Capítulo III

Sigue el escondite: la reina mueve demasiado lejos

La figura de la reina en el ajedrez ha de estar presente.

Mujer justa y con ropajes alegres habrá de ser

Y en alto trono deberá sentarse,

En su cabeza una corona de oro bien adornada

Muy mesurada ha de ser en sus movimientos

Y de desplazamiento corto, no a lugares lejanos

-¡Armas de fuego! —Dijo Wat Scott de Buccleuch con tremendo disgusto—. ¡Armas de fuego! Haría más daño escupiendo con una cerbatana...

Tom Erskine escuchó la voz apesadumbrado.

Había sido una semana frustrante. Stirling era su hogar: su padre era el guardián del castillo y en su romántico e ingenuo interior, que se ocultaba tras una apariencia sencilla, lo que más le gustaba en el mundo al señor de Erskine era divisar entre las orejas de su caballo la Roca de Stirling, su propia Lorelei en la verde pradera del Forth.

Habían tardado todo el viernes en llevar a Christian Stewart y a sus damas de compañía a Stirling. Las había dejado en la casa Bogle, compartida por las familias de Culter y Fleming, y se había adentrado en su ciudad: ésta parecía asediada por la peste. La corte, el gobierno, los mandos más aguerridos del ejército, todos se encontraban refugiados en la ciudad, y las calles eran una pesadilla de caballos y carromatos. Más aún: en aquellas atestadas casas se sentía un miedo y un nerviosismo enfermizos, diez veces peor que la tensa y sufrida falta de noticias con que se vivía en el campo. El miedo, como el orgullo, se alimentaba de sí mismo. Arran, el Canciller, que esperaba el inevitable ataque final de Somerset, veía frente a sí las palabras Mene, Mene, Tekel, Upharsin escritas en lapidarias mayúsculas y no podía contener sus nervios. La ciudad seguía su ejemplo.

Al menos, como pudo comprobar Tom, habían pensado en la Reina. Durante una semana, la niña había permanecido oculta junto a su madre. Mariotta y lady Culter, relevando a la recién enviudada Jenny Fleming, habían marchado a su lado. Más tarde, Tom oyó que Christian había recibido órdenes de unirse a ellas.

Ni siquiera había podido acompañarla. Sus asuntos lo retenían en Stirling, así como las necesidades de la guerra, habían oído que Leith estaba en llamas y que la abadía de Holyrood había sido tomada. Más tarde se enteraron de que el Protector inglés había levantado su campamento y se había puesto en marcha mientras la flota inglesa avanzaba hacia el norte. En aquellos momentos no podía ni pensar en ser enviado junto a la Reina y junto a Christian. Erskine se quedó allí, mientras la ciudad, aturdida y desesperada ante la gran crisis, aguardaba nuevas noticias.

Éstas llegaron por la noche. Parecía que el ejército inglés avanzaba; pero no hacia al oeste, donde estaban ellos, sino hacia el sur.

Aquellas noticias corrieron de boca en boca. Por fin, fueron confirmadas. El Protector, que estaba en Lauder, seguía acercándose a Inglaterra. El martes y el miércoles llegaron nuevos informes: la flota inglesa se había limitado a hacerse fuerte en el castillo de Broughty en Tayside, y al parecer no hacía sino esperar viento favorable para partir de nuevo. Entre el jueves y el viernes, día en que se encontraba, se supo que el castillo de Hume había caído en manos del enemigo y había sido guarnecido. El ejército inglés estaba en Roxburgh y aparte de estas avanzadillas y de las ruinas que la tormenta había dejado a su paso, la marejada se iba calmando y la marea descendía hacia el sur.

Era imposible entender por qué Somerset no había conseguido aprovecharse de su gran ventaja. Los exhaustos capitanes de Stirling no podían sino sorprenderse. Los más precavidos señalaban las cuatro guarniciones que habían dejado los ingleses: dos junto al mar, en la costa oriental, y dos cercanas a la frontera. Pero el júbilo, como un truhán, se apoderó de la ciudad y de su ejército.

Tom Erskine, libre al fin para marcharse, se impacientaba por igual ante la alegría desmedida y el retraso. Se sintió irritado al ver a Buccleuch acompañado en su primera visita a Stirling desde Pinkie. Sobre todo cuando el que lo acompañaba, elegante y magnífico, era George Douglas, cuyo hermano mayor, el conde de Angus, era el jefe de la casa de los Douglas en Escocia y el padre de la esposa de lord Lennox.

De todas formas, avanzó y lo detuvieron:

—Mirad Erskine, vos ya habéis usado de éstos. ¡Arcabuces, muchacho! ¡Qué cosas más espléndidas, demonio! —la batalla no había alterado a Wat Scott de Buccleuch en lo más mínimo: llevaba el casco adornado de las abejas de los Buccleuch y terna el mismo aspecto que cuando estaba junto a lord Culter en las almenas de Boghall, desde donde había visto ascender el humo del castillo en el que su mujer Janet yacía con un cuchillo clavado en el hombro.

Aquello le recordó a Tom un espinoso tema, aunque fue curiosamente George Douglas quien, interrumpiendo a Buccleuch, comentó:

—Hola, Erskine. ¿Habéis venido a hablarnos del pobre Will? —Y así tuvo Tom que cumplir con su cometido.

—He visto a vuestro chico, Buccleuch. Está en buena forma. —Eso, al menos, era cierto.

El rostro de Buccleuch, con el ceño fruncido y la barbilla erguida, no cambió.

—¿El pobre Will?

Erskine, suspirando, entro en detalles.

—Está con Crawford de Lymond.

Los abundantes rizos canos se estremecieron.

—¿Lymond? —bramó Buccleuch—. ¿Ha caído prisionero? ¿Lo han tomado como rehén?

Tom negó con la cabeza. Contó la historia con rapidez: habló del mensajero inglés, del ataque de Lymond a su hermano, de su propia llegada, que había salvado a lord Culter. Al final hubo un breve silencio y, aunque Buccleuch seguía con el ceño fruncido, en sus ojos había un brillo de satisfacción. Se aclaró la garganta.

—Lo cierto es que el chico volvió de Francia con una sarta de ideas estrambóticas y perniciosas y yo no hacía carrera de él... Así que se marchó, mandándonos a todos al más infecto agujero del infierno, con demonios y tridentes. De hecho —hizo una pausa recordando algo—, dijo que probablemente llegaría él antes allí que nosotros. Lo cual explica... ¡Dios mío, Will! —gruño Buccleuch, con una especie de desesperación contenida—. Hace falta valor para elegir a Lymond como compañero en un viaje al infierno.

—Oh, bueno. —Los ojos de sir George no se habían apartado del rostro de Buccleuch—. Creo que lo estamos subestimando. Sed pacientes y veréis como vuestro Will os sorprende algún día.

Buccleuch le devolvió la mirada.

—Si uno es decente, no vende a su capitán, aunque sea el capitán de una banda de carroñeros.

—Pero Will tiene que saber con seguridad qué clase de hombre es Lymond. —La voz de Tom reflejaba inquietud y desconcierto a partes iguales.

—Will no es en absoluto inocente —dijo Buccleuch sin cortapisas—. Es un idiota bravucón con una cabeza demasiado grande para su casco. Pero tampoco es un loco, ni es perverso. Si Lymond lo tomó a su servicio, es porque sabía lo que hacía. Will no le traicionará. Es capaz de restregar su cara con estiércol para demostrar su lealtad a sus estúpidos amigos, pero su flamante código de honor impedirá que el olor alcance su nariz. Ese chico —gruñó sir Wat— piensa con las entrañas. En fin, bebamos un trago de clarete, por Dios.

Erskine tuvo que esperar al atardecer para obtener el permiso para marcharse.

No tomó escolta porque sabía que no estaba permitido, así que salió solo por la puerta de Stirling y cabalgó hacia la puesta de sol, que refulgía con sus últimas luces.

Cayó la noche. A su alrededor, los árboles se acercaban y luego quedaban atrás: más allá estaban los páramos, con las colinas de Menteith a su derecha. Había una ligera brisa, y la hierba se mecía susurrante a su paso. El camino mejoró: pudo distinguir luces de casas y oler la leña quemada. Entonces lo detuvieron.

Aquel era el primer puesto de guardia. Había dos más: Pasó la aldea de Port, la capilla, los graneros y el Árbol de la Justicia. Dejó atrás la última haya. Dio su nombre y seña y fue reconocido nuevamente. Entonces entró.

A sus pies, oscuro e impasible, se extendía el lago de Menteith, de dos kilómetros y medio de largo, hogar del priorato de su hermano, sede de los condes de Menteith. En el centro del lago brillaban como guirnaldas las mil luces de dos islas y la música recorría el agua: notas de órgano provenientes del priorato de Inchmahome, donde los monjes cantaban las completas y los niños dormían. Un músico tocaba una gallarda desde Inchtalla, donde se ocultaba la corte escocesa.

Un barco, que ya había dado la señal con la linterna de proa, llegó. El, sonriente, se subió.

—Mi querido amigo —dijo Sybilla al día siguiente, tejiendo plácidamente ante la gran chimenea del conde John—. Debéis admitir que nunca habéis tenido que vivir en una isla con ocho niños que parecen tener los instintos de un lemming de edad adulta.

La viuda, que tenía su propia manera de aliviar la tensión, se sentó junto a Tom Erskine, con un par de lentes de montura de marfil y cadena dorada y con el inevitable bordado en su regazo. Christian Stewart había salido y Sybilla estaba libre, lo que significaba que encargaría a Erskine y a sir Andrew Hunter, que acababan de llegar con sendos recados, que la ayudasen a entretener a Mariotta.

El ataque de Midculter había dejado a la mujer de Richard hecha un manojo de nervios y los enfrentamientos de las tres últimas semanas no habían ayudado a calmarla. El robo de su plata apenas había alterado los libros que contabilizaban las riquezas de Richard. Era pensar en Lymond lo que le producía escalofríos a Mariotta, en la sangre fría y la determinación con que había actuado, llegando más lejos en aquellos indiferentes cinco minutos de lo que la tímida cortesía de Richard había ido nunca. A su marido tampoco le había sentado demasiado bien el incidente. Ella se dio cuenta durante los dos días de insomnio y ajetreo que había padecido antes de marchar para unirse al ejército en el este. Desde entonces, las únicas noticias que había recibido de Richard las había traído Erskine; noticias recibidas sin comentarios por parte de la viuda, que seguía ocupándose de sus asuntos. Mariotta acudió a sir Andrew Hunter.

Él la había estado observando. Vecino distante, casi de su misma edad, terrateniente y cortesano distinguido y de buenas maneras, Andrew Hunter era un buen amigo de los Culter y Mariotta había llegado a estimarlo, a apreciar su amabilidad, sus dispuestas atenciones y una forma de hablar que entonces y ahora suscitaban en ella la nostalgia de su hogar. En aquella ocasión, movida por un impulso súbito, le habló.

—Decidme, Dandy, ¿de qué hablan los hombres? Richard, por ejemplo.

La pregunta lo sorprendió, pero le dio una respuesta.

—¿Que de qué habla Richard con otros hombres? De caballos, claro. Y de cerdos. Y del estado de la cebada, y de los nuevos pollos, y de la cetrería, y de cómo están los patrimonios, y de los luchadores, y de los nuevos cargamentos que espera, y de los precios del mercado, de los impuestos, de los furtivos, de pistolas, del precio de los techados, de los despojos de sus cacerías, de armaduras milanesas, de ganado... Los intereses de Richard —dijo sir Andrew, con cierto tono defensivo en su suave voz—, son muchos.

—Pero nunca aburridos. Me pregunto —dijo Mariotta, con mirada inexpresiva—, qué entenderá Lymond por una conversación distendida.

Hunter se irguió en su asiento.

—Las conversaciones de Lymond no me preocupan lo más mínimo. Los que me preocupan son sus actos. Richard ha aceptado su reto para la exhibición militar y sabe Dios que, si va, será un suicidio.

Los ojos de Mariotta se abrieron.

—¡Pero si el desafío no iba en serio! Si Lymond llega a Stirling, lo arrestarán inmediatamente. Además, Richard es el mejor tirador en...

Se calló. Hunter tenía razón. ¿De qué serviría todo aquello con una flecha clavada en la espalda? «Dios tiene mil formas de castigar», había dicho Lymond, y en Annan casi había conseguido sus propósitos. Mariotta abrió la boca, pero Sybilla, cosiendo laboriosamente con su aguja, habló primero.

—¿Habéis tenido noticias de Will Scott en vuestra ciudad, Tom? —Y añadió, seria—, sabemos que está con mi hijo. Sir Andrew nos dio noticias sobre su encuentro con Richard en Annan.

Erskine, aliviado por no tener que zambullirse por segunda vez en aquel torbellino diplomático, descansó en su asiento.

—No hay nada nuevo. De hecho, ayer vi a Buccleuch y le di la noticia. Y ese idiota de George Douglas estaba husmeando por allí cuando se lo conté.

—¿Dónde? ¿En Stirling? —Hunter estaba interesado—. Pensé que sir George estaría con su hermano.

Erskine se encogió de hombros.

—A estas alturas ya estará de camino a Drumlanrig. De todas formas, hemos de dar gracias a Dios: no aguanto a ese hombre.

Pero no pensaba en George Douglas, sino en Christian y en su extraño comportamiento de la noche anterior. Se había acercado al priorato para dar su informe, y como la Reina regente lo había retenido hasta tarde, temía que Christian se hubiera ido a dormir. Pero cuando el barco lo llevó a Inchtalla, ella lo esperaba en el salón y lo agarró del brazo antes de que el ujier se lo llevara.

—Tom, por si no tenemos otra oportunidad... ¿El hombre del que os hablé? ¿Jonathan Crouch?

Él le había dicho lo que ella quería saber, teniendo que irse cuando apareció la viuda, con su bordado en la mano y forzando la vista, pues había olvidado ponerse los lentes. Después de aquello, Christian no había hecho otra cosa que agradecerle efusivamente su ayuda y hacerle saber que el asunto quedaba concluido. Él se había sentido algo molesto. A pesar de que, noblemente, había renunciado con educación a preguntar nada, pensaba que ella podía haberle explicado el secreto...

Al día siguiente, el otoño se anunciaba victorioso, el sol brillaba como el cobre y en los claustros del priorato podía escucharse un jaleo considerable. Al norte, las colinas de Ben Dearg tenían un tono violeta y una ligera brisa ondulaba el agua azul. En Inchmahome, la discordia hacía acto de presencia entre los viejos pilares, donde cinco personas adultas y una niña se encontraban en alguna parte de los verdes claustros.

La Reina regente de Escocia se encontraba poseída por una ira furibunda.

—¿Tendría alguien la amabilidad de informarme de cómo ha terminado esta aventura? —decía María de Guisa, sentada muy erguida en una silla de madera tallada.

Una niñera de mediana edad, con el rostro tan blanco como su delantal, contestó tímidamente.

—Oh, Madame, eso no lo sé, la pobre pequeña... —y se calló, lanzando una mirada de basilisco a una niñera más joven, completamente abrumada, a la que estaba calmando Mariotta.

La viuda lady Culter, que también estaba sentada, fue lo suficientemente sabia como para permanecer callada, en parte por diplomacia y en parte para preservar sus cuerdas vocales: una niña pequeña de alborotado pelo rojo le golpeaba en la rodilla rítmicamente, chillando a grito pelado.

—¡Hurble-purple! —cantaba la pequeña.

—¡En la orilla, a plena luz del día! ¡Asesinato! ¡Secuestro!

—¡A esta pequeña le gustaría una jarra de leche! —¡Bú, hip, bú!

—¡Elspet! ¡Te vas a poner mala! ¡Silencio!

—¡Hurble-purple, hurble-purple, hurble-purple! —dijo la niña en escala ascendente.

Lady Culter hizo una ligera mueca de dolor, apartando la rodilla y alejando a la pequeña con brazo dulce pero firme. Habló con decisión.

—No me parece que tenga mucho sentido buscar culpables, Majestad. La muchacha no es muy espabilada y la señorita Kemp no lo fue mucho más al dejarla marchar con la niña. Pero no hubo mala intención hasta donde yo puedo entender. No fue más que una pequeña aventura.

—¡Aventura!

Sybilla, tras dirigir una mirada intimidatoria a la nerviosa Elspet, siguió hablando.

—Sí. La pobre tonta había quedado para verse con un muchacho en la granja de Portend y la pequeña también quería visitar el lugar. Encontraron una barca sin vigilar y se marcharon a la otra orilla, donde al parecer Elspet dejó a la pequeña jugando mientras ella iba a la granja...

—Sola y sin vigilancia —dijo la madre, profundamente escandalizada—. Y es entonces, evidentemente, cuando mi hija sufre el acoso, ¡el ataque! Alguien escucha los gritos, la muchacha regresa, la lleva hasta la barca e intenta volver sin que nadie la vea. Oh, estoy segura de que Elspet es inocente: al regresar impidió sin duda males mayores. ¿Pero cómo puede suceder algo así? ¿Acaso no hay escoltas aquí en Inchmahome? ¿Cuidadores..? ¿Acaso no hay hombres armados rodeando el lago, cortando las carreteras? Decidme, dame Sybilla, si no hubiera sido por sus gritos, ¿dónde estaría ahora mi hija?

—En los jardines de la granja de Portend, supongo —dijo lady Culter, secamente—. He de admitir que los encantos de ese muchacho de la granja parecen haber desbaratado todas nuestras medidas de seguridad. ¿Deberíamos solicitar el perdón real?

María de Guisa, Reina regente, extendió el brazo y llamó a su hija.

—¡Marie! Ven y dile a maman lo que hizo el hombre perverso.

—¿Qué hombre perverso? —preguntó la niña pelirroja, caminando por entre la hierba sin levantarse el vestido y mostrando una boca llena de churretes.

—¿Puedo decir mi adivinanza?

Su madre, la Reina, ignorando la petición, le limpió la boca con un pañuelo y dijo:

—El hombre de los jardines, ma p'tite. ¿Qué es lo que te dijo?

Su Graciosa Majestad, María, Reina de todos los escoceses, encontró su cajita de perfumes y empezó a jugar con ella, con resultados más bien lamentables.

—No era un malfaisant. Me gustaba. ¿Puedo..?

—María, ¿era un monje? —dijo suavemente Sybilla, repasando uno de los puntos más incoherentes de la historia de Elspet, ya que a esa hora todos los monjes estaban rezando la sexta.

—Era un monje muy simpático —dijo la niña, con una entonación que despojaba directamente a la afirmación de cualquier valor. Mordió su cajita, escupió, y se calmó.

—Me enseñó la adivinanza y sabía mi nombre.

—Pero... —dijo la Reina regente.

—Pero... —dijo Mariotta.

—Me pregunto —dijo lady Culter, admitiendo su derrota—, si podría tratarse del deán Adam, de Cambuskenneth? Se fue el lunes pasado y supongo que... ¿O quizás un religioso itinerante? Bueno, el caso es que no le hizo daño alguno. Creo que sus gritos fueron más bien fruto de la irritación cuando Elpset perdió la cabeza e intentó meterla a la fuerza en la barca para traerla de vuelta.

—¿Y no han encontrado a nadie?

—A nadie. Lady Christian había estado paseando por allí, y no oyó a nadie en todo el jardín.

—¿Puedo? —dijo Su Graciosa Majestad, con urgencia—, ¿puedo decirla ya?

—¿Qué..? Bueno, supongo que sí, —dijo maman, con el ceño todavía fruncido.

—Eh, bien —dijo María. Y recitó.

Hurble-purple tiene una faja colorada

Una piedra en la panza

Y una estaca en el trasero,

Y aún así a Hurble-purple a veces prefiero.

—¿Pero qué es esto? ¿Qué es esto? —rugió la Reina.

Se hizo el silencio.

Entonces lady Culter, con una voz extraordinariamente grave, dijo en un tono poco amable:

—Creo... creo que es el fruto del espino, ¿no es cierto, chérie?

A Su Majestad se le demudó el rostro.

Christian se rió a mandíbula batiente.

—Qué absurdo... Comment le saluroye, quant point ne le congnois? Por supuesto que os he reconocido. Si algo tengo, al menos, es un buen oído.

Tras otro instante de reserva como el que recordaba de su último encuentro en la cueva, el hombre que había a su lado dejó escapar un falso suspiro.

—Disculpad mi impertinencia. ¿Mi voz de nuevo? Cantaré un coronoch 10 en tono alto. Lamento el alboroto que se ha producido. No esperaba tener compañía, pero aún así, todo habría salido bien si aquella maldita muchacha no hubiera agarrado a la pequeña tan repentinamente. Tiene unos pulmones magníficos para su edad.

Se sentaron sobre la corta hierba que crecía en mitad del laberinto, diseñado por un antiguo conde de Menteith en la orilla norte del lago. Unos viejos setos cuadrados impedían ver el agua. Detrás de ellos sobresalía una estructura de mármol.

El clima era cálido y tranquilo, como lo había sido en Boghall, donde, en calidad de prisionero y paciente, él había tocado para ella el laúd y había cantado historias de ranas. Christian se abrazaba las rodillas.

—¿Pero cómo os encontró la niña?

Él contestó melancólico:

—Me quedé dormido. Como un tronco. Y antes de que pudiera darme cuenta, ella estaba sentada en mi regazo.

—¿Y qué dijisteis? —dijo Christian, fascinada.

—Ella dijo: «M. l'abbé», habréis deducido que voy vestido como una urraca, «M. l'abbé, andáis escaso de tonsure». Y yo dije: «Madame la reine d'Ecosse, vos tenéis tonnage de sobra». Y después de semejante intercambio de galanterías...

—¿Se enfadó?

—En absoluto, saltó como una bala y dijo que Dédé...

—Su poni.

—Que Dédé tenía los dientes largos y amarillos, y que si sabía que...

—Que —dijo Christian a coro—, se puede saber la edad de una persona mirándole los dientes. Es su favorita.

—Ah. Sí, en efecto. Ella abrió la boca y yo proclamé que tenía siete años de edad, de los cuales ella admitió cinco (¿Cuántos tiene, cuatro?) Entonces yo abrí la mía...

—Y entonces os tiró, ¿qué, una piedrecilla?

—...Abrí la boca y ella introdujo un pececito, que todavía se resistía a encontrarse con su Creador. Después de aquello...

—¿Pero qué hicisteis? ¿Con el pez?

—Hice como que me lo comía —dijo él con sencillez—. Entonces jugamos a un par de juegos y cantamos un rato, además de tratar sobre varios temas. Entonces la niñera, o quien quiera que fuese, llegó y se llevó a la pequeña, cacareando como los pollos de Cramond. Y como sabéis, salió corriendo.

—Me hubiera gustado estar allí —dijo Christian—. ¿Llevabais mucho tiempo esperando? Yo caminé hasta el final del jardín.

—No, no mucho. Pero sí que he estado, y sigo, temblando como la hierba al viento. Mi querida dama, no deberíais arrojar el secreto del escondite de la Reina a los pies de un completo desconocido. No es así como se hacen las cosas. Sin mencionar que os estáis perjudicando a vos misma para ayudarme.

Arrepentida, ella dijo:

—A veces cometo errores imperdonables. Pero es que soy demasiado impulsiva. Veréis, no me dejaron traerme a Sym y no tenía a nadie con quien mandaros recado, ni siquiera podría haberos avisado si Tom Erskine me hubiera contado lo de Crouch el martes, cosa que no sucedió. Pero entonces el viejo Adam Peebles tuvo que ir a Inchkenneth y yo aproveché para pedirle que entregase un mensaje a Sym para que pudiera ir a la cueva y deciros que vinierais hoy. Tenía que ser un mensaje difícil de descifrar... Y no sabía si Tom estaría aquí para entonces... Pero así ha sido, así que todo ha salido bien. ¿Tuvisteis muchos problemas para llegar? ¿Y para haceros con los ropajes?

Él contestó sin darle mucha importancia a la pregunta.

—No fue difícil. Incluso debería haber sido menos sencillo. La guardia es lamentable. Vine por el camino de la colina, y tenía la contraseña que me disteis. Aunque la verdad... tampoco es que necesite ser un héroe, pero es que me lo habéis puesto tan fácil... Juguemos al escondite. «¿Querréis esconderme? ¡Sí, par foi! ¿Me encontrarán? ¡No, si puedo impedirlo!» Todo eso está muy bien. Pero no a cambio de vuestra vida, ni de la de la pequeña: pensad en lo que pasó con Eva, y... Por Dios —dijo, deteniéndose—, menuda monserga os estoy dando encima de que arriesgáis vuestra vida y reputación por mí. Fulminadme como hizo Wat con el gusano y quitadme este peso de la conciencia.

Ella no intentó dar respuesta alguna ni discutir con él.

—¿Está mejor vuestra cabeza?

Para alivio de ella, él aceptó cambiar de tema.

—Bastante mejor, gracias a vos. A veces tiendo a quedarme dormido, como ha quedado demostrado, pero eso es todo. —Dudó un instante y después dijo—: ¿Cómo volveréis?

Ella le mostró un silbato que llevaba en la faja.

—Lo tocaré desde la orilla y vendrá una barca. Entonces me encontraré con lady Culter o con Mariotta. —Sonrió—. Tenemos una casa muy poblada.

Él dijo:

—Los Culter, claro. ¿Quién más..? ¿Buccleuch?

Ella negó con la cabeza.

—Está en Stirling. Tom Erskine tuvo que decirle que... —se detuvo.

—¿Qué?

Ella dijo:

—Oh, bueno. Todo el mundo habla de ello ahora. Su hijo mayor, Will, se ha unido a...

—¿Al Dios de las Moscas, al Señor del Estercolero? Lo sé, —dijo él—. ¿Cómo se lo tomó?

—¿Buccleuch? Quedó completamente espantado y apenado y se sintió culpable, creo. Piensa que fue uno de sus arranques de ira lo que hizo que el muchacho se fuera.

—Creo que debería haberlo pensado antes —dijo él, con una aspereza inesperada, y ella escuchó como se ponía de pie—. Querida dama, estarán preguntándose qué ha sido de vos. ¿Realmente os habló Erskine de Crouch?

Ella se lo contó, levantándose con ayuda del brazo cubierto por el grueso hábito de monje.

—Crouch es prisionero de sir George Douglas.

—¡Lo tiene Douglas! —hubo un silencio pensativo.

—¿Ayuda eso? —dijo ella, tanteando.

—Sí, claro que ayuda. Mucho. —Parecía tener algún problema—. Sí... Llevo tiempo posponiéndolo... Lady Christian, cuando nos vimos por última vez, fuisteis increíblemente amable y generosa, mientras que yo no recuerdo haberos correspondido con amabilidad o agradecimiento alguno. Me juré a mí mismo no involucraros más. Entonces, cuando recibí vuestro mensaje fui lo suficientemente irresponsable como para venir hasta aquí, después de todo. Pero al menos no os dejaré entre tinieblas. Escucharéis ahora quién soy y si queréis llamar al guardia, esta vez no intentaré escapar.

—¡No! —exclamó ella—. ¡No quiero saberlo!

Por primera vez, la voz de él dejó percibir una sensación de pesadumbre.

—Pero tenéis que saberlo... Tenéis que entenderlo. Este secreto... el escondite de la Reina...

—¿Lo habéis profanado? ¿Lo haréis en el futuro?

—No.

—Entonces prefiero permanecer en la ignorancia —dijo Christian—. Lo que para vuestra conciencia haría las cosas más fáciles, para la mía sería insoportable. Prefiero ser egoísta. Dios sabe que he errado en mis juicios pasados, políticamente, legalmente, convencionalmente y de cualquier otra manera. Pero ésos siempre me han parecido los aspectos más irrelevantes de la decencia humana... Al menos, sois escocés, o eso creo, ¿no es así?

—Sí.

—...Y en apuros. Bueno, soy humana —dijo Christian—. No deseo que me paguéis el favor con secretos: no ahora, al menos, gracias. Pero el día que realmente queráis que os ayude, estaré orgullosa de contar con vuestra confianza. Hasta entonces, agradecédmelo, si queréis hacerlo, haciéndome saber de vos de cuando en cuando.

Él permaneció en silencio. Entonces dijo, alegremente:

—Nada puedo decir excepto «¡Arre!» Palabras que corresponden al carro y al arado. En esta ocasión vuestra confianza se ha equivocado, pero imagino que lo sospechabais desde el principio... Decidme: ¿Reconoceríais la otra voz que escuchasteis en la cueva si la volvierais a oír?

Ella asintió.

—Bien, —dijo él—. Sí, nos mantendremos en contacto. No tan a menudo como me gustaría, pero ciertamente más de lo que debería, según todos esos principios que habéis citado. —Prácticamente habían abandonado el cobijo que les proporcionaban los setos cuando él se detuvo y tomó su mano, como si la estuviera examinando. —¿Puede saberse qué es lo que os mueve? —dijo él—. ¿El instinto, la intuición?

—El sentido común. Según el cual, vuestro caso es fortunae telum, non culpae.

Él contestó, triste, en el mismo idioma.

—¡Heu! Los dardos que me torturan son los míos propios. El sentido común puede ser un mal guía y un torpe cirujano. Mejor, mucho mejor, es ser inocente como yo. Que Dios sea con vos —dijo, y se fue.

Christian caminó hacia la orilla, y allí tocó el silbato con todas sus fuerzas.