascó levemente la suave superficie de la piedra. En la caja cayó un poco de polvo blanco, enrojecido a la luz carmesí Bullo guardó la piedra en su caja de plata y sostuvo la caja con polvo en la mano.

—Milady, lo que estamos haciendo no está exento de peligro... para mí. Vuestras mercedes están bien a salvo. Pero debo rogarles que no hablen ni se muevan hasta que el proceso haya concluido.

»En cuanto a mí, me encomiendo a los alquimistas y filósofos que nos observan y me hablan en el lenguaje de la tabla esmeralda y declamo con solemnidad: Lo que digo no es falsedad, sino digno de crédito y cierto. Lo que yace abajo es como lo que aguarda arriba y lo de arriba es como lo de abajo. Actúan para cumplir los prodigios del Uno. Así como todas las cosas fueron creadas por la Palabra del Ser, así todas las cosas fueron creadas a imagen del Uno. Su padre es el Sol y su madre la Luna. El Miento lo lleva en su vientre. La Tierra es su nodriza. Es el padre de la Perfección en el mundo entero, por ello sólo con su poder y su fuerza se alcanza la perfección. Con su ayuda conseguirás poseer la luz del mundo y toda la oscuridad saldrá de ti...

Con pulso firme levantó la gran jarra con el plomo dentro y la colocó en el lugar que le correspondía, descansando sobre el fuego. Después, inclinó la cajita de polvo para que su contenido se deslizase por el cuello del recipiente y se uniera al metal que había dentro.

Durante el tiempo que dura un latido, hubo silencio.

Entonces, con una bocanada y un rugido, de la boca de la retorta empezó a salir un cremoso humo azul, plegándose, revolviéndose y arqueándose por la cabaña. Se condensó, hundiendo sus lánguidos dedos en el suelo y aplastándose contra el techo de madera; se volvió denso, negro y asfixiante con la peste del azufre; cegó los sentidos y el fuego, que saltaba como liberado en un monstruoso nacimiento, tiñó el aire con lenguas de amarillo y carmesí.

Agnes gritó. Mariotta, después de un gritito alarmado, sujetó firmemente a la niña y se quedó quieta. Janet, agarrada a su taburete, miró a la viuda hasta que prácticamente desapareció de su vista, a pesar de estar a su lado, debido a los remolinos de humo. Se encontraban aisladas, tenían calor, apestaban y estaban tiznadas como el carbón; cuando estaban al borde del pánico, el humo, dulce como un amanecer veraniego, floreció y de sus raíces surgió un brillante color dorado que cubrió la oscura cortina convirtiéndola en el amarillo puro del sol del este.

Aquel velo colgó, fresco y precioso, durante diez segundos, y entonces, rompiéndose en mil pedazos, derritiéndose, separándose, tamizándose y desvaneciéndose en el aire, desapareció lentamente. Detrás apareció Johnnie Bullo, una sombra monocroma, un empaste plano y coloreado y, finalmente, el hombre vivaz, de pie tras el horno. Tenía una pinza en una mano y con ella estaba sacando del fuego la pesada y ennegrecida jarra.

Sobre el suelo había una bandeja de hierro, frente a la viuda. Bullo colocó allí la jarra con el crisol, y el calor que despedía las hizo retroceder. Observaron en silencio mientras Johnnie avanzaba, con las tenazas de hierro entre las manos. Las zarandeó rompiendo con ellas el cuello de la jarra.

En silencio, le entregó a la viuda las tenazas. Ella se agachó, rebuscando en el interior del crisol. El instrumento agarró algo, y ella lo levantó y lo dejó sobre el suelo. Era un pequeño bloque de metal blando. Inconfundiblemente, era oro. En la jarra no había nada más.

Las palabras no podían expresar su triunfo y su asombro. Las botellas y las jarras rechinaron y repicaron y las paredes lloraron lágrimas de extraña emoción. En el lugar donde había habido un ladrillo de plomo, había ahora uno de oro. La piedra del saber era ciertamente poderosa. Cuando por fin pudo hablar, la viuda, ruborizada por la emoción, dijo agitada:

—¿Podemos verlo de nuevo? ¿Podemos ver la piedra de nuevo? Ahora sabemos que es la piedra verdadera.

Había hablado impulsivamente, y al principio él puso algunas objeciones; pero tanto Mariotta como Agnes sumaron sus voces, y por fin Bullo trajo la caja de plata. Sybilla la abrió con cuidado.

—Levantadla —dijo Janet—. ¿Pesa?

La viuda introdujo con delicadeza el índice y el pulgar.

—No mucho. Tan pequeña y tan poderosa. Si una pequeña rascadura hace esto, ¿qué no hará toda la piedra?

Los blancos dientes resplandecieron. Johnnie, completamente confiado, estaba encantado.

—Ardería en vuestras manos como el sol, milady. Pero querréis usarla con mesura y hacer que dure mucho tiempo.

—La verdad es que no —dijo Sybilla. Sopesó con la mano la preciosa piedra un momento con una mirada calculadora en sus ojos azules y después la tiró entera al corazón del horno.

Todos gritaron al unísono, el grito de Johnnie el más fuerte de todos.

Esta vez, el rugido y el eructo de humo negro se abalanzaron sobre ellos como el negro vientre del mismísimo Caos, levantándose a su alrededor cual inhumano veneno. Todo se volvió oscuro: mucho más oscuro que antes. Sus ojos quedaron cegados como los de los muertos y de los no natos, sus sentidos aturdidos y ahogados bajo el manto de azufre y su piel cubierta por el residuo que salía disparado. El horno bramó. Lo último que Janet pudo distinguir fue la cabeza de Sybilla, resplandeciendo como un edelweiss en un negro y quieto lago. Dio dos pasos y se agarró firmemente a las largas manos de Sybilla. Después ya no pudo verse nada.

Esta vez no hubo brillo amarillo. La ciega pesadilla los devoró y permanecieron segundos y después minutos, sumidos en la negra bilis, lívida y chorreante que emanaba del horno. La luz volvió, reticente, aclarando la oscuridad en círculos neblinosos, como agua limpia corriendo blanca y veteada por la superficie negruzca de un dibujo.

El suelo volvió a ser visible; después los taburetes; luego la parte inferior del banco y, por último, las cinco personas que estaban en el laboratorio, tres de ellas en posiciones bien distintas. En lugar de estar junto al horno, intentando controlarlo, Johnnie Bullo estaba apretado contra la puerta, mirando a Sybilla por el rabillo del ojo. La viuda se había vuelto a sentar y, con Janet a su lado mirando por encima de su hombro, rebuscaba con energía dentro de un gran crisol, gemelo de aquel que yacía destrozado sobre la bandeja de hierro que todavía tenía frente a sí.

—Qué cosa tan útil es el humo —dijo Sybilla—. Bueno, ¿qué tenemos aquí? Sí. Lo que pensaba.

Metió el brazo en la jarra y sacó algo de ésta, enseñándoselo a todos.

—Una libra de plomo, intacta. Del primer crisol, cuidadosamente oculto tras el banco. Lo cual nos lleva al segundo crisol, que está ahora roto, y que contiene un bloque de plomo —supongo—, cubierto con una fina capa de oro. Lo que nos lleva al más importante asunto de mis cadenas y mis monedas, que deberían estar fundidas en la primera jarra, pero que están —supongo—, en el cajón del banco. Sí, aquí están.

»Vaya, vaya. Después de haberme proporcionado un bloque de plomo dorado y una piedra, el señor Bullo pretendía, imagino, guardarse el oro destinado al experimento y generar una pequeña producción de oro con la que repetir su éxito inicial. La verdad es que no acaba de parecerme justo, después de haberle proporcionado alojamiento y comida durante casi todo el invierno... Yo de vos no lo intentaría, querido caballero. La puerta no se va a abrir por una sencilla razón: la mitad de mis siervos están afuera provistos de lanzas. ¿No sabíais que dame Janet también se interesaba por la alquimia? Ha sido una consejera de lo más valiosa.

Johnnie, de pie junto a la puerta, mostró los dientes y en su sonrisa seguía habiendo un rastro misterioso, aunque estaba desarmado y bastante sucio, como todas ellas, y su pelo se rizaba por encima de sus ojos.

—Al menos, como decís, he tenido un lugar donde pasar el invierno —dijo, impúdico. Los ojos marrones miraban límpidos—. ¿He cometido algún error? Tenía la impresión de que habíais contratado mis servicios.

Los ojos azules miraban igualmente seráficos.

—Vuestros servicios han resultado ser un poco caros.

Él se encogió ligeramente de hombros.

—Hice todo lo que podía esperarse de mí, salvo quizás fabricar el tiempo. Entonces —dijo señalando la puerta con la cabeza—, ¿ya no me necesitáis para nada?

—Al contrario —dijo Sybilla y, recogiéndose el sucio vestido con cuidado, se sentó de nuevo en el ennegrecido taburete—. Al contrario: no obstante, me gustaría dejar bien claro que vos necesitáis de mis servicios mucho más de lo que yo necesito los vuestros. Si los hombres que esperan ahí fuera os llevan ante un tribunal con esta historia, os colgarán.

Los gitanos no están acostumbrados a confesiones ni a excusas; prefieren ir directamente al fondo de la cuestión, Johnnie Bullo se apartó de la puerta, se acercó al banco y miró a la viuda con resignación y una cierta desazón.

—Está bien. ¿Qué he de hacer?

Aquella misma tarde, mientras breves ráfagas de viento barrían el brezo de entre la madera apilada y la paja de los tejados, y encrespaban el lodo de los canales de la High Street, lord Culter dejaba Edimburgo para volver a casa.

Habían pasado cinco meses desde la última vez que Richard había visto Midculter; cinco meses desde la última vez que había paseado a caballo por sus tierras, que había contemplado los estanques, las conejeras y la hierba. Que había visto su ganado saliendo del mercado, ante las murallas de la ciudad; que se había encontrado con Gilbert y había departido con él sobre envíos de lana y cuero, sobre el ordenamiento de las granjas y los asuntos concernientes a sus habitantes, el constructor y el albañil, el sastre, el armero, el cetrero, el carpintero, el herrero y los jardineros, los hombres que le proporcionaban la avena, el grano y la cebada, los que cuidaban de sus cerdos, ovejas y vacas, cultivaban sus guisantes y judías, elaboraban su cerveza, alimentaban a sus caballos y se preocupaban por su bienestar, dentro y fuera de su casa.

Había echado de menos los corderos, y los trabajos que se estaban realizando en los graneros y dependencias nuevas; el esquilado; las nuevas plantaciones que tenía pensadas para la primavera. Durante cinco meses había acarreado una espada insomne y albergado corruptas intenciones.

Ahora volvía a casa. Bajo el rojizo cielo del oeste, el perfil de las colinas de Pentland, que él conocía al detalle, fue aproximándose y quedando atrás, a su derecha. La carretera que llegaba hasta Lanarkshire lo condujo por los altos páramos a medida que el viento iba enfriándose. Por encima, el cielo pasó del turquesa al azul oscuro, cubriéndole discretamente con el manto de la noche. El horizonte, de un intenso verde manzana, fue apagándose lentamente tras el postrado sol.

Les había dicho a Buccleuch y a Dandy Hunter, a quien había visto de pasada: «Estaré en Midculter antes del amanecer»; y Buccleuch le había dado un fuerte manotazo en el hombro y le había dicho: «Buen chico. Espero que todo se arregle. Clic, clac, así son las cosas con las mujeres, clic, clac: pero sin ellas, la vida sería un infierno».

Los cascos de Bryony tamborileaban corroborándolo: Clic, clac; clic, clac. ¿Le iría bien? Sólo Dios lo sabía, pensó Richard, y espoleó a la yegua.

La noche, tibia y húmeda como si emergiera de un estanque, comenzó a poblarse de figuras. Alguien habló con prisa; oyó un correr de pies ligeros y un chocar de metales contra hebillas. Bryony se encabritó, y unos dedos escurridizos y delgados la sujetaron por el hocico, tirando de la brida, arrastrando después a Richard.

Culter, pataleando con la espuela de la bota, que seguía en el estribo, liberó el brazo derecho y echó mano de su espada, maldiciendo en voz baja. No había sido una buena idea viajar solo: había que ir deprisa y mantenerse alerta, y él no había hecho ninguna de las dos cosas. Demonios. Todavía tenían bien agarrada a Bryony. Eran dos... no, tres. Vio la sombra de una maza justo a tiempo, se agachó, blandió la espada, escuchó un grito mientras esquivaba un golpe y volvió a atacar.

Las manos volvieron a la carga, le agarraron del cinturón y tiraron de sus botas. La silla se soltó, y él supo que habían cortado la cincha. Atacó con su espada a las borrosas figuras, sintiendo su brazo entumecido tras golpear a ciegas mientras luchaba para liberarse de las manos que lo agarraban. Su montura se movía y acabó por hacerle caer. Debajo de él, un hombre invisible gruñó y maldijo; entonces le arrebataron súbitamente la espada de la mano y saltaron sobre él, reduciéndolo con éxito, golpeándolo con puños, rodillas y codos hasta que una maraña de cuerpos le tumbaron sobre el camino.

Hubo un resplandor de acero: un solitario, agónico y paralizante momento en el que la ironía de todo aquello le impactó como una bala de cañón y, justo entonces, el círculo de cabezas negras que tenía sobre él se abrió como un girasol ante la luz. Un poni castaño, oscurecido por el sudor, irrumpió en el círculo y desencadenó una tormenta en forma de una negra figura que chillaba y escupía como un loco.

Los hombres que rodeaban a Culter se quedaron paralizados. El recién llegado gritaba en una lengua que no era inglés. El líder de los asesinos respondió, airado, en el mismo idioma, y recibió por respuesta otro estallido de ira. Los otros dos intentaron hablar, pero tu vieron que callarse ante la avalancha de insultos. Finalmente, airados, los tres hombres subieron a sus monturas y, sin decir palabra, desaparecieron en la oscuridad como habían llegado.

El dueño del poni castaño volvió a montar. Richard, agitando la cabeza, tanteó y encontró su espada, y se puso de pie.

—Espero —dijo el jinete en un claro y sibilante inglés— que no estéis herido.

Su expresión, al menos hasta donde podía verse, era más de resignación que de triunfo.

Richard recuperó el aliento.

—En absoluto. Os estaría convenientemente agradecido si no supiera que eran vuestros propios hombres.

—¿Habláis el romaní? —preguntó su rescatador, mostrando por un segundo unos centelleantes dientes blancos—. ¿O sólo adivináis? Entonces habéis de saber que no os atacaron por orden mía. Somos gente díscola, milord.

Richard flexionó el brazo, pensativo, estudiando la inmóvil y enjuta figura. Le vino a la mente el recuerdo de una habitación iluminada por el fuego en Stirling y unas flechas tiznadas sobre la mesa. Se desabrochó la chaqueta y, sacando uno de los cordones, ató con él la cincha rota.

—Creo que sé cuál es vuestro nombre —dijo.

Los dientes blancos resplandecieron de nuevo.

—Espero que no. Mi gente me cuenta, cuando vuelvo a casa, los pequeños encargos que les hacen. Yo no suelo interferir. Si no fuera porque estoy a merced del más astuto de vuestros parientes...

Richard se levantó de repente.

—¿Mi hermano?

El otro estaba ya dirigiendo su poni por el camino de Edimburgo; se rio mientras negaba con la cabeza.

—No, no. En absoluto. Demonios, de ninguna manera.

El sonido de los cascos del poni, repicando suavemente, adquirió ritmo y se desvaneció, dejando en el aire un eco de sardónica risa.

Lentamente, Richard recogió las riendas de Bryony y le acarició el cuello. Una media sonrisa se dibujó en su boca, confiriéndole por un instante un sorprendente parecido con Francis.

—¡Madre! ¡Desde luego! —masculló, y subiéndose en su montura, hizo trotar a la yegua por la carretera que llevaba a Midculter.

Patrick le abrió las puertas a lord Culter bien pasada la medianoche, articulando incoherentes palabras de bienvenida. Envió a su chambelán de vuelta a la cama sin despertar a nadie y, cogiendo una vela, subió por la escalera principal, recorriendo un pasillo tenuemente iluminado hasta la habitación de su esposa.

Allí vaciló. En su aspecto no quedaban apenas huellas de sus pasadas aventuras: no sabía cómo parecer un guerrero valiente pero extenuado. ¿Sería injusto sorprenderla de aquella manera? Deseó haber mantenido a Patrick a su lado. Podría haber despertado a la doncella de Mariotta; enviarla para que le preguntase si estaba dispuesta a recibirlo... ¿Y si se negaba? Menuda escena sería aquella.

Reunió valor. Si ella no lo quería, que se lo dijera directamente. Dudó tan sólo un instante más, y después extendió la mano y llamó a la puerta.

Mariotta, sumida en una nube de nigrománticos y vaporosos sueños, se percató apenas del ligero golpeteo. Cuando, después de un momento, se repitió, se incorporó sobre el lecho intentando espabilarse, y dijo:

—¿Sí? ¿Quién es?

La respuesta la dejó muda.

El silencio se instaló. Su respiración se volvió errática. Incapaz de hablar con aquel caos en sus pulmones permaneció callada, intentando controlar el desorden.

—¿Mariotta? —El volvió a hablar, muy bajo—. ¿Puedo entrar?

A ella no se le pasó por la cabeza decir que no. Se echó una bata por encima de su arrugada ropa de dormir, pensó brevemente en el aspecto que tendría y habló, templada:

—Pasad, si queréis.

Se quedó paralizada por el cambio que se apreciaba en él.

Tenía el cabello mucho más claro y la piel tostada por el sol; sus ojos rebosaban luminosidad. Estaba más delgado y más fibroso, y su silencio reflejaba un poder y una tranquilidad que eran nuevos.

Acercándose a los pies de la cama, él dijo:

—Os he despertado. Lo siento. No pude partir hasta el atardecer, y pensé que sería mejor hablar ahora, en privado.

A la luz de la vela, los ojos de Mariotta eran de un violeta deslumbrante.

—¿Y de qué queréis hablar?

Dicen que los ojos son el espejo del alma. Los de su marido, iluminados por la llama de la vela, reflejaban los suyos propios en sus límpidas profundidades. Richard se sentó abruptamente sobre el baúl que había junto a su cama. Cogió el borde de la colcha entre sus dedos y se dedicó a enrollarlo y desenrollarlo, acompañando el movimiento con una mirada agónica.

—Me educaron para ser un hombre de pocas palabras —dijo—. Me enseñaron a desconfiar de aquellos que les gusta hablar. Y esa estúpida enseñanza ha permanecido siempre en mi cabeza. Me enseñaron a juzgar a la gente por sus acciones, cosa que hago (y habitualmente suele funcionar), excepto en alguna ocasión, justo cuando más importa. Probablemente no haya aprendido muchas cosas, pero lo que sí sé, es que la gente no siempre dice lo que piensa, sean buenos o malos sus motivos.

—Las personas no siempre dicen lo que piensan sin que haga falta motivo alguno —dijo Mariotta, suavemente—. Especialmente si son del género femenino—. Se dio cuenta de que la escuchaba apesadumbrado, y lo observó, apoyada la barbilla sobre sus rodillas. Ella prosiguió en el mismo tono algo burlón—. Pero vos me acusasteis de ser la amante de Lymond antes incluso de que yo afirmara o negara serlo.

La turbación en sus ojos aumentó cuando ella abordó directamente el comprometido asunto que había provocado su ruptura. Enrolló el torturado trozo de colcha en sus dedos y ella prosiguió, antes de que él pudiera hablar.

—Estás intentando decirme que sabéis que no hubo nada entre vuestro hermano y yo. Pero deberíais decirme cómo lo habéis averiguado. A mí no me creísteis. ¿A quién decidisteis creer?

Aquello fue duro, pero su intención era ser dura. Lo observó mientras él sufría tratando de encontrar una respuesta lúcida y honesta; intentaba con todas sus fuerzas satisfacerla y ganarse su corazón sin tener que invocar los fantasmas de los últimos cinco meses y de las tres últimas semanas. No podía hacerse, y ella le dejó bien claro que no debía intentarlo.

—¿Richard? ¿Qué habéis hecho?

El no alzó la vista, ni pronunció el nombre de su hermano.

—Nada. Está vivo. No estoy aquí para expiar mi comportamiento con él.

—¿Os dijo él lo que pasó entre nosotros?

Richard tenía la cara enterrada entre las manos.

—Algo me dijo.

—¿Os dijo que nunca me había puesto la mano encima?

—Sí.

—¿Y le creísteis?

—Sí. No lo sé. No cuando me lo dijo. Pero después... He tenido mucho tiempo para pensar.

—¿Y cuándo me llevó a Crawfordmuir?

—Fue un accidente: quería que os llevasen directamente a casa. Hizo lo que pudo por vos. Eso lo sé.

—Entonces, o Will Scott o yo, uno de los dos, ha mentido —dijo Mariotta suavemente—. Porque Francis me dijo a la cara que siempre tuvo planeado llevarme a Crawfordmuir; que su intención era deshonraros y evitar que tuvierais un heredero. Escapé de allí para salvarme, y para salvaros a vos también.

Las manos de Richard se apartaron de su rostro, y su mujer dijo:

—Así que, ¿qué historia pensáis creeros esta vez? ¿La suya o la mía?

Después de un largo silencio, Richard se levantó lentamente del baúl. Parecía muy cansado.

—¿Estáis segura..?

—Fue muy claro. Will Scott puede decíroslo.

Su marido caminó hasta la ventana. Durante un instante, en el patio, un fugaz destello de los rescoldos del laboratorio de Johnnie Bullo se coló por la puerta abierta, centelleó y desapareció con el viento.

—¿Y bien? —dijo Mariotta.

Él se volvió, mirándola con un gesto de desesperación.

—He estado viviendo con él tres semanas. Es un hombre atormentado, pervertido, peligroso, despiadado, pero...

La luz de la vela iluminaba sus cabellos negros como el azabache y la suave lana que cubría sus hombros, como si una pluma de plata hubiera perfilado en el aire su silueta. Su rostro, apoyado sobre sus rodillas, permanecía indescifrable, oculto por las sombras.

—Pero le creéis. Así que estamos otra vez en un punto muerto, ¿verdad, Richard?

—Que me parta un rayo si lo estamos —dijo de repente lord Culter, y se levantó bruscamente—. Cariño, escuchad. Llevamos casados menos de un año. Por culpa de las circunstancias, por mis errores y mi estupidez, hemos estado separados casi la mitad de ese tiempo. Cada uno de nosotros, a su manera, ha vivido un pequeño infierno; y los dos hemos sufrido una gran pérdida...

—Un error es algo de lo que se aprende: la perla nace de un embrión malogrado, una grieta en la tierra puede albergar un espléndido géiser... pero un error cometido dos veces es una locura. Nos ha costado mucha reflexión, sacrificio y sufrimiento llegar a estar aquí esta noche, hablando. Tenemos la obligación moral de, al menos, intentar entendernos.

»¿Y Lymond?

—No tenéis derecho a preguntarme por él, ni tampoco a obligarme a escoger entre vosotros —dijo Richard, con voz firme.

—Sabía que no lo haríais —dijo ella—. Sabía que si hubierais escogido, aunque sólo fuera en vuestra mente, Lymond estaría muerto. Sólo estaba...

—...Castigándome por el bien de mi alma —dijo Richard, y de repente, sonrió—. Como le encanta hacer a Francis. También he hablado con Will Scott, ¿sabéis? ¿Vais a creerme? De veras que habéis conseguido castigarme bastante.

Estaba de pie, mirándola.

—Quizás os casasteis con el hermano equivocado. Lo cual sería una pena. Porque Francis vive en una especie de vacío desapasionado y reserva su amor para cosas abstractas. Y porque además, yo nunca os dejaría.

Mariotta había soñado tanto con oír esas palabras que se quedó sin habla; a pesar de su silencio, la expresión de su rostro provocó en él una repentina pasión.

—Os amo —Le dijo Richard a su mujer—. Os quiero más que a mi vida. Sólo os pido que me dejéis demostrároslo. Os ruego que no me rechacéis. Aunque sea —dijo, extendiendo sus manos hacia ella—, aunque sea por compasión.

Los brazos de ella no se movieron, pero su rostro, a la luz de la vela, mostraba una expresión que él no se habría ni atrevido a soñar. Se acercó despacio a su lado, arrodillándose a los pies de la cama.

—¿Por compasión? —dijo Mariotta—. Mi querido necio, ¿por qué creéis que me enfrento a vos, que reniego de vos y os hago daño, si no es por el miedo que tengo de que no me queráis? Porque yo os amo con tanta pasión que no me satisface una vida pacífica de amable armonía..

—Está bien, amor, está bien. Estoy aquí. Os quiero. No voy a dejaros. De ahora en adelante, nada volverá a separarnos.

Había apoyado la cabeza y los hombros sobre la cama; con una mano agarraba de nuevo la colcha de seda y con la otra se aferró a las manos extendidas de su esposa como si fueran su única esperanza. Mariotta, liberando sus manos, rodeó sus hombros y lo abrazó.

Sybilla, a quien un lloroso Tíbet había despertado muy temprano, recibió a su hijo en sus aposentos.

Se había levantado y vestido con un amplio camisón de brocado. Rodeada por la seda fruncida, aguardaba sentada en su alta silla, como Deméter a punto de desayunarse a Pélope, con el rostro en la penumbra a causa de la tenue luz que entraba por las ventanas. Richard se agachó y la besó.

Ella lo examinó, reparando en el aura de paz y seguridad que lo rodeaba y en la bata de lana que llevaba puesta. Relajó la expresión y le acarició la mejilla cuando él, sentado en un taburete a sus pies, se abrazó las rodillas.

—Habéis hecho las paces. ¡Qué hijos más peculiares tengo! Me alegro mucho —dijo.

—¿Me concederéis permiso para quedarme? —preguntó Richard—. No quiero ni pensar en lo que habréis hecho con los animales. Seguro que le habréis dado sal a todas las ovejas, habréis regalado los cerdos y habréis permitido que pesquen furtivamente los salmones... No lo maté.

—Lo sé. No me habrías besado si lo hubieras hecho, ¿verdad? —dijo Sybilla con calma.

Richard se ruborizó.

—Está... Francis está en Edimburgo. Tom os lo habrá dicho. Lo hirieron de gravedad en Inglaterra. Y al final lo atraparon —se entregó—, cuando veníamos al norte. Yo había planeado conseguir un barco para él y ayudarle a escapar.

La hermosa piel de Sybilla había recuperado parcialmente su color. Con un dedo le acarició el rostro.

—Eso ha sido algo realmente noble por tu parte —dijo—, independientemente de cómo terminase. Y nunca lo lamentarás. ¿Qué van a hacerle?

—Primero emitirán un comunicado anunciando que ya no está en busca y captura. De esa forma podrán juzgarlo ante el Parlamento. En dos semanas, seguramente. —Sus ojos buscaron el rostro de su madre—. La verdad es que no hay muchas esperanzas, aunque me imagino que ya lo sabéis. Pero para ser sincero, creo que a él no le importa demasiado.

Por vez primera, vio un brillo de miedo en los ojos de ella.

—¿Por qué? ¿Por Christian?

—Por distintas cosas, creo... —Esperó, y entonces dijo—: ¿Iréis a verlo? ¿Pronto?

—No. Ahora sólo conseguiría debilitarlo —dijo Sybilla, bruscamente—. Y de todas formas, tengo que hacer un pequeño viaje, regresaré pronto.

—¿Un viaje?

Nunca en la vida la entendería.

—Sí, cariño —dijo Sybilla—. Y más de uno, como diría Buccleuch, va a odiarme hasta la médula cuando acabe con ellos.