Capítulo III
La reina debe situarse siempre sobre su color
Su primer movimiento lo puede hacer en diversos sentidos
Primero hasta un punto frente al médico
Después hasta dos puntos muy angulares
Hasta el punto vacío delante del notario
1. Un caballero desamparado recibe un jaque de su propio bando
Tras diecisiete días en el campo de batalla, Richard regresó a Midculter con la intención de disculparse con su esposa.
Pero ella no estaba. Se había marchado hacía algún tiempo con un pequeño séquito y se suponía que se habría unido a Sybilla en Dumbarton. Así que dio media vuelta con su fatigado caballo y cabalgó hasta allí.
Alguien fue hasta el dormitorio de la pequeña Reina para informarle a Sybilla de que había llegado. Ella alzó la vista; la expresión del ciego rostro de Christian reflejaba los acelerados latidos de su propio corazón. Después bajó la mirada y metió las dos escuálidas manitas bajo las sábanas por segunda vez.
—Mañana —dijo.
La Reina puso mala cara.
—Ahora.
—Mañana podréis levantaros —dijo la viuda con firmeza—. Y poneros el vestido amarillo. E ir a ver los potrillos de Sym en los establos. Si os portáis hoy como una niña buena.
Unos ojos y una boca imperativos pasaron de Sybilla a lady Fleming, que estaba detrás de ésta.
—Como estoy enferma, tenéis que hacer lo que yo quiera.
La viuda se percató de la trampa antes que la tía Jenny. La tía Jenny, a pesar del codazo que recibió, dijo con entusiasmo:
—Pero es que va no estáis enferma.
Y María saltó.
—Entonces...
—Estáis convaleciente —terminó Sybilla ágilmente.
—¿Y eso qué..?
—Significa que vais a poneros buena siempre que hagáis lo que se os diga.
Un frustrante silencio.
—Entonces prefiero —dijo la Reina, decidida—, estar enferma.
—En muchos sentidos, era más sencillo —concedió Sybilla. Se inclinó ante la pequeña, que estaba enroscada como un brote de soja entre las sábanas, la besó y cedió agradecida el testigo de su vigilancia a Jenny Fleming.
Una vez fuera, cogió a Christian del brazo.
—Ha venido Richard... Os habéis enterado. ¿Me acompañaréis a verlo?
La muchacha ciega dudó, pero sólo un instante. Si Sybilla estaba dispuesta a sacrificar el orgullo de Richard, era por una buena razón. Y en aquel encuentro, tenía la extraña sensación de que la viuda se sentiría más vulnerable que su hijo.
En la habitación de Sybilla, Richard se lanzó en cuanto entraron, sin preámbulo alguno.
—Me han dicho que Mariotta no está aquí. Tampoco está en Midculter. ¿Adónde ha ido? ¿Ha muerto? —añadió Richard, manteniendo el mismo tono incisivo y mirando fijamente a su madre.
Sybilla se sentó súbitamente. Tras escuchar el ligero roce de la silla, Christian encontró otra para ella, sobre la que se dejó caer silenciosamente. Entonces la viuda dijo:
—No, no ha muerto. Sé dónde está, pero antes quiero decirte algo. Si estás preocupado, es porque mereces estarlo.
Él se acercó a la chimenea, impaciente, luego volvió a la ventana.
—¿Acaso ha decidido cambiar mis atenciones amorosas por... por las de otros? —Sólo en el último momento se abstuvo de pronunciar aquel nombre.
—Por las de Lymond —dijo Sybilla, serena—. No lo creo, no. Quizás lo haya hecho, pero no que yo sepa. Es sobre Lymond que deseo hablarte. —Sus ojos, azules y compasivos, se tornaron críticos—. Hasta ahora has tenido libertad para hacer lo que has querido, Richard. Nunca hemos hablado del ataque al castillo, ni del flechazo de la competición de Stirling, ni de los regalos que ha estado recibiendo Mariotta... ¡Oh, sí! —dijo, pues él se había movido súbitamente—. Para algunas cosas, soy menos ciega que tú, Richard no dijo nada. Tras un momento, la viuda prosiguió, tranquila.
—Pero ahora vamos a hablar de todo ello. Porque creo que has llegado a un punto en el que tienes que elegir. ¿A quién quieres encontrar realmente, Richard, a Mariotta o a Lymond?
Él le devolvió la mirada.
—Espero que no pretendáis que conteste a una pregunta como esa. O a las habladurías sobre mi mujer y sus... asuntos. Ha habido un malentendido entre nosotros. Eso puede arreglarse fácilmente cuando la vea. Todo quedará en nada cuando obligue a mi hermano a postrarse de rodillas ante mí.
—Lo que quiero decirte —dijo Sybilla, sin alterar la voz—, es que si insistes en destruir personalmente a Lymond, es posible que acabes perdiendo también a Mariotta.
El levantó la voz.
—¿Por qué? ¿Acaso Lymond acabará con su vida? ¿O lo hará ella misma?
—Lo que quiero decir es que tu odio irracional hacia Lymond convertirá a Mariotta en culpable de engaño a ojos de la gente. Por otro lado, si él ha pasado a ser importante a sus ojos, la recuperarás siendo magnánimo, no destruyendo al monstruo y luchando contra el mito hasta el día de tu muerte. Quiero decir que Lymond está ahora mismo con Mariotta, que no la ha tocado, pero que habría que liberarla de su influencia lo antes posible. Y si eres capaz de abandonar esta locura, yo la encontraré y la traeré de vuelta a Midculter.
Él se levantó antes de que Sybilla terminase. Christian lo oyó, mientras apretaba fuertemente los brazos de la silla. «¡No..! ¡Por Dios!», pensó Christian, aterrada. ¿Cómo podía Sybilla, tan inteligente como era, tan perspicaz con los demás, equivocarse tanto con su propio hijo?
Richard habló con una voz extraña y ajena.
—¿Dónde están? ¿Cuánto tiempo llevan juntos?
Sybilla respondió con rapidez.
—No lo sé. Eso no importa. Estaba muy enferma cuando él la encontró, Richard. Ha estado terriblemente enferma, su vida ha corrido grave peligro.
Profundo silencio. Entonces lord Culter preguntó:
—¿Y el bebé?
Hubo un largo intervalo hasta que consiguió leer la respuesta en el rostro de su madre.
Después de un rato, habló con voz bastante firme.
—Así que el bebé está muerto. ¿Qué habría sido? ¿Una niña?
—Un niño.
Y Christian, compasiva, le contó la historia del cirujano.
Cuando terminó, él se rio. Ante aquello, Sybilla le gritó; él la ignoró.
—¡Es genial! Mi incomparable hermanito... el infalible Lymond, que convierte en un éxito todo lo que toca... ¿Decís que sabéis cómo llegar hasta ellos?
Pero Sybilla debió imaginarse lo que se avecinaba, porque su voz sonó firme.
—Te dije que, si renunciabas a capturarlo, probablemente podría ayudarte a encontrar a Mariotta.
—¿Y para qué quiero yo —dijo lord Culter—, a Mariotta, si puede saberse?
—¡Dios santo, sois un necio! —dijo Christian, y se puso en pie de un salto—. Concededle a este asunto al menos la misma reflexión sin prejuicios que le dedicaríais a una de vuestras malditas cerdas cuando paren. ¿Pretendéis acusar de mala conducta a una mujer enferma, a las puertas de la muerte, que acaba de perder a su hijo? ¿Y por qué culpáis a vuestro hermano? Demonios, deberíais estar agradecido de que llamasen a aquel cirujano. Si Lymond es todo aquello que vos decís que es, se habría lanzado sobre ella como Hefesto, con un hacha.
—Mariotta es la amante de Lymond —dijo Richard, conciso—. Prácticamente me lo confesó antes de marcharse. ¿Dónde están?
—Os mintió para enfureceros —dijo Christian.
—O me dijo la verdad para enfurecerme. ¿Dónde están?
Christian no podía hacer nada más. Cuando la viuda oyó la pregunta por tercera vez, Sybilla dijo:
—Ya te lo he dicho. No conozco el lugar exacto. No te diré lo que sé a menos que me prometas...
Richard volvió a reírse.
—¿Con esta historia dando la vuelta a toda Escocia? Quedan pocas cosas que me harían parecer más ridículo de lo que ya parezco ahora mismo, y una de ellas sería concederle a Lymond mi beneplácito. Además, ¿Por qué no iba ella a preferirlo a él? Todas las mujeres con las que estuve lo hicieron. Nunca hubo nada mío que no pasase inmediatamente a ser suyo... Incluidas vuestra atención y el amor a vuestro primogénito...
Sybilla cerró súbitamente los puños.
—¡Richard!
—Es verdad, ¿no es así? ¿No es esa la razón por la que estáis tratando de salvarlo ahora? Porque sólo queréis a ese hijo vuestro. Ni a mi padre, ni a mí, ni siquiera a vuestra propia hija; mi hermana, su hermana... la muchacha a la que él asesinó.
—¡Richard! —Esta vez, Christian se levantó, tanteando hasta alcanzar la silla de la viuda. Se arrodilló rodeando fuertemente a la anciana con los brazos, mientras fuera, en el pasillo, una voz gritó el nombre de Culter.
La viuda se sentó como un pequeño acónito, con los ojos azules, abiertos y oscuros. Richard se quedó de pie junto a la chimenea, erguido y tenso como nunca, como si su cuerpo fuera un bloque de metal, sin huesos ni carne. Alguien aporreó la puerta.
—¡Lord Culter!
La viuda tembló. Christian se levantó despacio, permaneciendo junto a su silla. En la habitación apareció un rostro asustado.
—¿Lord Culter? La Reina regente lleva media hora esperándoos, milord. No podíamos encontraros...
—Entonces que siga esperando —dijo Richard.
—¡Milord! —Esta vez fue una segunda voz, un segundo paje—. ¡Ordena que vayáis inmediatamente!
Sin inmutarse, Richard lanzó con desprecio unas palabras a su madre.
—Puede que me equivoque. Seréis vos quien tenga que demostrarlo. Os ruego que me digáis cómo puedo encontrarlo.
Los pajes no sabían qué hacer.
Por un instante, Sybilla miró a Richard directamente a los ojos, sin que ninguno de los dos parpadease. Entonces, sin decir palabra, negó con la cabeza.
—Muy bien —dijo él—. No os pediré que actuéis contra vuestros sentimientos. —Y dándose la vuelta, salió de la habitación como una exhalación. Los dos pajes reaccionaron, se miraron el uno al otro y salieron por la puerta.
—¡Lord Culter! ¡Os reclaman..!
Dentro de la habitación, Christian se dejó caer hasta el suelo y colocó la mejilla en el cálido regazo de terciopelo de la viuda. Tras un momento, sintió como Sybilla se movía, y como sus delgados y esbeltos dedos empezaban a acariciar cariñosamente sus cabellos.
Mucho después, Sybilla salió de la habitación, en silencio. Estaba bajando las escaleras cuando Buccleuch giró en una esquina y caminó de puntillas hasta el descansillo, colocándose frente a ella.
—¡Sybilla, maldita sea! —dejó escapar un gritito ahogado, se detuvo y la observó de cerca—. ¿Habéis estado enferma?
—No —dijo Sybilla, devolviendo el cumplido—: ¿Y qué os ha pasado a vos? Parece que os hubieran hervido en una cazuela con una anémona.
La barba de sir Wat se movió de un lado a otro, evidente señal de vergüenza, y volvió a farfullar. El rostro triste de la viuda dejó entrever un destello de diversión.
—Vamos, Wat. ¿Pasa algo con mi familia?
En la cara de Buccleuch se adivinaba una batalla interna entre la culpa y una suerte de satisfacción nerviosa.
—Me vais a patear el trasero hasta que me lo hundáis —le advirtió—. Y caramba, os lo aviso: tendréis razones para ello.
—¿Qué habéis hecho?
—¡He metido a ese loco de Culter en una celda de castigo bajo arresto!
—¿Qué?
—Así es —dijo Buccleuch, con evidente placer—. ¡No podéis imaginároslo, Sybilla! Ha estado ignorando todas las órdenes que recibía. No debería haber abandonado a la Reina para irse a Crumhaugh, para empezar. Y desde que llegó hoy...
—Ha hecho esperar a la Reina, lo sé.
—Vaya, pues sí. Estaba todo lleno de pajes corriendo de un lado para otro y él revoloteando por ahí. Pero eso ha sido lo de menos. Cuando por fin se presentó, primero nos miró a todos con mala cara para luego decirle a Su Majestad que sencillamente no estaba dispuesto a hacer lo que ella quería.
—¿Y qué era lo que quería?
—Pues quería que fuese hasta Edimburgo y que ayudase al Canciller, que estaba muerto de miedo porque esperaba que lord Grey y los ingleses atacasen de nuevo, puntuales como las campanas de Prime. Ya conocéis a Arran. Lo sabéis vos y lo sabe todo el mundo, pero nadie va y le dice a la Reina que el Canciller es un auténtico gallina con un cerebro de mosquito.
—¡Dios santo! —dijo Sybilla—. ¿Se lo dijo Richard?
—No con esas palabras —admitió sir Wat—. Pero fue muy brusco. No podía entender qué necesidad había de ir allí. No tenía tiempo para ello. No quería ir. No quería decir por qué; que si esto y lo otro. Hasta que la de Guisa, que tampoco se muerde la lengua, le soltó que imaginaba que sus problemas con las mujeres acaparaban toda su atención.
—¡Oh, Dios santo! —dijo Sybilla, quedándose sin fuerzas—. ¿Acaso se lanzó sobre ella y la golpeó?
—Bueno, no exactamente —dijo Buccleuch, observando a la viuda con cierta curiosidad—. Pero apretó los puños, la miró de arriba a abajo, y le dijo que podía pensar lo que quisiera, pero que él ya había hecho bastante por el rey de Francia, y que no estaba dispuesto a hacer nada más. Y entonces... bueno, caramba —dijo sir Wat en tono desafiante—, alguien tenía que hacer algo...
—Así que habéis echado mano de vuestro tacto habitual.
—Bueno, sólo dije que lo más probable era que lord Culter estuviera ansioso por echarle el guante a su hermano, lo que al fin y al cabo no dejaba de ser un servicio público...
—En efecto. Wat, sois un rufián sin principios —dijo Sybilla—. Y claro, al ver que Richard la estaba desobedeciendo a causa de un conflicto familiar...
—Le dijo lo que pensaba de él y de su lealtad, y él le respondió. Vaya, no le había oído tantas palabras seguidas desde que le enseñé los versos de sir Guy. Y al final lo encerraron abajo.
—A sugerencia de Buccleuch.
—Bueno, ciertamente no iba a detenerlos —admitió sir Wat—. ¿Estáis enfadada conmigo?
Sybilla lo miró con un aire de tristeza.
—Al contrario —dijo—. Ojalá se me hubiera ocurrido a mí antes.
Dejó a sir Wat y se marchó directamente a su habitación. Al atardecer, autorizada por la Reina y acompañada de Sym, que con permiso de Christian cabalgaba tras ella, la viuda salió de Dumbarton, dirigiéndose a gran velocidad hacia el sur.
Tras los rocosos muros del castillo, la habitación que ocupaba Richard no estaba tan mal. Tenía barrotes y no había demasiados muebles, pero uno podía sentarse y leer con relativa comodidad. Además, los carceleros lo trataban bien y con respeto.
Después lo dejaron solo. Afuera, los sonidos del mundo empezaron a apagarse y la fría brisa nocturna, que se colaba por entre los apretados barrotes, susurraba plácidamente.
Oh, rema, dama mía, entre sedas y satén
Y lava a mi hijo en la leche matinal.
—¿Zapatillas? —preguntó Kate Somerville.
—Sí.
—¿Cuchilla de afeitar?
—Sí.
—¿El jubón azul?
—S...
—¡Lo sabía! —dijo Kate, triunfal, abriendo de golpe el baúl. Cuidadosamente oculta bajo la primera capa de ropa había una prenda vieja y desgastada que, una vez colocada, adoptó la forma de un Gideon corpulento, monstruoso y a la vez extrañamente familiar.
—Este año —dijo Kate—, las doncellas tendrán trapos azules para limpiar. Está nevando otra vez. ¿No preferiríais quedaros en casa?
Gideon, que se sentía repentinamente desgraciado, gruñó. Echó un vistazo a la lista de la compra que su esposa le había encargado, y volvió a gruñir.
—¿Por qué creéis que las tiendas de Londres serán mejores que las de Newcastle?
—No creo que lo sean —dijo Kate, sincera—. Pero para llegar hasta Newcastle tengo que pagarme el viaje, mientras que si vais a Londres, no te...
Gideon Somerville no tenía ninguna gana de ir a Londres con lord Grey. Desde el curioso episodio del robo del ganado en diciembre, el invierno en Flaw Valleys había transcurrido con mucha nieve y relativa tranquilidad. Ahora tenía que partir ya que no quería ignorar la convocatoria del lord Lugarteniente, quien, preocupado por la situación, no pensaba descansar hasta explicarle sus problemas al mismísimo Protector.
Mientras lord Grey y él iban de camino a Londres, el Protector hizo pública una proclama en nombre del pequeño rey, dirigida a los caballeros que vivían en sus condados.
«Nuestros rebeldes escoceses, apoyándose en ayuda extranjera, se están preparando para recuperar los fuertes que hemos conquistado y construido en ese Reino, así como para importunar a aquellos que se han rendido en las fronteras ante nosotros y nuestros argumentos. Hemos adquirido mucha ventaja sobre ellos, como puede recordarse remontándose a años pasados. Y tenemos la intención de seguir defendiendo nuestro país. Así pues, necesitamos que se tomen medidas en vuestro condado...»
El Protector también hizo llamar al conde y a la condesa de Lennox.
Toda Escocia sabía ya que a Mariotta la habían llevado al cuartel general de Lymond y la habían encerrado en la torre. Había llegado un cirujano, había muerto su hijo y el cirujano había partido. Lymond era el único de todos los involucrados que no se había enterado de nada. Una semana antes de la llegada de Richard a Dumbarton, Lymond se marchó finalmente de Dalkeith y cabalgó por entre las nevadas minas hasta llegar a la torre.
Turkey le dio la noticia en voz baja y entonces, lentamente, subió hasta la habitación.
Sentada frente al fuego, formando una dulce y vasta composición en rosa y oro, estaba Molly. Cuando se separaban del ostentoso marco del Ostrich, sus brillantes cabellos y sus claros ojos eran el paradigma de la inocencia: por su aspecto, parecía que hubiera estado atendiendo enfermos toda su vida.
Cuando Lymond entró, ella se levantó de la silla y, rodeándolo en un cálido abrazo, lo besó suavemente y lo acercó hasta el fuego. Entonces, haciendo un gesto para que no hablase, se acercó sin hacer ruido a la puerta que llevaba al cuarto de Will y la cerró.
—La muchacha está dentro —dijo, y volvió para sentarse a su lado.
—¿Cómo se encuentra?
—No está mal del todo. ¿Os enterasteis de que conseguimos un médico?
—Eso he oído.
—Sí. Bueno, fue ese chico vuestro, Scott, el que insistió. Por cierto...
—¿Sí?
Ella dudó.
—Fue también él quien vino a buscarme al Ostrich. ¿Sabías que estaba en tratos con Dandy Hunter?
Los preocupados ojos azules se alzaron rápidamente.
—Cuéntame.
Molly se encogió de hombros.
—No hay mucho que contar. Hunter se pasó casi una semana con nosotros, sin tener ningún motivo aparente para ello, y haciendo preguntas sobre unos temas de lo más curiosos. Joan vio a Scott hablando con él la noche en que vino a buscarme.
—¿Oyó algo?
Molly sonrió. Las entrañas del Ostrich eran como pieles de tambor y cajas de resonancia, como ambos sabían. Le relató textualmente lo que Scott y Hunter habían hablado y él escuchó sin hacer comentario alguno. Al final, ella dijo:
—Tened cuidado. Hunter es mucho más listo que el muchacho. Podría traeros problemas.
El pálido rostro no se inmutó.
—Por supuesto que traerá problemas: no faltaba más. ¿Cómo podría yo vivir sin problemas? Cuantas más espinas, más fuerte crece y se multiplica la rosa.
—Sí. Bueno... Vigilad que las espinas no sean demasiado grandes... ¿No os parece extraordinaria la situación? —preguntó ella de repente—. El niño está muerto, la herencia está en el aire y la dama no habla de otra cosa que de Crawford de Lymond.
Hubo un breve silencio. Entonces él dijo:
—¿De veras? Espero que hayas preservado el mito; me gusta que me idolatren. De todas formas, me alegro de que hayas venido, mi querido jardín de joyas. ¿Puedes quedarte un poco más?
—Lo haré por vos —dijo Molly, encantada—. Nunca os causo problemas, ¿verdad?
—No —dijo él, considerado—. No. Y vive Dios que eres la única persona viva que no me los causa. Ven, mula mía, vayamos abajo a comer como Dios manda.
Abrió la puerta y Molly, con los ojos tan brillantes como sus diamantes, bajó las escaleras como una nublada puesta de sol que se hunde en el océano.
Mariotta había oído su voz. Pero aquello había sido casi una semana antes. Aquel día, sin embargo, sentada en una silla junto a la ventana, entre mantas, oyó sus pisadas en la habitación contigua y supo que por fin venía a verla.
Desde hacía ya algunos días no sentía dolor. Tampoco sufría pesadillas febriles. Cuando había salido de aquella opresiva oscuridad, al principio no sabía ni quién era. La mujer obesa y de dulce voz repleta de joyas se lo dijo. Su cuerpo vacío y su mente aturdida se habían llenado entonces con una sola idea: lavar su orgullo herido y su amor rechazado en las cálidas aguas de la admiración de Lymond.
El niño había muerto. Para ella nunca había significado otra cosa que el fruto final de la filosofía matrimonial de Richard, y sentía un amargo placer al pensar que de esta manera, al fin, había desbaratado sus planes. Cuando había necesitado ayuda, había sido Lymond el que se la había brindado y no Richard. Lymond...
Mientras pensaba aquello, él llamó a la puerta y la abrió.
—Os estaba esperando —dijo ella.
Él iba impecablemente vestido: nada parecido a la primera vez que lo había visto. Llevaba el pelo limpio y peinado y la ropa inmaculada. Pero los ojos inescrutables y la boca mudable eran los mismos.
—Suelo ir más o menos arreglado cuando estoy sobrio —dijo, respondiendo a su mirada en lugar de a su voz. Se acercó y se apoyó contra la pared que ella tenía a su lado—. Me he enterado de que el médico no pudo salvarlo. Lo siento por el niño. Pero tengo entendido que os encontráis mejor.
Ella se quedó perpleja, pero recuperó la compostura.
—¿No os habíais enterado de que he abandonado a Richard?
Durante un instante, él no pudo ocultar su sorpresa.
—¿Abandonado a Richard? ¿Por qué?
—Nos peleamos —dijo ella—. Está obsesionado con cazar... con... —sus dedos distraídos tocaron el broche que llevaba en su vestido, y terminó, incoherente—: Y yo le hablé de las joyas. Se las llevaron a Annan. Lo siento, ésta es la única que me queda.
Lymond miraba los diamantes. Dijo, hablando despacio:
—Ya veo. Cuando os capturaron, ¿me estabais buscando?
—No exactamente. Pero... Pensé que Dandy Hunter me buscaría hasta que vos... si os enterabais de dónde estaba, o me enviabais más...
—Se calló, exhausta ante lo difícil que resultaba explicar satisfactoriamente aquella situación extraña y sorprendente. Luego, más segura de sí misma, añadió:
—No quiero más joyas. Tenéis que entenderlo. De cualquier manera, os habría obligado a llevároslas. Pero pensé... —se detuvo de nuevo.
—¿Qué pensasteis?
—Que sois mucho más inteligente que Richard y que podría hablar con vos. Antes solía hablar con Dandy —prosiguió, con una mirada febril—, pero él no estaba en Ballaggan cuando llegué, y yo me preguntaba qué hacer cuando llegaron los ingleses, y después vinieron vuestros hombres a por mí, y me sobrevino aquel dolor... Lo siento —dijo Mariotta, dolida, con las mejillas enrojecidas—. Pero vos no sabíais nada del bebé.
El joven Crawford miró hacia otro lado. Sin contestar, caminó hasta la chimenea, plantó los codos en la repisa cubriéndose los ojos con las manos. Entonces dijo:
—Vamos a dejar las cosas claras antes de nada. Exactamente, ¿por qué os peleasteis Richard y vos?
Ella miró al suelo.
—Es demasiado complicado —dijo, malhumorada.
—No importa. Decidme exactamente qué ocurrió. —Él soltó sus manos y, dándose la vuelta, se sentó cerca de su silla—. Bueno, dijisteis que queríais hablar.
Ella se lo contó. Mientras le relataba los abandonos y las decepciones, los desacuerdos y las peleas que la habían amargado y llevado a la rebelión, Lymond miraba fijamente al suelo. Ella le habló de lo que había sentido cuando recibió los primeros regalos, de su decisión de no contarle nada, de la última pelea en la que Richard había pensado directamente lo peor. Terminó su discurso con la misma espléndida inocencia.
—Así que ya lo veis. Difícilmente podía quedarme después de aquello.
Él se levantó y fue caminando con su típico andar felino hasta la otra punta de la habitación y de vuelta a donde ella estaba, mirando su cabello negro y sus expectantes pupilas. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¿No creéis —dijo Lymond—, que más bien soy yo el que parece la serpiente de la discordia de los ofitas, y no Richard? Su obsesión por castigarme parece ser la fuente de todos los pecados que haya podido cometer, el pobre.
Los ojos violetas permanecieron solemnes.
—Él no os daría ninguna oportunidad. Os odia porque sois diferente... y eso es injusto, y hace que le desprecie todavía más.
Los ojos azules, tremendamente maduros, la observaron, seráficos.
—¿Por qué?, ¿Por la falta de amor fraterno? Perdonadme que tenga que recordároslo, pero el hombre tiene motivos más que suficientes.
Era cierto. Ella había olvidado el incendio de Midculter. Pero respondió:
—No sabíais lo que hacíais.
—Lo único que deseo en este mundo —replicó Lymond, en tono lóbrego—, es poder disfrutar de media hora en la que no sepa lo que hago. Pero nadie me ha concedido todavía ese privilegio.
—Yo podría ayudaros. —Ella se le acercó de repente y cogió una de sus manos. Él se la concedió con perfecta indiferencia, diciendo:
—La idea que tenéis de mí es fascinante y hagioscópica, pero corresponde a un personaje que os habéis inventado sólita. ¿He de entender que me estáis proponiendo unirme a los mercenarios portugueses? Porque de ser así, tendré que decírselo a Molly.
—¿Molly?
—La mujer que os cuida. Regenta una casa de mala reputación en Inglaterra y, por halagadora que me resultéis, no deseo ofender a mi más querida amiga sólo para molestar a Richard.
Ella sonrió, temblorosa.
—Estáis intentando asustarme por mi propio bien.
—Al contrario —dijo Lymond alegremente—. Es muy importante que os quedéis aquí hasta que estéis bien. Después de todo, me ha costado mucho conseguiros. Y, al contrario que Richard, yo siento por mis mujeres la más alta estima.
Él retiró la mano que ella sujetaba y la abrió cuidadosamente ante sí, observando la belleza de su forma, los largos dedos y los esbeltos huesos, que contrastaban brutalmente con las cicatrices de la palma.
—Es una pena, ¿no creéis? Fui esclavo en las galeras durante dos años después de que se enterasen de lo de Solway Moss, y pasé allí dos veranos muy tranquilos. Por aquel entonces pensaba mucho en nuestro modesto alabardero, disfrutando de su título de lord en Midculter.
Mariotta se encogió en la silla.
—Seguís intentando asustarme, pero no os creo. ¿Os importaría dejarlo ya?
—Es el olor de la cruda realidad lo que os asusta —explicó su cuñado con desgana—. Porque es corrupto, fétido y real desde que estoy aquí. No me importa lo más mínimo que estéis o no asustada, porque dentro de un mes ya no estaréis aquí. Si tuvierais el cerebro más grande que un garbanzo, querida, habríais pensando en ello. No me iba a molestar en librar a mi hermano de su heredero sin haberme asegurado antes de que tenga motivos para el divorcio. La carambola sería ya perfecta si Richard fuera de naturaleza un poco más enérgica y me hiciera el favor de quitarse él mismo de en medio. Aunque dudo que haga falta animarle a esto último. Prior exit, prior intravit, como dice esa vieja frase.
—¿Y las joyas...? —susurró Mariotta.
—Ángel mío, tenía que sacaros de allí de alguna forma, aunque no tenía previsto que Richard fuera a echaros tan rápido. Me hubiera gustado estar allí. ¡Richard mostrando emociones! Debe haber sido magnífico: Atlas en acción, nada menos.
Hastiada, ella dijo:
—¿Por qué os odiáis tanto el uno al otro? ¿Tanta importancia tiene un estúpido título? ¿No podéis olvidarlo?
—¡Olvidarlo! ¿Mientras Richard me busca las cosquillas como un niño a un peral?
—¡Sois hermanos!
—Bueno: yo soy su hermano tanto como él lo es mío —dijo Lymond enérgico—. Tanto Suivez François y Fan Fan feyne 6llegan a cansarle a uno. Maldita sea, ahora le toca a Richard abandonar la persecución.
Mariotta, débil y afligida, lloraba. Las lágrimas resbalaban por su delicado rostro.
—¿Cómo no iba a querer haceros daño? ¡Vos intentasteis matarlo en Stirling!
Lymond parecía sorprendido.
—¡Mariotta, mi amapola sármata! ¡Qué violento cambio en vuestra actitud! Pensé que me queríais como el marabú de una sola pata a su madre. Pensé que seríamos uña y carne, indivisibles como Richard y sus cerdos. ¡Y ahora esto!
Pero Mariotta, ahogada en un torrente de sombrías y apesadumbradas lágrimas, no podía responder ya, ni argumentar, ni quejarse. No podía hablar ni le afectaban sus burlas. Ni siquiera escuchó el portazo cuando él salió.
Aquella noche, Lymond escuchó los reproches de Molly sin inmutarse, comentando sólo que si la chica necesitaba compañía, sería mejor que le contase sus penas a Will Scott, para variar, y así podrían ambos lloriquear juntos.
Molly había fijado ya su aguda mirada sobre el pelirrojo, tan bien considerado en el Ostrich. Para ella era como el hijo de una de sus chicas y sentía lástima por él. Finalmente —y como siempre— siguió el consejo de Lymond y envió a Will escaleras arriba a consolar a la enferma. Fue la última vez que alguien lo hizo.
A la mañana siguiente, Mariotta había desaparecido. Acuciados por los latigazos de la furiosa lengua de su jefe, la buscaron durante todo el día, pero no encontraron por ninguna parte a su enferma y desaparecida cuñada.
Fue gracias a un encuentro casual con un gaitero de Argyll que sir Andrew Hunter encontró la taberna de Ostrich, en la que, finalmente, se encontró y habló con Will Scott. Desde allí se dirigió directamente a Branxholm.
Buccleuch escuchó el relato que Hunter le hizo del encuentro en un relativo silencio. Al final, preguntó, directo:
—¿Me estáis diciendo que Lymond va a vender a mi hijo?
—Will no está seguro. Pero yo le he dicho lo que sé. El Protector está presionando a lord Grey, y éste tiene más ganas de echarle el guante a Will que nunca. Y a Lymond lo han visto dos veces cerca de donde vive George Douglas. El chico se niega a dejar a Lymond. No dice nada sobre su vida, ni sobre los planes de su jefe...
—¿Ni de la joven lady Culter?
Janet, que estaba escuchando, intervino.
—Dandy no sabía que Lymond tuviera a Mariotta, y Will nunca lo mencionó, aunque...
—Aunque parecía enfermo, Wat —dijo Hunter, serio—. Le hice prometer que me lo diría si alguna vez creía que Lymond iba a librarse de él. Era todo lo que podía hacer. Y si eso ocurre, evidentemente os lo haré saber inmediatamente.
—Inmediatamente —repitió Wat, y en su voz amable y rotunda pudo notarse una ínfima aspereza.
La ciudad de Edimburgo, engalanada e iluminada por la luz primaveral, celebraba la boda entre lady Herries y John, señor de Maxwell, y el sonido de sus campanas barría los campos de Linlithgow agitando la cebada y haciendo que hasta el carbón temblase bajo tierra en Tranent.
La escena que tenía lugar en el interior del palacio de Holyrood resultaba un regalo para la vista. La estancia se encontraba radiante de luz y de flores, paños dorados y banderas; una entusiasmada multitud estrenaba orgullosa su ropa nueva. Agnes Herries sonreía —una sonrisa cegadora y repleta de dientes— a todos, y también llamaba la atención la inusual vivacidad de John Maxwell.
—¿Y quién no daría saltos como un conejo —decían los cínicos— sabiendo que va a casarse con la herencia más jugosa de Escocia?
En un momento dado de la tarde, el novio y la novia se escabulleron para celebrar un encuentro privado. En una remota habitación de palacio, John Maxwell le presentó a su mujer a un extraño: un personaje tranquilo, de cabellos claros y voz suave y perturbadora.
—Agnes, esta es la persona sin cuya ayuda quizás nunca hubiéramos podido casarnos. El... él lo hizo posible en muchos sentidos, y también me salvó de la espada del joven Wharton, el mes pasado en Durisdeer.
Ella quedó intrigada al instante.
—No me dijisteis nada. ¿Os salvó la vida? ¿Cómo podemos agradecérselo?
—No necesito agradecimiento alguno. Ya he recibido la recompensa que deseaba.
Tanto John como el extraño parecían hablar con peculiar sonoridad.
—No fui más que el bautista, el rey judío: la estrella helicoidal que hace frente al Sol. Debéis perdonar que me mantenga en el anonimato; ya no soy dueño de mi propia identidad. Sin embargo —dijo, mientras la simpatía y el deleite inundaban los ojos de ella—, sin embargo, aunque no tenga nombre, mis manos no están vacías. En recuerdo de la experiencia, una experiencia gratificante e hipnótica, ¿aceptaréis este regalo?
Era un broche de cristal y ónice, adornado con diamantes y cabezas de ángeles que valía más que todo su ajuar.
La mirada de Maxwell se cruzó con la del otro, sin ocultar su curiosidad.
—No era necesario...
—En absoluto. Estoy encantado. Aunque, como comprenderéis, he de pediros que os abstengáis de revelar su presencia.
Ellos se lo prometieron, y se despidieron de él con cariño y casi con ternura.
Christian también había sido convocada aquel mismo día, en el que había prometido dar una respuesta a Tom Erskine. Caminó por el mismo pasillo y hasta la misma habitación vacía, en la que esperó mientras se armaba de valor para hacer frente a la jovial presencia de Tom.
Se entretuvo caminando por la habitación, para reconocerla. Le pareció pequeña, con una mesa a un lado, tres sillas y una chimenea de la que salía bastante humo. No era el lugar ideal para una proposición, pensó ella amargamente, ¿pero qué demonios esperabas, mujer? ¿Un engalanado caballero cantando bajo la ventana?
Se sentó decidida en la silla más cercana, y dedicó su mente a contar sábanas y cubrecamas. A pesar de la agudeza de sus oídos, no se percató de las pisadas en el pasillo, ni oyó nada hasta que la puerta se abrió y se cerró con un ligerísimo chasquido.
—¡Cielo santo! —dijo alguien suavemente—. La pitia envuelta en neblina de limón. ¿Os gusta el humo? Alegraos. Afuera es primavera.
Se abrió una ventana, y por ella entró en la habitación un aire fresco y con olor a hierba, y el cantar de los tordos. Christian sintió como la sangre le fluía hasta las puntas de los dedos.
—No seréis... Yo esperaba... ¿Sois vos? —preguntó, sumida en un caos de cuerpo y espíritu.
—A menos que, como el elefante, tenga yo dos corazones, o como Jano, dos cabezas, o dos pieles como la boa, en efecto, soy yo. Ya no escribo cartas con mensajes ocultos y pseudónimo, y he renovado mi interés por vuestra persona. Habéis perdido peso.
En aquel momento, ella había recobrado ya la compostura. Dijo, con aspereza:
—Ser víctima del acoso de un personaje que, como Eulenspiegel, aparece y desaparece, no es precisamente de gran ayuda. Vivo esperando el día en que podamos presentarnos formalmente. ¿No os parece que eso sería preferible a que sigáis viniendo a verme como...
—Como un ladrón en mitad de la noche; es la frase que buscáis. ¿Os he molestado? Pero en cierta ocasión me ofrecí a daros mi nombre y vos os negasteis. Lo siento. Preferiría infinitamente llamar a vuestra puerta con dieciséis elefantes del color de las perlas y esparciendo jade, con trompetas de plata, y zangalete, turmalina y satín, agua de manantial y rosas de Shiraz... ¿Me recibiríais entonces?
—Siempre que me dierais tiempo para componer mis modestos encantos. «¿De quién se trata? ¿Alejandro Magno? ¿Carlomagno?»—Soy Roister Doister, en su visita al Castillo de la Perseverancia. Que tengáis un buen día: yo marcho al Infierno.
—Me parece que tenéis la habilidad de llevarlo con vos allá donde vayáis —dijo Christian.
—Es posible. He sido agraciado con una plétora de satanismo y una necesidad de aprovecharla. Frère Estienne, ¿acaso no somos excelentes malvados?
—Demasiado. Me parece diabólico, por ejemplo, que alguien con tal pasión por el secretismo se atreva no sólo a entrar en un palacio real, sino a interferir en los encuentros y las citas que tienen lugar en él.
—Tengo amigos en la corte.
—Vaya. ¿En qué corte? —citó ella antes de que él pudiera terminar.
—No me llevo tan bien con los Skelton como con los Estuardo. En esta corte, señora.
—No tenía ni idea de que fuerais tan poderoso. ¿Saben quién sois?
—¿A quién intentáis hacerle perder los nervios? —dijo aquella agradable voz—. ¿A mí o a vos misma? Me he comportado de manera atroz, lo admito libremente, pero mi objetivo es ejemplar: demostrar mi gratitud y manteneros alejada de mis lamentables asuntos a cualquier precio.
—¿No os parece que, si no os los guardaseis en vuestro maldito pecho como Epaminondas y su jabalina, vuestros asuntos serían menos lamentables?
—No.
—Ya veo —dijo Christian—. Entonces, o bien no confiáis demasiado en mi discreción, o pensáis que mi estómago no podría tolerar vuestra conducta. De cualquier manera, eso desluce en cierta medida vuestras constantes visitas, ¿no os parece?
Aquello fue arriesgado. En cierta ocasión, aceptar su confianza habría significado perderlo. Ahora eso no le inspiraba temor, pero era posible que él la desairase por preguntar.
Sin embargo, cuando por fin habló, su voz tenía un ligero aire de resignación.
—Así que tengo que contaros algún cuento, ¿verdad?
—Preferiría que me contaseis la verdad.
—...Pero todo depende de la clase de gusano que sea. Ya veo. La verdad es que no estoy seguro. La historia que tengo que contar tendría mejor público en la persona de Agnes Herries.
—Entonces imaginad que soy lady Herries —dijo Christian.
—Dios no lo quiera. El hecho es que, como muchos otros caballeros en apuros, cometí un error de juventud. Una situación que pensé que podría ser reparada por una persona. Desgraciadamente, no conocía el nombre de aquel señor, sólo su posición, lo que dejaba la puerta abierta a tres personas...
—Jonathan Crouch, Gideon Somerville y Samuel Harvey.
—Sí. La verdad es que todo encaja muy apropiadamente con lo que ya sabéis. Crouch resultó no ser esa persona, Somerville tampoco, con lo cual nos queda el señor Harvey.
—¿Y cómo —preguntó ella—, vais a encontrar al señor Harvey?
—Ya lo he encontrado. Al menos, tras una angustiosa transacción comercial que os aburriría escuchar, creo poder tenerlo pronto en mis manos.
Ella prosiguió:
—En esa transacción... ¿Tratáis directamente con Inglaterra, o necesitáis un intermediario?
—Tengo listo un intermediario. Uno quizás demasiado interesado.
—Por supuesto. George Douglas —dijo Christian, tranquilamente—. No tenéis por qué decírmelo. Pero parece bastante inevitable, después de vuestra transacción con Crouch... ¿creéis que Harvey puede ayudaros?
—No tengo ni idea —dijo él—. Es posible. Por otra parte, siempre es fácil desacreditar un discurso —aunque sea verdadero—, si este es fruto de la coacción, así que posiblemente no le crean. E incluso aunque le crean...
—¿Sí? —preguntó ella cuando él se detuvo. Él rió.
—No lo sé. Tengo dinero. Podría darme cuenta de que tengo la costumbre de quedarme boca abajo incluso cuando me dan la vuelta, como el doctor Fausto.
—Si yo fuera Agnes Herries, dudo que lo creyese —dijo Christian.
—No, eso era un comentario fuera de lugar. Lo que tenemos, al fin y al cabo, es una larga lista de las maldades de la monarquía absoluta y de mujeres en las que no se puede confiar, con la honrosa excepción de esta hermosa audiencia. Yo podría protagonizar una magnífica epopeya, ¿no os parece?
—Podríais protagonizar cualquier cosa —dijo Christian—, incluida una perfecta farsa sobre vuestras épicas aventuras. Pero no os preocuparé. Ha sido una interpretación maravillosamente sucinta.
—No me gusta parecer cándido en público. Christian, puede que tenga éxito o no. Si no lo tengo, éste será nuestro último encuentro.
—¿Y si lo tenéis?
—Pintonees todo irá muy bien. Pasaré a estar en el lado bueno como un mero, y puede que alguien nos presente formalmente. Pero pase lo que pase, tenéis desde estas abismales profundidades mi gratitud incondicional y mi más sincera alabanza. Todo lo que toquéis con vuestro candor os será devuelto incrementado, y quien quiera que sea la persona con la que lo compartáis, medirá cuatro metros, como San Cristóbal. —Dudó un momento—. ¿Sois consciente de que, de no haber sido ciega, estos encuentros no habrían sido posibles?
Ella asintió.
—No soy una persona insensible. Pero quiero que recordéis que, si esta aventura os ha entretenido, divertido u os ha proporcionado algún regocijo, ha sido un pequeño regalo que os ha concedido vuestra falta de visión.
Aquello supuso para Christian un amargo trago pues sentía que su infinita paciencia se había acabado, y su ceguera le provocaba por vez primera una inmensa ira. A pesar de todo consiguió forzar una sonrisa, y escuchó como él se acercaba para coger su mano.
La besó primero allí y después, inesperadamente, en la mejilla.
—Una mujer —dijo él— con un espíritu que reconozco. No puedo prometeros la transformación de vuestro patito feo, pero al menos llevará vuestras muletas con orgullo. Adiós, querida niña.
—Adiós —dijo Christian, que se quedó sentada mientras se cerraba la puerta.
Durante ese rato, Tom Erskine la había estado buscando. Sybilla se lo hizo saber, y añadió, inquieta:
—Por cierto... ¿Sabíais que Richard está aquí?
—¡Richard! —exclamó Christian, haciendo regresar a su mente, que estaba a kilómetros de allí—. ¿Pero no sigue..?
—¿En prisión? No. Me acaban de decir que la Reina lo ha perdonado y liberado para que pudiera asistir a las celebraciones. Debería llegar pronto.
—Oh, Sybilla.
—Sí, lo sé —dijo la viuda—. Creo que me estoy haciendo vieja. La verdad es que estoy algo asustada. A veces mi hijo parece mucho más fuerte que yo.
Tom Erskine la encontró poco después, y en cinco minutos —durante los cuales su corazón, aterido de frío, asumió reticente y de por vida una nueva carga de amable y protectora devoción—, Christian Stewart pasó a ser su prometida.
El tercer barón de Culter tenía la clase de orgullo que lleva a un hombre a caminar erguido al lugar en el que ha sido públicamente humillado, desafiando al universo a burlarse de él. Entró en la abarrotada sala de baile de Holyrood con el porte de un emperador, lo que le fue de gran ayuda en los primeros minutos de su encuentro con sir Andrew Hunter.
Dandy era la persona ideal para lidiar con una situación semejante. Ignorando las miradas interesadas, amigables o especuladoras; ignorando el rostro impasible y sombrío de Culter, habló con naturalidad sobre la boda y comentó que lord Grey había marchado a Londres y que se esperaba que permaneciese allí hasta finales de marzo.
—Podremos respirar hasta la Pascua, al menos. —Entonces añadió—: Richard, decidme: ¿Estáis definitivamente harto de Buccleuch y de sus ataques de ira? ¿O creéis que podríais soportar un reencuentro si yo lo organizase?
Culter lo observó con mirada escéptica.
—Esto debe ser el fin del mundo. ¿Un Scott dispuesto a disculparse?
Hunter le contestó sin rodeos.
—He recibido un mensaje de Will Scott. Lymond planea venderlo a los ingleses por mediación de George Douglas. El muchacho ha descubierto cómo piensa hacerlo y quiere nuestra ayuda. ¿Queréis uniros a nosotros?
La mirada en el rostro de lord Culter fue respuesta suficiente.
Wat Scott de Buccleuch los esperaba en una estancia privada. Richard se acercó.
—Estáis resultando ser un personaje de lo más imprevisible, Wat. ¿Llamáis a mi puerta porque me necesitáis o porque realmente lo deseáis?
Buccleuch dudó. Entonces su barbilla y sus mejillas se estremecieron en una estruendosa risa.
—Las cosas han cambiado. Si aún estás dispuesto a ir a por Lymond, yo también.
—Eso tengo entendido. —Un asomo de sonrisa cruzó el rostro de Richard—. Imagino que si Will no le hubiera escrito a Andrew, yo seguiría en la cárcel.
Sir Wat soltó un resoplido.
—Algunos habláis como si yo fuera Michael Scott el hechicero, y no un hombre viejo y cansado. ¡Sentaos, sentaos! —añadió, irritado—. No vais a solucionar nada plantados ahí, como dos tenores en un coro.
Hunter rio y se sentó y, después de unos instantes, Richard hizo lo mismo. La que le tendía sir Wat era una extraña rama de olivo, pero probablemente no iba a conseguir nada mejor. Entonces, sir Andrew le pasó la carta que había recibido de Will.
El asunto estaba bastante claro. Scott no revelaba la situación del cuartel general de Lymond, probablemente para no implicar al resto de la banda. Lo que sí decía era que Lymond se proponía ir al este para obtener de sir George Douglas y lord Grey su parte del trato: un hombre llamado Harvey, y que una vez tuviera a Harvey, Lymond tenía intención de cambiarlo por Scott mediante alguna artimaña y entregárselo directamente a lord Grey.
El muchacho proponía avisar inmediatamente a Buccleuch en el momento en que Lymond lo convocara, para que aquél pudiera marchar con sus hombres al lugar del encuentro y atrapar así, no sólo a Lymond, sino también a Douglas y a lord Grey.
Los tres hombres estuvieron largo rato haciendo planes.
—Y después de esto, supongo —dijo finalmente Culter, reclinándose—, que el chico sabrá encontrar el camino a casa para volver con vos, ¿verdad?
—Sí, esa es la idea —dijo Buccleuch. Rebuscó durante un rato en su bolsa—. ¿Ya os habéis enterado de lo que pasó con los pobres diablos que Maxwell y los demás dejaron como rehenes en Carlisle? Wharton volvió directamente de Durisdeer y ejecutó a la mitad de ellos. ¡Mirad!
Sacó un papel y lo dejó caer sobre la mesa, frente a Culter.
—Esto es lo que ese asesino desalmado de Wharton envió el día en que murieron.
«...Considerando —pone aquí— que estas personas y sus amigos pusieron en peligro la paz y la santa unión entre Su Majestad nuestro señor soberano de Inglaterra y Su Alteza la Reina de Escocia, y por sus falacias y perjurios contra tan Santísima Unión y deseo de paz, sin importar su fe, pues son ellos y su sangre los culpables, se decreta por la presente su muerte...»
Buccleuch los observaba con mirada incisiva.
—Ahí tenéis el precio del casamiento al que hemos asistido hoy. También es el precio de la boda que evitamos al vencer en Durisdeer. Todos estamos pagando por lo mismo: esos pobres cautivos y los muchachos que cayeron en Pinkie, en Ancrum, Annan y Hawick y vos con vuestro hermano, y yo con mi hijo. Vivimos tiempos —dijo Buccleuch— que alcanzan las cotas más altas de la tragedia y, comparado con esto, ni vuestros problemas ni los míos tienen más importancia que dos gotitas de sebo en las llamas del infierno.
Richard miraba la mesa sin decir nada. Buccleuch esperó; luego, haciendo crujir la madera, apartó su silla y se puso bruscamente en pie.
—Está bien. Eso es todo. Ya podemos volver —gruñó, y salió el primero de la habitación.
Al volver, Richard se encontró con su madre, sola, esperándolo en la sala de baile. Sybilla, sin arredrarse ante el adusto gesto de su hijo, se enfrentó a él directamente.
—Ya sé: soy la Mere Sotte, y vas a intentar utilizar todo lo que diga para crear teorías delirantes. Afortunadamente eso ya no importa. Mariotta ya no está con tu hermano. Se escapó, con la ayuda de Will Scott, y ahora está en el convento de Culter, muy asustada y bastante enferma. Lymond no fue nada gentil con ella. La atrapó por pura casualidad; los ingleses la capturaron cuando huía de ti, y se la ofrecieron a él. No se ha portado bien con ella, como ya he dicho, pero tampoco le hizo daño a ella ni al niño. Creo que deberías saberlo.
Richard la escuchó apoyado contra la puerta.
—Un noble intento de defensa. Aplaudo la determinación que mostráis en sacrificar a Lymond para salvar mi matrimonio. Pero es un poco tarde para el arrepentimiento... el arrepentimiento de cualquiera. Cuando atrapemos a Lymond, quizá sepamos la verdad.
Los ojos azules se enfrentaron a los grises.
—¿Cuándo..? ¿Será pronto?
—Muy pronto. Y esta vez no hay que temer que escape.
—¿Y qué —dijo la viuda, directa—, he de decirle a Mariotta?
—No hay ningún mensaje —dijo Richard—. No la quiero de vuelta. Vos, por supuesto, podéis felicitarla por el nacimiento de su hijo.
—Qué tú no quieres que vuelva —repitió la viuda, con el rostro descompuesto por una furia poco habitual—. ¿Creías que iba a volver? Tu esposa, cariño, no quiere volver a verte nunca más.