Capítulo III

Defensa francesa

El segundo peón que se encuentra frente al alfil

Tiene la forma y la figura de un hombre... Por ello

Representa a cualquier tipo de trabajador, como los orfebres.

1. Toque y movimiento

Se produjeron más robos de ganado en las dos semanas posteriores a la gloriosa derrota de Lennox. Ocurrieron en un orden aparentemente aleatorio.

Christian Stewart, eludiendo hábilmente un encuentro con Tom Erskine, abandonó Lanarkshire y marchó al norte, a Stirling, para esperar la llegada de los Culter y de lady Herries, que iban a pasar la navidad en la casa Bogle. Poco después, Buccleuch y Janet partieron también hacia la casa de los Scott en Stirling, viajando despacio para mayor comodidad de los pequeños Walter, David, Grisel, Janet y siete novenas partes, como decía Buccleuch, de la futura Margaret.

Los Culter se quedaron en casa hasta el tercer domingo de diciembre. Entonces, dejando a Richard con sus ineludibles asuntos, la viuda aprovechó una tregua del clima para viajar junto a Mariotta y Agnes y hacerle una visita a la madre de sir Andrew Hunter.

Antes de atravesar las puertas de Ballaggan y después de haber cruzado el Nith sin problemas, sin mojarse los pies en las zonas más caudalosas, la viuda aleccionó a sus acompañantes.

—Escuchadme bien, niñas —dijo Sybilla—. La mujer que vamos a visitar es una vieja cascarrabias, pero es demasiado mayor para cambiar y está demasiado débil como para soportar reprimendas. Así que hablad alto, mantened la compostura y recordad que algún día también vosotras seréis viejas cascarrabias.

Y así, entraron y fueron conducidas escaleras arriba, pues sir Andrew estaba temporalmente ausente.

En la habitación de lady Hunter hacía tanto calor como en una vaqueriza. La mujer inválida, recostada sobre sus almohadas, saludó a las tres visitantes y las hizo sentarse. Entonces su arrugada boca, rebosante de energía, pronunció las siguientes palabras:

—Mariotta, venid aquí que os vea.

Estudió a la muchacha. Mariotta, intentando mantener la compostura, la miró también.

—Estáis de enhorabuena —afirmó lady Hunter—. No tenéis las caderas demasiado anchas, pero eso no tiene remedio. Por otro lado, de ningún Crawford puede salir nada más grande que un gorrión. ¿Para cuándo es?

El rostro de Mariotta se enrojeció intentando controlar sus emociones. Educadamente, dijo:

—Para la primavera.

—Vaya. ¿Está contento Richard?

—Sí. Claro.

—Lo estará. ¡Ja! Sybilla. Con esto ya son dos vidas las que separan a Lymond del dinero. Estaréis contenta, me atrevo a decir.

Mariotta, que supuso que ya había terminado con ella, volvió a su asiento lanzando una expresiva mirada a la viuda, que se limitó a decir:

—La verdad es que hasta ahora estábamos todos muy felices. No puedo decir que haya pensado en ello de ese modo tan pragmático, sólo sé que estará bien volver a tener bebés cerca. Deberíais insistir un poco con Dandy: ya va siendo hora de que se case. Os vendría bien cuidar de otra cosa que no fuera ese apestoso terrier que tenéis.

Los frágiles dedos de lady Hunter jugueteaban con sus anillos.

—En los tiempos que corren, Andrew no tiene mucho que ofrecer a una heredera, ni por su fortuna ni por su aspecto. Al contrario que su difunto hermano.

Mariotta, olvidando la discreción, la contradijo:

—Oh, estoy segura de que no es así. Tiene mucho que ofrecer... Tiene que haber decenas de mujeres bonitas dispuestas a disputárselo.

—Oh, sí. Hay muchas de esas. Pero Ballaggan no se puede permitir esa clase de chicas —dijo lady Hunter—. Las chicas bonitas sin dote están bien para juguetear tras los setos, no para el altar. No todos somos tan afortunados como Richard.

—Así que, querida Catherine —dijo la viuda—, menos mal que somos todas ricas y hermosas. De otra forma nos sentiríamos insultadas. ¿Os bebéis todo lo que hay en esas botellas? —Después, la conversación pasó a un tema más seguro; la física, y de ahí a las hierbas, tema en el que la anciana era una experta y, a su ácida manera, entretenida de escuchar.

Mariotta escuchaba con más interés del que habría sospechado, y Agnes se entretenía toqueteando el pelaje del letárgico chucho con sus zapatillas. Ninguna aportaba a la conversación más que algún monosílabo, así que la viuda, calculando a bote pronto el tiempo que habría de pasar hasta la llegada de sir Andrew, se puso en pie, bromeando sobre viejas recetas escondidas. La amargura volvió a apoderarse de la voz de lady Hunter.

—Si tuvierais que estar postrada en una cama como yo, Sybilla, no os gustaría que los secretos de la casa estuvieran por ahí esparcidos para que los pudiera leer cualquier sirviente. Como ya os he dicho, esas recetas valen dinero: no hay que tomárselo a la ligera. Las llaves están detrás de vos.

La viuda desapareció y, después de un lapso considerable, regresó a tiempo de rescatar a Mariotta de un abrumador interrogatorio sobre el estado del lino en Midculter. Trajo consigo el libro de recetas, como había prometido, y su lectura duró hasta que por fin llegó sir Andrew.

Mariotta, observándolo, se reafirmó en la opinión que le merecía. Lo conocía bien, y tenía en él un confidente amable y dispuesto. Mirando sus delicadas manos y su buen porte, nadie podría decir que resultase desagradable. Nadie que escuchase la calidez de su voz podría tacharle de fastidioso... Pobre Dandy.

Pasó la tarde; la anciana se durmió temprano y ellas se retiraron. Pero no antes de que Mariotta pudiera hablar un momento a solas con Dandy.

En su estudio privado, él la acomodó amablemente frente al fuego.

—Dos minutos, y después os mando a la cama. ¿Así que por fin le habéis dado la noticia a Richard?

—¿Lo del bebé? Sí, Dandy. Y con espléndidos resultados. Hace ya una semana, y no hay aire que sea demasiado puro ni capricho demasiado infantil para la madre de un Culter.

—¿Y siguen llegando regalos?

Mariotta asintió y se acarició el espléndido collar de perlas que adornaba su cuello.

—Aparecen en mi habitación, así de sencillo. —Una risita nerviosa se apoderó de ella—. Lymond no puede haberse enterado todavía de lo del bebé. ¿Qué puedo hacer? No tengo forma de devolverlos.

Sir Andrew se levantó y, acercándose al fuego, empujó los troncos con su bota.

—Mariotta, mi sincero consejo es que se lo contéis a Richard. Yo estoy dispuesto a ayudaros en todo lo que deseéis, pero imaginad cómo se sentiría él si supiera que preferís confiar en alguien de fuera de la familia. Da igual que nuestras intenciones sean buenas. Y este asunto de Lymond es serio. —Se dio la vuelta y dijo, en tono grave—: contádselo, Mariotta. No será tan difícil. Estoy seguro de que joyas no os faltan, y precisamente vos sabéis por experiencia qué clase de hombre es el hermano de Richard.

Esperando una respuesta, sir Andrew lanzó repentinamente una mirada fija al rostro de la muchacha. Entonces ella, jugueteando con las perlas, dijo:

—No es tan desagradable, Dandy. Si no se hubiera visto obligado a ser un forajido por aquel único error que cometió hace tantos años...

—¡Un único error! ¿Sabéis cuántos han muerto y cuántos fueron hechos prisioneros en la batalla de Solway Moss? —exclamó Hunter, súbitamente encendido—. ¿Sabéis cuántos años estuvo espiando para Inglaterra antes de eso? ¿Sabíais que cuando se descubrió todo fue llevado a Londres y a Boulogne para salvarlo de la horca? ¿Que cuando los franceses lo atraparon y Lennox lo liberó, sirvió a Wharton y a Lennox durante años hasta que se enteraron de que también los engañaba a ellos, y que tuvo que convertirse en mercenario en el extranjero? Contádselo a Richard, contádselo pronto, y dejad que él se ocupe de Lymond. Lo único que deseamos ambos es veros a salvo y feliz.

Durante un momento, Mariotta siguió dándole vueltas al collar. Después se levantó bruscamente haciendo que Hunter tuviera que retroceder unos pasos.

—Tiene que haber otra forma de arreglar las cosas que no sea hacer que se lancen el uno al cuello del otro. ¡Oh, olvidadlo! Pero dudo mucho que nadie vaya a estar ni muy a salvo ni muy feliz cuando Richard se entere del asunto... —dijo Mariotta.

2. Un alfil de la reina fracasa notablemente

Sobre la redonda mesa de madera de cedro que había en el salón de la casa Bogle había una carta.

Christian sabía que estaba allí. Tocándola una y otra vez, era consciente de su existencia, se alojaba entre sus pensamientos mundanos e inocentes como un tigre entre pavos reales. En todo Stirling no hubo nadie más contento ni aliviado que Christian cuando en la noche del veintitrés el patio se llenó de vida y llegaron lord y lady Culter, Sybilla, Agnes Herries y su formidable séquito.

Agnes dio un salto.

—¿Otra carta? ¿De Jack?

—¿Jack? —dijo la viuda, mirándola.

—Jack Maxwell. Le escribí una carta diciéndole que estaríamos en Stirling en Navidad. —Rompió el sello y leyó de pie—. ¡Christian! Pregunta que si le contestaré como siempre, pero dice que podría estar conmigo antes de que me llegue su respuesta... ¡va a venir a Stirling!

—¿Lo dice en inglés? —preguntó Christian con recelo.

—Sí, perfectamente claro. ¡Escuchad! —dijo Agnes.

Christian escuchó la lectura, dando gracias a Dios por la obsesión que tenía la niña con los versos, lo que impedía que viera nada raro en la escandalosa metáfora que albergaban aquellos mensajes. Entendió que él había conseguido eliminar de la lista a uno de los tíos hombres a los que debía ver, y que se dirigía a ver al otro. Era un momento adecuado, claro, para interrumpir la correspondencia, para romper el débil lazo que los unía. También Johnnie Bullo, quien antes había sido su aliado y mensajero, parecía ahora evitarla.

Terminaba pues, aquel extraño y doloroso episodio de su vida. Pero tenía que admitir que, fuera cual fuera el propósito, las bondades de la felicidad habían transformado a lady Herries.

Aquella noche, la nieve cayó sobre las tierras bajas y Stirling amaneció el día de Nochebuena cubierto de blanco sobre un río gris y una planicie deslumbradora. Bajo el suave azul del cielo, las distantes colinas miraban embelesadas al sol y por encima del castillo y el palacio sentábanse los grifos, cubiertos y vestidos por la nieve.

Mariotta, a quien la nieve calentaba el ánimo y el invierno reblandecía el corazón, salió temprano en busca de su marido, para encontrarse que éste había salido de la casa sin que nadie supiera por qué. Mariotta fue a avisar a Sybilla de la sorprendente desaparición. Fue entonces cuando le vino la corazonada; se dirigió hacia su armario empotrado francés y lo abrió de par en par.

En el estante superior faltaba algo.

—¡No está! —dijo la esposa de Richard agitada, sus ojos violeta tornándose negros—. ¡El guante que encontramos el día del papingo no está. Richard se lo ha llevado... en Nochebuena, él solo, sin decir nada a nadie... nuestro querido e impasible héroe de sangre caliente se ha propuesto encontrar a Lymond.

Efectivamente, Culter se había llevado el guante, pero no lejos de allí.

El oro con el que estaba decorado tenía que haberlo proporcionado un artesano, y como aquel día tenía que ir en algún momento a ver a Patey Liddell para recoger la miniatura de su madre, se llevó el guante consigo. Se marchó muy pronto, para volver antes de que Mariotta lo echase en falta.

Patey no se había levantado todavía. Tras interminables golpes en la puerta, una cabeza desmelenada se asomó por una celosía del piso superior y la voz de Patey chilló:

—¡Fuera de aquí! ¡Estoy sordo como una tapia..! ¡Oh! Sois vos, milord. Esperad un momento, voy a bajar.

Abajo, en la tienda, Patey, con una bata morada sobre su camisón, entregó la miniatura. Tras embolsarse la escandalosa cantidad que costaba la misma, se inclinó para examinar el guante que le mostró Richard. Lo sostuvo a cierta distancia y sonrió satisfecho.

—¡Menuda pieza! ¡Pero menuda pieza de pedrería! Palpó el brillante puño con sus ahusados dedos. No conseguiríais algo más fino aunque os subierais a un elefante en la calle Spittall y os bajarais en Colombo. ¡Vaya! Y fueron una ganga: podría haber conseguido el doble por las piedras.

El guante, arrebatado por sorpresa de sus manos, cautivaba su atención.

—¿Habíais visto esto antes? —preguntó Culter en un tono controlado.

Patey se sorprendió, pero estaba dispuesto a satisfacer la curiosidad de su cliente.

—No, no. No había visto este trabajo antes, claro que no; no es mío. Pero yo proporcioné el oro y las gemas. Quizás no sea un maestro en el corte como Chandler, de Londres, ni tan diestro con el cuchillo como un italiano, pero tengo joyas a granel, y las conozco como si fueran mis hijos...

Su cliente volvió a hablar. Patey escuchaba con atención.

—¿Que quién lo encargó? Esperad un momento y os lo diré.

Patey sacó el enorme libro de contabilidad, y después de buscar metódicamente sus anteojos, se inclinó sobre él. El dedo índice recorrió página tras página hasta que se detuvo.

—¡Ahí está! —Le dio la vuelta al libro para que lord Culter pudiera verlo—. Encargado por Waugh, el guantero de St. Johnstone, el dos de octubre.

—¿Dónde puedo encontrar a ese tal Waugh?

Patey abrió sus ojos legañosos.

—¿Queréis ir hasta allí? Bueno... —Esparció una bolsa de arena sobre el mostrador, dibujó un mapa con un pincel de marta cibelina y marcó los puntos importantes con joyas—. Ahí lo tenéis.

Richard le dio las gracias y se marchó. Cuando volvió a montar en su caballo, Patey subió las escaleras de vuelta a su cama, riéndose en voz baja.

—Y que tengáis una feliz Navidad —le dijo Patey al aire.

La ciudad de Perth, o St. Johnstone, está a tan solo cincuenta kilómetros al noreste de Stirling, pero el viaje no es muy agradable cuando los páramos están recién nevados y tu adorada y querida esposa te está buscando para asistir juntos a la que será su primera Navidad en la corte.

Lord Culter, cabalgando solo y a gran velocidad, llegó a Perth antes del mediodía. En cuanto hubo atravesado la entrada, bien guardada, aminoró el ritmo y se bajó de la yegua, a la que condujo a pie por una bulliciosa High Street, pasando ante la cruz y la picota, las capillas y las iglesias, Kirkgate y las casas de apartamentos, y las mansiones con jardines descuidados que se remontaban a los años en que la capital y el Parlamento estaban en la ciudad. Pero cuando llegó al patio de los guanteros, resultó evidente que la tienda estaba cerrada, con las ventanas del piso superior cerradas con postigos.

Richard Crawford no se había parado a comer en su camino hacia el norte. Se sentía fastidiado, tenía frío y hambre. Ató su yegua a un gancho de hierro y, cogiendo su fusta, empezó a recorrer el lado izquierdo del patio y a golpear metódicamente en todas las puertas hasta que encontró la adecuada.

Cuando hubo terminado con esta operación, varias cabezas con sombrero, gorro, pelambrera o indignado semblante se asomaron de manera escalonada, como palomas en un palomar, en los tres lados, y empezaron a descargar venenosas quejas sobre su persona. Él dio un paso atrás y se dirigió al que tenía el aspecto más responsable: un enano pecoso y barbudo que escuchó lo que tenía que decir, escupió certero sobre los adoquines y sonrió, mostrando una hilera de horripilantes dientes amarillos.

—No daréis con Jamie Waugh. Está de vacaciones holgazaneando.

—¿Dónde está pues? —preguntó Richard, suscitando el interés del creciente público.

Los dientes amarillos volvieron a mostrarse en todo su esplendor.

—No sabría qué deciros —dijo el viejo, algo irritado—. Además, no os serviría de nada, Jamie Waugh nunca trabaja los días festivos.

—¡No quiero que trabaje! —gritó Richard, intentando no elevar su voz más de dos tonos—. Sólo quiero hablar con él.

—¿No me digáis? Bueno, pues bien podéis ahorraros la molestia y el tiempo —dijo sereno el de los dientes amarillos—. Porque no os servirá para nada buscarlo. No se puede hablar con Jamie Waugh un día festivo. Se los pasa borracho como una cuba.

—Yo puedo hacerle recuperar la sobriedad —dijo Richard en un tono siniestro—. Decidme simplemente dónde puedo encontrarlo.

—¡Recuperar la sobriedad! —Como si aquellas palabras hubieran puesto en marcha un peso hidráulico y alejandrino, las cabezas salieron todas disparadas al mismo tiempo y empezaron a asentir. El viejo miró al lord con pena.

—¡La sobriedad! No lo veréis sobrio hasta la duodécima noche, por lo menos. Jamie es un gran aficionado a la bebida.

Hubo un breve silencio. Richard estaba pensativo. El anciano con mirada reumática. Por los ropajes que llevaba el sujeto, adivinó que estaba ante alguien de importancia acuciado por una búsqueda urgente. Cuando el anciano retomó la palabra, empleó un tono más complaciente.

—Perdonadme, no estoy diciendo que no pueda recuperar la sobriedad. Sólo digo que nadie lo ha intentado antes. Y aunque dudo que haya un alma en este lugar que pueda deciros dónde encontrar a Jamie —pues Jamie queda incapacitado para recibir clientes cuando libra, como comprenderéis—, no me importaría demostrarle a un caballero como vos lo que quiero decir. Parecéis — el de los dientes amarillos añadió con cierto desparpajo—, un caballero al que le gusta el deporte, y esa daga que lleváis al cinto tiene una pinta estupenda. Y además sostenéis que podríais hacer que Jamie recupere la sobriedad. Muy bien, os diré dónde encontrarlo si aceptáis una apuesta. Os apuesto un par de guantes contra vuestra daga a que no podréis traerlo de vuelta al patio para el día de San Esteban en estado normal, o todo lo normal que lo hizo Dios. Me parece una proposición justa, con testigos, y al menos será algo que le pueda contar a la parienta, y además —terminó, pragmático—, no hay nadie más que os pueda llevar hasta Jamie.

Richard se cruzó de brazos y se quedó mirando a aquel bruto. Tras examinar el patio se dio cuenta de que allí no iba a conseguir gran ayuda. La propuesta era absurda; en cualquier otra ocasión habría zanjado el asunto directa y tajantemente. Pero el tiempo corría en su contra. Maldijo en voz baja, y entonces dijo con brusquedad:

—Está bien. Acepto vuestra apuesta. ¿Dónde está?

Tuvo que esperar hasta que el anciano, que desapareció y reapareció por una puerta del piso inferior, requisara su daga, «una mera formalidad», antes de dar su respuesta. Acariciando con sus callosas manos la empuñadura enjoyada, el viejo dijo:

—Sí, sí. Sabía que erais un caballero. Si me traéis de vuelta a Jamie Waugh sobrio, os entregaré la daga y los guantes. Está en casa de su hermana, en el callejón de los peleteros —dijo el de los dientes amarillos, reculando estratégicamente hacia su puerta—. La quinta a la derecha según se baja. Merton se llama. Merton.

Richard, mostrando un peligroso regocijo en sus ojos grises, puso un pie en el estribo y volvió a subirse sobre su yegua.

—Merton del callejón de los peleteros. Gracias. ¿Y vuestro nombre, señor?

—¿Yo? —Los dientes bostezaron—. Se nota que sois extranjero: todo St. Johnstone conoce a Malcolm; Malcolm Bocamolida, me llaman. Malcolm Waugh a vuestro servicio, señor, padre de Jamie por cierto; y un hombre honesto y sobrio. ¡Buena suerte, señor! ¡Vuestra daga está en buenas manos, podéis confiar en mí, señor!

Richard dio la vuelta a su yegua y soltó una repentina carcajada, en el momento en que las ventanas se cerraban y la paz de la Nochebuena se adueñaba de nuevo del patio de los guanteros.

La nieve había lavado el callejón de los peleteros. Adornaba los techos de paja y decoraba las estacas de los patios. Pero las manos y los pies de los niños del callejón habían hecho que volviera rápidamente a su estado original, lleno de barro y basura, y a pesar del frío, el hedor animal del negocio flotaba fuerte en el ambiente.

La quinta casa fue fácil de encontrar: los Merton celebraban una fiesta y el resto de los adultos del callejón y la mayoría de los niños estaban amontonados en la única habitación que había encima del patio. Las escaleras estaban atestadas por los invitados que no cabían en la habitación. Jamie Waugh también fue fácil de encontrar: estaba sentado en la chimenea, mientras el humo ascendía en espirales por entre sus pantalones de piel, cantando aceptablemente a través de una jarra de barro, en la que tenía metida la cabeza. Las esquinas de la habitación estaban llenas de pieles de oveja y de ternero de diversa calidad, y una joven vaquilla acurrucada en medio de todo ello servía de cálido asiento a cuatro o cinco hombres. La cerveza circulaba libremente y una mujer gorda y alegre con delantal, que Richard supuso que sería la señora Merton, repartía bígaros de una cazuela de agua hirviendo y palillos de una caja de madera.

Ofreció unos cuantos a lord Culter antes de darse cuenta de lo que implicaban los ropajes que éste llevaba. Se puso colorada, dejó el cazo y se limpió las manos.

—¿Buscáis a Jock, señor? Hoy no está en el patio, pero si venís mañana o pasado...

Parecía una persona amable y honesta. Él le dijo lo que quería, pero no le habló del trato con Waugh padre. Su reacción fue muy parecida a la que experimentó en el patio de los guanteros.

—¡Jamie! Oh, Jamie no estará sobrio hasta la Candelaria, más o menos.

—Con su permiso, me había propuesto hacerle recuperar la sobriedad ahora.

Ella le dedicó una sonrisa dubitativa.

—Bueno señor, podéis intentarlo si queréis —e inclinándose sobre el feliz Jaime Waugh, le quitó la jarra de la cabeza. Debajo de ella apareció un rostro ovalado, muy parecido al su anciano padre, de nariz rosada y respingona y con el pelo negro y alborotado.

—Jamie, este caballero ha venido a verte —dijo la señora Merlon. Los ojos vidriosos del borracho pasaron distraídos de lord Culter a su hermana y vuelta a empezar. Con un respingo tambaleante, Jamie se puso de pie.

—¡Eh gaballo! —exclamó, e inclinándose peligrosamente a la altura de la cintura, permitió a Richard ver los hemisferios inferiores de dos córneas moteadas. Entonces se echó hacia atrás, arqueándose grácilmente, se irguió como pudo y declamó.

A los gaballoss, a los gaballoss, mis fieless vasalloss

Las enebigoss están en la blaya.

Veinte mil brillantess lanzass

Que manda el rey de los noruegoss.

La señora Merton, al ver que su hermano se había quedado, más que sin versos, sin aliento, apoyó una mano en su hombro, ante lo cual él se volvió a sentar sobre la chimenea.

—Jamie, aquí hay alguien que quiere verte.

Los ojos de Jamie estaban fijos en las cenizas.

—Aguí ess donde yazgo, aguí ess donde muero... —dijo el joven Waugh, que parecía preferir los versos del tipo heroico—. Por lass malass artess de la traición —y apoyó la mejilla torpemente sobre la rodilla. Un hombre alto y delgado se abrió camino entre la multitud, y la señora Merton se acercó a él.

—¡Oh, Jock! Aquí hay un caballero que desea hablar urgentemente con Jamie, y él está en las últimas.

El señor Merton echó una ojeada a Richard, que contó una nueva versión de la historia.

—Oh, si queréis encontrar a un comprador, Jamie es el único que puede ayudaros. ¿Creéis que podremos espabilarlo? Dijo el peletero, dubitativo—. Llevo veinte años casado y nunca he visto que fuera capaz de hablar en esta época del año, pero a lo mejor si le ponéis mucho interés, por decirlo de alguna manera, quizá lo consigáis. ¿En qué estabais pensando?

—Un baño —dijo Richard—. Y necesitaré algo de cuerda.

La cara del peletero se agrietó como el cuero.

—Diantre, también hace veinte años que no he visto a Jamie acercarse al agua —dijo con cruel regocijo—. Vaya, hoy es un gran día para los Waugh.

Cogieron al borracho y lo llevaron escaleras abajo entre todos, y los habitantes del callejón de los peleteros, con los bígaros y las jarras de cerveza en las manos, siguieron detrás en tromba. Bajaron animados las escaleras, salieron cantando a la calle en una procesión oscura y alegre y se detuvieron al borde del rápido y gélido río Tay. Richard se dirigió a su víctima con solemnidad:

—Señor Waugh, lo que estoy a punto de hacer es tanto en vuestro beneficio como en el mío. Espero que cuando estéis sobrio, sepáis agradecérmelo.

Y entonces, recibiendo del dispuesto señor Merton una ligera cuerda de cáñamo, hizo un lazo, lo deslizó y apretó alrededor de la cintura del guantero, y entre vítores levantó con sus brazos a Jamie Waugh y lo lanzó en mitad del río.

Hubo un chapoteo, un grito y un crujir de gravilla. Entonces aparecieron dos rodillas y una cabeza; el señor Waugh estaba tumbado sobre el lecho del río. Richard tiró de la cuerda con cuidado. El señor Waugh se dio la vuelta, se apoyó con las manos y empezó a maldecir violentamente entre las olas. Richard volvió a tirar.

El señor Waugh se puso de pie.

—¿Qué coño estáis haciendo, joder? —rugió.

Su cuñado le respondió:

—Vamos, Jamie. Estás atado. Puedes venir andando. O casi.

La respuesta del señor Waugh hizo que incluso su comentario anterior pareciese moderado. Lo cierto es que parecía dispuesto a quedarse allí, soltando barbaridades en medio del Tay hasta que cayera la noche. El señor Merton, que tema menos paciencia que Richard, se acercó. Pegó un espectacular tirón a la cuerda, y el gritón que había al otro extremo desapareció en un remolino de espuma y vituperios. Su hermana, con lágrimas de regocijo corriéndole por sus mejillas, dijo de repente:

—¡Se va a morir! Será mejor que lo saquéis ya. ¡Oh, Jamie!

Lo sacaron. No salió simplemente sobrio, sino también ciego de furia, pero el señor Merton, que parecía ser un experto en la materia, se ocupó de él. El cuerpo de agitados brazos fue atrapado por el abrigo de alguien, lo arrastraron al interior de la casa, le dieron una toalla, lo vistieron y le dieron leche caliente. Entonces el señor Merton se acercó a la puerta e hizo un gesto a Richard, que entró y se sentó en un taburete frente al debilitado, enfadado y atontado nadador.

—Si queréis echarle la culpa a alguien, echádmela a mí —dijo en un tono amable. —Fui yo el que os lanzó al agua.

El joven Waugh se incorporó con los puños apretados y fue obligado a sentarse de nuevo por un grupo de conciliadores. Richard prosiguió.

—Lo siento, pero necesito urgentemente que me deis cierta información, y si me la proporcionáis no os iréis con las manos vacías. —Tiró una bolsita tintineante sobre el regazo del guantero—. Con eso podréis reparar los daños de la sobriedad en un momento, y quizás os quede algo que gastar en Pascua.

James Waugh abrió la bolsa, y su cara ovalada cambió por completo.

—Vaya, si me volvéis a necesitar no tenéis más que preguntar por Jamie, y me pasaré la Cuaresma en un maldito monasterio. ¿Qué es lo que queréis saber?

—Una cosa muy sencilla. —Tiró el guante de Lymond encima del dinero—. ¿Podéis decirme quién encargó esto?

Los dedos anchos y marrones del guantero toquetearon la pieza.

—Tendré que mirar los libros de mi negocio, señor. Pero es obra mía, no hay duda. Lo recuerdo bien. Conseguí el oro y las gemas de Patey Liddell, en Stirling.

Richard se levantó.

—¿Podemos ir ahora a vuestra tienda?

—Claro, claro. —El otro dejó a un lado su jarra, cogió el dinero y el guante y se dirigió a la puerta, dándole una palmada a su hermana al pasar.

—Me voy al patio un minuto, Jess. Sé una buena chica y prepara el jamón para cuando vuelva. Mis tripas están dando palmas y la boca me sabe a escupitajo de abadejo. —Miro a Richard, tímido—. ¿No querréis volver y comer con nosotros, señor? No es más que cerdo, pero diantres, estuve acariciando su espalda día sí y día no cuando estaba engordando, y os puedo asegurar que no tiene desperdicio.

Lord Culter apoyó su mano en el flaco hombro.

—Jamie Waugh, creo que podéis apostar a que la mitad de ese jamón ha desaparecido ya.

Una oscuridad temprana caía cuando Richard, acompañado de Waugh, volvió al patio de los guanteros y las velas iluminaron la nieve desde las gruesas ventanas llenas de vaho.

Jamie no era una persona ceremoniosa. Caminando tranquilamente junto al estribo de Richard, en cuanto puso el pie sobre los adoquines gritó, con la cabeza aun mojada:

—¡Padre!

Movidas por la curiosidad, las ventanas del patio se abrieron. Tras una pausa, la ventana principal de Malcolm Waugh empezó a brillar con un fulgor que se aproximaba. Se abrieron las bisagras, y el errático padre sacó la cabeza.

—Jamie!

—Sí, soy Jamie. Quiero entrar en la tienda, padre.

La barbuda mandíbula tembló. El señor Waugh, padre, se inclinó más en la ventana.

—Jamie! ¿Estás sobrio, chico?

El guantero, que empezaba a cansarse un poco de la insistencia sobre su estado, frunció el ceño. Con tono áspero, dijo:

—Demasiado sobrio. Lo justo para poder ver esa mandíbula de perro que tiene tu vieja cara. ¿Vas a bajar de una vez?

Pero el padre no hizo sino sacar aún más la cabeza. Jamie! ¡Dime una cosa! ¿No te habrás encontrado a un ricachón relami...?

Richard, apoyándose sobre la perilla de su montura, miró hacia arriba.

—¡Oh, sois vos! —dijo apresuradamente el viejo. Una sonrisa amarillenta, convocada a toda prisa, hizo acto de presencia—. Demonio, sois de lo que no hay. Desde el Mull hasta Dunnet Head no hay otra persona capaz de traer a Jamie ante su padre tan sobrio y cabreado como el día en que nació. —Se agachó hábilmente cuando una piedra, que había lanzado su impaciente hijo, golpeó contra la madera—. Esperad, esperad un momento. Ahora bajo.

Les abrió la puerta y miró a Jamie, que después de encender una vela, abrió su libro de contabilidad y se puso a examinarlo. Richard, mirando a su alrededor en la perfumada y parpadeante penumbra, vio algo que resplandecía en una mesa, y avanzando cogió su daga. Volvió a colocársela en el cinturón y sonrió con los ojos inyectados en sangre.

—Os perdono los guantes que he ganado, señor Waugh. Me basta con la experiencia de haberos conocido.

La boca abierta temblaba.

—Vaya, yo puedo decir exactamente lo mismo. Hay más de una taberna que os abastecería de por vida a cambio de que les prestaseis vuestra habilidad.

Desapareció en la penumbra para no molestar y su hijo llegó lentamente, con el gran libro abierto en sus manos. Hubo una pausa, y entonces Jamie dio un grito, dejó el libro y sostuvo el guante a la luz.

—¡El muy condenado! —dijo—. ¡Lo ha usado como guante de tiro!

Con un tono ligeramente siniestro, Richard contestó:

—Y tanto que lo ha hecho.

—¡Pero no está pensado para ser un guante de tiro! —dijo Jamie Waugh, indignado—. Es un precioso guante que... uno de un par, y con demasiada decoración como para disparar con él. Yo lo sé perfectamente, y el tipo que lo compró también.

Richard encontró un asiento y se dejó caer suavemente sobre él.

—¿De verdad? Decidme lo que ocurrió.

—Bueno, llegó un tipo para encargar unos guantes, y se puso de lo más quisquilloso con el diseño, molesto como una pulga en una bañera. También insistió en que Patey se encargase del oro, y...

—¿Qué aspecto tenía?

El guantero reflexionó.

—Un poco pomposo... no os ofendáis si es conocido vuestro, señor. El pelo rubio, y una lengua endemoniada.

—In aurum coruscante et crispante capillo —dijo Richard de repente, sonriendo de tal manera que Waugh se lo quedó mirando—. ¿Lo habíais visto antes, señor Waugh?

—Nunca. Ni lo he vuelto a ver después. No es de por aquí.

—No. Proseguid.

—Bueno, cuando llegó la hora de pagar resultó que no tenía el dinero para pagar el par y tuvimos una pequeña discusión. Sin embargo —como podréis comprender, señor—, no era la clase de persona con la que se pueda discutir. Pagó una parte, algo de plata, y dejó su dirección, diciendo que lo arreglaría llevándose un guante y recogiendo el otro cuando enviase el dinero. Sabía que era un cuento —dijo el señor Waugh, que no se había librado de su furia por entero—, pero tenía tal forma de hablar...

—Lo sé —dijo Richard—. ¿Y llegó a enviar el dinero?

Jamie Waugh se puso a rebuscar en un armario, volviendo con la pareja del guante empedrado.

—No. Aquí está. Nadie ha venido a buscarlo.

—¿Permitiríais que uno de mis hombres vigilase la parte trasera de vuestra tienda hasta que llegue ese hombre? Os pagaré, por supuesto.

La sorpresa apareció en el rostro de Jamie. Dudó, y después se encogió de hombros.

—Como gustéis, señor —y estaba a punto de cerrar el libro cuando Richard lo detuvo—. Un momento, ¿Qué dirección os dio el rubio?

Waugh escudriñó la garabatosa entrada.

—Me imagino que será falsa... Dirección... Dirección... oh. Aquí está. Sí, me temo que es falsa: «Castillo de Midculter, condado de Lanark», dice.

Richard se levantó de repente.

—¿Y el nombre?

—Bueno, veamos. No me dio su nombre, sólo el nombre de la persona a la que enviaría para recoger el guante. Diantres, ¿dónde está..? Oh, aquí. «Richard Crawford, tercer barón de Culter». ¿Qué os parece este descaro? Un lord, nada menos. Demonios, no se puede fiar uno de nadie últimamente. ¿Cuándo decís que vendría vuestro hombre?

Cualquiera que fuera la amarga sensación de burla que lord Culter sentía, su rostro impasible no la mostró en lo más mínimo. Dijo, tranquilamente:

—Creo que no tendré que enviar a nadie... He cometido el error de subestimar a mi amigo —y dejando una pieza de oro sobre la mesa, añadió—: Nadie vendrá a por los guantes. Quedaos con los dos, y considerad su venta como pago. Y ahora: ¿habíais mencionado antes algo sobre un jamón..?

Richard no volvió a Stirling aquella noche, sino que enterró su ira y decepción en el callejón de los peleteros, entre lonchas de tocino y huevos y cervezas y buena compañía, y Jock Merton dijo, en sotto voce, que aquel hombre, fuera o no caballero, era un buen camarada de fiestas y que aguantaba la bebida como el que más. Una afirmación que habría sorprendido a Mariotta, e incluso quizás a la viuda.

Era tarde cuando Richard se marchó. Se resistían a dejarle partir, y él estaba casi convencido cuando Jamie, que se había pasado toda la noche intentando recuperar el tiempo perdido y que por fin estaba a punto de llegar al estado comatoso inicial, en el momento que Culter montaba su caballo, bajó las escaleras de un solo y desdichado salto. Richard esperó a comprobar que el guantero no se había roto la crisma, después saludó y se marchó.

No sabía cómo llegar a ninguna de las casas que conocía en Perth, algo mareado como estaba y en plena Navidad. Después de pensarlo un poco, dirigió la yegua hacia el castillo, donde podría pedir una cama en la que dormir algunas horas. Partiría para Stirling al alba del día siguiente.

No fue culpa suya que el ejército inglés en el fuerte de Broughty partiera también aquella noche con maliciosas intenciones, entre otras, la de castigar a los habitantes de la zona. Se despertó a las cinco de la mañana al escuchar el estruendo y, movido por el sentido del deber, se preparó para pasar el día no en Stirling sino junto al preboste y al alguacil de Perth en Balmerino.

Cabalgó hasta el combate de un humor de perros.

—Pensé —se dijo Richard, harto—, que sólo había un hombre que se había propuesto hacer de mi vida un infierno. ¡Pero Dios! Por Ruthven que parece haberse convertido en un deporte nacional.

A mediodía, todavía sin noticias de Richard, Sybilla, siguiendo su intuición, se puso sus pieles y un par de botas y, negándose a que la acompañasen, bajó a la calle, en dirección a la tienda de Patey Lidell.

—Bueno, ¡vaya! Milady, ¡estáis empapada! Es todo un placer, pero... Acercaos al horno. Ya sabéis que lord Culter se marchó con el retrato... Esa silla es muy cómoda, bien, sentaos... No está aquí —dijo Patey, que parecía algo intranquilo bajo la mirada de aquellos poderosos ojos azules.

—Eso ya lo había adivinado —dijo Sybilla—. ¿Adónde se llevó el guante, Patey?

El artesano la miró y decidió que, evidentemente, sólo valdría la verdad.

—A Perth —se limitó a decir.

—Oh, ¡Richard!—exclamó Sybilla con profunda exasperación. Volvió a clavar sus ojos azules en Patey—. ¿Fue allí donde se confeccionó el guante?

El asintió, dudó y después la tranquilizó.

—Nadie va a tocarle ni un pelo, milady: eso os lo garantizo. Jamie Waugh es un hombre lamentable, pero no haría daño a una mosca, y tratará al lord como una muchacha trataría a un nuevo amante... ¿Queréis un licor? —añadió Patey, a una velocidad que hacía pensar que quería olvidar sus propias conjeturas.

—No, tengo que volver. —La viuda se levantó y se inclinó para echar un vistazo a una pequeña pepita que el orfebre tenía en su mesa de trabajo, recubierta de brillante polvo. La levantó para examinarla más de cerca.

—Era un bonito guante. Ese oro de un amarillo pálido es de Crawfordmuir, ¿no es así? Lo usáis mucho, Patey.

—¿Qué? —dijo Liddell. Sonrió levemente—. Esa es una buena pepita. Oro.

—No hablaba de la pepita —dijo Sybilla—, en concreto. ¿Cuál es el impuesto sobre el oro extraído en Escocia hoy en día, Patey? ¿Es más bien alto?

—¿El oro escocés? —dijo el artesano, y negó con su blanca cabeza—. Está muy bien, muy bien, pero es un poco blando, y los hay que prefieren un amarillo brillante a ese tan pálido. No. Sea lo que sea lo que estáis buscando, venid a verme y os enseñaré un oro con el que se podrían hacer coronas para los ángeles.

—Bueno, desde luego eso sería mejor —dijo la viuda con tono amargo— que hacer coronas para Patey Liddell. Sois un viejo perverso y sordo, y no sé por qué vengo a veros.

—¿No lo sabéis? —dijo Patey, ejercitando al máximo su selectiva capacidad auditiva—. Pues os lo diré: venís para llevaros una buena ganga. Y podéis estar segura de una cosa; nada que caiga en las manos de Patey Liddell le hará nunca daño a un Crawford.

—Entonces os sugiero —dijo Sybilla, acercándose a la puerta—, que os mantengáis alejado de mi nuera, si no queréis que lo que Patey Liddell ha tenido el día de hoy en sus manos le suponga a Patey Liddell un tremendo disgusto en el futuro. —Y se marchó a casa.

Y así la Navidad, impasible ante la ausencia de lord Culter, llegó con alegría.

Fue una Navidad francesa, una Navidad elegante, llena de jolgorio y regocijo, una Navidad dinámica, gálica y recargada. Enrique de Francia, que por fin se había atrevido a actuar con audacia y astuto rencor, había enviado a Escocia una pequeña flota y con ella una cantidad de dinero para la Reina regente, así como unos cuantos expertos militares de su país para que la aconsejaran y ayudasen a asegurar sus fortalezas. Los expertos militares, perfumados y vestidos de blanco satén, bailaban como gráciles nubecillas y hablaban en la cámara del Consejo de cofres con dinero y de importantes desembarcos de tropas que aguardaban a que mejorase el tiempo. El Canciller dejó escapar un suspiro de alivio, observó el corte elegante del blanco satén y, arrojando su armadura por la ventana, llamó a gritos a su ayuda de cámara.

La corte bailó. La corte jugó a juegos complicados y a mascaradas. Asistió a divertidos malabarismos y, protegida por rostros de cartulina, susurró fragancias de amor entre risitas con voz de sirena. En una comida se sirvieron cuarenta y dos clases distintas de platos principales, y hasta la tarta estalló en pedazos, convirtiéndose en sudorosos querubines liberados de su prisión de cartón piedra, propensos a la histeria y a los arranques lacrimógenos.

Sybilla, animada y a gusto en su casa, observó con detenimiento a su rebaño. Se fijó en Agnes Herries, favorecida con una renovada inseguridad, bailando, bajo las órdenes del Canciller, con el hijo de éste. Christian, a quien no le gustaba bailar en público, había sido interceptada estratégicamente por Tom Erskine. Mariotta, que no debería haber bailado, lo hacía incesantemente. La viuda exhaló una débil oración por el bienestar del futuro heredero de los Culter, y volvió a mirar a lady Herries.

Y así vio como una figura alta y algo encorvada aparecía en la distancia. Vio a Agnes Herries vacilar, y después vio como desaparecía por la escalera de caracol que subía hasta las almenas. Aquella alta figura la siguió.

La viuda se acercó a Christian y se sentó.

—Cogedme de la mano y hablad conmigo —le pidió—. Está pasando algo importante en las escaleras de la torre y estoy nerviosa, me está naciendo el instinto de abuela.

Christian se volvió hacia la anciana mujer con una cálida sonrisa.

—No hay nada como la práctica —dijo.

Aquel hombre alto iba vestido de seda azul. Agnes, que lo vio salir de la torre, percibió sus andares deliberadamente ligeros y su pelo como el bronce ondeando en el viento nocturno. Se acercó más y discernió unos ojos amarillos y extraños, con unas profundas y oscuras pupilas.

—¿Lady Herries? —preguntó. Y cuando ella asintió, él esbozó una repentina sonrisa.

—Qué pequeña sois. Tengo algo para vos, milady. Pero me siento como si Abbey Craig le dirigiese la palabra a Dumyat. Si me lo permitís, quizás debiéramos solucionar antes nuestras diferencias.

Y antes de que ella pudiera objetar, él le rodeó la cintura con los brazos y la colocó sin esfuerzo aparente sobre el ancho pretil. Ella aterrizó de un golpe, dedicó un pensamiento pasajero al estado de la cornisa, y entonces se arregló la falda y volvió a mirar a los ojos del caballero. Seguían siendo muy amarillos, pero tenían una mirada amable. El cogió su mano y colocó algo en ella.

—De Threave —dijo.

Agnes miró. Entre sus dedos, oscurecida por la nieve derretida, pero cálida y perfecta, había una hermosa rosa roja. Ella dijo «¡Oh!», con halagada sorpresa, y repitió, una vez que hubo asimilado sus palabras:

—¿De Threave?

—De parte de Jack Maxwell. Con su respetuoso amor. Bueno, lady Herries, ¿estáis decepcionada? —preguntó el señor de Maxwell.

Ella negó con la cabeza.

—Creo —dijo Agnes, con tierna y juvenil inocencia—, que sois tan apuesto como vuestras cartas, señor.

Mucho después de que el pretil hubiera quedado vacío, el repicar de unas pezuñas anunció la llegada de un solitario y rezagado jinete, que se acercaba al castillo de Wynd montado en un caballo agotado por el cansancio. El capitán de la guardia le dejó pasar al instante, y empapado y manchado de lodo, lord Culter desmontó de su animal y caminó hacia el patio.

Richard había venido directamente de Perth y traía consigo, de parte del preboste de Perth, un informe del ataque sobre la abadía de Balmerino, que a él le afectaba especialmente. Se lo dio a uno de los oficiales de la Reina, pues no estaba suficientemente presentable para ser recibido en audiencia. Por el mismo motivo, pidió que llevasen a su mujer al palacio para hablar con ella.

Mientras cruzaba el puente superior que llevaba al palacio, Mariotta notó una encomiable sensación de alivio. Al menos en esta ocasión el sabueso no se había hecho daño, aunque su comportamiento siguiera siendo errático, antisocial y evasivo. Mariotta caminó hasta el palacio dispuesta a vender a cierto precio su reconciliación. Richard se levantó y la recibió con una expresión que la viuda habría reconocido como una mezcla de desasosiego y culpa. El resultado fue que Mariotta parecía enfadada y Richard impertérrito, lo que no contribuyó a mejorar la confianza entre ambos cónyuges.

Richard cometió el error de explicar su ausencia con la excusa de los combates a las afueras de Perth. Mariotta lo escuchó en silencio, y entonces preguntó, seria, por la investigación del guante. El relato que de ésta hizo Richard fue lamentable. Al ser contado a la fría luz de la razón, la historia de cómo había recobrado Jamie Waugh la sobriedad se pareció bastante a una pelea de borrachos: resultaba complicado definir cuáles eran exactamente los puntos que la diferenciaban de ello. No tuvo más remedio que admitir, austero, que todo el viaje no había sido más que una cacería desesperada diseñada expresamente por Lymond, entonces volvió a disculparse por su ausencia y añadió que, si ella se lo permitía, se marcharía a la casa Bogle y se cambiaría de ropa.

Mariotta escuchó todo aquello, sentada en actitud inquisidora, en un remolino de terciopelo con todas las joyas de los Culter y con el collar de esmeraldas proporcionándole apoyo moral. Decidió ser considerada, y dijo:

—Me pregunto por qué no nos dijisteis que os marchabais. ¿Teníais miedo de que intentásemos impedir vuestra partida?

Richard le echó un rápido vistazo, y después examinó el suelo.

—Sabía que podríais preocuparos. Como dije, esperaba poder volver muy pronto.

—Por supuesto que hemos estado muy preocupados. ¿No os parece —dijo Mariotta, con cuidado— que podría haber ayudado algo el hablarlo antes?

—¿Cómo? —dijo Richard—. ¿Con quién?

Lady Culter se levantó y se acercó a la puerta.

—Con el gran emperador de la China —dijo ella con un tremendo y poco común sarcasmo, y se marchó.

En aquel preciso instante, la Reina lo mandó llamar. Así que, después de todo, tuvo que cruzar todo el salón con sus ropajes manchados del viaje y mantener una breve entrevista con María de Guisa, espléndida en su estrado, con su risa y su ingenio francés haciendo las veces de dosel. Tenía algunas perspicaces preguntas que hacerle. Después de aquello, dejó a un lado los negocios y se lo presentó a sus compatriotas, cumplimentándolo por su bella esposa. Richard, que cuando estaba limpio era una persona presentable y confiada, respondió adecuadamente y después de un rato obtuvo la venia para retirarse. Sólo llegó hasta la primera puerta, donde fue detenido por una acechadora figura que lo apartó de la vista de todos a la altura del surtidor de agua.

—Quedaos aquí mientras os hablo. Si Wat os ve, explotará —dijo lady Buccleuch—. ¿Qué os pasa? Acabaréis convertido en un gordo intolerante como Buccleuch como sigáis así. Bueno, es igual, tengo algo que deciros: Wat va a encontrarse con el chico.

Durante un momento, ella pensó que aquel hombre la miraba como si estuviera hablando en hebreo. Entonces el gesto de él cambió y se sentó, con cierta pesadez.

—Dios, ¿es eso verdad? ¿Cómo entró en contacto con él? ¿Estará Lymond?

—Will mandó un mensaje; creo que se vieron en aquella trampa del ganado. No sé si Lymond está implicado... oficialmente. No sé nada. Ahora mismo, Sybilla es la única que merece la confianza de Wat. Pero pude echar un pequeño vistazo a la nota cuando llegó, y decía...

—Un momento —Richard se pasó dos dedos y el pulgar por una ceja, dejando un rastro de grasa del arnés—. Antes de nada, he hablado con Buccleuch hace poco. No quedamos muy bien, y tenemos opiniones distintas sobre cómo tratar el asunto de Lymond. Eso ya lo sabéis. Lo último que querría Buccleuch es que esta información cayese en mis manos.

—Lo que Bucccleuch quiere y lo que consigue —dijo dame Janet, serena—, no siempre es lo mismo, según mi experiencia. No seáis necio. Podéis disentir en cuanto al método, pero no se puede negar que tenemos motivos y provocación suficiente para que nos defienda hasta el Papa, si hiciera falta. Con Lymond o sin él, Will se ha comprometido a encontrarse con Buccleuch en el hayedo que hay al pie del Crumhaugh —la colina que hay entre Branxholm y el río Slitrig—, al anochecer, el primer domingo de febrero. —Se levantó, con cierta dificultad—. Ahí lo tenéis. Haced lo que queráis.

Richard miró hacia el salón. Había empezado un nuevo baile y la Reina —la joven Reina, de cinco años—, lo dirigía, con las mejillas como piezas de fruta bajo un pelo peinado y brillante, con un brazo alzado como una bandera, sujetado por su acompañante. Las líneas de las largas y flotantes mangas marchaban y danzaban con la música, y los rosados miembros se entrelazaban y complicaban formando un patrón. La música, silbante, atronadora y nasal, acompañaba el murmullo de voces. En algún lugar de las filas, Mariotta bailaba y, detrás de ella, Agnes Herries hacía lo mismo con el señor de Maxwell.

Richard echó un vistazo a sus ropas manchadas de barro y se frotó la cara de nuevo.

—Sí —dijo de repente—. Veréis, a mí quien me interesa no es Will. A quien quiero es a mi hermano.

—Pues atrapadlo y seguro que el chico volverá por iniciativa propia —dijo Janet—. Mirad, allí esta Wat, buscándome. Adiós. Si tenéis el más mínimo sentido común, id a casa y meteos directamente en la cama.

—Buenas noches... y gracias. Me ocuparé de que Buccleuch no se entere de cuáles son mis fuentes —dijo Culter.

—Bah, se lo diré yo misma —dijo dame Janet—. En cuanto todo haya terminado. Estará mucho más receptivo cuando haya charlado con su hijo y escuchado sus teorías morales. ¡Maldito Wat de Buccleuch! Que el cielo nos proteja.

Ella volvió al salón, y Richard se marchó a casa.

3. Otra dama de la realeza entra en la partida

Gideon Somerville le relató con todo detalle a lord Grey de Wilton, el lord Lugarteniente del Protector en el norte, el incidente del robo del ganado y el del asalto a su casa, así como la recepción de la carta de sir George Douglas. Fue franco y hasta puntilloso en los detalles, con una excepción: no mencionó el nombre del intruso. Gideon no quería que le pidiesen que volviera a negociar con él, si es que lord Grey lo conocía.

La entrevista tuvo lugar en el castillo de Warkworth, en la luminosa y fresca costa de Northumberland.

Por motivos domésticos, el lord Protector inglés necesitaba obtener un éxito rotundo, y lo que primero le sugirió su instinto fue acabar de una vez con la resistencia pasiva del norte. Así lo hizo, a su manera, ordenando a sus lores custodios que se reunieran y elaborasen un plan inmediato para devastar primero la casa de los Buccleuch, seguir después con la casa de los Douglas, y por último unir las fuerzas de las tres marcas de la frontera y hacer que Escocia ardiese hasta reducirla a cenizas. El objetivo de esta última parte era, como siempre, arrebatar a la pequeña Reina de aquellos viejos y raquíticos brazos y hacer de ella, de una vez, la prometida del rey de Inglaterra. Los lores custodios, que respondieron sin mucho entusiasmo, se pusieron manos a la obra para superarse a sí mismos y acordaron reunirse aquel último viernes de enero en el castillo de Warkworth. Dichos lores se detestaban unos a otros, pero desconfiaban aún más del Protector.

Gideon estuvo presente en aquella histórica reunión, y junto a él se encontraba lord Wharton, que había pasado una noche en Flaw Valleys, de camino hacia allí. El cuarto miembro era sir Thomas Bowes, un hombre grande y callado, guardián de las marcas centrales.

Lord Grey, el comandante de mayor edad, decidió abrir la sesión con una sorprendente relación de sus actividades al este de Escocia. En su mente ocupaba el primer lugar la necesidad de explicar a sus colegas la situación militar con precisión. En un segundo puesto estaban una serie de cartas del lord Protector, en las que hacía concisas referencias a algunos aspectos de la energía de lord Wharton y a sus iniciativas en el este. Prosiguió.

—Bueno, lo más urgente es acabar con esta actitud optimista. La llegada de los franceses ha causado mucho daño: a Escocia llegan hombres y dinero de parte del rey francés, y con ellos la promesa de que llegarán más. No podemos olvidarlo. Y el regreso de vuestro amigo Lennox a Dumfries y su vuelta a casa con el rabo entre las piernas no dio precisamente la impresión de un tour de force militar, Wharton.

—El conde de Lennox se cree el perejil de todas las salsas —dijo Wharton, seco—. Y yo no tengo la capacidad de hacerle cambiar de opinión.

—Bueno, está claro que no es un estratega —dijo Grey. Los caudillos títeres son peligrosos. Es mejor no emplearlos. Y si tuviéramos que hacerlo, deberíamos ponernos a su lado para asegurarnos de que no se metan en líos.

—Respeto vuestra experta opinión, por supuesto. Pero el caballero está casado con la prima del Rey. Habrá que hacer que pierda el interés por la pelea.

—¡Con tacto! —dijo lord Grey.

—Es algo complicado —dijo lord Wharton—, hacerle ver a un noble caballero que es un necio y un obstáculo. —Y dejó una pausa el tiempo suficiente antes de continuar—. Si se me permite la sugerencia, deberíamos ocuparnos de cómo utilizar a lord Lennox, pues inevitablemente tendremos que hacerlo, en el próximo ataque combinado. Y de cómo podría ayudarnos contra los Douglas...

Habían llegado precisamente a ese punto cuando se anunció la llegada de Margaret Douglas, condesa de Lennox.

En su infancia, Meg Douglas había poseído esa clase de belleza exuberante y leonina que su tío, Enrique VIII, había desaprovechado, y de la que su padre, el conde de Angus, era vestigio viviente. Durante los dieciséis años que había residido en Inglaterra, oscilando según los caprichos de Enrique entre la cercanía al trono y la cercanía al destierro, Margaret había conservado su esplendor. Su madre, Margarita Tudor de Inglaterra, había estado casada con el rey Jaime de Escocia casi cincuenta años antes, y había permanecido en Escocia para convertirse en esposa de Angus cuando su primer marido perdió la vida en Flodden.

Ahora Enrique estaba muerto y su hermana también. Angus se había vuelto a casar, y Margaret Douglas se había convertido en el premio que persuadió al conde de Lennox a abandonar sus solitarias simpatías por el trono escocés y unirse a Inglaterra. Ella no fue una prometida reticente. En una ocasión, cuando Enrique estaba ocupado deslegitimando a sus hijos, lady Margaret había sido heredera al trono de Inglaterra. La sangre real que compartían ella y Lennox, y que corría por las venas de sus hijos, era un buen argumento para optar tanto al trono inglés como al escocés. Posiblemente, Lennox fuera un mal estratega, pero no era el caso de su mujer.

Su entrada en el solar de Warkworth fue premeditadamente impresionante. Gideon, cuya presencia pasaba bastante inadvertida, la observó con detenimiento. Su cabello era de un rubio oscuro, como el maíz maduro, y sus facciones se dibujaban con firmeza y armonía sobre la piel clara. La boca era cálida y bien delineada, la barbilla tenía un gracioso hoyuelo y los ojos observaban con intensidad. En definitiva, reunía una colección de gracias naturales que habían sido modeladas por años de dura experiencia.

Hablaba con perfecta compostura.

—Me temo que mi familia os ha estado causando graves problemas, señores. Para un inglés no es fácil comprender toda la presión a que se encuentran sometidos los escoceses.

Nadie se hizo la ilusión de que aquella fuera una visita de cortesía. Lord Wharton fue directo.

—A excepción vuestra, nunca he mantenido en secreto lo que pienso de los Douglas. Conozco las dificultades que atraviesan. Pero hasta que demuestren que son nuestros amigos, tenemos que tratarlos como enemigos. He atacado las tierras de Angus y las de Drumlanrig, siguiendo instrucciones del lord Protector y lamento que lord Grey piense que su amistad con sir George y sus promesas privadas de inmunidad corran peligro, pero no puedo hacer nada al respecto.

El lord Lugarteniente estaba tenso, manteniendo la compostura e intentando respetar las convenciones sociales.

—Como a cualquier caballero, no me gusta dar la impresión de que incumplo mi palabra —dijo Grey—. Sin embargo, hecho el daño, estoy de acuerdo en que los Douglas se han tomado una venganza que ha dado al traste con cualquier pacto previo, y, como bien sabéis, he dado mi palabra de que los castigaré por ello.

—Tendremos suerte si tenemos ocasión de hacerlo —dijo Wharton, con brusquedad—. Pero si se da el caso, he pedido a todos los que estén en condiciones de hacerlo que se presenten ante mí para prestar servicio lo antes posible. Si pretendéis llevar a cabo vuestro segundo ataque contra Buccleuch, lord Lugarteniente, reuniré todas las fuerzas que pueda para hacer salir a los Douglas de sus madrigueras.

—Un momento —dijo lady Lennox, y tanto Grey como Wharton, absortos como dos perros enfrentados en su antagonismo, mostraron su sorpresa—. El Protector me ha dicho que su intención era que vos, lord Grey, volvierais a entrar en Escocia, y que allí formaseis un nuevo centro de operaciones en Haddington, al sur de Edimburgo. ¿Es eso cierto?

—El Protector quería que los tres ejércitos atacasen al mismo tiempo, pero eso es imposible, por el clima y por el terreno, lady Lennox. Completamente imposible. Tardaré un mes en poder estar en condiciones de marchar hacia Haddington. Mientras tanto, tenemos que atacar a Buccleuch.

—Entiendo. —Ella observó su copa de vino—. En ese caso, me parece una pena que lord Wharton tenga que atraer sobre sí toda la atención en el oeste. ¿No sería mejor esperar una semana o dos a que mejorase el tiempo, y sincronizar entonces los ataques?

Bowes se atrevió a hablar.

—Pero el tiempo corre en contra nuestra, lady Lennox. Los franceses...

—En el canal sopla el mismo viento que en Solway —dio ella—. Ninguna flota partirá con este clima.

Gideon hizo una breve aportación.

—El Protector pide acción inmediata contra los Douglas, lady Lennox.

—Y la tendrá —dijo la mujer, serena—. Si me lo permiten, haré una sugerencia. —Miró a aquellos cuatro reticentes rostros y sonrió—. Hubo un tiempo en que yo fui una Douglas, después pasé a ser más Tudor que Douglas. Ahora lo que me siento es una Estuardo. Escuchen.

Y pasó a describir un plan sencillo, práctico y formidable en cuanto a su resultado final. Con lo que demostró ser, después de todo, más Tudor y Douglas que Estuardo.

Lymond, con Will Scott a su lado, mantuvo un breve encuentro con John Maxwell, tal como habían acordado, en una cabaña de pajas y barro, en las colinas cercanas a Thornhill.

Scott, sentado y observando el brillante y chisporroteante fuego, se percató de que, en esta ocasión, Maxwell trataba a su interlocutor con mayor amabilidad. Hizo un comentario halagüeño acerca de la forma en que habían llevado a cabo el robo del ganado en diciembre. También habló de su encuentro con Agnes Herries...

—La cosa marcha bien. Teníais razón sobre las cartas. Ella ya me había puesto en un pedestal y yo sólo tuve que subirme. No está mal. Intentaré no decepcionarla.

—¿Qué os pareció?

—Vuestra descripción fue de lo más precisa. Sería una esposa excelente... si eso fuera lo importante. Y si su casamiento fuera asunto de libre elección, yo sería lord Herries mañana. Pero claro, no lo es. Me temo que hará falta más de un robo de ganado para ahuyentar a Arran. Está decidido a casarla con su hijo, y tiene la promesa por escrito.

—A la Reina regente no le es indiferente el asunto —apuntó Lymond.

—Pero Arran es canciller.

—Y como tal es responsable ante los franceses de la ferviente persecución del enemigo.

—Arran no atacará: no tiene ni las agallas ni el poder.

—No atacará, pero se tendrá que defender dentro de poco. Se va a realizar otro ataque conjunto desde Carlisle y Berwick el mes próximo.

Las pupilas de los ojos amarillos se contrajeron y expandieron.

—¿Cómo sabéis eso?

—Espías. No tengo contacto directo con Carlisle —dijo Lymond, lacónico—. Si no queréis hacer caso de mi opinión, allá vos. Pero si impulsáis a los Maxwell a que se enfrenten esta vez a los Wharton directamente, tendréis a la regente de vuestro lado. A ella le gusta la chica y tanto sus familiares en Francia como el embajador francés le exigen resultados. Así que dejad que ella convenza a Arran por vos.

Hubo un largo silencio. Entonces el señor de Maxwell dijo:

—Lo que realmente me disuade son mis rehenes en Carlisle. Si cambio de parecer, los colgarán. Pero como sin duda me diréis, la vida no vale mucho.

Lymond arqueó sus claras cejas.

—Yo no diría eso exactamente. Lo que si diré es que el sentimentalismo puede salir demasiado caro. El asunto os compensa aunque los ahorquen.

Maxwell dijo:

—No soy tan despiadado.

—En eso quizás no estemos de acuerdo... Pero si os empeñáis salvar a las gallinas de Carlisle, arderán los establos de Stirling.

—Hay quien puede pensar que ciertas gallinas valen tanto como veinte caballos —dijo Maxwell.

—Y aun así no se llega muy lejos sin caballos, por muy prolíficos que sean vuestros pollos.

Era evidente que Lymond se burlaba, así que el otro cambió rápidamente de tema.

—¿Pensáis seguirle enviando cartas a Agnes Herries? Acordamos que debíais mantener ese canal abierto para enviar mensajes.

Lymond dijo:

—Dejad que pase algo de tiempo. Ahora puedo encontrar otros medios, si fuera necesario. —Se levantó—. Os agradezco vuestra cooperación. Aunque por supuesto, puede que volvamos a encontrarnos. El mes que viene, por ejemplo. A pesar de vuestro apego por el gallinero.

Maxwell también se levantó. Dudó, agachándose un poco por el techo bajo, con la coraza empañada por la condensación.

—Hay una noticia que os podría interesar —dijo—. No es la clase de noticia que debería llegar a Edimburgo, pues la mujer es, supongo, sobrina por matrimonio...

El rostro y la voz de Lymond eran sus mejores armas y él las usaba conscientemente, con el mismo control con el que su hermano evitaba cualquier expresividad.

Pero esta vez algo nuevo inundó aquellos ojos azules y Scott, sentado y olvidado en su rincón, lo vio. Y le cortó la respiración. Acto seguido se esfumó y Maxwell, que no se había fijado, siguió hablando.

—Lennox y Wharton están preparando una nueva jugada. Van a enviar a la condesa de Lennox a Drumlanrig para que intente reconstruir la quebrada lealtad de Douglas antes de la invasión del ejército.

Lymond dijo, con su voz habitual:

—¿Lady Margaret Douglas? ¿La hija de Angus? ¿Cuándo vendrá?

Maxwell negó con la cabeza y cogió su sombrero.

—No conozco más detalles. Pero creo que llegará poco antes de que marchen y esperará a su marido. Pensé que podía interesaros.

Se dio la vuelta cuando llegó a la puerta y apoyó una mano sobre el dintel.

—Que tengáis un buen día. Creo que estos encuentros nuestros no serán en vano.

—Yo también lo creo —dijo Lymond en tono seco y Maxwell, ya montado, se inclinó.

—Tenéis un buen dominio del latín, pero creo que a vuestro francés le falta una pizca de delicadeza.

E iluminando su rostro con una de sus infrecuentes sonrisas, el señor de Maxwell se marchó.

Scott, levantándose tras echar agua sobre el fuego, se encontró a Lymond que lo esperaba en la puerta con ambos caballos, con una expresión angelical.

—¡Oh, rubicunda flor, estrella de humildad! ¡Oh, famoso brote, lleno de benignidad! ¡Oh, maravilloso señor de Maxwell!

Scott salió y cogió su caballo.

—¿Qué ha pasado, señor?

—Ce n'est rien: c'est une femme qui se noie —dijo Lymond, y rió—. Amad al señor Maxwell, querubín mío: hoy os ha asegurado la vejez. Necesitábamos un rehén para cambiarlo por Samuel Harvey. Y mira por donde ya tenemos uno. Mi brillante diablesa, mi Reina sin reino; mi pasado, mi futuro, mi esperanza del cielo y mi recuerdo del infierno... Margaret, condesa de Lennox.