Capítulo II

El jaque definitivo

Los mensajeros y portadores de cartas habrán

De cumplir su cometido con velocidad y presteza

Y sin tardanza alguna. Pues tal tardanza podría

Molestar y apenar a aquellos que los enviaron, o

A aquellos que deben recibir el mensaje. Y eso podría

Causar graves daños y perjuicios.

1. jugadas rápidas

Lymond se recuperó de su herida con la rapidez que en él era característica. De hecho, desde el principio se comportó como si ésta no existiera en absoluto y Kate no tuvo ningún problema en hacer lo mismo.

Entre ellos reinaba una frágil y respetuosa cortesía. Katherine no le impidió a su invitado el acceso a ninguna de las estancias; tenía escolta permanente, pero también libertad para ir a donde quisiera. A petición de ella, él la acompañaba en la mesa y a veces en el salón. Su callada resistencia ante la situación la deleitaba, al igual que la manera que tenía de sobrellevarlo.

Fue él quien marcó el tono de sus encuentros la mañana después del incidente con Charles. Abrió la puerta, presentó las disculpas necesarias y acató la atmósfera reinante de frígida educación.

Kate, sin embargo, preparaba su asedio. El viernes a la hora de la comida, y tras cuatro días de perspicaz observación, rompió la tregua.

—Me he percatado —dijo, mientras le pasaba la sal—, de que hoy habéis salido. ¿Habéis visto a Philippa?

Lymond aceptó el condimento, pero no el desafío.

—Hablamos un poco —dijo—. Es una personita de lo más... sorprendente.

Kate se sirvió.

—Eso creemos. ¿Qué os dijo?

—Sus comentarios fueron breves e hirientes —dijo. Aquello era casi generoso por su parte, como Kate bien sabía. Ella comentó:

—Me temo que no está muy receptiva. Estoy intentando hacer que sienta lástima por vos. No apruebo el odio personal en una niña.

Esta vez, después de un momento, él aceptó entrar en su juego.

—Quizás Philippa y yo debiéramos vernos un poco más. Así podría conocerme mejor.

Kate, visiblemente animada, ignoró el brillo en la mirada de Lymond.

—¿Y eso haría que sintiera lástima por vos?

—Quizás. El objeto de cualquier tipo de estudio clínico merece cierta compasión, ¿no os parece?

—Las serpientes no —dijo Katherine, con ligereza—. Odio las serpientes.

—Y sin embargo, las alimentáis con pasteles de miel y les impedís que puedan defenderse.

—La indefensión no es precisamente una característica por la que se conozca a las serpientes. De todas formas, no puedo permitir que se deslicen siseando por la casa. Me pone de los nervios.

—Eso os ocurre porque también vos respondéis con siseos. Pero por si no lo sabíais, tampoco es que tenga nada en contra de las relaciones sociales.

Kate lo observó, suspicaz.

—No veo por qué debería abandonar mis asuntos porque presumáis de poseer una conciencia.

—No es tanto mi conciencia lo que se manifiesta sino mi horrorizada admiración —dijo Lymond—. La habéis conquistado en cuatro días. De la cutícula a la dermis.

—Con las serpientes hay que ser rápida. Cambian de piel con extraordinaria facilidad —dijo Kate, recogiendo los platos.

Él estaba mirando la mesa.

—No puedo estar disculpándome todo el tiempo. Sería demasiado monótono.

Mientras cogía un plato del armario, se detuvo a su lado.

—No me debéis más disculpas. Algo de diversión, quizás. ¿Por qué no devolvéis las mordeduras?

—Porque —dijo Lymond, alzando súbitamente la vista— yo practico ese arte constantemente y vos no.

—No me importa —dijo Kate, melancólica—. ¿No vais a morder?

—Como un tiburón. Es la costumbre. Y las costumbres hacen que se quemen en el infierno las buenas intenciones. Son la maldición del matrimonio y la antesala de la muerte.

Katherine examinó aquel rostro indiferente con mirada crítica.

—Para alguien que vive permanentemente en el caos, habláis con mucha soltura de las costumbres... lo cierto es que no sé de nadie que haya llevado una vida tan desordenada como la vuestra. ¿Y si tuvierais la oportunidad de llevar una vida normal?

—Dejemos mis sórdidos asuntos aparte, ¿os parece? —dijo él—. Hay algo básico que no habéis entendido. Existe una gran diferencia entre la emoción fácil y superficial que puede suscitar mi azarosa existencia, y la realidad.

—Si no puedo entrar en lo personal, no quiero discutir —dijo, categórica, su anfitriona—. Quizás no entienda vuestro punto de vista, pero vos estáis demasiado ocupado evitando el mío.

—Lo vuestro no es un punto de vista, es una sonda. No veo por qué debería ayudaros.

—Yo sí. Gideon ayudaría a cocinar a su propio padre si el caníbal le recitase una poesía —dijo Kate.

—Y yo he bebido de la fuente de Castalia, y me he bañado en ella también.

—Creo recordar que fue Charles el que se bañó en ella. Me había olvidado —dijo Kate, sardónica—. Os gusta la intimidad. Mis disculpas por haber intentado violarla de manera indigna. No me lo tengáis en cuenta. El grimalkin vuelve tembloroso a la chimenea.

Los dedos largos y esbeltos apretaron aún más fuerte el salero.

—¿Podríais dejarlo ya? —dijo tranquilo Lymond.

La rígida espalda de Kate manifestaba el claro desafío.

—¿Hay alguna razón por la que debiera hacerlo? Quiero...

Él la interrumpió, empujando la pesada copa de plata para que se deslizase, como una piedra de curling, hasta el centro de la mesa, entre ambos.

—Lo que queréis está bien claro. Queréis mi confianza. Si no podéis tenerla, queréis forzarme a admitir cosas sobre mí mismo. Si no podéis tener eso, recurrís aja presión moral. Soy bastante consciente de mis obligaciones y de mis faltas para con los miembros de vuestra familia. Pero disiento en la forma de compensaros, eso es todo.

Las mejillas de ella se habían tornado de color escarlata.

—Señor Crawford, dudo mucho de que estéis en posición de asentir o disentir sobre algo.

Una mirada impaciente y despiadada se clavó en ella.

—No necesito que me lo recuerden. Podéis delatarme, podéis frustrar mis intereses. No puedo hacer nada para evitarlo.

—Si os parece que vuestra reserva es más importante que la vida —dijo Kate, amarga—, entonces, ciertamente, no tenéis remedio.

—¿Mi reserva? No —dijo él—. Pero sí creo que la libertad de la mente es más valiosa que la del cuerpo. Exijo el derecho a cometer mis propios errores y guardar silencio al respecto. Tenéis todo el derecho a proteger a vuestro marido. Mi vida está a vuestra disposición, pero no mis pensamientos.

—Vaya por Dios —dijo Kate, levantándose—. De todas formas dudo que mi estómago pudiera soportar vuestros pensamientos. Sólo tenía en mente informarme sobre algunos datos básicos, como por ejemplo, si sois aficionado a comer huevos de ganso. Los ponen constantemente y no sabemos qué hacer con todos los que tenemos.

Kate era incapaz de mantener una actitud inflexible por mucho tiempo. El relajó su expresión y se levantó lentamente, abriéndole la puerta, el esbozo de una sonrisa perfilándose en sus ojos y en sus labios.

—Me pareció que la conversación describía un trayecto ovoide. Por nada del mundo os privaría de la última mordedura.

—Gracias —dijo Kate—, os la daría si estuviéramos hablando de serpientes. Pero estaba hablando de gansos.

—Pitonisa —respondió Lymond, e inesperadamente sonrió.

Ella le concedió la victoria.

En los días que siguieron, ella no volvió a sondearlo. En parte porque ahora se daba cuenta de que ese tipo de asedio no daba resultado con una mente como la de Lymond, y en parte porque el ingenio de éste era demasiado agudo. Podía llegar a cansarlo, y podía llegar a enfadarlo. Había tardado cuatro días en aprender que podía estar muy cerca de hacerle perder el control de sí mismo, y que esa pérdida lo enervaba y consternaba. Pero sabía que nunca iba a conseguir que se diera por vencido, así que dejó de intentarlo.

Él había intentado, y ella lo sabía, entablar amistad con Philippa, aunque sin éxito. La última vez, había entrado en la sala de música, vagando como solía hasta la ventana, y después de unos instantes había cogido de allí el laúd de Philippa.

Obviamente, había olvidado que la puerta de la habitación de Kate daba a aquella estancia. Ella estaba allí, descansando, y aunque esos últimos diez días él se había mostrado civilizado y comprensivo, haciéndole compañía sin exigir nada a cambio, se quedó donde estaba para evitar una situación embarazosa para ambos. De esta forma pudo escuchar los dulces y distraídos gorjeos del laúd, y el estrépito de Philippa al irrumpir en la habitación. La pequeña se detuvo justo en la puerta, mientras su madre, abriendo la suya tres prudentes centímetros, pudo ver lo que sucedía.

—¡Eso es mío! —dijo Philippa—. ¡Estáis tocando mi laúd!

Lymond dejó suavemente el instrumento y se sentó frente al clavicordio de Gideon.

—¿El laúd? y el clavicordio? —dijo—. Sois muy erudita.

La niña retiró de su rostro sus largos cabellos. No los tenía peinados, y el dobladillo de su vestido, como Kate observó apesadumbrada, estaba sucio de polvo.

—También sé tocar el rabel —dijo Philippa, beligerante.

—¿De veras?

—Y la flauta dulce.

¡Philippa! ¡Philippa!, decíase Kate para sus adentros, sonriendo. Lymond miró el clavicordio.

—Entonces sois la persona que buscaba. ¿Qué instrumento os gusta más?

—El laúd. —contestó la voz de la propietaria.

—Entonces —dijo Lymond, insuflando al teclado delicada vida—, decidme cómo termina esto. Nunca llegué a averiguarlo.

Era L'homme armé.; una melodía que Philippa había escuchado sin duda desde la cuna y de la que debía conocer cada nota. Se paseó tranquilamente de un extremo a otro de la habitación.

Es L'homme armé.

—Lo sé. ¿Pero cómo termina?

Se acercó tímidamente.

—No lo sé.

El clavicordio tintineó jubiloso.

—Intentadlo.

Kate pudo ver la tentación en los ojos de su hija. Podía imaginar la fascinación que le causaban aquellos dedos mágicos. Philippa extendió el brazo. Atrapó el laúd como una rana atraparía una mosca y corrió hasta la puerta, jadeando.

—Ese instrumento es de mi padre —gritó—. ¡No lo toquéis! Dejad en paz a mis padres. ¡Nadie os quiere aquí!

Kate siguió mirando, preocupada, pegada a la puerta, pero la música siguió, aunque descendió hasta convertirse en un tenue rumor. La voz de Lymond preguntó, queda:

—¿No queréis que toque?

Sería hermoso, decía el clavicordio. Sería un hermoso encuentro. Philippa lo miró con unos ojos en los que su madre se reconoció a sí misma.

—¡No! —chilló—. ¡Os odio! —Y agarrada a su laúd, salió corriendo de la habitación.

La música se detuvo. Se hizo un largo silencio. Después de un rato, Kate se deslizó por la puerta.

Él seguía allí, la cabeza apoyada sobre una mano y la mirada perdida. Entonces, levantando la cabeza con melancolía, la vio.

—¿Lo habéis oído? Sé que he perdido práctica; pero el efecto debe ser aún peor de lo que pensaba.

Ella se sentó, mirándolo.

—¿Quién os enseñó?

—Mi madre, al principio. Mi padre pensaba que la música era para locos y afeminados.

—¿Entonces quizás heredasteis de él vuestro talento militar? —dijo Kate, distraída—. No hay muchos músicos que lleguen a convertirse en grandes guerreros.

—Algunos lo hacen: el tamborilero de Jamie por ejemplo, que les dio una lección inolvidable a los ingleses. Yo nunca he hecho nada tan espectacular, ni tampoco deseo hacerlo. —Dejó caer una mano sobre el teclado—. Mi hermano es el atleta de la familia.

—¿Es arquero?

—Espada y arco. Es un maestro en ambas cosas.

Así que había un hermano.

—Hay quien nace dotado para los deportes —comentó Kate—.

Nunca hay dos hermanos iguales en la misma familia. Además, en aras de la armonía, es bueno que tengáis otra clase de don.

Él se mostró amablemente de acuerdo y, después, siguió tocando. Mientras lo observaba, Kate se puso a pensar en algo que Gideon le había dicho tras su corta estancia en Crawfordmuir. «Domina con las palabras, sí, pero también con sus actos. Demonios, es mejor tirador, mejor luchador y mejor jugador que todos ellos: posee la fuerza y la gracia de un tigre».

Ella dejó escapar un leve suspiro, y él alzó la vista. Tras un momento, y sin dejar de tocar, dijo:

—La versatilidad constituye una de las pocas cualidades que resultan universalmente intolerables en el ser humano. A uno puede dársele bien el griego y la pintura y ser bien considerado. Puede dársele bien el griego y el deporte y ser estupendamente considerado. Pero si se le dan bien las tres cosas, se le considerará un mentiroso. La genialidad provoca en los demás la mayor de las desconfianzas.

Kate pensó un instante.

—La genialidad necesita una dosis extra de esfuerzo en las relaciones humanas, claro; pero no es algo imposible. Debe hacerse, porque el talento desperdiciado es sin duda el peor crimen contra la humanidad. Debéis intentar aprenderlo: si poseéis todos esos dones, es normal que tengáis que salvar algún obstáculo.

—Pero semejante esfuerzo requiere cooperación por la parte contraria —dijo Lymond, risueño—. No, milady. Como Paris, sólo son tres las opciones—. E hizo sonar una nota ligeramente burlona entre cada una de ellas—. Asumir los propios pero ceder ante los demás. Asumirlos y volverse un resentido. O esconderse tras el más extravagante de sus dones y ser considerado errático pero inofensivo.

—Como hicisteis vos —dijo Kate, perspicaz—. Y cometisteis el peor de los crímenes.

—No —dijo Francis Crawford, observando cómo sus dedos se deslizaban por entre las teclas—. Los peores crímenes de un hombre son siempre los que comete contra su hermano. El mío, a pesar de todas mis cualidades, de mi versatilidad y de mi encomiable y autoimpuesta modestia, lo cometí contra mi hermana... Por lo que más queráis, no digáis nada.

Ella hizo lo que él le pidió, dejando que un repentino silencio se instalara entre ellos. Entonces él maldijo en voz alta y ella alzó la vista, conmovida por la ira repentina que expresaba su voz.

Lymond, de pie junto a la ventana, la miró, torturado.

—Ha sido culpa vuestra —dijo—. Estas son algunas de las cosas que deseabais saber, ¿no es cierto? Y en cuanto dejasteis de presionarme, empecé a hablaros de ellas... No suelo compartir mis peores recuerdos con los demás, creedme. Cinco años de incomunicación me acostumbraron al silencio. Normalmente suelo controlarme mejor. Lo siento.

Ella también se levantó.

—Tenéis en muy alta estima vuestro autocontrol, ¿no es así?

—En efecto, lo estimaba cuando cuando lo tenía. Obviamente, uno no puede controlar a los demás, a no ser que...

—¿Es que deseáis controlar a los demás?

Él sonrió.

—Entiendo lo que queréis decir. Ahora no tengo a nadie a quien controlar. Pero de todas formas...

—Os gustaría, si tuvierais una vida normal. ¿Alguna vez —dijo Kate, impulsada por sus propios sentimientos a plantearle una pregunta peligrosa—, alguna vez tendréis la posibilidad de llevar una vida normal?

Lymond volvió a sonreír, levemente, mientras caminaba hacia la puerta.

—Eso depende de Samuel Harvey. Aunque no sólo de él. Tendría que convencer a la Justicia. Pero en cuanto aparezca en público, mi hermano acabará en la horca por mi asesinato... Nos encantan las complicaciones al otro lado de la frontera.

Kate lo acompañó hasta la puerta. Bruscamente, dijo:

—¿Cuánto más podréis aguantar?

—No os preocupéis —dijo él, contestando a lo que interpretó como ansiedad—. Si tiene que ocurrir, no será aquí.

Gideon llegó al día siguiente e hizo que llevasen a Crawford hasta el salón, donde le esperaba de pie junto a Kate. Tras saludar a su prisionero, dijo sin preámbulos:

—Harvey está en Haddington. Está herido de gravedad y es posible que no sobreviva. He venido aquí para decíroslo.

—Oh —dijo Lymond. Tras unos instantes, añadió—: Entonces parece que mi problema ya no es tal.

Gideon había estado hablando con su esposa. Abruptamente dijo:

—No puedo ayudaros a entrar en Haddington.

—Lo sé. Por supuesto.

—Pero —dijo Gideon—, si creéis que tenéis alguna posibilidad de hacerlo por cuenta propia y salir vivo, estoy dispuesto a prestaros un caballo para que lo intentéis.

—Hubo una pausa. Lymond cogió aire—. Veo que lo decís en serio —dijo—. No os molestaré con manifestaciones de gratitud. Pero sería de gran ayuda.

—Lo sé. ¿Qué haréis? —preguntó Gideon.

—Iré a ver a George Douglas —dijo Lymond, lentamente—. Tengo cierta influencia sobre él, creo... E intentaré que saquen a Harvey de allí. O, si eso fracasa, entraré yo mismo.

—Pero... —dijo involuntariamente Kate, y la mirada de Lymond se cruzó rápidamente con la suya.

—No hay otra alternativa, realmente —dijo él, y ella calló. Gideon había abierto la puerta.

—Adelante, pues —dijo—. Vine tan rápido como pude, pero no podemos saber cuánto tiempo vivirá. Necesitaréis ir tan rápido como os sea posible. Deprisa. Kate...

Ella ya había cruzado la puerta.

—Recogeré lo que necesita.

En muy poco tiempo estaba sobre una montura. Lo vieron trotar por la avenida dándose la vuelta y alzando la mano en la puerta de entrada.

—¡Necios! —dijo Gideon—. ¡Malditos necios de Edimburgo! Qué desperdicio de hombre.

Se dieron la vuelta y volvieron a sus asuntos, mientras el semental de Gideon, hábilmente espoleado, cabalgaba a rienda suelta imprimiendo las huellas de su ágil galope sobre las verdes laderas de las colinas y cañadas que llevaban a Escocia.

Mientras Lymond permanecía en Northumberland, Will Scott había peinado las tierras bajas en su busca. Permaneció en las cercanías del castillo de Wark hasta asegurarse de que no estaba por la zona donde originalmente iba a celebrarse el encuentro. Visitó el patio de la granja en el que se unió por primera vez a la banda y también las guaridas que desde entonces había compartido con sus compañeros.

Sólo en dos ocasiones se cruzó con alguno de los hombres junto a los que había luchado durante nueve meses. Long Cleg, que conducía plácidamente un grupo de fatigados jamelgos, lo saludó amistosamente con la mano y le preguntó tímidamente si no le daba vergüenza haberse peleado con el jefe por el dinero. Scott farfulló algo y se marchó lo antes posible. El otro encuentro ocurrió en forma de una flecha, evitada por poco, que fue a parar a un saco en el que solían guardar el forraje. Nunca supo quién había sido: no quería saberlo.

Catorce días después de su incómodo encuentro con Sybilla en Threave, Scott regresó a Branxholm, con las manos vacías y apesadumbrado, y lord Culter, que aquel día había ido a ver a Buccleuch, se lo encontró allí, solo en el salón.

—¡Will Scott!

El muchacho alzó la vista. Aquella figura robusta y poderosa, los ojos grises que miraban fijamente, el cabello castaño; una imagen fantasmagórica de otro tiempo se apoderó de su mente, un bosque de camino a Annan, la voz de Lymond diciendo «¡Muy bien Richard, un desafío!» Se levantó lentamente, sorprendido por la mano de Richard, que lo agarró con firmeza del hombro haciéndole daño.

—Maldito crío; ¿dónde está?

Reaccionó con rapidez: con un suave y veloz movimiento se zafó del otro y se alejó para observarlo desde una distancia prudencial.

—No necesitáis zarandearme —dijo Will Scott, amigable—. Tenéis a mi padre ahí fuera, según creo.

—Veo que habéis adquirido unos modales acordes con vuestra moral. ¿Habéis traído a vuestro jefe con vos o no?

—¿Cómo..? ¿Otra vez? —contestó Scott, insolente—. Ya lo llevé a Threave a principios de mes. ¿Es que no os informaron? ¿Cuántas veces se supone que tengo que entregarlo?

Lord Culter intentó no mostrar su irritación.

—Ya os lo he preguntado. ¿Dónde está?

Scott se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? ¿Linlithgow? ¿Londres? ¿Midculter? Escapó.

—¿De Threave? —dijo Richard.

—Sí, de Threave —tronó una nueva voz. Buccleuch, sudoroso, entró en la habitación en mangas de camisa, estornudó a causa del aire frío y gritó pidiendo algo de beber—. Levantó el pestillo y se marchó. ¿Habéis visto que Will ha vuelto? —dijo innecesariamente Buccleuch—. Fue Will quien ayudó a vuestra mujer a escapar de Lymond, ¿lo sabíais?

—Una tarea hercúlea, estoy seguro —dijo lord Culter. Sir Wat se dio cuenta demasiado tarde de que no tenía sentido intentar congraciar al lord con un hombre que había visto juntos a su esposa y a su hermano. Cejó en el empeño y dijo:

—¿Habéis venido a verme? Sentaos, sentaos. Os escucho. Tengo que llevar a este idiota a Edimburgo de todas formas para obtener un perdón oficial. ¿Qué sucede?

La respuesta fue breve.

—Tenemos que reunimos el lunes para atacar la guarnición inglesa de Haddington.

Sir Wat dejó a un lado su cerveza. Una red de finas arrugas se hizo visible alrededor de sus ojos, en clara señal de inquietud.

—Espera un momento. ¿Los franceses han prometido atacar?

—Con estrictas condiciones. Mañana las escucharéis. Quieren los fuertes principales, por supuesto: Dunbar, Edimburgo, Stirling. Ya tienen Dumbarton.

—Por gracia de la Reina de Francia. Vaya. Bueno, puede que se hagan con Dunbar, pero que me parta un rayo si llegan a oler el umbral de las otras dos. ¿Qué más quieren?

—Lo que siempre han querido —dijo lord Culter—, Pero creo que eso es algo de lo que tendremos que hablar en otra parte.

Tan absorto estaba Buccleuch en sus cálculos que no se percató del sentido implícito. No así su hijo. Mientras se levantaba, Will dijo, sin ambages:

—Naturalmente. Cualquier socio de Lymond es sospechoso. Me iré.

La puerta se cerró de un golpe, mientras Buccleuch se volvía hacia su vecino con un bramido.

—¡Eso no era necesario! ¡Demonios, qué equivocado estáis! ¡Fue el muchacho quien nos ayudó a capturar a Lymond!

La expresión de Richard no cambió.

—No era mi intención ofenderos, Wat. Pero se trata de un secreto con el que no puede uno arriesgarse. Hay muchas probabilidades de que el país acepte la principal condición de los franceses, que es...

—Enviar a la pequeña Reina a Francia.

—Sí. Que crezca en la corte francesa y que llegado el momento, se case como lo decidan su madre y el Rey de Francia. Si nosotros y el Parlamento no damos el visto bueno a ese pacto, la flota francesa levará anclas y se volverá a casa sin participar en la batalla.

Estudió las cejas arqueadas, la nariz aguileña y la testaruda barbilla.

—¿Lo aceptaríais, Wat? ¿En qué bando estáis?

Buccleuch dio una palmada sobre la mesa y se levantó.

—En el mismo que vos. ¿Qué alternativa hay? ¿El Protector asomando su negro rostro por Canongate y Francia enrabietada dirigiendo sus pasos hacia el Emperador? No, gracias. Estamos atrapados, como una mosca en la telaraña, y tenemos que aguantarnos... ¿Os alojaréis en la ciudad?

—He encontrado una casa —dijo Richard— en High Street.

—¿Y Sybilla? —preguntó sir Wat, con una espléndida falta de tacto.

—No tengo ni idea de lo que hace mi madre —dijo Richard—. Hace tiempo que no la veo.

—Está con vuestra esposa en Midculter —explico Buccleuch, frunciendo los labios hasta que se le levantaron los bigotes. Prosiguió:

—¿Alguna vez pensasteis que vuestro hermano podría estar metiendo cizaña deliberadamente entre vuestra familia y vos? Porque si así fuera, se lo estaríais poniendo rematadamente fácil.

—Se lo preguntaré cuando lo encuentre.

—Demonios —dijo Buccleuch, cáustico—, me alegro de saber que vivirá lo suficiente como para escucharos.

—Oh... sobrevivirá —dijo Richard—. Mucho tiempo después de ser atrapado. No tengo prisa. Ninguna en absoluto.

—Pobre diablo —dijo Buccleuch con ligereza, y se terminó su cerveza.

Al día siguiente, en Edimburgo, se llegó a un acuerdo a puerta cerrada, según el cual la joven reina María sería enviada a Francia tan pronto y tan en secreto como fuera posible.

El plan era tan simple como brillante. En ocho días, cuatro galeras levarían anclas en el Forth y partirían no hacia el sur, sino alrededor de la costa septentrional de Escocia, deteniéndose en Dumbarton, al oeste, donde embarcaría la Reina. Así que, mientras lord Grey y la flota inglesa se inquietaban y acechaban ante una ratonera vacía, las galeras francesas marcharían sanas y salvas a casa.

La reunión terminó tranquilamente. Saliendo de Holyrood con Buccleuch, lord Culter se acercó a Tom Erskine y, con un gesto poco habitual, le puso la mano en el hombro.

—¿Habéis tenido alguna noticia de Christian?

Los ojos de Tom fueron de Culter a Buccleuch y de vuelta a Culter.

—Está en Berwick —dijo lentamente.

—¿A salvo? Vaya, tenéis suerte —dijo sir Wat, jovial—. Probablemente tendréis que gastaros hasta el último céntimo para liberarla, pero al menos se reunirá con vos en un santiamén.

No obtuvo ninguna sonrisa como respuesta. Decaído, Erskine dijo:

—Acabamos de recibir un mensaje de lord Grey. No quieren un rescate por ella. Quieren canjearla.

—¿Qué? —gritó Buccleuch—. ¿Un canje? ¿Con quién? ¿Con quién? No hemos capturado a nadie importante desde que vinieron al norte.

—Creen que tenemos... —se limitó a decir Erskine—. Quieren a Lymond.

Sir George Douglas se alojaba en una casa en el Lawnmarket. Caminó hasta allí desde Holyrood, jovial. Tenía sus arcas repletas de dinero francés, pagadas por D'Essé a cambio de su servicial interés y del de Angus. En su bolsillo llevaba un salvoconducto que permitía a un mensajero cruzar libremente a Inglaterra, para transmitir una petición al conde de Lennox y a su sobrina, la condesa. En el mensaje pensaba rogar a ambos la pronta devolución de su hijo menor y, mientras continuara su cautiverio, que le dispensaran amable trato. Entró en la casa y allí se encontró, esperándolo, al señor de Culter.

Lymond estaba muy cansado. Se le notaba en la cara y en el matiz acerado que no conseguía disimular el terciopelo de su voz. Quería a Samuel Harvey. Dejó perfectamente claro que aquello era un chantaje y que no tenía nada que ofrecer a cambio salvo su silencio.

Tras la mirada de Douglas trabajaba a toda velocidad la mente del estadista. Sir George se acercó a un armario y, como ya había hecho antes, sirvió dos vasos de vino y ofreció uno de ellos.

—Por vuestro aspecto diría que habéis hecho un largo viaje, lamentablemente en balde. Me temo que ni vos, ni yo, ni nadie, tendrá el privilegio de hablar con Samuel Harvey en este mundo, señor Crawford. Harvey ha muerto.

Lymond no tocó su copa. Consiguió no inmutarse y, tras una pausa, alzó su vaso con pulso firme.

—¿Podéis demostrarlo? —preguntó.

Resultó que Douglas podía hacerlo. La prueba era convincente, pues la historia era cierta, lo que constituía una rareza dado el gusto de sir George por las fantasías. Al final, cuando el último sirviente se retiró y vinieron a encender las velas, sir George habló a la meditabunda espalda de Lymond.

—¿Qué pensáis hacer?

Lymond contestó fríamente

—Comer, dormir y gastar dinero, supongo. ¿Qué otra cosa hace la gente?

Hubo un pequeño silencio. Entonces Douglas, inclinando su vaso para que el vino reflejase la luz, dijo delicadamente:

—¿Sabéis que Grey ha puesto vuestra vida como precio a cambio de la joven Stewart?

Esta vez, la reacción fue instantánea. Lymond se dio bruscamente la vuelta, se detuvo y colocó el vaso vacío sobre la mesa.

—No. No lo sabía.

Se quedó de pie, esperando, mirando con los ojos abiertos y sin pestañear a sir George, mientras Douglas, devolviendo la mirada, continuaba en tono de apesadumbrada disculpa.

—...Es irónico, en cierto sentido, señor Crawford. Si no hubierais estado tan listo en Heriot, Dalkeith nunca habría sido atacado.

Lymond lo escuchó sin interrumpir. Sir George, que estaba disfrutando con malicia de aquella sensación de poder, concluyó.

—Quizás un cautiverio de por vida en Inglaterra sea lo mejor que podía pasarle a la muchacha... Imagino que no sentiréis el romántico impulso de personaros en Holyrood para que puedan enviaros en su lugar.

El rostro de Lymond estaba pálido.

—Si me apetece, hablaré con la corte, por mucho que eso os turbe.

—¿Y convertir a vuestro hermano en asesino y condenar a cadena perpetua a vuestra benefactora? No me parece muy conveniente —se limitó a decir sir Douglas—. Seamos prácticos. ¿Vais a rendiros ante lord Grey?

—¿Por qué? ¿Queréis tener el privilegio de entregarme?

Por una vez en su vida, sir George fue completamente franco.

—Sí. Así es. Necesito el favor de Grey y tengo la solución perfecta. Un mensajero mío partirá al anochecer en dirección a Berwick, con cartas mías para mi sobrina y mi sobrino. Puedo arreglarlo para que el salvoconducto incluya también a un soldado armado como compañía.

Conocía a los de su clase, sabía que no podría resistirse, así que no se sorprendió al encontrar en la mirada de Lymond el reflejo burlón de su pensamiento.

—El caballo de guerra prefiere el combate a morir de vejez y conjuntivitis. ¿Cómo puedo negarme? —dijo Lymond.

Sir George se levantó tras un momento de deliberación.

—¿Iréis? ¿Iréis a Berwick mañana con mi hombre y os entregaréis a cambio de la muchacha?

—Cerrad el libro, apagad las velas, tocad la campana. Claro que iré. ¿Acaso nací para otra cosa? —dijo Lymond con amarga determinación.

2. Jugadas trágicas

A la mañana siguiente, Lymond partió, desarmado, del puerto de Bristo, en Edimburgo, con un mensajero que llevaba las cartas y el salvoconducto de sir George.

El día amaneció esperando ansioso su destino; los adoquines brillaban como el ópalo; los gabletes dormían arropados por la niebla. En las calles no se percibía señal alguna del hosco y escaso ejército que se preparaba para la batalla en el cálido clima veraniego.

En cuanto los primeros rayos de sol disiparon la bruma de la mañana, las casas se estremecieron. Se alzó el humo de nuevos fuegos, un hombre portando agua recorrió con dificultad la High Street junto a un carromato chirriante, dejando tras de sí un rastro de charcos que parecían peniques de plata sobre los adoquines. Otro hombre saltó sobre su caballo, mientras el pequeño grupo con los colores de Erskine le seguía a gran velocidad. Se detuvieron frente a la puerta de lord Culter. Tom Erskine desmontó y aporreó la puerta hasta que ésta se abrió.

Estuvo dentro menos de tres minutos. Richard, incorporado a medias en su revuelto lecho, saltó a por sus ropas nada más oír el comienzo de la historia.

Habían encontrado un espía en el palacio, inteligentemente camuflado: un hombre que no sólo había escuchado las sesiones del Consejo, sino todas las órdenes referentes a la huida de la Reina a Francia. Lo habían descubierto, perseguido y perdido, y finalmente lo habían capturado tras despertar a media ciudad en mitad de la noche.

Erskine prosiguió con su historia, dando vueltas por la habitación.

—Lo terrible del asunto es que ya ha comunicado lo que sabía. Aún no hemos conseguido averiguar a quién se lo dijo. Le estamos interrogando.

—¿Y qué pasa si la información ha salido de Edimburgo? —Levantándose, Richard se apretó las botas y se ajustó el cinturón de su espada.

—Tendremos que averiguarlo. Rápido... —Y, seguido de lord Culter, Erskine se dirigió a la puerta.

En el castillo, los métodos de persuasión puestos en práctica no habían sido precisamente sutiles. Cuando llegaron Tom Erskine y Culter, el espía había confesado. Todos los planes de los que se había hablado la noche anterior habían sido escritos en papel y enviados aquella mañana a lord Grey por medio de un mensajero especial; un mensajero que al parecer viajaba hacia Inglaterra con un salvoconducto y con cartas de sir George Douglas.

—¡Douglas! —dijo entonces Culter, recibiendo una mirada irritada y nerviosa del Canciller. Arran, con cara lúgubre y sin haber dormido, llevaba todavía la ropa arrugada del día anterior.

—Pura casualidad, según tengo entendido. Ya veremos. Mientras tanto, ¡Erskine, Culter! Vosotros tendréis que dar alcance a ese hombre. Os lleva por lo menos una hora de ventaja. Salió por el puerto de Bristo. Ya sabéis lo que significaría que esos papeles llegasen a manos de Grey.

—No le llegarán —se limitó a decir Tom Erskine.

Adam Acheson, que montaba su rápida y lustrosa yegua tan rápido como podía por la carretera de Berwick, con las cartas de sir George en el bolsillo, carecía de familia y hogar. Tenía sin embargo compañeros de borrachera en todas las tabernas que había entre Aberdeen y Hull. Los lujos que Acheson se permitía provenían de su incansable tesón, de su disposición a cabalgar doce horas seguidas si fuera necesario, y de la discreción comparable a la de una ostra que poseía.

Le sorprendió saber que iba a cumplir su misión acompañado. Sin embargo, no puso ninguna objeción. Se limitó a declarar:

—Tengo órdenes de entregar el mensaje personalmente a lord Grey y a la mayor brevedad posible. Si no está en Berwick, cabalgaremos hasta que lo encontremos. Espero que estéis listo para un duro viaje.

El compañero no puso ningún reparo.

—Cabalgad tan rápido y tan lejos como queráis. Yo os seguiré.

Y juntos, Adam Acheson y Lymond marcharon en silencio bajo el ardiente sol.

Ese mismo sol calentaba las corazas de acero de los soldados de Erskine, añadiendo irritación y exasperación a la tensa mañana, mientras Culter y Erskine, sin sus estandartes, galopaban hacia el sur seguidos de doce hombres.

Los estibadores del muelle de Bristo les habían hecho saber que seguían a dos hombres: «uno oscuro y sucio, en un buen zaino, y otro muy cuidado y bien vestido, en un caballo castaño». El primero respondía a la descripción del hombre que sabían que llevaba los papeles.

Pararon de nuevo en Linton Brig, teniendo la suerte de encontrar a alguien que se había levantado temprano para asistir el parto de una vaca. «Sí señor: hace un buen rato, cabalgaban como almas que lleva el diablo...»En Dunbar almorzaron sin desmontar de sus caballos y rellenaron sus cantimploras mientras averiguaban un dato nuevo de boca de un buhonero. «Me llamaron bastante la atención: un cuervo y una paloma en la misma rama».

Richard montó con gran rapidez y se puso en marcha. Erskine lo miró fijamente y lo siguió sin decir nada.

En Innerwick se confirmó la descripción; en Cockburnsparth ésta ganó en precisión. Mientras escuchaba, Tom Erskine observó por un instante el rostro de su compañero y después apartó la vista. Bajo el sudor frío, lord Culter estaba blanco, y en sus ojos y en la comisura de sus labios crecía una expresión salvaje; exultante y asustada a la vez. Sonriendo, alzó su brazo derecho e hizo caer con precisión la fusta sobre la palpitante grupa de su caballo.

—Lo que pensaba —dijo—. El hombre que monta el caballo castaño es mi hermano.

Mientras los dos jinetes cabalgaban hacia el sur, rastreados por sus perseguidores, partió una tercera comitiva, esta vez desde Berwick: una caravana ociosa, decorada con banderas y flecos. Margaret Lennox se dirigía al sur llevándose consigo a la joven Stewart.

Desde el día anterior, en el que había tenido lugar una tormentosa entrevista con lord Grey, lady Lennox supo que Harvey estaba muerto. Y también supo que lady Christian Stewart, que ahora estaba en Berwick esperando a que se pagase su rescate, había pasado mucho más tiempo con Samuel Harvey de lo que había dejado entender. Fue entonces cuando, con el reticente permiso de Grey, Margaret decidió llevar a Christian Stewart a su propio hogar, en Temple Newsam.

Así que, mientras Lymond y su hermano se aproximaban a la frontera, Christian se alejaba de ellos y llegaba al castillo de Warkworth, la primera parada de su extenuante viaje hacia el sur. Allí, alojada sobre el sinuoso y brillante Croquet, se tumbó, resguardada tras polvorientas cortinas, mientras escuchaba el bamboleo de barcos amarrados y aspiraba el aroma del mar... y se preguntaba si se habría ido de la lengua durante el interminable interrogatorio al que había sido sometida durante el día.

Había hablado de su encuentro con Lymond en Boghall, explicando así su interés en conseguir para él la dirección de Harvey. Se había mostrado ligeramente alarmada cuando le hablaron de los devaneos de su «protegido». Incluso, con amargo esfuerzo, había disimulado la ira y el miedo que sintió cuando Margaret le dijo que habían pedido a Francis Crawford como el precio a pagar por su propia libertad.

¿Se habría escapado de Threave? De ser así, aquella gente no lo sabía. Si no lo había hecho, entonces la Reina regente, espoleada por Erskine y lady Fleming, estaría sin duda de acuerdo en llevar a cabo el canje y Lymond, sin motivo alguno, perdería la vida.

O peor; si se había escapado y se había enterado de la exigencia, se entregaría por voluntad propia. Fue lo suficientemente realista para reconocer que el código de honor por el que éste se regía se lo exigiría, y que también haría lo mismo por Will Scott, por Johnnie Bullo o por cualquiera que dependiese de él en la misma situación.

Al día siguiente llegaron a Newcastle, a últimas horas de la tarde, y la primera voz que escuchó en aquel nuevo lugar fue la de Gideon Somerville.

En Berwickshire, aquella misma tarde, parecía que los perros estaban a punto de alcanzar a las liebres cuando súbitamente perdieron el rastro. Tras explorar la zona, Tom Erskine y Culter encontraron indicios de un nutrido grupo de jinetes que había pasado recientemente rumbo al norte.

Fue Richard quien se dio la vuelta siguiendo las huellas del convoy, detuvo al primer rezagado que encontró y le hizo hablar. Al anochecer se reunió con Tom Erskine, cuyo rostro mostraba signos de tremenda fatiga.

—Era un convoy proveniente de Haddington. Sus exploradores se toparon con los dos hombres que buscamos. Wylstroop aceptó el salvoconducto y les dejó marchar. Pero no han ido a Berwick.

—¿No?

—No. Grey está en Newcastle. Saldrá de allí hacia Hexham para encontrarse con los refuerzos que le manda lord Wharton. Nuestros hombres están cruzando campo a través en dirección a Hexham. Y otra cosa.

—¿Qué? —dijo Tom Erskine, con la voz teñida de aprensión. Tendrían que haber capturado a aquellos dos hombres antes de que llegasen a Berwickshire. Ahora estaban perdidos en los páramos de los Lammermoors y la persecución iba a tornarse mucho más larga.

—Saben que los estamos siguiendo. Los exploradores de Wylstroop nos habían avistado y decidieron no intervenir.

Erskine dijo, simplemente:

—Bueno, ¿y qué más da? Estarán esperando que vayamos a Berwick, no a Hexham.

Lord Culter habló con vehemencia.

—No conocéis a mi hermano. No es ningún necio. En toda la isla, Grey no podría haber encontrado mejor hombre para que lo ayudase. —Y fustigó a su cansado caballo.

Al llegar a Newcastle ese mismo viernes, Gideon Somerville descubrió que lord Grey se había ido a Hexham y lo esperaba allí. Al mismo tiempo, se enteró de que la condesa de Lennox estaba en la ciudad con la joven Stewart en su comitiva. Gideon, que había planeado evitar como le fuera posible a la condesa, cambió de parecer.

Pudo estar cinco minutos a solas con Christian Stewart; no más. Pero fueron suficientes para enterarse del precio que se había puesto a la vida de la muchacha.

Ella había confiado en él; él no podía hacer más que lo mismo.

—Lymond está libre —dijo brevemente Gideon—. Fue a ver a George Douglas para intentar acceder a Harvey.

Ella se quedó inmóvil un instante.

—Pero Harvey está muerto. Lleva muerto desde el martes.

Él entendió su desesperación.

—Crawford se marchó a ver a Douglas el martes. Creo que no hay duda de que sir George conocerá las exigencias de lord Grey y se lo habrá dicho. Es terrible... pero ciertamente parece que es cuestión de vuestra vida o la suya.

—¿Acaso creéis que se atreverían a tocarme? —dijo Christian con ira y desprecio—. Y aunque lo hicieran, ¿qué importancia tendría? Alguien tiene que detenerlo —dijo—. Alguien tiene que pararlo, pero, ¿cómo?

Aquel «pero, ¿cómo?» seguía sin respuesta a la mañana siguiente, cuando Gideon se enteró, con sentimientos encontrados, de que iba a tener compañía en su viaje a Hexham. El encuentro de Grey con Wharton iba a ser favorecido con la presencia del conde de Lennox y de la condesa, que se había enterado de que estaba a tan sólo treinta kilómetros de su marido y había decidido reunirse con él en lugar de irse directamente a casa. Lady Christian, sus acompañantes, sus soldados y Gideon fueron con ella.

Somerville, sin demasiadas esperanzas, había pasado parte de la noche tomando algunas disposiciones. Había enviado un hombre al norte de Newcastle, por si acaso Lymond intentaba encontrar allí a la muchacha, y había enviado una pequeña compañía de su propia gente para vigilar las rutas de las colinas que pudieran emplearse para cruzar de Escocia a Hexham.

Aquello era más un gesto que un plan. Parecía más probable que Lymond fuera directamente a Berwick donde sería capturado voluntaria o involuntariamente. Mientras cabalgaba aquella mañana hacia el oeste, atravesando los prados color verde agua del Tyne, Gideon, sumido en sus pensamientos, se quedó en retaguardia, algo rezagado, dejando a Margaret Lennox y a Christian al frente, ocupadas en sus propios asuntos: un pequeño lapsus que más tarde lamentaría.

La noche antes de que lady Lennox y su compañía partieran de Newcastle, dos grupos de hombres dormían exhaustos en las colinas de Redesdale, más cerca los unos de los otros de lo que ambos creían. Sintiendo la llegada del amanecer, los más curtidos alzaron la cabeza. Acheson se lamentaba iracundo de su encargo. No había obtenido un precio que justificase padecer semejante persecución ni tan complicada expedición a través del campo. No sólo eso, sino que además se había visto obligado a dedicar horas —pues así de estrecha era la persecución— a cubrir sus huellas y a evitar aquellas malditas y secas colinas, para que el mensaje que esperaba poder entregar el jueves siguiera en su bolsillo.

Aquello lo llevó a pensar en algo en lo que había estado meditando todo el día anterior. Se aseguró de que el hombre que estaba a su lado dormía, sacó una tercera carta —la carta que tenía que entregar personalmente a lord Grey—, y rompió el sello.

Poco después despertó a su compañero y, reuniendo a sus cansados caballos, ambos emprendieron el último tramo de su viaje. Era sábado, 23 de junio, y hacía un día espléndido.

En menos de una hora, la frustrante odisea del señor Acheson llegó a un sorprendente fin. Fueron asaltados.

Acheson tenía la espada medio desenvainada para tratar con aquellos extraños cuando su silencioso compañero lo detuvo, mirando fijamente el escudo de éstos.

—¡Un momento! —dijo Lymond—, ¿Me buscabais? —Eran hombres de Somerville.

Acheson les dejó hablar. Aquel Lymond podía parecer casi invisible a veces, pero había demostrado ser un maestro de la diplomacia en los momentos delicados. Además, habían recorrido un buen trecho aquella mañana y tenía sed. Desmontó y se abanicó con una hoja de romaza. Le pilló desprevenido el tono glacial y rotundo que empleó el hombre que se dirigió a él.

—Qué lástima. Parece que no voy a acompañaros, después de todo —dijo Lymond.

Acheson se llevó la mano a la espada desenvainando a toda velocidad. No era realmente asunto suyo, pero le gustaba ponerse del lado de los que le pagaban.

—¿Y qué hay de todo ese asunto del canje?

—Más tarde —dijo Lymond, despreocupado—. Antes nos desviaremos ligeramente para pasar por la casa de un amigo.

—Entonces —dijo Acheson, sensato—, iré sólo.

—¿Para decirles a los otros que ando por aquí? Me temo que eso tampoco podemos permitirlo —dijo afablemente Lymond cerrándole el paso. El del pelo negro gruñó y gritó, pero un crujido en los nudillos y otro en la cabeza calmaron su ímpetu, aunque no su ira.

Le habían vendado los ojos, desarmado y montado, y lo llevaban a buen paso atravesando los páramos que quedaban hasta llegar a Flaw Valleys.

Christian había notado el mal humor de Simon Bogle poco después de que su comitiva partiera hacia Hexham. Cabalgaba en silencio, sujetando las largas riendas de la muchacha, y ni siquiera le había dado los buenos días hasta que ella se dirigió a él por segunda vez. La condesa de Lennox llenaba el vacío con una conversación liviana mientras cruzaban los pequeños valles.

Por la tarde, la liviana conversación comenzó a tornarse un tanto incómoda, girando inesperadamente hacia el prometido de Christian.

—No se parecen en nada, claro. Pobre Tom. No os desilusionaré. Después de todo, estáis prometida a él —dijo lady Lennox—. Aunque debéis sentir cierta debilidad por nuestro perverso amigo después de lo que hicisteis por él en Haddington, atendiendo al pobre Harvey.

—Me gusta pensar —dijo Christian, con voz firme—, que haría lo mismo por cualquiera que lo necesitara.

Margaret rio.

—¡Sois una persona de lo más extraordinaria! ¡Pasar días junto al lecho de un moribundo, sólo para preguntarle su dirección!

Christian permaneció en silencio.

—¿O acaso no fue sólo su dirección? —preguntó lady Lennox, mientras sus ojos negros brillaban—. Sym contaba algo diferente anoche. Me gusta vuestro joven guardaespaldas, querida, pero es algo atolondrado, ¿no os parece?

—¡Sym! —dijo Christian, alzando la voz—. ¡Maldita sea..!

La voz del muchacho llegó a sus oídos.

—Estaba borracho. ¡No sabía lo que decía!

—Estaba borracho, de eso no hay duda —dijo la fría voz de Margaret.

Christian dijo, de nuevo:

—Sym... —y se compuso—. El chico balbuceó.

—No... no pude evitarlo. Ya sabe que no puedo mantener la boca cerrada cuando bebo cerveza...

Ella hizo un esfuerzo por dominarse.

—Lady Lennox: dependo de Sym para muchas cosas. No puedo impedir que os relacionéis con mis sirvientes si así lo deseáis, pero os ruego que no alentéis los malos hábitos en los más jóvenes por muy conveniente que os resulte.

Margaret Lennox, encogiéndose de hombros, se limitó a decir:

—¿Estáis preocupada? No entiendo por qué. No hay nada malo en escuchar la confesión de un moribundo, ni tampoco en recogerla por escrito, conseguir que la firme un cura y después esconderla. Me pregunto dónde la habréis ocultado. No importa. Habrá mucho tiempo para buscarla en Hexham.

Se hizo un pequeño silencio. Después, la joven ciega dijo suavemente:

—Estáis a salvo. Harvey me confesó muchas cosas, pero ninguna concerniente a vos. Lo que firmara, si es que lo hizo, probablemente esté de camino a casa de sus familiares en el sur. ¿Por qué habría de quererlo yo? Podéis buscar entre mis cosas si no me creéis. No tengo ningún problema.

—Eso es muy sensato de vuestra parte —dijo jovial Margaret Douglas—. Porque no os creo y, aunque estoy segura de que habréis sido de lo más ingeniosa, me propongo registraros a conciencia.

Sym, resurgiendo de su apesadumbrada confusión, la defendió de repente.

—¡Atreveos! ¡Intentad tocarla, bruja! ¡Intentad tocarnos a cualquiera de nosotros y veréis lo que es bueno!

—Me habéis malinterpretado —dijo lady Lennox—. No pienso ensuciarme las manos personalmente. Ni contigo ni con tu cortés ama.

—¿Dios mío, qué he hecho? —gritó Sym—. Ella quiere haceros daño. ¿Qué he hecho? No quería... Fue la bebida... Y ella me preguntó...

—No importa, Sym —dijo Christian—. Me temo que fue un error. Ella no es amiga nuestra... ni de nuestros amigos.

Pudo escuchar como él tragaba saliva. En voz baja, dijo:

—¿El señor de Culter? ¿Quiere haceros daño a vos y al señor de Culter? —Sí.

—¡Pues no lo conseguirá! —dijo Sym, subiéndose de un salto en el caballo de Christian.

El impacto de su cuerpo la arrojó hacia delante, dejándola sin aliento. Sintió cómo él se situaba tras ella, sintió el roce de las riendas mientras él las sujetaba con fuerza, el vigor de los brazos que le rodeaban la cintura. El caballo se detuvo, tembló, y, respondiendo a las espuelas de Sym, se encabritó y, volviendo grupas, salió disparado como una flecha por entre la comitiva.

Desplegados, esparcidos, espoleando sin piedad sus monturas, buscaron el caballo desaparecido. Por fin, subiendo desde los verdes prados de la ribera del Tyne, trotando por las pequeñas colinas, lo avistaron y persiguieron entre gritos.

Christian estaba sin aliento. Aplastada por la presión del muchacho, la velocidad del animal le impedía pensar. Su pelo volaba y golpeaba su rostro, y sus faldas se arrugaban y retorcían. La presión en su cintura se relajó y pudo soltar un poco de aire.

—¡Sym, no seas loco, vuelve! ¡Nos cogerán, y será... será peor para los dos!

Sym golpeó de nuevo con sus espuelas por respuesta.

—Yo causé el problema y yo os sacaré de él, aunque sólo sea para encontrar un lugar en el que dejar los papeles... ¿los tenéis a mano?

No los tenía a mano. La declaración de Samuel Harvey —el papel que había negado tener ante Margaret Douglas—, estaba cosido a conciencia en la mantilla de la silla de montar. No era probable que pudieran recorrer la suficiente distancia como para sacarlo y esconderlo sin ser vistos. A duras penas, ella dijo:

—Simon: detén este caballo y da la vuelta. ¡No servirá de nada!

No hubo respuesta. En su lugar, por encima del traqueteo, la confusión y el retumbar del galope del caballo, oyó un extraño y siseante sonido que acabó bruscamente con un golpe seco; Sym soltó un grito ronco. Los brazos que la rodeaban se aflojaron y la presión de su espalda cedió. Christian gritó:

—¡Simón! —Y entonces, con estrépito, el cuerpo que tenía detrás de ella se desplomó con una sacudida y, rodando por encima de la grupa del animal, golpeó contra el brezo.

El caballo, ya sobreexcitado, entró en pánico y, con las riendas sueltas sobre sus patas, mordió el bocado y salió a galope tendido.

El peso inerte casi había hecho caer también a la joven. Pero Christian, sin apenas darse cuenta de lo que había sucedido, apretó las rodillas instintivamente, se agarró a la crin suelta del animal con una mano y se agachó para coger las riendas caídas. Se le escapaban; el caballo galopaba salvajemente, sus hombros y sus caderas daban bandazos sobre el desigual terreno, que se iba empinando. Los arbustos la arañaban; una rama la golpeó como un látigo en la mejilla.

Tenía ahora las dos manos hundidas en la tosca mata de crines. ¿Qué clase de terreno era aquel? No eran los familiares senderos que había entre Boghall y Culter, ni Stirling, ni Dumbarton, ni la High Street de Edimburgo, en los que Simon, Tom o Jenny Fleming conversaban tranquilamente con ella, describiéndole el camino.

Era una tierra extraña. Un país enemigo, en el que la tierra daba cobijo a los que querían hacerle daño, protegidos por los árboles y ocultos entre las matas. A ella, que ya tenía enemigos suficientes en sus ojos...

Los perseguidores se oían ahora en la distancia. La suave brisa la acariciaba suavemente. El canto de los pájaros se escuchaba lejos de allí, extendiéndose como un reguero por el aire cálido: un reguero musical. ¿Volvería a visitar las islas? ¿O a estar con los niños? O con Sybilla. O con Wicket Wat. ¿O con el hombre por el que cabalgaba ahora a ciegas, en un caballo desbocado, a través de las pequeñas colinas de Redesdale?

Detrás de ella, desgarrando el aire, se alzó un grito de advertencia. Rodó, remoto y profundo, sobre el páramo, hundiéndose en un susurro entre los gladiolos.

Sus perseguidores vieron, no así ella, la amenazante línea del muro que se dibujaba más adelante; los densos arbustos de tojo y escombros de quince siglos de antigüedad escondían la abertura de una zanja de seis metros. Mucho antes de que el grito se apagara, el caballo de Christian había atacado aquellos engañosos arbustos en su galope. Se precipitó en la fosa, rodando, revolcándose, agitando sus rotas patas en agonía, mientras la joven, un relámpago de blancos brazos, polvorienta falda y pelo rojo y oscuro, caía con él.

Margaret Douglas se quedó observando cómo las manos solícitas y ensangrentadas de Gideon Somerville alzaban a Christian Stewart, cuyo rostro quedaba oculto bajo su roja melena. Lady Lennox se agachó junto al caballo muerto y, con dedos ágiles y un afilado cuchillo, abrió primero el bolso de la joven y después los arreos.

La tela confesó inmediatamente su secreto. Extrajo de ella un pequeño montón de papeles, los separó, miró a ambos lados, y soltó un extraño sonido, tan cercano a una carcajada que Gideon la miró fijamente. Volvió a doblar aquellos papeles y a colocarlos de nuevo en el forro en el que habían sido escondidos. Lo hizo con bastante cuidado, y entonces se levantó, sacudiéndose el polvo de las manos.

Uno de los hombres de Gideon le había ayudado ya a recostar la inerte figura sobre la montura que tenía frente a él; Christian apenas tenía pulso. Margaret examinó con curiosidad aquel rostro exánime.

—¿Hay cerca de aquí alguna casa a la que podáis llevarla?

Kate no vio la sombría mirada en los ojos de Gideon.

—Mi casa no está lejos de aquí —dijo con voz contenida—. Si va a morir, no tendría nada de malo que lo hiciera entre amigos.

Los ojos negros lo miraron con furia; las palabras de Gideon habían sorprendido a Margaret.

—No es culpa mía si mi arquero intenta detener a un prisionero que se escapa. Para eso le pagan. —Dio una patada a la silla de montar de Christian.

—Será mejor que os llevéis eso también. Puede que su familia lo quiera.

—¿Es eso todo lo que tenéis que decir?

—Era ciega. Era una minusvalía demasiado grave. Ha sido lo mejor que le podía pasar. Ya no tendrá que padecerla más —dijo Margaret, en staccato, y montó sobre su caballo.

3. La última jugada

Cuando Lymond pisó Flaw Valleys por tercera vez, Gideon descendió lentamente las escaleras para saludarlo, encontrándose con un rostro cuyo vigor electrizante disimulaba bastante bien la fatiga de su viaje.

—Lo siento —comentó pletórico, cuando su anfitrión estaba bajando las escaleras—. Pringoso como el cerdo de San Antonio. Qu'on lui ferme la porte au nez, il reviendra par les fenêtres. Gracias por vuestros mensajes; vuestro nombre volará cual tetragrámaton por el mundo, y la grácil y ciega Fortuna os será eterna. He pedido a vuestros secuaces que encerrasen a un indigno caballero que me llevaba ante lord Grey, y aquí estoy ahora. ¿Dónde está ella? ¿Cómo podemos liberarla? ¿Y qué...?, Dios mío, ¿qué le dijo Samuel Harvey?

Era peor de lo que Somerville se había temido; era francamente terrible. Después de un lapso demasiado largo, en el que el rostro de Lymond empezó a demudarse, Gideon dijo bruscamente:

—Se liberó ella misma. No hay nada que hacer. Ojalá nunca hubierais recibido mi mensaje. —Y, haciendo un esfuerzo, añadió—: Ha habido un accidente.

Como esperaba, Lymond escuchó la noticia impasible, entrenado por años de práctica; no importa que el cuerpo y el alma se retuerzan de dolor, la tumba en la que moran no muestra emoción alguna.

—¿Dónde está?

—Está con Kate, arriba. No le queda mucho tiempo. Os llevaré a verla.

—Gracias. —Una respuesta automática, como automática fue la ascensión por las escaleras. Mientras subían, Gideon le contó la historia, lanzando furtivas miradas de curiosidad a aquel hombre, más joven que él. El rostro del rubio brillaba ligeramente por la transpiración, pero aquel era un día caluroso; no percibía en él el más mínimo indicio de sentimiento.

La luz del sol inundaba la sala de música, al igual que los cálidos aromas de madera y tierra afrutada provenientes de las macetas de Kate. Pasaron junto al laúd, el rabel, el violín y el clavicordio, sellados en apesadumbrado silencio, y entraron en la habitación interior.

Kate había afrontado la situación con serenidad y eficiencia, apartando momentáneamente toda emoción y toda conjetura.

Hizo lo que se esperaba que hiciera con una persona que sufre, conmovida además por el impresionante valor de la muchacha herida. Después de haber llevado a cabo todas las tareas destinadas a garantizar la comodidad de la joven, se sentó junto a la cama y tomó nota, silenciosa y diligentemente, de todo lo que ésta le contaba.

Christian tenía la mente totalmente despejada. Su principal preocupación era, evidentemente, la muerte del joven Simon. Aparte de eso no malgastó tiempo alguno en remordimientos ni en compadecerse a sí misma, salvo, quizás, al final.

—¿Sabéis? La vida implica muchos peligros absurdos cuando se es ciega... Y sin embargo, por alguna razón nunca pensé que moriría tan lejos de casa, sin nadie de mi entorno. —Consiguió esbozar con éxito una sonrisa y añadió—: No creo que importe. Todos estamos bastante solos al fin y al cabo, ¿no es cierto? ¿Está entrando alguien más?

Kate no había oído entrar a Lymond. Vio de repente como éste cogía fugazmente un mechón de cabello rojo oscuro entre el pulgar y el índice, y se deslizaba después en una silla junto a la almohada.

—No seáis tan estoica, aquí tenéis a alguien de vuestro entorno —dijo.

La muchacha tenía más dificultades que él para mantener la compostura. Frunció el ceño, y de sus ojos abiertos resbalaron lágrimas. Los cerró y dijo, temblorosa:

—¿Estoy soñando? Ahora empezaréis a cotorrear como una urraca o una gaviota.

—Podría hablaros del milagro de la caridad: en Flaw Valleys se multiplica como el ruibarbo... No quiero ni imaginarme lo que debéis pensar de mí después de todas las tonterías que tuve que decir en Threave.

En el claro rostro de la joven se dibujó una inconfundible sonrisa.

—Lo que pienso es que esperabais ser ahorcado. Y que no queríais que se me acusase de protegeros y de apreciaros mucho. No os preocupéis. Lo entendí.

—Sí que me preocupo —dijo Lymond, bruscamente—. Sois el más dulce de los néctares. Y yo he destilado hasta la última y exquisita gota del crisol.

—Pero no queda poso alguno, mi querido amigo —dijo Christian—. Sois la única persona que podría haber apurado la copa. Volvería a hacer lo que hice. Nunca le tuve especial aprecio a la vejez, ni a la idea de sobrevivir a mis amigos o de ser una carga para mis familiares. Me apenaba un poco pensar que nadie señalaría nunca una página de la historia y diría: «la corriente tornó hacia la izquierda, o la derecha, a causa de Christian Stewart». Podríais intentar hacer eso, si es que creéis que me debéis algo. Y podríais prometerme que no os refugiaréis en un barril de vino y reduciréis lo que ambos hemos hecho a unas cuantas burbujas de culpa y remordimientos. Vos mismo profetizasteis que yo obtendría de la vida todo lo que quisiera, ¿no es cierto? Y creo que así ha sido.

Su respuesta fue como un latigazo.

—Sin duda parece que estoy destinado a perpetrar grandes hazañas...

Io sonno fatta da Dio, sua merce, tale...

Soy el elegido de Dios. El cuidará de que

Vuestro sufrimiento no me lastime

Y de que las llamas de su fuego nunca me toquen.

El impacto de aquellas palabras fue casi físico. Kate se estremeció, y la joven acostada gritó:

—¡No!

Él se detuvo.

—No —asintió tras un momento—. Sabe Dios por qué creéis que merece la pena, pero yo no tendría la poca vergüenza de echar a perder lo que habéis logrado. Cuando pienso en mi vana pretensión de anonimato...

Una sonrisa volvió a aparecer fugazmente en los labios de ella.

—Sabía que seríais demasiado orgulloso como para volver si hubierais sospechado que conocía vuestra identidad. Por eso no os dejé decirme vuestro nombre en Inchmahome.

La cara de Lymond estaba tan pálida como la de la joven con la que hablaba, aunque su voz apenas varió.

—Me siento de lo más rastrero. También os debo unas cuantas disculpas por aquellas bochornosas cartas. Si Agnes Herries se cruza alguna vez con una glosa interlineares, estallará una guerra civil.

—Maxwell la obligó a quemarlas... ¿Es esta vuestra mano? Está más fría que la mía. Os dije que no os preocuparais.

Christian parpadeó de repente y se irguió.

—Mi mente se nubla. Escuchad: tengo algo para vos. Está cosido en la mantilla de mi silla de montar. El señor Somerville os lo enseñará. ¡Rápido! —Su rostro, enmarcado por el cabello revuelto, tenía un aspecto tan maternal como el de una enfermera entregando un regalo a un niño.

Por primera vez, los ojos de Lymond se cruzaron con los de Kate. Él se levantó despacio y caminó hasta la puerta. Kate escuchó a su marido hablar en el pasillo, y después las pisadas de ambos hombres, alejándose. Después de unos pocos minutos, Lymond regresó.

En esta ocasión, sus ojos no se apartaron en ningún momento de la muchacha acostada. Se sentó a su lado, levantó la mano de la joven y bajo ella colocó un arrugado montón de papeles ensangrentados.

El rostro de Christian resplandecía.

—¿Los habéis leído? ¿Está todo?

—Los he leído. ¿Pero cómo..? —dijo Lymond, aturdido y confundido—. ¿Cómo demonios... cómo demonios lo hicisteis? Conseguirlo por escrito en el último momento... ¿Le torturasteis? ¿Le cortasteis las orejas y las pusisteis en adobo? ¿Amenazasteis con encerrarlo bajo llave junto a lord Grey durante seis meses?

Christian soltó una débil carcajada.

—Le pesaba la conciencia. Lo dictó todo y lo firmó. El cura estaba allí también; es la segunda firma. ¿Era esto lo que queríais?

Hubo una brevísima pausa. Entonces Lymond tomó la mano de Christian y se la llevó a los labios, para después sujetarla, encerrada entre las suyas.

—Es más de lo que jamás hubiera soñado. —dijo, y, como la serpiente con la que ella una vez le había comparado, lanzó una muda advertencia a Kate cuando ésta, horrorizada por lo que revelaban aquellos papeles, los cogió de sus manos.

Y es que las arrugadas páginas que Christian había traído con tanto sufrimiento desde Haddington, que a Margaret no le habían parecido dignas de interés, y que Lymond había por fin recibido, estaban en blanco.

Kate no dijo nada. A Christian, según parecía, le agradaba su compañía. Al no poder irse, se vio obligada a quedarse allí sentada, mirando y escuchando el murmullo de sus voces. Hablaban de cosas y de gente que Kate desconocía por completo, pero sabía reconocer la satisfacción cuando la veía, y no interrumpió, ni siquiera cuando la voz de la joven empezó a detenerse y el aire empezó por fin a faltar en sus pulmones.

Christian consiguió moverse sin ayuda pero con mucho dolor hacia Kate.

—Nunca se me dio muy bien esperar —dijo—. Sé que es un síntoma de inmadurez. Me pregunto si la música no serviría para calmarme. Si alguien tocara... Vos no —añadió rápidamente en cuanto Kate se levantó—. Si no os importa, me reconforta teneros aquí, sentada a mi lado.

—Me quedaré, por supuesto —dijo Kate—. ¿Os gustaría que el señor Crawford tocase para vos? La sala de música está a solo una puerta de vuestra cama.

Obviamente, había adivinado sus pensamientos. Esta vez, la sonrisa fue de alivio.

—Todavía tiene que terminar una canción que tocó para mí en cierta ocasión. ¿Os acordáis?

—La desgraciada rana. Claro —dijo Lymond, levantándose. Kate lo miró a los ojos y asintió: pensó que parecía estar al límite de sus fuerzas, pero sabía que no cometería error alguno. Se agachó rápidamente y, tomando las dos manos de Christian, la besó en la frente.

—La rana era una pobre criaturita. Esta vez la música sonará para vos desde la más alta torre...

—...con alegría tal que será un deleite escucharla, y nadie verá jamás al artista que la desgrana... Me reconfortáis —dijo Christian.

Un momento después empezó la música. Kate quedó anonadada ante la intensidad del mensaje: la furia de esperanza y alegría que coronaba cada nota, ardiendo más que el sol, más inconmensurable que el mar. Todo lo que había de valiente, feliz y noble, reunido en el sonido desgarrado que desbordaba de las metaempíricas teclas; era una blasfemia no regocijarse.

Christian murió en medio de aquel concierto, sintiendo que había cumplido con éxito su cometido. A excepción de Kate, nadie presenció su último suspiro, afrontado sin molestar a los vivos. Kate corrió las suaves cortinas alrededor de la cama.

Jouissance vous donneray

Mon Amy, et vous mémeray

Là où prétend

Votre esperance

Vivante tie vous laisseray

Encores quand morte seray

L'esprit en aura souvenance.

Sentía sus ojos llenos de lágrimas y, sin embargo, se trataba de desconocidos, extranjeros... ¿qué significaban para ella? Aquel extraordinario joven seguía tocando. A través del cristal, Kate vio que una columna de hombres armados habían llegado desde el páramo hasta las puertas de su casa: como ardillas, pegaban sus rostros a las ventanas intentando ver el interior, o como Ulises quizás, en sus oídos retumbando la música de las sirenas. Se secó las lágrimas y caminó un poco, y Lymond, que vio su reflejo en los cristales, levantó las manos.

El jinete que dirigía la comitiva se inclinó y se dirigió a alguien muy joven o muy bajo. Kate vio el blanco resplandor de un rostro y un brazo desnudo haciendo un gesto en dirección a la casa. El hombre inmóvil sentado al teclado le asustaba mucho más que los recién llegados. Lymond dejó caer las manos sobre el instrumento.

—Se fue en paz —dijo Kate.

—¿De veras? —respondió él.

Toda la soldadesca se había movido hacia la entrada. Se produjo un momento de confusión. Después se abrieron las puertas y pasaron los jinetes a buen ritmo.

—Creo que lo dijo de verdad —dijo Kate—. Lo de que estaba contenta.

No sabía si el la escuchaba. Tras un momento, Lymond se movió y sus largos dedos acariciaron de nuevo el teclado, arrancándole unos lentos acordes.

—Estaba la rana sobre el muro, dum di dum, dum di dá.

—Al final no la terminasteis —dijo Kate.

Se oyó un alboroto en la casa, pero él permaneció absorto, inmóvil. Por fin Kate habló, resuelta:

—¿Quiénes son? ¿Qué quieren?

Mientras desgranaba su salvaje elegía, Lymond había visto cómo la larga fila de jinetes marchaba sobre el páramo; había observado cómo escuchaban atentos la música llevada por el viento y cómo se lanzaban en su dirección, como perros hacia su presa. Pero le había prometido a Christian que tocaría en honor a su hazaña, y siguió tocando, manteniendo su promesa.

—¿Qué es esto? ¿Quiénes son? —gritó Kate. Lymond se apartó de las teclas con oscura determinación.

—Es el final de la canción. En el que Dickie el pato, señora Somerville, atrapa a la rana.

Y con aquella última palabra acabó el desolado homenaje a la fallecida. El estruendo de una puerta reventada y vidrios esparcidos hizo vibrar las cuerdas y la caja del instrumento, y la puerta de la sala de música se abrió.

—...Richard, mi hermano —concluyó Lymond.

Era Culter. Su búsqueda había terminado.

Alto, poderoso, tembloroso en el marco de madera destrozado, su figura transmitía una fuerza animal primitiva y temible. Se quedó en pie mientras su mente y sus pasiones envolvían a las dos personas que estaban sentadas junto a la ventana, dejando que el placer, la textura, el exquisito sabor de la conquista lo llevara hasta el éxtasis. De sus labios escapó un pequeño sonido involuntario.

Ella esperó la respuesta de Lymond. Otra en su lugar le habría gritado a él o a los intrusos. Pero Kate no hizo ninguna de las dos cosas: contuvo literalmente la respiración, sintiendo la tensión que los invadía y supo que sólo se consumiría en un fuego de venganza. Obedeció al impulso de quedarse en silencio, otorgando a Lymond el apoyo de su temple, para evitar aquello que los destruiría a todos.

Tuvo éxito Francis Crawford. Conteniendo una furia desmedida y obviando la reciente tragedia, se despojó de cualquier asomo de reacción y, levantándose rápidamente y con elegancia, se dirigió a su hermano mientras seguían entrando hombres en la habitación.

—ahórrame tus malditos comentarios y vayamos al grano. Te vuelve loco la idea de torturarme y no puedes esperar. Yo, por mi parte, opino que tu llegada es ofensiva y tu presencia blasfema, y así concluimos el intercambio de galanterías. Salgamos de aquí. Cualquier cosa que quieras añadir, puedes hacerlo de camino a casa.

Las palabras golpearon y cayeron al suelo, inertes. Richard no se movió lo más mínimo; en sus grises pupilas había un brillo húmedo y las gruesas venas de sus sienes y su cuello parecían a punto de estallar.

—Vaya, vaya, tenemos prisa. Pillado en tu nidito de amor, como si lo viera. ¿Quién es la muchacha?

—La muchacha es una dama y la dueña de esta casa —dijo Lymond, con la misma voz templada e insultante—. Erskine: sácalo de aquí. Ha ocurrido algo que debes saber.

Lord Culter sonrió, divertido.

—Eso seguro.

—Más tarde, Richard. Podrás divertirte todo lo que quieras. Erskine...

Tom Erskine dijo:

—Vamos, Richard. Ya lo tenemos: no tiene sentido perder el tiempo.

Lord Culter lo ignoró. Se paseaba por la habitación, tocando cosas y sin dejar de sonreír. Kate, rápidamente, cerró la puerta de su dormitorio y volvió junto a Lymond.

—Ha habido...

—Silencio —dijo Richard, tranquilo—. Y tú también, hermanito. ¿Qué te parecería pasar así cinco años, Tom? ¿Dónde estará la cama, me pregunto? ¿Tras la puerta? ¿Habrá dentro otra muchachita?

Se movió con una agilidad inesperada. Alcanzó la puerta del dormitorio un segundo antes que Lymond y la abrió. El duro hombro de su hermano chocó contra él e hizo que cayera hacia atrás contra el marco, los dos forcejearon hasta caer al suelo. Los hombres se abalanzaron sobre Lymond, inmovilizándolo.

Ayudaron a levantarse a Richard que, poniéndose de pie, se enfrentó a Kate, que se había puesto delante del lecho.

—¡Salid de esta habitación y escuchadme, gamberro incivilizado! —dijo Kate.

Richard la hizo caer de rodillas de una bofetada; el primer golpe que destinaba en su vida a una mujer, para acto seguido descorrer las cortinas de seda amarilla.

Resaltando contra el luminoso color, la muerte elevaba su oscuro y silencioso lamento. Ante la pálida rigidez de Richard, Lymond se desplomó, en silencio y sin fuerzas, contra la puerta. Kate se levantó y con obstinación se abrió camino hasta una silla, cubriéndose la cara con una mano. Tom Erskine, sorprendido por el silencio, se acercó. Los largos dedos de Lymond se aferraron a su brazo, intentando detenerlo.

—Tenemos malas noticias. Intentamos decíroslo. Es Christian —Erskine se zafó de Lymond sin emitir sonido alguno.

Entonces, lord Culter se apartó de la cama. Tom Erskine, lívido y estupefacto, se arrodilló lentamente junto a la figura yaciente.

En la sala de música en la que esperaban sus hombres, callados e intranquilos, Richard ordenó:

—Que traigan a ese hombre... Somerville, ¿no es así? Quiero verlo. —Después se volvió hacia su hermano, con un rostro duro como la piedra—. No ensuciaré prisión alguna encerrándote en ella, ni ofenderé a la justicia llevándote ante un tribunal. Mira por última vez la luz del sol: porque vas a morir.

—¡No! —exclamó Kate Somerville desde la puerta—. No, os equivocáis. La joven tuvo un accidente cuando viajaba con los ingleses hacia Hexham. Cuando el señor Crawford llegó, estaba agonizando. Hizo todo lo que pudo por ella.

—Y concluyó con un baile y el sonido de las gaitas frente a su lecho de muerte. Lo sé. ¡Por Dios, lo hemos oído!

—Lo que dice mi esposa es cierto. —Gideon había llegado a la puerta.

Richard no se dio la vuelta.

—La expuso públicamente en Threave, donde fue insultada y calumniada. Ese es otro hecho. Mintió acerca de su identidad. Convirtió a esa pobre ciega en cómplice de traición, de asesinato, de adulterio...

La voz de Lymond le cortó tajante.

—Ya hemos aguantado suficiente, Richard. Sabes perfectamente que no puedes matarme aquí a no ser que me resista a ser capturado: sólo hará falta que alguien cante en el Parlamento y te arrestarán. Deja que la Justicia decida mi muerte en Edimburgo: no ofreceré resistencia. Vamos. La mitad del ejército inglés está en Hexham. No tengo ganas de ver a Grey, aunque parece que tú sí. Y por el amor de Dios, saca a Erskine de esta habitación.

Lord Culter no le prestó la más mínima atención. Comenzó a dar órdenes discretas y concisas a sus hombres y a Somerville, que escuchaba mordiéndose el labio. Cuando hubo terminado, se volvió hacia Lymond.

—Yo no me dedico a asesinar. Te ofrezco un juicio justo... un juicio por combate. Respetando todas las reglas. Te dejo hasta creer que tienes alguna posibilidad de matarme. Si así es, serás libre, por supuesto.

Los ojos de Gideon se encontraron con los de su esposa. En voz baja, dijo:

—Llevadlo a Edimburgo, como pide. Tiene mucha razón. Grey y Wharton están en Hexham. Si alguien da la alarma, no tendréis ninguna oportunidad. Y además —añadió Gideon con cierta brusquedad—, no creo que le hayáis visto empuñar una espada.

Lymond había recuperado su herética insolencia.

—¿Por qué os preocupáis, pequeños? No voy a luchar.

—Me lo imaginaba —dijo Richard, impasible. Somerville, tras un momento de duda, salió, empujado por dos soldados—. ¿Prefieres morir ensartado como un conejo?

—Preferiría hacer un tranquilo viaje a Edimburgo y someterme a juicio. Piensa en lo deliciosamente largo que será todo el proceso.

Los ojos grises no se inmutaron.

—Lucharás —dijo Richard sin emoción alguna, y dio media vuelta. Precedido de Lymond y del resto de sus hombres, salió de la habitación.

Kate los vio marchar, tensa, rígida de aprensión. Después volvió a entrar en la habitación. Miró durante un instante al hombre arrodillado y, agachándose junto a él, le tocó el hombro.

—Señor Erskine, venid, por favor.

Erskine permaneció inmóvil. Al cabo, levantó el rostro hacia ella. Parecía otro, sus rasgos se habían desdibujado como si la piel fuera cera que, derretida por el calor de la pena, se hubiera endurecido de nuevo. Dijo escuetamente:

—No os preocupéis... Decidme cómo ocurrió.

Ella acercó una silla para él y le contó la historia. Hubo una pausa. Erskine dijo, con dificultad:

—Me preguntaba... Nunca entendí realmente por qué lo hizo.

Kate contestó prudentemente:

—Estaba dispuesta a ayudar a cualquiera, creo. Ella era así, ¿no? Y además, todos le habíais acusado con bastante vehemencia de ser un canalla, ¿no os parece?

—¿Es que acaso no lo es?

—Bueno —dijo Kate—. No soy una mujer simple, de esas que se solazan en un Olimpo ideal y que sólo aspiran a convertirse en una titilante estrella. No había conocido a la dama hasta hoy: no sé cuáles han sido sus relaciones en el pasado. Pero os puedo decir que él sólo hablaba de vuestra lady Christian con el mayor respeto. Por deseo de ella, estuve con ambos hasta que murió, y me avergonzaría a mí misma si pensase que cualquiera de las cosas que se dijeron entrañaba culpa u ofensa. Es más. Era a vos a quien debía yo contar todas sus penas, y a quien debía transmitir su amor.

Erskine se incorporó lentamente, incapaz de pensar. Acertó a decir, en tono pausado:

—Gracias. Me alegro de que estuvierais a su lado —y se marchó, sin mirar atrás.

Kate alisó las arrugadas sábanas con sus delicados dedos, y habló en voz alta.

—La verdad es que ese hombre era casi lo suficientemente bueno para vos —dijo; y cerrando las cortinas amarillas, apagó el sol.

Desde que era joven, Gideon Somerville se había acostumbrado al papel de testigo. Otros, menos inteligentes y profundos, se sumergían en una espiral de acción, conflictos, discusiones y exaltada bravuconería. Pero había en Gideon algo que le impedía descargar sus intangibles opiniones, su intelecto precavido y su corazón humanista sobre los destinos de los demás, tan desamparados como él. Conocía demasiado bien el dolor de la indecisión.

Hoy había tenido la desgracia de quedar atrapado en una espinosa cuestión familiar; la examinó, observando con sus ojos claros, y se retiró tácitamente a un lado. No había ningún nudo que él ni ningún otro desconocido pudieran deshacer. Flaw Valleys no era una prisión. Sus empleados podían rebelarse si él los incitaba a ello, pero no sentía el deseo de intentarlo. Preguntó en voz baja si no deberían sacar de allí a su mujer; se aseguró de que Philippa no se quedase sola ni pasase miedo alguno, y trajo a lord Culter un par de estoques similares y dos dagas.

En cuanto llegaron las armas, Tom Erskine entró en el salón y se hizo cargo de la situación.

El hecho de que fuera él precisamente quien tomara el mando, los tranquilizó a todos. En tan sólo un año había adquirido mucha autoridad: su padre, después de todo, pertenecía al círculo más ínfimo de la corte. Su abuelo era Archibald, segundo duque de Argyll, su abuela y su hermana habían dado a luz hijos de sendos reyes. Esta vez entró en la habitación, llamó la atención de todos y dijo, tranquilo:

—Richard: os lo aviso. Este hombre es prisionero de la Corona y tiene que responder ante ella de sus crímenes. Hacer lo que pretendéis hacer exige un buen motivo. ¿Lo tenéis?

—¿Y vos me lo preguntáis? Sí. Claro que lo tengo.

—Por matar a este hombre en una residencia particular, por una disputa privada y en territorio extranjero, podrían acusaros de asesinato ¿Podréis refutarlo?

—Sí —dijo Richard—. Como muy bien sabes. En este momento lleva consigo unos papeles que significarían el fin de nuestra nación, y probablemente la muerte de la Reina, si llegasen a Hexham.

Lymond, que había estado mirando por una de las altas ventanas y repicando con los dedos en el postigo, volvió en sí y se giró violentamente.

—¡Eso no es cierto!

Erskine dio una patada a algo que tenía a sus pies.

—¿Es este vuestro equipaje?

—Sí.

—Y esto que llevabais dentro, ¿no es vuestra carta?

Sin decir palabra, Lymond aceptó los papeles que le entregó Erskine. Papeles que, como Erskine y Culter ya sabían, explicaban los detalles de la huida de la Reina a Francia.

Se tomó mucho tiempo para mirar las páginas, mirando después al suelo, con la mirada perdida; entonces las devolvió.

—¿Y bien? —dijo Erskine.

—El hombre que me acompaña: Acheson. ¿Le habéis preguntado acerca de esto? —preguntó Lymond—. Está encerrado abajo.

—Sí —dijo Erskine—. Lo hemos visto. Llevaba dos cartas de George Douglas en las que éste hablaba de la seguridad de sus hijos. Eso es todo lo que tenía y todo lo que sabía.

—Ya veo —dijo Lymond, lentamente—. La respuesta de siempre, claro. La clásica salida en una situación como ésta, como ya sabéis, es que cada parte le eche la culpa a la otra. En cuyo caso, imagino que por seguridad lo llevaréis de vuelta con vosotros, ¿verdad? Os recomiendo encarecidamente que no lo perdáis de vista.

—¿Él puso los papeles en tu equipaje? —dijo Richard, servicial.

—Algo así. Pero quedémonos con lo más importante. Él conoce el contenido de los papeles. Así que, por Dios, no lo dejéis libre simplemente porque os ha servido para atraparme.

—¿Ha servido? —preguntó Erskine. Y malinterpretando la pausa que siguió, añadió—: ¿Y bien?

—Es igual —dijo Lymond, sin expresar emoción alguna—. Un crimen más o menos no va a detener a Richard ahora.

Aquello fue considerado como una confesión; se oyó un irreprimible murmullo de ira y desprecio, y alguien escupió. Erskine le dio la espalda a Francis y se dirigió a Richard de nuevo.

—Siendo así, tenéis motivos para someter a este hombre a juicio ahora mismo. ¿Tenéis también motivos personales?

—Sí.

—¿Cuáles son?

Richard permaneció callado, con la mandíbula apretada.

—Decidlos —espetó Erskine—. Si éste ha de ser un juicio por combate, el acusado tiene derecho a oír vuestras acusaciones.

Lord Culter dijo, hablando muy rápido y muy bajo:

—Ha mancillado el nombre de la familia... ha cometido robos e incendios y ha atacado a una invitada de mi madre bajo mi propio techo. Ha intentado acabar con mi vida en repetidas ocasiones.

Lymond se movió de repente, al parecer de manera involuntaria, devolviendo la vida a la voz de Richard. Dijo, con gran claridad:

—Ha deshonrado a mi mujer y asesinado a mi único hijo.

Nadie habló. Entre los dos hombres, la luz del sol vaciló, brillante, desintegrándose en el suelo entre el lánguido polvo. Gideon se mordió el labio.

—¿Qué tenéis que responder a eso? —preguntó Erskine.

La voz de Lymond no tenía dramatismo alguno. Su rostro era impenetrable.

—Podéis elegir entre ejecutarme aquí o en Edimburgo. No lucharé.

Erskine había empezado a decir: «Admitís entonces que...» cuando Richard le interrumpió.

—Un momento. Que quede bien claro. Si uno de los dos se niega a luchar, ¿significa eso que admite que no tiene honor que defender?

—Es la interpretación habitual.

—En otras palabras, que admite la veracidad de los cargos arrojados contra él. ¿Admites libremente la traición, hermano? ¿El asesinato y la violación? ¿Admites haber estado al borde del fratricidio?

—No admito ninguna de esas acusaciones.

—Y sin embargo te niegas a luchar. ¿Admites tu... conexión con mi mujer?

—¡No!

—Y sin embargo te niegas a luchar. ¿Admites que engañaste a la joven que yace escaleras arriba para convertirla en tu ciega y complaciente amante, y que la mataste cuando te cansaste de ella?

El grito de Erskine sonó a la vez que el de Lymond. El de este último se impuso.

—Maníaco salvaje; has ido demasiado lejos —dijo con los dientes apretados.

—Si no te defiendes, no nos queda más remedio que asumir que todo es cierto.

—Puedes asumir —dijo Lymond, decidido por fin a hablar claro—, que lo que estoy intentando es evitar que acabes con la maldita garganta rebanada; eso es todo.

—¿Crees —dijo Richard, alzando la voz y debatiéndose entre una esperanza religiosa y la excitación—, que podrías enfrentarte a mí y sobrevivir?

—Creo que podría verte morir en este mismo instante de una parálisis cerebral y prorrumpiría en jubilosos aplausos. No tuve nada que ver con la muerte de Christian, ni tampoco la toqué mientras vivió. Lo mantendré, maldita sea, ante quien haga falta. ¡Prepara tu juicio de pacotilla e intenta demostrar lo contrario si es que eres capaz!

Richard, doblando los dedos de su mano derecha, arqueó las cejas mirando a Tom Erskine.

—¿Habéis oído? Va a luchar —dijo, satisfecho.

En el salón de Flaw Valleys, situado debajo de la sala de música, la luz entraba a través de las altas ventanas que se abrían a lo largo de uno de sus extremos; en el otro, unas puertas de doble hoja en el centro constituían la única entrada. Habían despejado de muebles el brillante suelo de madera. Los espectadores observaban tras una cuerda que hacía de improvisada barrera a ambos lados de la habitación. Gideon a la derecha, con seis de sus propios hombres, y los hombres de Erskine y Culter a la izquierda. Dentro del cuadrilátero, Lymond se había sentado en una silla al lado de las ventanas. Culter y Erskine no estaban.

Las conversaciones eran discretas. Gideon se preguntaba qué estaría haciendo su mujer. Pensó en la música que había escuchado aquella tarde, en las conversaciones que había tenido con Lymond y en algo que Lymond le había dicho a Kate. «Si tiene que pasar, no será aquí». ¿Pero cuánto podían aguantar la carne y el hueso?

Se colocó una mesa en el centro de la habitación. Sobre ella, Gideon pudo ver las cuatro armas, cuatro pinceladas de azul; y junto a ellas un pesado libro: un volumen de los Evangelios, impreso en desgastado pan de oro, que había pertenecido a la madre de Kate. Culter llegó y se colocó junto al libro; después entró Erskine y se cerraron las puertas.

Erskine se quedó en pie justo frente a la mesa de roble tallado. Seguía pálido, pero había recuperado la compostura y se mantenía firme como era menester dada su autoridad. Miró a los espectadores de los extremos de la habitación, a Lymond en la ventana y a Richard frente a él, y dijo, con voz queda:

—Ya conocéis el propósito de esta reunión. Celebrar un juicio por combate entre estos dos hombres que tenéis ante vosotros. Yo asumo la autoridad de arbitrar y tomar juramento como si se celebrara en Escocia, en champ clos. ¿Lo aceptáis ambos?

Esperó a que asintieran, y entonces, con una voz grave y clara, empezó a recitar el juramento.

—Vos, Richard, tercer barón Crawford de Culter, habéis de jurar con vuestra mano derecha sobre la Biblia, que decís la verdad en cuanto a vuestras quejas en todos sus puntos, desde el primer hasta el último cargo, y que es vuestra intención demostrar la veracidad de tales alegaciones, con la ayuda de Dios.

—Lo juro.

La voz de Culter sonaba firme. Erskine volvió a ofrecer el libro.

—Richard Culter, tercer barón de Culter, con vuestra mano sobre la Biblia por segunda vez, habéis de jurar que estáis aquí tal y como yo lo describo y no de otra forma, con un estoque y una daga, que no tenéis ninguna otra arma de filo ni artilugio, pequeño ni grande, ni piedra ni hierba milagrosa, ni hechizo, experimento o cualquier otro encantamiento que podáis oponer a la defensa de vuestro adversario aquí presente, y que no confiáis en nada que no sea Dios, vuestro brazo y la justicia que asiste vuestra causa, con la ayuda de Dios.

Se oyó la voz de Richard aceptando el juramento. El silencio que se hizo fue roto por el sonido de las pisadas de Richard. La figura que estaba junto a la ventana se enderezó, mientras la calmada voz de Erskine se alzaba ligeramente.

—Francis Crawford de Lymond, señor de Culter —Tras una brevísima pausa, aquél llegó ante Erskine—. Con vuestra mano derecha sobre la Biblia...

Esta vez, el juez observaba intensamente la escena. Leyó el juramento en voz altisonante, como si de un desafío se tratara.

Cuando Lymond repitió sin énfasis las palabras «con la ayuda de Dios» se oyó un murmullo de comentarios en la silenciosa estancia. Erskine lo ignoró.

—Lord Culter, acercaos, por favor.

Tras una pausa, Richard se movió situándose delante de Erskine, junto a su hermano. Erskine le miró a los ojos.

—Cogeos de la mano derecha y colocad la izquierda sobre la Biblia.

—No lo hará. Y maldito si le culpo —dijo un hombre que estaba junto a Gideon.

Richard sonrió.

—No encuentro mi mano derecha, señor Erskine.

El juez provisional no discutió ni asintió. Se limitó a observar:

—Tengo el poder de hacer que se cumplan mis instrucciones, como sabéis. Situaos frente a vuestro oponente y tomad su mano derecha.

Fue Lymond quien extendió el brazo primero. Richard tocó la mano tendida con la punta de los dedos, mientras sostenía la izquierda sobre el libro que tenían entre ellos, de manera que sus brazos formasen la requerida cruz.

—Os ordeno —empezó Erskine, con solemnidad—: Os ordeno que, mediante el poder de vuestra fe y la fuerza de vuestra diestra que enlaza ahora la de vuestro adversario, defendáis vuestra demanda y obliguéis a vuestro oponente a rendirse a vuestros pies o le matéis con vuestras propias manos antes de salir de esta habitación, con la ayuda de Dios.

Después de jurar "Dios me ayude", levantaron las espadas de la mesa: dos finos estoques de metal templado, con arriaz de acero y guardamano; dagas con gruesas hojas de doble filo, de treinta centímetros de largo. Richard recibió sus armas: espada en la mano derecha y daga en la izquierda; después Lymond. Se llevaron el Evangelio y quitaron la mesa. Erskine, tras recorrer con su mirada todos los rostros, ingleses y escoceses, de la sala, dio la señal convenida.

—Recordamos y ordenamos a cada hombre aquí presente que no se acerque ni hable, ni haga ruido alguno, ni haga señal, ni se dirija de ninguna otra forma a los dos contrincantes de manera que esto suponga ventaja para cualquiera de ambos, so pena de muerte o mutilación.

Se detuvo, mirando las brillantes ventanas y los lustrosos caballos castaños de los Somerville que había afuera en el patio. Un ganso de aspecto enfurruñado caminaba sobre la hierba. En el interior, el sol salpicaba las paredes dibujando formas caprichosas y confiriendo una aureola a los dos hombres que, vestidos con camisa blanca y bastante separados el uno del otro, veían reflejados sus rostros en el acero de sus armas.

—El día acabó hace ya tiempo —dijo Erskine, pronunciando las solemnes palabras del heraldo—. Dejémosles ir, dejemos que vayan a encontrarse con su Destino.

Lymond esperaba en el salón de Flaw Valleys, en efecto, su Destino. Esbelto y fiero, con los miembros relajados, los ojos atentos y el acero en sus manos llenas de cicatrices, observaba cómo avanzaba su hermano.

—Más rápido, Richard. Se supone que tenemos que entrar en combate. —El tono era burlón.

Mirándolo cara a cara, lord Culter contestó amablemente:

—No hay prisa.

Hubo un rápido movimiento y un choque de espadas en el que Lymond se apartó, echándose a un lado para esquivar el centelleo de la daga. Richard esperó. Ciertamente, no tenía prisa.

—Ya que estamos aquí —dijo Lymond, iniciando una conversación—, ¿por qué no pronunciar unas palabras? «Eh bien, dansez maintenant?» O: «Los dos salimos del mismo útero: ¿acabaremos yaciendo juntos en la misma fosa?» Y también está aquello de «Hermano mío, ¿por qué me tenéis tanta ira?», que dijo Abel antes de morir asesinado. Un comentario que viene bastante al caso... Vamos —dijo la voz juguetona y salvaje—. Juguemos con miel en los labios, como aquellos sastres litigantes de V... —Y se agachó.

—Oh, no. No, no, no —dijo Lymond—. La naturaleza siempre toma el... camino más simple. Si realmente quieres alcanzarme en las entrañas...

El sol iluminaba su rostro.

—Eso quiero —dijo Richard—. Pero no inmediatamente. —Y esta vez saltó, lanzó y acometió de nuevo, con la daga empuñada y preparada, esperando a que Lymond se apartase de la luz del sol.

Y eso fue exactamente lo que hizo. Richard, con una leve sonrisa, levantó el brazo izquierdo como una exhalación y se detuvo, cegado al instante por la luz que rebotaba en la espada de su hermano.

—...Intenta embestir en línea recta —concluyó Lymond, sereno y a salvo—. Qué útil es la luz del sol. Vamos, maestro de esgrima. Estás dando tumbos como una nuez en una botella.

Volvieron a separarse.

Sus intenciones eran obvias. Gideon no estaba de humor para reírse, pero algunos de sus hombres sí, y se dio cuenta de que Culter se había percatado de ello. Lymond, por supuesto, se comportaba de manera escandalosa: parecía dispuesto a obrar como un bufón antes que permitir que su hermano se acercase. Culter, que de ninguna manera había empezado todavía a combatir en serio, estaba poniendo a prueba la fuerza del otro, o al menos intentándolo. Francis daba vueltas como un remolino sobre el suelo, hablando.

Aunque Richard tenía planeado ir mostrando su fuerza poco a poco, tuvo que abandonar la idea. A menos que quisiera convertirse en objeto de las risas, tenía que obligar a Lymond a luchar; y su hermano, al igual que Erskine, Gideon y los demás hombres que los observaban, leyó en su rostro aquella determinación. Pero Lymond se le adelantó.

—¿Quieres sangre, Richard? —preguntó—. Frena tus impulsos. Piensa en los seres queridos. Su corazón flotó cual nenúfar cuando pensó en sus...

Nunca llegó a terminar la cita. Richard rugió, los espectadores chillaron sin querer, y la lucha comenzó por fin.

El desnudo salón estaba en silencio absoluto. Las largas espadas chocaron la una contra la otra, crujieron, repicaron y rechinaron. Los pies descalzos se deslizaron y arrastraron, mientras los dos hombres respiraban entrecortadamente, avanzando y girando, acercándose y alejándose del recorrido del estoque, cada uno de ellos envuelto en una crisálida de vibrante luz. Una ventisca de soles reflejados en las paredes y el techo.

Culter era un maestro al que merecía la pena admirar en cualquier ocasión: merecía la pena incluso cuando luchaba con odio. Su cerebro dirigía, sus ojos, sus pies, sus hombros y muñecas respondían, y el resultado era una esgrima confiada y poderosa. En un momento dado, casi sin aliento y curiosamente al borde de la carcajada, Lymond dijo:

—Tiene el doble de tamaño que un hombre normal, músculos y nervios realmente fuertes. —Después se sumió en el silencio. Las dagas, centelleantes por encima y debajo de las espadas, se movían como serpientes.

En los primeros tres minutos, la espada de Richard tocó el hombro de su hermano. Gideon y los demás exclamaron «¡Oh!», y entonces sonrieron. No se había producido daño alguno: el hombro ya estaba protegido por el vendaje del ataque de Scott. Lymond cerró los párpados mientras se separaban.

—Llueve sobre mojado. Inténtalo en el otro la próxima vez.

No hubo próxima vez. Lucharon hasta y contra la cuerda en el lado de Lymond, amontonándose los espectadores contra la pared; luego se movieron lentamente hacia el centro. Culter atacaba deprisa y con fiereza, y su hermano recurría, uno tras otro, a todos los trucos que conocía, en un esfuerzo prodigioso por defenderse.

Lo consiguió, al precio de verse arrastrado hacia delante primero y después hacia atrás sobre el suelo, deteniendo constantemente con su brazo defensor los embates del acero. Demostró un sorprendente dominio de la daga, una maestría que Richard tuvo que reconocer como evidente: una y otra vez repelía sus estocadas y sus fintas.

El coste de todo aquello fue para ambos un creciente cansancio, incrementado por la prolongada persecución y por la batalla emocional que había tenido lugar escaleras arriba. Después de la violencia inicial, Richard perdió velocidad, pero siguió contendiendo con una técnica de manual, sin cometer falta alguna en ataque o en defensa. Lymond, empapada su camisa en sudor, retrocedía constantemente.

Diez minutos después seguían luchando. La habitación y sus espectadores seguían en silencio. Tom Erskine, codo a codo con Gideon, dijo de pronto:

—Os lo aseguro: ningún hombre había aguantado antes tanto tiempo frente a la espada de Culter.

En los ojos de Somerville se leía la preocupación.

—Lymond ya se lo ha advertido —dijo.

Erskine siseó al aspirar.

—Si uno de los dos no está luchando, detendré el combate.

—No será necesario —dijo Gideon en voz baja—. Creo que lord Culter se ha dado cuenta.

Era cierto. Aunque su contrincante no contraatacaba en ningún momento, Richard no conseguía penetrar la guardia de Lymond. Con siniestra determinación, Richard lo puso a prueba. En mitad de una imbroccata dejó caer su mano izquierda, dejando momentáneamente al descubierto todo su flanco ante el arma derecha de Lymond.

Lymond se defendió y se apartó, con una mirada impersonal en sus ojos azules.

Culter se separó. Hizo más que eso: echó su brazo hacia atrás y lanzó su espada contra el suelo, con una mirada más amarga que la hiel.

—Maldito seas. ¿No vas a luchar?

Una voz lejana rompió el silencio de la habitación.

—¡Ha escapado!

Lymond, jadeando, se quedó allí plantado, sin hablar.

—Así que tengo que ser tu bufón aquí, como en todas partes...

La voz que gritaba se acercó aún más. Dijo:

—¡Señor Erskine, señor! El hombre de negro, ¡ha conseguido un caballo y ha escapado!

Richard ni siquiera se detuvo.

—¡Maldito vampiro sangriento! ¡Cómo, en el nombre de Dios, podré hacerte llorar sangre!

Lymond se limitó a decir:

—No te subestimes... ¡Erskine! Si Acheson ha escapado, irá a Hexham. ¿Lo sabéis?

—Sí, pero no os preocupéis —dijo Erskine, con tono lúgubre—. Lo atraparemos antes de que llegue allí. Richard...

—Haced lo que queráis. Yo tengo que resolver este asunto —dijo Culter.

—Por el amor de Dios, Richard —dijo Lymond, brusco—. Erskine: puedo llevaros directamente al lugar al que se dirige ese hombre. ¿Cómo demonios pretendéis detenerlo de otra forma, si no conocéis el camino? Dadme un caballo y ponedme todos los guardias que queráis, pero daos prisa. No me importa un comino quién creáis que llevaba el mensaje, pero Acheson conoce el contenido.

Richard consiguió serenarse. Cogió su espada y se situó entre su hermano y la puerta.

—No vas a escabullirte de esa forma.

—Richard...

—No seáis necio. Os llevará directamente ante lord Grey.

—Pues es un riesgo que tenemos que correr —dijo Erskine, decidido—. Tiene razón, Culter. Dejadle ir.

—No hasta que hayamos terminado con esto.

Erskine estaba intentando mantener la calma desesperadamente.

—Escuchadme. Si ese mensaje llega a su destino...

Richard se dio la vuelta.

—¿Y vais a confiar en Lymond para detenerlo? Entonces es que sois un necio. Id si queréis. No os retengo. Pero no os lo llevaréis. Mataré al primero que se le acerque. —Y se giró de nuevo, con una mirada refulgente en su pálido rostro, hacia su hermano.

—Así que eras demasiado altivo como para atacar, ¿verdad? Pues más te vale hacerlo ahora, maldita sea. —Empuñaba su espada, un pulido acero de muerte latente, mientras en la otra mano centelleaba la daga—. El camino hacia esa puerta pasa por mí. Inténtalo si puedes, hermano.

Hubo una pausa. Erskine gritó:

—Hob, Jamie: coged vuestros caballos e intentad seguir las huellas. Os seguiremos en cuanto podamos.

Lymond se movió ligeramente. Delgado, frío, templado como su acero, en aquel momento le rodeaba un aura que ninguno de los presentes había visto antes.

—Muy bien —dijo la voz que habían respetado sesenta forajidos—. Si esa es tu condición, la acepto.

Y avanzó en ataque.

Fue como si se levantara de pronto una pantalla borrosa y rayada, dejándolo todo claro y brillante; perfilando las figuras blancas y las pálidas cabezas, rubia y castaña, con la destreza de un grabador, precisa, flexible, grácil.

Ambos hermanos eran espadachines natos. Los hierros se deslizaban y chocaban, desplegaban movimientos que se difuminaban y expandían como volutas de humo, uno dentro del otro; no se percibía en todo aquello ni rastro del sórdido y sucio forcejeo que había tenido lugar momentos antes. Era un combate de esgrima clásico. Un regalo para los espectadores más precioso que cualquier gema y que ocultaba en su belleza una muerte esotérica.

Siempre habían sabido que Richard era un maestro. Ahora veían como Crawford de Lymond se revelaba ante sus ojos. Una fuerza poderosa surgía de la elegancia de sus hombros rectos; sus muñecas poseían el temple suficiente para soportar la prolongada agresión de Richard, aventurándose hacia delante, fuertes y flexibles, acompañadas de cada tendón de su cuerpo.

La existencia de ambos hermanos pendía de la punta del acero del otro, de sus fuertes brazos y muñecas; una difusa camisa blanca y un rostro pálido acompañaban al decidido cerebro conductor, revelándose a través de unos ojos azules o grises. Los espectadores, conteniendo la respiración, escuchaban el choque, el roce y el siseo de contres, froissées, paradas y fintas: vieron primero a uno de los hombres y después al otro apurar su maestría, creando con su acero la perfección definitiva, para rendirse después ante el ataque del contrario.

Lymond luchó con constancia y mesura, con velocidad e intensidad, atacando con la daga: Erskine, con el corazón en la garganta, vio como chocaba constantemente contra la espada de Richard, apartándola de su camino, de la línea de ataque, empujándola hacia abajo y abriéndose camino para ofender.

«Tap, tap», resonaba el ataque combinado, mientras las mallas de los pies resbalaban. De pronto el acero de Richard se movió paralizando el brazo izquierdo de Lymond, y el filo de su espada se pegó al filo de la espada de su oponente. El chirrido del acero parecía un quejido proveniente de una garganta. La punta, brillante, se deslizó hasta el guardamano de Culter, hasta que Richard, con toda su fuerza, la liberó de un golpe, patinando y esquivando por un lado el mecánico embate de la daga de su hermano. Entonces avanzó y atacó.

Lo poseía un solo instinto: borrar el insulto que habían supuesto los últimos veinte minutos. Aquello sirvió de sustrato para que floreciera en él una fuerza que flaqueaba a ratos, aunque nunca demasiado, y que fue ganando en una confianza, cada vez mayor, para responder a los sorprendentes ataques de Lymond. Pues esta vez, quizás la primera en su vida, Lymond estaba también al límite de sus posibilidades, respirando con estridencia, convertida su concentración en algo tangible y escalofriante.

Poco después del ataque de Richard, cometió su error. Acababa de realizar un ataque, tenía el brazo derecho estirado y la brillante hoja paralela al suelo, cuando Culter golpeó la espada con la suya propia, apretando sobre el acero y haciéndolo descender después con la punta de su arma.

La espada de Richard se enroscó alrededor del arma de su hermano forzando con el tercio fuerte de su espada el acero debilitado de Lymond; los ojos azules y concentrados se entrecerraron. Aquel era el primer paso para quedar desarmado y Francis lo sabía. Por un instante, su atención se centró enteramente en liberarse del peligro y Richard, con un solo movimiento, aprovechó su arriesgada oportunidad.

Aflojó súbitamente la mano derecha, se movió con rapidez con la izquierda y con el estoque y, atrapando la daga de Lymond, se la arrancó de la mano, lanzándola al suelo.

Respondiendo con rapidez felina, Lymond saltó hacia atrás, lejos de su alcance, con el sudor recorriéndole la cara hasta la clavícula, y se cubrió, con su única arma, ante la potencia desatada del ataque de Richard.

La fuerza de éste hizo retroceder a Lymond a lo largo de toda la habitación; eso, y la necesidad de mantener la distancia, de escapar del alcance de la daga en la mano izquierda de Richard. Ahora, una lucha cuerpo a cuerpo significaría la muerte de Francis. Richard lo sabía, y reunió todas sus fuerzas de experimentado espadachín, blandiendo el acero de sus manos como la guadaña de Cronos, haciendo retroceder en diagonal a su adversario hasta la cuerda y la esquina del rectángulo.

En la habitación se oyó el suave siseo de un aliento recobrado. Somerville, mirando inconscientemente hacia otro lado, se dio cuenta de que tenía húmedas las palmas de las manos. Lymond, con la espalda contra la cuerda, se permitió un fugaz vistazo a un lado. Cuando la entrenada y certera espada se lanzó velozmente contra él, se dejó caer como una piedra, apoyándose con la palma izquierda en el suelo; un golpe perfectamente esquivado. Richard se salió de la pista, se tropezó y resbaló: Lymond estaba ya levantándose, con la daga recuperada en la mano.

Lord Culter se estremeció. Al igual que su hermano, respiraba con jadeos, tenía el pelo empapado, no sentía las muñecas por culpa de la vibración de los golpes. Hubo, por primera vez, un momento de vacilación en el combate. El público suspirará aliviado, como si t ras una hora de tensión hubieran podido por fin reunir un poco del preciado aire, y los ojos de Richard mostraron por un instante una mirada de asombro y evaluación. Después levantó la cabeza; bajo la fina camisa, sus músculos manifestaron una renovada convicción y acometió contra la clara e insidiosa figura de su hermano con una mano poderosa y batiente.

Lymond no había recobrado tanta energía. Estaba cansado y sobre su apariencia brillante se cernía una sombra de fatiga; pero se defendió con denuedo cuando Culter intentó hacerle retroceder por toda la habitación. Mientras los observaba, Somerville se percató de que estaba al tanto de la presencia de las cuerdas tras de sí, que conocía las pequeñas trampas que le esperaban. Pero lo que debía temer, y no lo hacía, era la extensa pared con ventanas, con su robusta hilera de asientos; debajo de aquellos, la bolsa de la que Erskine había sacado la carta inculpatoria que traicionaba a la Reina, yacía abierta.

Richard sí se había percatado. La idea había estado ardiendo tras sus ojos grises durante cinco largos minutos; decidió olvidarse de las leyes de la esgrima y las normas de cortesía y juego limpio. Hizo retroceder a Lymond desde las cuerdas, como el viento en la tempestad, empujándolo a través de la habitación hasta las ventanas, y finalmente hasta la blanda y oscura bolsa.

Lymond dio un paso atrás y cayó en la trampa. La tela lo atrapó; se tropezó, y Richard, con todo el poder de su hombro, lanzó un metro de certera muerte contra la cabeza rubia y vacilante.

Pero chocó contra una cruz de acero.

Lymond, con perfecta anticipación, cayendo con precisión sobre el lugar exacto, había blandido sus dos armas. Rabiosas de luz, atraparon la espada de lord Culter entre sus cruzadas empuñaduras, arrebatándosela de la mano. Con un veloz movimiento, delicado e invisible, Lymond golpeó en los esbeltos huesos de la muñeca con la que Richard sujetaba la daga, y el arma corta salió también disparada y cayó, uniéndose a la larga en el suelo.

En cuestión de segundos, sorprendido como nunca lo había estado en su vida, lord Culter quedó desarmado.

Detenerse era casi desmayarse; tal había sido el esfuerzo. Se quedaron de pie, cara a cara, mientras la respiración golpeaba sus costillas. El estoque refulgía en una de las manos de Lymond, mientras en la otra lo hacía la daga.

Las alzó ligeramente, la mirada azul soñadora y desquiciada.

—Victoria, hermano Richard. Mi oportunidad. Mi elección: hundir una o ambas en la carne grasienta y fraternal. —Sus largos dedos se aclararon al levantar ambas empuñaduras—. Pito, pito, gorgorito, Richard... ¿Qué mano escoges?

Nadie habló. La mirada de Culter, en aquel momento decisivo, era firme y valiente.

Lymond se rió. Y riendo, lanzó la espada al suelo y subió de un salto al asiento bajo la ventana, con la bolsa de su equipaje entre sus brazos. Por un instante se quedó allí plantado, erguido, elegante, escudriñándolos con efímera gracia. Entonces exclamó:

—¡Ya que no puedes conmigo, intenta seguirme! —Y en un despectivo estruendo de cristales, arrojó la bolsa por la ventana y salió detrás. Al correr hacia la ventana vieron cómo, tras caer y recuperarse rápidamente, Lymond rodaba por la blanda hierba que había más abajo. Desde allí, como sabían, sólo había un paso hasta los caballos.

Así que tuvieron que seguirlo.

Gideon encontró a Kate en la sala de música, con los ojos clavados en la carretera que llevaba al sur. Puso ambas manos sobre sus hombros.

—¿Creéis que sois una buena inglesa?

Sintió como se estremecía.

—No lo sé. Me temo que no muy buena. Fue Philippa quien les alertó.

—Lo sé.

Hubo un breve silencio.

—¿Lucharon? —preguntó por fin Kate.

—Con gran destreza —dijo Gideon. Y la llevó abajo, donde el aire corría por entre las altas vidrieras y donde la espada caída, como la victoria rechazada de Lymond, yacía intacta entre los cristales del suelo.

Cabalgaban hacia la cuenca amarilla y refulgente por la que asomaba el sol, siguiendo la estela de polvo que envolvía a Lymond.

Más adelante, suponían, estaba Acheson. Más adelante, ciertamente, estaba el ejército inglés. Por el camino se unieron a ellos, en un cruce de los páramos, los dos hombres que Erskine había enviado, sin noticias del huido, y entonces se dieron cuenta de que su única esperanza, además de su mayor peligro, consistía en seguir a la imprevisible figura que cabalgaba delante.

Lymond volaba ante ellos como la miel seduciendo a un enjambre. No les dio tregua: saltaron por encima de zanjas y fosos en la turba, patearon montículos y viejas hondonadas y cruzaron arroyos donde el lodo superficial envolvió cuartillas y bolillos, dejando sin herraduras a algunos caballos. Quemados por el polvo de las aulagas y de la hierba, de la tierra oscura y del cieno, hasta los más frescos de los caballos empezaron a tropezar. La cabeza dorada, como un estandarte, no desapareció de su vista en ningún momento.

Richard cabalgaba en su montura, bien agarrado. Erskine observó cómo le costaba mantenerse al frente, dándose cuenta de que Culter estaba agotado y galopaba únicamente con la fuerza de su voluntad, seguramente igual que el hombre al que perseguían. Se percató de que el desastroso encuentro entre ambos no había hecho sino demostrar cuan parecidos eran los hermanos en su bravura. También se dio cuenta de que, si conseguían alcanzar a Lymond, su trabajo consistiría en impedir que Set destruyera a su hermano Osiris. Al menos hasta que les llevase hasta Acheson. Escogió a Stokes, su lugarteniente, y le dijo, cuidándose de que Culter no los oyera:

—Si Lymond llega a Hexham antes que nosotros, sólo yo iré a por él: es más fácil que un hombre solo consiga infiltrarse. El resto tendréis que esperarme. Dadme una hora o dos, y entonces volved sin mí... Ah, y Stokes.

—¿Sí, señor?

—No dejéis que lord Culter me siga. Ahora tomaré la delantera.

El otro lo miró a los ojos.

—Sí, señor.

Cabalgaban colina arriba, a gran altura. Una caravana de asnos persiguiendo una extraña y amorfa zanahoria. Entonces, el jinete que los conducía desapareció de su vista, bajando por el otro lado de la colina. Erskine salió tras él y tiró de las riendas.

Estaban al borde de un largo y pedregoso acantilado, que se extendía por el oeste hasta donde alcanzaba la vista. Al pie del mismo, un camino llevaba, cruzando los lisos prados, a los amplios y tranquilos bancales del Tyne. Un montículo con un puente salvaba el río y, tras atravesar un trecho más angosto, el camino se precipitaba en el alpino seno de Hexham.

La ciudad humeaba taciturna desde la colina. Tom distinguía la torre de la abadía, la prisión, los altos edificios de la iglesia y las sólidas puertas de la ciudad, situadas a mitad del camino que subía la colina. Las calles parecían atestadas. Bajó la vista y asistió al pequeño drama que se desarrollaba a poca distancia. Un hombre, espoleando su caballo sin piedad, se acercaba al puente desde el lado en el que él estaba, el del norte. Cuando lo alcanzó, otro jinete galopó hacia él atravesando la turba, gritando algo: el sol resplandeció sobre el pelo claro; Erskine contuvo el aliento.

Vio como el hombre que estaba sobre el puente se daba la vuelta un segundo e incluso vacilaba; después, levantó el brazo y, con una violenta palmada, catapultó al caballo, espoleándolo de nuevo, al otro lado del río. Erskine vio cómo el caballo de Lymond saltaba también, galopando hacia el puente; pero casi doscientos metros separaban a ambos hombres y Lymond no acortaba la distancia. Erskine maldijo en voz baja.

Detrás de él, sus hombres llegaban a la cima y se detenían ante una señal de su brazo. Culter llegó entre los últimos. Cabalgó hasta Erskine, con los ojos enrojecidos por el dolor y el polvo, examinando el nuevo paisaje, y de repente exclamó:

—¡Allí están!

—Sí. Voy a ir tras ellos —dijo Erskine—. ¡Stokes!

—Entonces yo iré...

—Vos os quedáis aquí —le espetó Erskine—. Y el resto de los hombres también. ¡Stokes! Pasamos por un edificio quemado, ahí atrás. Mirad cómo podéis resguardaros allí vosotros y los caballos. No paséis allí más de dos horas. —Y descendió con su caballo por el acantilado.

Lo último que vio, mientras sujetaba el cuello de la yegua y sentía como su grupa se bamboleaba por el pedregal de arenisca, fue la mano de Stokes sujetándole las riendas a Richard, y a Richard intentando escapar de tres de sus hombres. De repente, Tom se dio cuenta de que, irónicamente, el edificio circular y ennegrecido que había visto era un palomar.

Cuando finalmente alcanzó su destino, Adam Acheson se encontró con que todo Hexham se encontraba en el mercado que había en la parte alta de la ciudad, intentando sacarles los cuartos a los soldados de Wharton.

Aunque no había querido arriesgarse en terreno abierto, en realidad Acheson no tenía motivos para desconfiar de Lymond. Al contrario, las relaciones que éste tenía con sus propios compatriotas y los ingleses eran, desde el punto de vista de Acheson, aval más que suficiente. Lo que más le había molestado era que le había retrasado, pero tampoco era para tanto.

Así que, cuando el guardia de la puerta miró su salvoconducto y tras una dificultosa lectura preguntó: «¿Y el escolta?», Acheson giró la cabeza y señaló hacia el camino. Esperó, mientras el guardia, después de discutir con él, buscaba un soldado para que le llevase a la abadía. Acheson estaba dispuesto a confirmar que la presencia de Lymond era prueba concluyente de su buena fe. Sin embargo, quedaba por resolver el asunto del mensaje abierto que había metido en la bolsa de su acompañante. Quería llevarse el mérito de entregar a aquel hombre, pero sin asumir riesgos personales innecesarios.

Pero Lymond, al parecer, no le guardaba rencor alguno. Llegó con su caballo hasta Acheson, desmontó y conversó un rato con los tres hombres de la guardia. Parecía un poco agitado, pero su rostro no denotaba amenaza alguna.

Le dejaron entrar, condujo su caballo hasta Acheson con una sonrisa y, avanzando en línea recta, se agachó para hablar con él.

Sólo uno de los cuatro hombres que los rodeaban vio los treinta centímetros de acero en la mano de Lymond; gritó demasiado tarde. Acheson recibió la estocada de lleno en el pecho y salió disparado hacia atrás; tal fue la fuerza de la embestida. Su expresión, de atónita sorpresa en un primer momento, dio paso a una de furia vengativa. Se levantó. La daga, que cayó de la tela desgarrada que cubría su pecho, dejó ver el brillo de la cota de malla que llevaba debajo. Estaba ileso. Cinco hombres se abalanzaron sobre Lymond.

Le quedaba un arma. Clavando los pies en los flancos de la yegua, Lymond tiró de la boca del animal y dirigió sus pezuñas hacia Acheson. Este, atrapado bajo el férreo pataleo del caballo encabritado, gritó, sangrando por un gran corte en la sien, antes de caer pisoteado al suelo.

Lymond tuvo el tiempo justo para verlo todo antes de que lo redujeran.

Erskine escuchó la historia cinco minutos después, cuando llegó a la puerta. El incidente de la entrada había provocado un pequeño revuelo, pero él desplegó su habilidad verbal, aprovechando la vaga coartada del mensaje de Acheson, y lo admitieron inmediatamente, diciéndole como llegar ante lord Grey.

Tras recabar toda la información posible, Erskine vaciló. Tanto Acheson como su asaltante, ahora lo sabía, habían sido conducidos a la abadía, donde los comandantes estaban deliberando. Nadie sabía cómo de serias eran las heridas del mensajero. Pero si los dos hombres que conocían el secreto estaban en la abadía, entonces él debía ir allí.

Condujo lentamente su caballo entre la multitud y subió la empinada colina. Las posibilidades que tenía de volver a bajar de allí eran, pensó fugazmente, algo sobre lo que no se atrevería a apostar. El asunto era saber si, al llegar allí, tendría que asesinar a un hombre o a dos.

Durante varios siglos, los predecesores de Tom Erskine habían sentido una atracción enfermiza por las rollizas vacas y la plata de Hexham, con consecuencias negativas para los que allí vivían. Le costó alguna mentira, algún que otro pellejo de sus nudillos y una herida en la barbilla, pero consiguió entrar, sin ser visto ni molestado, y sintió un gran alivio al comprobar que el extremo de la iglesia en el que se encontraba estaba sumido en la penumbra.

Estaba en la nave occidental y, a pesar de ser devoto de los mostenses, no pudo evitar un gesto de aprobación ante el sentido de la proporción, tanto en lo material como en lo intangible, que poseían los agustinos. A unos treinta metros había luces y se oía un murmullo de voces: el encuentro, la reunión o la conferencia parecía tener lugar en uno de los cruceros. A medida que sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad, comenzó a vislumbrar lo que le rodeaba.

A su derecha, unos escalones pertenecientes a un andamiaje subían por la pared; seguramente conducían a las dependencias occidentales del claustro, por lo tanto nadie las utilizaría en aquel momento. Por encima de su cabeza, una hilera de ventanas ojivales recorría la parte superior del muro y sobre ellas, apoyada sobre pilares firmemente anclados en el suelo, se extendía una plataforma de madera de casi un metro de ancho que recorría la nave.

Si había un andamio, se podía subir. Así que Erskine se lanzó silenciosamente hacia las escaleras y ascendió hasta un oscuro saliente en lo alto de la nave. Se movió lentamente de un grupo de pilares a otro, deslizándose hasta el corazón de la iglesia, pegándose a la pared a medida que aumentaba la luz de las velas.

Al seguir caminando se dio cuenta de que la pared giraba en ángulos rectos. La cornisa continuaba, y los pilares de apoyo también, pero en lugar de dar al interior iglesia desembocaban en un largo y estrecho túnel, completamente oscuro, en el que se distinguía una trémula luz al fondo. De pronto, entendió lo que sucedía: en aquel punto, el muro giraba y recorría la pared occidental del crucero sur, y el espacio que había entre las columnas había sido llenado a base de tapices.

Avanzó un poco más, sintiendo la fría piedra en su mano derecha, tocando los tapices colgantes del otro lado con la punta de los dedos de su mano izquierda. La tenue luz del fondo provenía de una escalera en espiral. Investigó y se encontró con que, bajando un poco, se llegaba a la esquina de una amplia galería situada al final del crucero. Una escalera con escalones bajos y anchos conducía desde la galería hasta el suelo de la iglesia. Volvió a subir por la escalera y caminó de nuevo hasta la mitad de la cornisa.

Allí era donde más oculto quedaba y desde donde, probablemente, obtendría la mejor vista del crucero. Calculó la distancia, se detuvo, y, cuidadosamente, abrió un hueco con las manos entre los tapices del túnel. La luz de las velas le iluminó los dedos, y una animada conversación llegó hasta sus oídos con perfecta claridad.

Entonces reconoció la voz de Lymond que, tras recitar algo de retórica, dijo, para su sorpresa:

—Sin embargo, yo puedo llamaros algo que vos no podéis llamarme a mí: ¡Lord Lennox el cornudo!

En el interior de la abadía, aquella singular e inesperada captura planeaba como un martín pescador sobre amargas, hostiles y turbulentas aguas.

Lord Wharton, exhausto por el esfuerzo de aguantar a Grey, irritado con Lennox y abatido ante la idea de separarse de una compañía de excelentes jinetes a los que probablemente no volvería a ver, se sentaba, angustiado, en un extremo de la extensa y pulida mesa.

El conde de Lennox, aburrido y más bien molesto por la fría recepción que había tenido su esposa, jugueteaba con los inventarios y notas que tenía frente a sí, extendiendo sus largas piernas y cruzándolas bajo de la mesa, de tal manera que ni Grey ni Margaret podían sentarse a gusto.

Lord Grey, que echaba en falta a Gideon y se encontraba preocupado y fastidiado por la historia que había contado Margaret Douglas, enumeraba una larga y compleja lista de las carencias que le encontraba a su tesorero y lady Lennox, muy pálida, se sentaba, rígida, en una incómoda silla, frunciendo el ceño, con la mirada perdida y dirigida al suelo.

Entonces entró el señor Myles y susurró algo. Uno de los oficiales de la puerta de la ciudad entró también y habló. Tras lo cual ayudó a traer y depositar la figura yacente e inconsciente del señor Acheson sobre una tumba que emplearon de improvisado lecho, mientras otros dos robustos hombres lo seguían y cerraban la puerta. Lymond venía entre ellos.

No llevaba chaqueta ni botas, estaba desaliñado, como era de esperar, y parecía cansado. También parecía, pensó lord Grey con una punzada de rabia, casi tan humilde como Sisman, emperador de los eslavos; seguramente Brahma, cuando encontró la plaga en el gallinero, debió haber tenido un aspecto parecido.

—¿Sois vos el culpable de esto? —preguntó el lord Lugarteniente, lanzando un dedo en dirección al cuerpo postrado de Acheson.

Lymond volvió la cabeza.

—Hay Hipocrenes por todas partes. No. Para ser exactos, la culpa es de un jamelgo. El caballero lleva dos cartas para los Lennox, y yo he venido con él como respuesta a vuestro ultimátum. Y vos, Margaret, si os estáis preguntando si sé que el ultimátum ya no tiene validez y por qué; en efecto, lo sé. El señor Acheson fue lo suficientemente imprudente como para decírmelo justo después de cruzar la puerta.

Un marcado y brillante gesto triunfal iluminó el rostro de Meg Douglas. No preguntó cómo era que Acheson lo sabía.

—Vuestra amiga la pelirroja no era muy inteligente, pero sí insistente. Olvidó que hay reglas tanto para el amor como para la guerra... Mátalo, Matthew.

—Y esas reglas las dictáis vos, ¿no es cierto? Muerte a aquellos que tengan un gran corazón, pues son ciegos. Matthew no puede matarme con decencia, Margaret, hasta que lord Grey dé la orden, y para entonces yo mismo habré contado unas cuantas cosas de lo más interesantes.

—Dudo que hagáis nada de eso. Por Dios —dijo lord Grey—, no hay aquí ni un hombre, creo yo, que no esté dispuesto a cortaros...

—Ciertamente, y como víctima principal me gustaría, reclamar al reo —dijo lord Wharton—. Lo que sucedió en Annan sigue bien vivo en mi recuerdo, al igual que la interceptación de mis mensajeros, así como las diversas e ingeniosas acciones que llevasteis a cabo cuando estabais bajo mi mando.

—Como ya he dicho —dijo lord Grey, impaciente— este miserable está enemistado con todos nosotros. Yo no he olvidado Hume ni Heriot, como tampoco habrá olvidado Lennox, me imagino, lo que ocurrió en Dumbarton. Pero no vamos a finalizar esta triste historia discutiendo sobre la forma de su muerte. No. El tiempo apremia. Estamos en guerra, y la guerra ha hecho posible que este hombre salga de las alcantarillas a la superficie. Que se lo lleven los guardias al mercado y que lo ahorquen por ser un traidor escocés.

Cuatro voces estallaron en sus oídos con exclamaciones y consejos. Todas ellas fueron sobrepasadas por una única y melodiosa voz; la del prisionero.

—Uno a uno —dijo Lymond—. Acordaos de vuestra Unión Inglesa, por Dios, o estaremos todos perdidos. Pensadlo bien, no dejéis que se os escape lo fundamental. ¿Qué sois? Una grande, una bendita nación que habla con la voz de la razón colectiva: un cerebro, un corazón, un millar de miembros que se nutren unos de otros. Una nación de amorosos borregos, obedientes a su pastor: pollitos de un mundo huevo, que siguen gustosos a mamá gallina hasta la boca del cañón. Unidad, solidaridad y hermandad. ¡Hermandad! ¡Por Dios!

Grey cerró de un golpe el postigo que tenía enfrente.

—Al menos esta es una nación, con una religión, un líder, un estatus, una política. No un arca de Noé: un pollo aquí, un cordero allá, una familia de lobos un poco más allá. Imagino que estáis orgullosos de vuestra reina francesa, que juega a los dados con huesos escoceses para mayor gloria de su país natal. O de Arran, el necio, que se inclina como una catapulta hacia el bolsillo más rebosante. O de vuestros Douglas y vuestros...

—¿..Lennox? —Suavemente y sin prisas, Lymond estaba ganando tiempo—. Ellos escogen a quien servir. ¿Por qué no? Presionas a un Lennox y florece como una manzana en el mar Muerto, más lustrosa en las manos de Londres que en las de París; y siempre en favor de los más ricos, no de los más justos. La justicia nunca tuvo nada que ver con los Douglas.

—Creo —dijo el conde de Lennox, pálido de ira—, que mi esposa y yo ya hemos escuchado suficientes insultos. Y también puedo ahorrarme la disertación sobre nuestras características nacionales. ¡Acabad con él! ¡Que lo ahorquen!

Lymond se volvió de repente.

—¿«Nuestras» características? ¿Las de quién? ¿Cuáles son las vuestras? Crecisteis en Francia, fuisteis honrado en Escocia, aspirante a prometido de María de Guisa, aspirante a soberano, aspirante a conspirador, lleno de apetitos terrenales y dispuesto dejar a vuestra gente en manos de los depredadores que tenéis a vuestros pies...

»¿Qué sois vos? ¿Un ciudadano de Europa, o un pirata? Un ladrón, un renegado, un mentiroso y un cobarde, como me habéis llamado a mí. Pero yo puedo llamaros algo que vos no podéis llamarme a mí: ¡lord Lennox el cornudo!

El conde se había ido levantando poco a poco. En cuanto Lymond le soltó aquello, su voz, tan aguda como la de un pájaro, resonó.

—¡Por Dios, ya me detuvisteis una vez, Wharton, pero esta vez no lo haréis! ¡Otra vez no! Apartaos... a un lado...

El camino que le llevaba hasta Lymond se vio súbitamente bloqueado.

—¿Quién demonios sois vos? —dijo Lennox, histérico—. ¡Fuera de mi camino!

Henry, el hijo de lord Wharton, cerró la puerta tras de sí y parpadeó ante aquel rostro, pálido y furioso. Su mirada, ligeramente sorprendida, buscó a su padre en la mesa y entonces, recayó sobre el señor de Culter.

—¡Él!

Ignorando completamente a Lennox, Henry Wharton hizo con los brazos un gesto exultante, despojándose con un movimiento de su arco, su carcaj, su casco y su petate. Cayeron sobre la mesa estrepitosamente.

—¡Lymond! ¡Lo tenéis!

Contenido, el propio Lymond contestó.

—No me gusta que se hable de mí como si fuera una enfermedad. Nadie me «tiene» —dijo—, Y por cierto, ¿dónde habéis estado, pequeño policía? ¿Habéis ido a ver al diablo para que os peine la barba?

Ante la mirada atónita de Grey, la escena que había tenido lugar un momento antes volvió a repetirse. Tuvieron que sujetar al joven, forcejeando, para alejarlo de Francis. Grey lo empujó hasta su padre para que éste lo sujetara, y dijo, alzando la voz:

—Ocupaos vos de él. ¿Qué tiene de ofensivo lo de peinar..?

Wharton contestó, parco:

—Hizo el idiota en Durisdeer, en febrero. Le dejaron en ridículo.

—¿Qué pasó?

Lymond, imparable, contestó por él.

—Era una barba preciosa la suya, un pelo excelente, a fe mía. Era una barba como un pino de damar, al estilo de los profetas, un pelo aquí, otro allá... ¿Pero le sentaba bien? ¿La apreciaban los demás? así que me pregunté: melón o sandía, aceituna con hueso o sin él, calvo o —perdonadme— peludo... ¿qué sería lo apropiado?

—¿Qué —preguntó lord Grey, impaciente— le hizo a Henry?

—Lo afeitó y rapó con su propio cuchillo —respondió brevemente lord Wharton, y los iracundos rostros que rodeaban la mesa, con la furiosa excepción de Harry, evitaron a duras penas una sonrisa.

—Sois todo un poema —apuntó Lymond—. No está bien visto gritar en una iglesia. Además, lord Lennox está hablando.

Tenía valor, o una pasmosa imprudencia. Tom Erskine, agarrando el tapiz con las manos, se preguntó también, apretando la mandíbula, si Lymond se habría dado cuenta de lo que él acababa de ver: un ligerísimo estremecimiento en el cuerpo inerte de Acheson, el mensajero, que yacía inconsciente sobre la superficie marmórea de una tumba.

Aquello obligó a Erskine a tomar una decisión. Con el mayor cuidado, se movió por el estrecho pasadizo que había tras el tapiz, alcanzó la escalera en espiral y, bajando por ella, salió al amplio balcón con adoquines de piedra desde el que se veía el crucero sur, en el que estaba Lymond. Agachándose, Erskine cruzó el balcón, y levantando cuidadosamente la cabeza, echó un vistazo hacia abajo. Desde su almenado escondite, pudo divisar la cabeza rubia. Se levantó un poco. En aquel mismo instante, Lymond retrocedió dos pasos ante Lennox, que clamaba contra él: colocándose a la altura de la mitad de la mesa más o menos, quedando el balcón y el catafalco a su derecha y Acheson a su izquierda.

Así pues, estaba vigilando al mensajero de reojo. Un momento después, Lymond se volvió para dirigirse a la condesa de Lennox y alzó la vista un segundo, buscando las ventanas ojivales peraltadas y después, brevemente, las amplias escaleras y la galería a la que conducían. Para entonces, Erskine estaba casi seguro de que la ágil mirada azul lo había localizado.

Alguien decía, con vehemencia:

—¡Eso es mentira!

Lymond no parecía preocupado.

—No seáis simple. ¿No sabéis que Margaret pasó su estancia en Escocia en mi compañía?

La mujer arqueó las cejas.

—¿No hemos aguantado ya bastante estas tonterías? Cuando me capturaron, me llevaron a Lanark. Matthew lo sabe. La petición de rescate vino de Lanark, no de vos.

Lymond respondió amable.

—Evidentemente, protegí a mi mediador, proporcionándole unas buenas credenciales, pero no venía, me temo, de Lanark. Qué poco honesto por vuestra parte el no habérselo contado a vuestro esposo. Escribí mi petición de rescate, lo recuerdo bien, en el reverso de una carta de lord Lennox a su mujer, que era en sí misma todo un tesoro. Recuerdo, por ejemplo...

Lord Lennox, pálido, clavó la mirada en su esposa.

—No tiene sentido seguir con esta locura.

—...Recuerdo, por ejemplo, unas cuantas cosas. Pero no os preocupéis. No avergonzaré con ellas a vuestra dinastía. ¿No sabíais que ella usaba la guerra de sedal para su caña de pescar, y que yo era la presa? Yo debía morder el anzuelo pues había optado por abandonar mi habitual comportamiento encantador y servicial y defenderme, con lo que podía convertirme en una amenaza. ¿Os parece dudoso? ¿Lamentable? ¿Quizás incluso un poco absurdo? ¿Qué interés personal tan irracional y egoísta puede llevar a vuestra Margaret incluso al asesinato?

Ahora Margaret estaba también de pie, echando llamas por los ojos. Lennox estaba lívido. Alrededor de la mesa, los demás parecían molestos e incómodos, como si, hipnotizados, no tuvieran más remedio que permitir que continuase aquella intolerable escena.

Acheson se estremeció de nuevo.

—¿Asesinato? —repitió lord Grey—. Ah, ¿os refería a la joven Stewart? Murió en un accidente, a caballo.

—Murió a caballo, a causa de una flecha. La amenazaron, la persiguieron, asesinaron a su joven escolta y provocaron su muerte con tanta certeza como si la flecha hubiera estado dirigida a ella.

»Si vuestros ojos ardieran ahora en sus cuencas, estaríais perdidos, aterrados y abrumados como lo estaba ella... y sois hombres.

No estáis en territorio enemigo, en manos de una mujer cruel y vengativa. Ni galopáis a ciegas sobre un caballo desbocado, en terreno desconocido, con un cadáver sobre vuestras espaldas y la jauría de perros que lo ha matado mordiéndoos los tobillos. No fue un simple asesinato: fue un asesinato de una clase muy especial y despreciable, y los que participan de él tienen un nombre...

Aquella voz admirable se había despojado, como toda la apariencia de Lymond, de su habitual y encantadora negligencia. Prosiguió.

—No tengo muy buenos recuerdos de Crawfordmuir. Me ofrecí, según recuerdo, como precio a pagar a cambio de la verdad. Vuestra mujer estaba deseando comprar, lord Lennox; pero también es experta en la moneda del adulterio. Me dijo que cierto asunto era indemostrable, cuando yo sabía que podía demostrarlo, y me dijo que había muerto un hombre que yo sabía que estaba vivo... así que retiré mi oferta. Pero para salvar a Christian de sus garras, creedme, habría aceptado cualquier precio.

Un aura de esplendor rodeaba la furia de Margaret Douglas.

—¡Detened vuestra sucia lengua! ¡Ridículo y vanidoso embustero!

—¿Christian Stewart murió? ¿Cómo murió?

Lady Lennox dio un paso adelante, estremeciéndose de ira.

—Murió al caer de su caballo. No fue culpa mía. ¡Está mejor así de lo que lo estuvo jamás siendo vuestra amante! ¡Pero no os dejaré que os venguéis mancillando mi nombre ante esta gente!

La respuesta fue de una dureza implacable.

—Mirad el rostro de vuestro marido. Mirad a lord Grey. ¡Mancillar vuestro nombre! ¿Acaso creéis que os toman por Zenobia?

Ella se volvió violentamente hacia Grey.

—¡Que se lo lleven! ¿No podéis acabar con esto?

—Y todo era conciencia y tiernos corazones... —dijo la voz clara y ominosa. Grey se aclaró la garganta. Los ojos de Wharton estaban clavados en los voladizos del techo y los escudos de armas que allí había. Su hijo, erguido junto a Grey, se mordía el labio. El conde de Lennox lanzó una dura mirada a su esposa, con los ojos en blanco como pálidos guijarros erosionados por el mar. Lymond se dirigió a él, evitando mirar a Acheson, sin permitir que nadie centrase su atención en el blanco mármol y en el cuerpo que se estremecía inquietantemente.

—Oh, no os han engañado sólo a vos. Hacéis uno con los Douglas negros y los Tudor reales y con cualquier hombre, desde el más noble al más humilde, que ella quiera dominar. Cualquier hombre. La manzana podrida cuelga más cerca del suelo, Lennox. Hay más ambición en una sola de esas furiosas lágrimas que en toda vuestra maldita carrera. Tenéis que dejar que ella os impulse, no podéis seguir relajado, no podéis fallarle u os destruirá. ¿No es así, Margaret?

Acheson gruñó.

Profundamente asqueado, lord Grey se dirigió a los guardas de Lymond:

—¡Lleváoslo!

Pero Margaret ya estaba avanzando hacia su delator. Con todas sus fuerzas, lo abofeteó en la boca con el reverso de su mano, y Erskine, con el corazón en un puño, vio como el señor de Culter recurría con frialdad a sus habilidades.

Atrapó la muñeca de la mujer y la atrajo hacia sí. Después, usando su cuerpo como escudo, dio un paso lateral llevándola consigo. Con el arco y el carcaj del joven Wharton en la mano que le quedaba libre, retrocedió hacia las escaleras, arrastrando consigo a Margaret, que forcejeaba.

La sujetó con una mano hasta llegar al final de las escaleras, entonces, soltándola un instante antes de que ella misma se liberase por la fuerza, se dio la vuelta y subió corriendo los anchos y bajos escalones.

Erskine estaba preparado. Cuando Lymond irrumpió sin aliento junto a él en el refugio de la balaustrada, él ya había desenvainado su espada, listo para hacer frente a los posibles perseguidores. Pero el otro estaba ya dispuesto, con el arco tensado. Sólo tenía una flecha. Susurrando, dijo:

—¡Agachaos, maldita sea!

Y en cuanto Erskine se arrodilló, Lymond apuntó hacia abajo.

Wharton y su hijo, a mitad de camino por las escaleras, se detuvieron.

—¡Atrás! —dijo Lymond.

Hubo una larga pausa. Lennox, al pie de la escalera, cubría a su esposa. Grey, todavía a la cabeza de la mesa, no se había movido. Junto a él estaban los dos guardas, indecisos.

Contra un arco y un hábil tirador, sus espadas tenían poco que hacer. Los Wharton descendieron las escaleras, apuntados por el arco y su flecha. Detrás, la galería estaba vacía, una puerta entreabierta llevaba al dormitorio de los monjes, que estaba vacío, a las escaleras principales, a los claustros, al refectorio, a los almacenes: un millar de escondites y un millar de salidas.

De repente parecía que la suerte estaba de su lado. Sólo tenían que acabar con Acheson y escapar.

Con el arco en las manos, Lymond se quedó quieto. Erskine se volvió hacia él, desesperado por la urgencia de la situación. De repente se percató de un movimiento por encima de su cabeza. En la estrecha cornisa que había a la derecha, gemela de aquella en la que él había estado antes, había un hombre con un arcabuz.

Desde allí no se podía bajar a la galería, pero el arcabucero no tenía necesidad de acercarse más a Lymond para tenerlo a tiro. Erskine se dio la vuelta, con una desesperada exhortación saliendo de sus labios, y pudo ver, finalmente, por qué Lymond no había intentado tirar.

Acheson se había movido. Sentado, con las manos sobre el mármol, intentaba levantarse, débilmente. Hasta que lo hiciera, estaba completamente protegido por el parapeto. Y sólo tenían una flecha.

Cargar un arcabuz es un asunto laborioso. Escondido tras el bajo muro, Erskine no tuvo más remedio que contemplar aterrado como aquel hombre cargaba con destreza. Pudo ver el destello del cañón siendo manipulado y, por la tensión de los dedos de Lymond, supo que él también lo había visto.

Éste no le prestó demasiada atención. Estaba hablando. Su voz clara y melodiosa atravesaba el crucero inferior mientras Acheson, malhumorado y cubierto de sangre, se frotaba la oscura cabeza y farfullaba.

—Callaos —dijo Lymond a los Wharton—. No os mováis. No pidáis ayuda. Puedo mataros a cualquiera de los dos desde aquí.

Sus ojos estaban tranquilos, delataban fuerza y una mente despejada; no quedaba rastro alguno del cansancio y de las tragedias de aquel día. Siguió hablando mientras se movía lentamente por la pared, intentando tener a Acheson a tiro. El arcabucero, con las prisas, dejó caer algo, haciendo un ligero ruido, recogiéndolo a continuación.

—... daros una lección con algunas observaciones ex cathedra —seguía diciendo Lymond—. Quizás os sintáis algo estúpidos pero a mí no me lo parecéis. Wharton es un maestro en su profesión y es una profesión en la que no se puede tener demasiado aprecio a nadie, y él ha pagado el precio. Pero sabe muy bien que la presión y la coerción armada son dos de los métodos más prolongados y menos fructíferos para ganar una guerra.

Se detuvo, pasando rápidamente con los ojos de la oscura figura de Acheson a los irritados rostros que alzaban la vista hacia él.

—Toda guerra tiene su hombre del balcón, el hombre del árbol, el hombre de la puerta. Provoca, asusta, humilla, pero al final siempre acaban por atraparlo. Partid en su busca si queréis, lord Grey, pero no os dejéis llevar jamás por vuestra vanidad en su persecución. Hoy...

En sus ojos cargados de cansancio refulgió de repente una nueva vida.

—Hoy —dijo Lymond—, ese error os ha costado una guerra.

—¿Lord Grey? —dijo una voz insegura: la voz de Acheson—. Llevadme ante lord Grey. Tengo un mensaje... es sobre la Reina de Escocia.

Grey dijo «¿Qué?» mientras el centelleo de una solitaria mecha temblaba en el oscuro crucero como una luciérnaga. La negra boca del arcabuz, firme como una vara, inexorable como Melpómene, se giró, como una negra flor, hacia su víctima, y Erskine exclamó:

—¡Oh, Dios!

Adam Acheson repitió, mareado:

—Es sobre la Reina. —Y se situó en el centro de la habitación.

El arco, de calidad, giró en las manos de Lymond como una delicada y engarzada joya. La punta de acero firme, brillante. Los nudillos blancos. En la oscuridad que tenía frente a sí, el arma del arcabucero se sacudió. Lymond sonrió, con una especie de sorprendido deleite y, soltando la flecha mortal e infalible, atravesó el corazón de Acheson.

La explosión del arcabuz ahogó el grito de Margaret. Apuntando al cuerpo de Lymond, gracias a la brillante e inmóvil diana que era su camisa blanca, el tirador no erró. Fue más certero incluso de lo que había pretendido, porque el tiro rayó la piedra de la albardilla, añadiendo así proyectiles y satélites que hicieron no uno, sino varios impactos.

Lymond levantó la cabeza, medio volteado por la fuerza de la explosión. El arco cayó. Durante uno, dos segundos, se agarró firmemente a la albardilla rota, desafiando a los heraldos de la agonía y de la creciente oscuridad. Más abajo, Erskine pudo ver por un instante el círculo de rostros pálidos y alzados que rodeaban el cuerpo caído de Acheson.

Entonces la carne desgarrada y las venas reventadas manifestaron su protesta, la sangre liberada manó, suelta y escarlata, por entre los retazos de la camisa de Lymond. Erskine vio como las manos largas perdían fuerza, vio el repentino e incontrolado balanceo, pero no estaba preparado para encontrarse frente a frente con aquella mirada azul, ahogada y reveladora.

—Y murió, despreciablemente martirizado —dijo Lymond, con dolorosa ironía. Y perdiendo poco a poco el control, cayó deslizándose entre los firmes brazos de Erskine.