Capítulo II

El escondite

Y no es cosa adecuada ni conveniente

Que una mujer asista a la batalla, pues mucha es

Su fragilidad y flaqueza. Y por lo tanto no se comporta

Con entereza cuando los caballeros batallan.

En la alta hierba que crecía junto al agua un hombre yacía medio enterrado con la ropa empapada, rodeado de pequeños bichos que sobrevolaban su cabeza. Detrás de él, seis kilómetros y medio de ciénaga palpitaban y humeaban bajo el sol. Por delante, las abundantes aguas del foso burbujeaban alegremente frente a los campos de pasto y los matorrales que había tras el castillo de Boghall.

El sol continuó su ascenso.

En el castillo desde el que Richard, lord Culter, vio en su día cómo salía humo de la casa incendiada de su madre, cambiaba el turno de guardia, con bastante hastío por parte de los implicados.

—Si alguna vieja más —dijo el vigía Hugh a su ayudante— me pide que mande un jinete a Pinkie para preguntar por su sobrino-nieto Jacob, la despellejo. El viejo cara de piedra de Wharton en el camino del norte y nosotros aquí con diez hombres y veintidós mujeres para defender este castillo y vigilar todo Biggar...

Pero el desayuno y una pinta de cerveza debieron cambiar su humor porque, cuando la siguiente mujer angustiada vino a preguntar, fue paciente.

—No se preocupe. Los muchachos estarán bien.

La respuesta que obtuvo fue que algunos de ellos habían vuelto ya: el cirujano-barbero con sus cuchillos y ungüentos había hecho dos veces el doble viaje entre el castillo y las humildes casas de techo de paja de Biggar. Hugh pensó en ello. Pensó en su señor, el fallecido lord Fleming; maldijo en voz alta y subió a la torre de guardia, acechando con decisión y esperanza al apacible sur.

—¡Oh Dios! ¡Deja que vengan! —dijo, dirigiéndose a las colinas—. ¡Deja que vengan y Dod Young y yo los haremos picadillo!

Llegó la mañana. Al mediodía, Simon Bogle, perteneciente al séquito de la casa, obtuvo el permiso de su señora para ir a pescar durante una hora y salió por la puerta trasera. Sym era un chico moreno y anguloso natural de Stirling y hacía tres años que servía a la casa con aguerrida fidelidad. En aquellos momentos, sin embargo, no tenía otra cosa en mente que la pesca. Pasó por entre los arbustos, desamarró el bote y navegó con su caña hasta el otro lado del agua. Allí caminó veinte metros, tropezó con algo, caminó otro poco y se volvió para mirar.

En su camino había un pie humano, que resultó estar unido a un cuerpo y el cuerpo a una capa inglesa. Se agachó, lo agarró y le dio la vuelta. Apareció el rostro de un joven, completamente inconsciente, ricamente ataviado.

—¡Por todos los diablos! —exclamó Simon Bogle, casi sin aliento, y se abalanzó, como la divina Calipso, sobre su presa.

Transportó su botín hasta la entrada, acelerado el pulso por la emoción y apestando a ciénaga. Su señora le abrió la puerta desde el interior y, mientras explicaba lo sucedido, Christian Stewart se arrodilló junto al cautivo en su jardín, con su roja melena caída hacia delante y resignación en sus ojos ciegos.

Lo que para Sym era un caballero inglés, futuro objeto de un suculento rescate, adquirió para aquellos dedos hipersensibles una forma diferente: la de un muchacho inconsciente, con una grave, pegajosa y abultada herida entre el cabello de la nuca. Con cuidado, volvió a atar los cordones de la camisa y se levantó.

—Vaya. Bueno, por el tacto de su ropa parece que esta vez has pescado un pez gordo, chico... Si yo estuviera casada o prometida con este joven caballero, vendería hasta el plomo del tejado para pagar su rescate. A menos que se trate de un español... ¿Creéis que lo será?

—No con ese pelo, milady. Quizás —dijo Sym con una calma que le costaba mantener—, quizás se trate del Protector Somerset. O de lord Grey.

—No creo Sym, es demasiado joven —dijo Christian—. Aunque en cierto sentido es una pena que no lo sea porque, Sym, ¿Has pensado que le vas a decir a Hugh?

—¡Oh, vaya! —dijo Sym, conteniendo su emoción—. Es cierto. Hugh no puede ni oír hablar de los ingleses últimamente.

—El mal humor de Hugh suele ser bastante pragmático —dijo Christian, pensativa—. Con rescate o sin rescate, tu caballero acabará hecho trizas sobre las púas de la muralla si Hugh lo ve.

Sym meditó aquellas palabras un instante.

—Claro, además no podemos pedir rescate alguno hasta que despierte y diga su nombre.

—No.

—Y para cuando eso suceda, es posible que Hugh ya esté otra vez como siempre.

—Me parece que Hugh no podría estar más como siempre que ahora —dijo Christian—, pero no importa. Sigue.

—Bueno —dijo Sym, hablando con prisa—, si lo subimos por las escaleras de los señores y lo dejamos en la habitación de Jamie, nadie tiene por qué enterarse. Toda esa ala está vacía a excepción mía, y yo podría cuidarlo. Hasta que diga quién es... La ventana está demasiado alta como para que pueda escapar y podríamos cerrar la puerta con llave.

Christian dijo, pensativamente:

—Supongo que podríamos, sí...

—Y si no es nadie —dijo Sym alegremente—, entonces simplemente podemos entregárselo a Hugh.

—En cuyo caso —dijo Christian—, ciertamente se convertirá en nadie en menos que canta un gallo. Está bien, estoy de acuerdo.

Sym, impulsado por la codicia, tardó menos en llevar al prisionero adentro, lavarlo y acostarlo, colocar a su alrededor mantas con ladrillos calientes, encender un fuego para preparar un cock-a-leeky6, leche y miel sustraídas de la despensa, de lo que habría tardado en acostar a un niño.

Christian dedicó diez minutos a examinar los detalles del atuendo del joven, sentándose después a descansar en una silla junto a su cama con las manos cruzadas, mientras Sym, con una estaca al lado, se colocó con mirada esperanzada sobre el alféizar de la ventana.

Bendito silencio, pensó la joven mientras las imágenes del día se disolvían lentamente en algo cercano al sueño. A su izquierda, el crepitar de un gran fuego. El sonido de la seda, la sensación de un roce en la mano derecha cuando las cortinas de la cama se retorcieron en un remolino. El crujido de los pies de Sym, con prisa. Una voz abajo, en el patio, gritando algo que ella no pudo entender. Un crujido proveniente de la cama.

Otro.

Un lánguido remover de las sábanas.

Christian, ya completamente despierta y sorprendida por las ganas de reír, pensó que aquello era como asistir a un nacimiento. ¿Se habrían equivocado y se trataba de un escocés? ¿Habría sido un parto ortodoxo y sin complicaciones? ¿Había salido todo bien?

Se escuchó el ligero crujir de las plumas de la almohada. Un improperio contenido. Y entonces una voz dijo:

—Dios, me he roto la cabeza.

Era una voz culta, con un acento que no quedaría fuera de lugar en ningún lugar al norte del Tyne. Al igual que los adornos con pedrería de su vestimenta, reflejaba alto rango, personalidad y dinero. Tras pensar esto, ella habló, con tono tranquilizador:

—Será mejor que no os mováis. Tenéis un bulto en la cabeza del tamaño de la roca de Storr. —Y para ahorrarle el tiempo y la saliva, añadió—: Soy Christian Stewart, de Boghall. Aquí mi amigo os recogió de la ciénaga.

Hubo una larga pausa; entonces el desconocido habló, con la cabeza claramente inclinada hacia ella.

—Bog... ¿Bog..?

—Boghall. Así es. Estabais muy húmedo y frío. Aquí viene Sym con un poco de caldo para vos.

Inesperadamente, entre la sorpresa y la debilidad apareció un leve deje de ironía.

—Imaginaos las calderas de Pedro Botero —comentó su prisionero— y os haréis una idea de cómo me siento. Pero lo intentaré. Como la araña, lo intentaré. Igual que viene se va... así es... Ya está. Puedo comer yo sólo, ¿verdad?

—Tened cuidado. La colcha no queda muy bien con caldo por encima.

Comió, mientras Christian, intrigada, esperaba. Al fin, volvió a hablar.

—Espero que cuando me encontraran llevase puesto algo más que un camisón...

Un auténtico caballero. Christian se dirigió a él con igual cortesía.

—Vuestras ropas están secándose. Requisamos vuestras armas cuando nos enteramos de que erais inglés.

—¿Inglés? ¡Lucifer, príncipe de los Infiernos! —exclamó con pasión—. ¿Acaso tengo aspecto de inglés?

—Yo —dijo Christian con arrebatadora candidez— soy ciega. ¿Cómo podría saberlo?

La experiencia le había demostrado que aquellas palabras, a las que rara vez recurría, y siempre con reticencia, habían resultado ser infalibles. Cruzada de brazos, esperó: remordimiento, vergüenza, asombro, pena, simpatía forzada, simple miedo.

—Oh, ¿de veras? Lo siento. Lo ocultáis magníficamente. Bien, entonces —preguntó curioso—, ¿qué hizo pensar a vuestros amigos que era inglés?

«Admirable delicadeza, jovencito», pensó Christian.

Entonces dijo en voz alta:

—Bueno, para empezar, llevabais una capa inglesa. Nos hemos desecho de ella por vuestro propio bien. La reputación de los ingleses en Boghall ha caído en picado desde que mataron a lord Fleming. Estáis a salvo en esta habitación con Sym y conmigo. Pero creo mi deber advertiros de que no deberíais llamar la atención de nadie más en el castillo.

—Ya veo. O iría a encontrarme con mi Creador. Sin piedad, ahorcado, mecido por el viento. Mi barba, si la tuviera —Dios, casi la tengo—, es demasiado joven como para hacer postizos con ella. Y, ¿por qué, señorita Stewart, habéis decidido preocuparos vuestro secuaz y vos en evitarme la muerte y otros terribles castigos?

—Tenéis una mente de lo más suspicaz. —Con suavidad, Christian contrarrestaba el ingenio ajeno con el propio—. ¿Por qué creéis vos? ¿Por dinero, por bienes? ¿Para que nos paguen, o quizás por otra clase de interés...?

—No pienso tal cosa. Tenéis una impresión equivocada de mí, os lo aseguro. Hace tiempo que lo poco que me quedaba de coherencia escapó por la abertura que tengo en la cabeza y estoy inmerso en un mar de estulticia. De hecho, va he olvidado de qué estábamos hablando.

No era el caso de Simon Bogle, que sólo tenía una cosa en su cabeza.

—Lady Christian y yo —dijo muy serio—, nos preguntábamos cuál podría ser vuestro nombre y posición.

Tras un silencio febril, el joven herido se agitó, inquieto.

—Lady Christian. Maldición. Tiene un título y yo no lo sabía. Vive en una ciénaga, cosa que yo también ignoraba. Ergo, no puedo ser escocés. Entonces vuestra excesiva hospitalidad... ¡Por Dios! Claro. Pediréis un rescate.

—Nos mueve un afán natural. El natural afán de desear dinero y bienes, de hecho. —Christian, que sentía una ligera satisfacción, fue magnánima—. Pero como copropietaria de este bien en cuestión, creo que deberíamos dejar la charla hasta que estéis más descansado. Os habéis dado un buen golpe.

—Varios golpes —dijo él, y se quedó callado, levantándose sólo cuando ella se acercó a tientas y se llevó las almohadas—. ¿No queréis mi nombre? —Y entonces, con un aire poético, dijo— Sin duda el nombre de este oficial es Deid...

—No —dándose cuenta de la resistencia silenciosa de Sym, ella habló con firmeza—. No, no importa. Ahora no —sintiendo que el cansancio y el agotamiento podían con él. A pesar de ello, él dejó escapar una risita siniestra.

—No milady, más tarde no. El mentiroso engaña y es engañado. Mi nombre no os servirá de nada pero no puedo demostrároslo: os seré de tan poca utilidad como la Nibelungslied. Además no puedo recordar nada... nada... ni el más ridículo retazo sobre mi propia identidad.

Christian dejó la situación en manos de Sym por aquella noche. Sin embargo, a la mañana siguiente, se despertó pensando en su prisionero y, después de conseguir comida y vino en la cocina mediante una descarada mentira, subió por la escalera privada.

Dentro de la habitación en la que se reponía el herido, escuchó pasos extraños antes de cerrar la puerta. Y de hecho, cuando se giraba para hacerlo, escuchó una voz que decía, satisfecha:

—Quizás prefiráis volver más tarde, lady Christian. Sym ha salido, y yo estoy de pie junto a la ventana.

Ella cerró la puerta.

—Así que os sentís mejor. Querido caballero, ni siquiera un ataque contra mi virtud me haría abandonar esta habitación hasta que no haya terminado lo que he venido a hacer. Esta mañana he subido más escaleras que un mensajero.

Él rió, pero ella se percató de que no se acercaba para ayudar. Respetando tal muestra de tacto, llevó ella misma la bandeja hasta el alféizar y la dejó sobre un baúl. Entonces se sentó junto a la cama y fue informada de que la fiebre había desaparecido, que el dolor de cabeza era menor y que el caballero estaba profundamente agradecido y completamente al corriente de los últimos eventos acontecidos.

—Así que habéis estado hablando con Simon.

—Ha sido él el que apenas ha dejado de hacerlo. Me ha dicho que la viuda y la familia de lord Fleming están todos en Stirling y que piensa que es rematadamente imprudente por vuestra parte quedaros atrás. Lo cual, siendo yo mismo un peligro adicional, me parece perfectamente comprensible.

Ella se encogió de hombros.

—Ahora mismo soy más útil aquí que en Stirling. —Y se sintió obligada a añadir—: Por supuesto, no puedo arriesgarme a resultar un obstáculo, ni a convertirme en rehén. Si la situación empeora, un amigo de la familia me llevará a Stirling.

—Lo que me dejaría a mí con unos captores menos hospitalarios. Pobre de mí —dijo, algo melancólico—. Quizás parezca egoísta pero, como dijo el poeta, las palabras se las lleva el viento, pero los golpes son bien reales.

—¿No dependerá eso de quién seáis? —apuntó ella—. Si tenéis un nombre escocés, no tenéis nada de que temer. ¿O acaso sigue siendo, sin duda, Deid el nombre de este oficial?

Hubo una pausa. Entonces él dijo:

—¿Estáis citando mis palabras?

—Las últimas que pronunciasteis anoche.

—Vaya, debía estar de un humor algo lóbrego. ¿Alguna vez habéis perdido la memoria? Imagino que no. Es toda una experiencia. Agradable pero peligrosa, como el caballero que se sentaba bajo las palmeras alimentando con fruta a los leones... —Hizo una pausa para coger aire y añadió—: Confío en vos para que me ayudéis a rellenar la laguna causada por el golpe en la cabeza. El que aquí habéis conocido no es más que un loco...

—Espero —dijo ella seriamente—, que no seáis tal cosa.

Encantado, él insistió:

—¿Por qué no? Llámese uno Héctor, u Oliver... Sir Porteus-Amadas-Pérdicas-Florent... La locura parece ser un problema bastante común. La mayoría de los héroes y poetas parecen haberla padecido antes que yo. Y yo soy como soy. Aunque cómo soy en verdad, nadie lo sabe. ¡No me ofendáis con el destierro! No me abandonéis hasta que no lo merezca, ni tampoco me odiéis hasta que no os ofenda. —Y entonces abandonó el inglés con tono lastimero.

Li rosignox est mon père, qui chante sur le ramee, el plus haut boscage.

Lmseraine, ele est ma mère, qui chante en la mer salée, el plus haut rivage...

—Desde luego, vuestro francés es excelente —dijo Christian—. Y no os gusta que os llamen inglés.

—Gracias.

—Lo cual implica que tenéis más afinidad con los escoceses que con los ingleses...

—Esperaba que os dierais cuenta.

—En cuyo caso —dijo Christian razonablemente—, ¿no deberíais aparecer en público? Alguien podría reconoceros.

—Un comentario perspicaz, sin duda —dijo el prisionero, interesado—. Si no estoy de acuerdo, estaría sin duda mintiendo sobre mi pérdida de memoria. Por otra parte, podría ser cierta, y mi tendencia a pensar que soy escocés podría ser infundada, en cuyo caso vuestro amigo Hugh, según me ha explicado Sym, tendrá la oportunidad de dar rienda suelta a sus prejuicios y vuestras esperanzas de cobrar un rescate se desvanecerán.

—Debéis pensar que somos poco dignos de confianza —dijo Christian en tono ecuánime—. ¿Por qué deberíais mentir? Si sois inglés, no tenéis motivo alguno para ocultar vuestro nombre. Cuanto antes lo sepamos, antes negociaremos vuestra libertad.

—El método socrático me parece aún más desagradable que el simple sarcasmo. Os propongo decir lo que queráis que diga, pero tened en cuenta lo siguiente: si yo fuera inglés y pobre, o si fuera inglés y prominente, debería evitar identificarme como si de la peste se tratara.

—¿Y bien?

—Por lo tanto, cuando digo que no deseo aparecer ante vuestros amigos antes de recuperar la memoria, no tenéis medio alguno para comprobar la honestidad de mis motivos...

—¿Que en verdad son...?

—El miedo —dijo él rápidamente—. Simple terror ante la oscuridad, ante lo desconocido. Como a vos, la idea de permanecer expuesto, esperando ante una multitud desconocida a que alguien me reconozca, me espanta.

Christian dijo:

—Un religioso os diría que eso es orgullo y vanidad.

—Si alguien me acusara de eso, espero que lo consideraseis inmediatamente un absoluto embustero.

—Mi buen amigo, ¿acaso queréis verme excomulgada? En mi vida he ido endureciéndome poco a poco. Encontraréis que resulta bastante difícil sorprenderme.

—¿Y engañaros?

Ella sonrió, devolviéndole la misma cita que él había utilizado antes:

—El mentiroso engaña y es engañado. Poseéis una voz de terciopelo y la lengua de un abogado. Una cosa os he de elogiar: os habéis negado a cometer el pecado de los poetas. Siempre es peor tener un linaje falso que no tener ninguno.

—He de evitar vuestras tramas, oh virtuosa dama, oh compleja y sutil Christian. Pero como veis, soy bueno y honesto y no puedo pronunciar ni una palabra falsa.

Ella rio.

—Deduzco entonces que habéis habitado el monte Himeto, alimentándoos de miel y lengua de alondra.

—Y también podría morir en una ciénaga, como en cualquier otro lugar —dijo él, serio.

Christian, que se había dejado llevar por la picardía, recuperó la calma y dijo, fríamente:

—Evidentemente, no puedo responder sobre lo que os pasaría si me marcho antes de que recuperéis la memoria. Pero mientras tanto y hasta que eso suceda, podéis permanecer en el anonimato, si así lo deseáis.

Se levantó, añadiendo enérgicamente:

—Y durante este tiempo estaréis mejor que muchos. Aprovechad vuestra libertad como mejor podáis, amigo mío... Ahora mismo es mayor que la nuestra.

—Cierto. Sólo los locos son más libres. Resulta poco agradecido por mi parte no soportar esa libertad. Pero es aún peor no conocer las proporciones del peso que cargo sobre vuestros hombros.

Christian no había alcanzado la puerta. Se dio la vuelta y dijo, irónicamente:

—No hay peso alguno. ¿Acaso lo olvidáis?

Ja, ja, ja, así será

el dinero tus penas se llevará.

Cerró la puerta, sonriendo y dejando que el prisionero meditase aquellas palabras.

Era jueves, 15 de septiembre. Tom Erskine había marchado al sur el lunes: en cualquier momento podría volver a por ella.

Mientras tanto, ella se mantenía ocupada. Todas las tierras de Biggar, Kilbucho, Hartree y Thankerton estaban a cargo del castillo. Todos los hombres capaces habían seguido a lord Fleming hasta Pinkie y aún no habían regresado —quizás no lo hicieran jamás—. Alguien tenía que ocuparse de aquellas tierras y de las familias que las habitaban. También necesitaban consejo, noticias y asistencia médica, así como instrucciones sobre cómo enfrentarse al invasor en caso de que éste se abriese paso hasta allí.

Las noticias que llegaban del oeste eran terribles. El ejército, mal abastecido e inseguro, había cometido un error garrafal por culpa del pánico: al llegar al campo de batalla, había retrocedido y había sido castigado hasta la extinción. Mientras tanto, a unos sesenta y cinco kilómetros al norte del desastre, la corte había encontrado un refugio temporal en Stirling, mientras que el Protector inglés, avanzando victorioso hacia Edimburgo, había acampado a las afueras de la vacía Leith, discurriendo largo rato sobre las fortificaciones de ésta, mientras los barcos ingleses, que navegaban sin someterse a control alguno junto a la costa oriental, habían tomado y guarnecido la isla de Saint Colme's Inch, preciado punto estratégico en mitad del estuario del Forth, al norte de Edimburgo.

En cualquier momento podrían escuchar a lord Wharton y al conde de Lennox acercándose por el suroeste con sus soldados ingleses.

El día iba tocando a su fin en Boghall. Todos acusaban el cansancio: Christian empezaba a sentir cómo la vitalidad y las fuerzas la abandonaban. A media tarde sacó algo de tiempo para visitar el ala desierta del castillo, consciente de que aquello acabaría por levantar sospechas. Sym, que veía cada vez más lejanas sus esperanzas de cobrar un rescate, podía perfectamente haberse cansado, pensaba ella, de hacer de enfermero y carcelero y haber llegado a la conclusión de que sería menos peligroso y más divertido explicar la situación a Hugh. Después de cuatro años de inquebrantable fidelidad por parte de Sym, ella había descubierto su punto flaco. Pensando en ello, se dirigió a la escalera privada.

Arriba, el sonido de espadas chocando le provocó un vuelco en el corazón. Se detuvo y pudo escuchar una risa reprimida.

—¡Pero hombre, que no estamos jugando al shinty7! Comportaos como es debido. Mirad; primero a la derecha, hacia adelante, y después hacia arriba y ataque.

La clase prosiguió. Resultaba evidente que el alumno se estaba aplicando. Christian subió corriendo las escaleras.

—Malditos estúpidos; vuestras espadas se oyen hasta en Biggar. Sym. ¿Es ésta la manera de cuidar de un enfermo? Y vos, quien quiera que seáis, ¡no me parecéis precisamente el paciente más listo del mundo!

Ignorando las excusas y las disculpas, ordenó a Sym que montase guardia en lo alto de la escalera, mientras agarraba al otro por el brazo.

—Os merecéis estremeceros como San Vito: haciendo de maestro de esgrima cuando aún no os ha bajado la fiebre. Vuestra cabeza...

—...Daría alimento a un gato durante ocho días —dijo él, reprimiendo otra carcajada, después de lo cual intentó controlar su respiración.

El jardín privado de Christian era visible sólo desde el ala desierta. Rodeado por un muro de dos metros y medio de altura, era un lugar tranquilo y secreto. El sol lo calentaba con sus rayos y la paz era absoluta.

Ella, olvidándose de sus preocupaciones, descansó también, apoyándose contra la pared, de cara al sol. No se movía nada a excepción de los aromas perfumados que irrumpían y se difuminaban, creciendo y desapareciendo en una sinfonía orquestada en medio de un aire cálido.

Tres notas doradas de un laúd rompieron el silencio. Era su laúd, recordó ella, que lo había dejado en el escalón.

—Tocad, por favor, no os detengáis. La música es mi vida y mi obsesión.

—¿Qué queréis que toque? —El arañó las cuerdas, arrancando en falso. Entonces, un efluvio de notas irrumpió en el aire, ordenándose en arpegios descendentes. Seguidamente empezó a cantar, alegre y con buena voz:

En mai au douz tens nouvel

Que raverdissent prael,

Oi soz un arbroisel

Chanter le rosignolet.

Saderala don!

Tant fet bon

Dormir le buissonet.

Hizo una pausa y, animado por la sonrisa de Christian, prosiguió.

Ella, algo insegura, se unió esta vez:

Saderala don!

Tant fet bon

Dormir lez le buissonet.

Cantaron juntos la última estrofa, con melodía y contrapunto y, cuando acabaron, ella dijo, en tono triunfal:

—¡La escuela de Sang! ¡Lo sabía!

Mientras desgranaba corcheas que parecían gotas de lluvia, él respondió:

—¿Acaso creéis que soy profesor?

—¿O un monje, quizás?

La risa se fue apoderando de la voz.

—¿Desde cuándo cantan los clérigos como avecillas..? No, está claro que no. —Y se arrancó apasionadamente con una canción que debía su fama a sentimientos más bien poco clericales. Desde ese momento hasta que tocó una estampie8, ella se mantuvo en silencio.

Tocaba con mesura y habilidad. Cambiaba de un compositor a otro mientras hablaba pausadamente sobre teoría musical y filosofía.

Preguntando, escuchando atentamente, ella pudo comprobar que sus opiniones no eran sino un reflejo de las suyas propias. Disfrutando humilde y apasionadamente, penetró en su propio mundo: el mundo del sonido y se sintió feliz hasta que la Conciencia posó su mano sobre su hombro. De pronto, ella dijo:

—¿Quién es Jonathan Crouch?

—¿Quién? —dijo él, remolón—. Ah, Jonathan Crouch. Es un inglés que actualmente es pris...

Aquella pausa, la inhalación, la voz quebrada; todo lo percibió ella perfectamente.

—Usáis métodos drásticos, ¿no os parece? —dijo él.

Christian respondió rápidamente.

—La memoria reacciona de forma extraña cuando nos cogen por sorpresa. Sym me dijo que habíais pronunciado ese nombre mientras dormíais.

—¿Eso hice? Entonces debe ser importante para mí, supongo... Pero en fin, lo siento. Ya no recuerdo nada. Intentadlo de nuevo.

—Entonces probablemente no será vuestro nombre, ¿verdad?

Su risa pareció suficientemente auténtica.

—¡Oh no, por Dios! Estoy seguro de que reconocería mi nombre si lo oyese.

—Podría veniros a la memoria repentinamente. O quizás será mejor que escojáis uno... O Dermyne, O Donall, O Dochardy droch...

—No —dijo él—. Veréis, si seguimos así no acabaremos nunca. Creo que prefiero ser un viejo conocido sin nombre que echarme al cuello un collar con uno nuevo pero falso. O, quizás, en lugar de un collar podría acabar llevando algo más parecido a una cuerda. Permitidme que dedique mi poca memoria a Jonathan Crouch y, mientras tanto, cantemos y bailemos y seamos felices...

El laúd inició su canto irresistible y él lo acompañó.

La rana a un largo viaje marchó

Dum di dú, dum di dá

Con espada y escudo partió

Trilorí, trilorá.

Cuando a su gran caballo subió

Dum di dú, dum di dá

Sus botas brillaban como el sol...

Se detuvo repentinamente, como si se hubiera topado con la mismísima Muerte. Las cuatro cuerdas se detuvieron, atrapadas en sus rígidos dedos, y después sólo hubo silencio.

Christian, pendiente del violento latir de su propio corazón, esperó con infinita paciencia.

—La memoria se comporta de extraña manera —dijo.

¿Qué puertas había abierto el destino de aquella valiente y malaventurada rana? Ranas... y pozos. ¿Qué se encuentra en el fondo del pozo? Gatos y kelpies 9 y maldiciones y ungüentos para las verrugas... y la Verdad, por supuesto.

Rila le sintió moverse a su lado, como si algo se le hubiese revelado. Pero aquella voz, alegre y despreocupada no parecía dispuesta a sumergirse en pozo alguno.

—Trilorí, trilorá. Tengo algo que confesar. La primera regla en la prisión es ganarse el favor del carcelero. En eso creo haber tenido algo de éxito: Sym me ha confesado que no tiene intención de verme pobre ni ahorcado. Más bien al contrario: esta tarde me enseñó cómo escapar usando la llave de la entrada y atravesando un pasaje secreto hasta la ciénaga. Le prometí que no la usaría sin vuestro permiso.

Christian dijo:

—Ya veo. Parece que no habéis perdido el tiempo. ¿Y cuál es la regla cuando hay dos carceleros?

Él guardó silencio un rato. Entonces dijo:

—Bien. Podéis mandarme al Infierno si queréis, pero recordad una cosa: me delato voluntariamente.

—Muy bien —dijo ella—. Siempre que tengáis clara la situación. He de suponer que habéis recobrado el juicio y que vuestra identidad no ha de ser muy agradable a oídos de Hugh. Igualmente, no tenéis intención de servir como beneficio o venganza a Sym o a mí misma. Por lo tanto, después de considerar los favores que ya os hemos prestado, nos estáis pidiendo que permitamos vuestra huida.

Si esperaba que él manifestase alguna emoción, debió quedar defraudada.

—Admirablemente justo y justamente lamentable —contestó la voz, ecuánime—. Bueno, el remedio está en vuestras manos pues. —Y citó, burlón:

Se'l ser un si, scrivero'n rima;

Se'l ser un no, amici come prima.

Después hubo una pausa durante la cual Christian llegó a la molesta conclusión de que, una vez más, había perdido en aquel juego de ingenios. Estando en posesión de la llave, él había decidido pedir su clemencia. ¿Por qué? Pensó que al hablarle del ofrecimiento de Sym, él había evitado con el mayor tacto comprometerla. Había dejado que fuera ella quien tomara la decisión. Traicionarlo ahora parecería la venganza de una mujer rencorosa y eso, ella no pensaba permitirlo.

—¡Amici come prima, ciertamente! —repitió amargamente Christian para sí misma y después dijo en voz alta—: Os aseguro que, si habéis convencido a Sym para que olvide sus sueños de riqueza sin nada más que vuestra personalidad, no seré yo quien insista en la furca y la fossa movida por el rencor o por una perversa curiosidad. Pero debo estar segura de que, una vez libre, no nos haréis daño alguno.

—Podría daros mi palabra, pero el caso es que, al igual que en las fábulas de Mandeville, mi probidad es problemática.

—Ya lo había pensado —admitió Christian—. Entonces, aunque por supuesto acepte vuestra promesa, he de poner otra condición. Decidme qué os interesa de Jonathan Crouch.

—¡Por Dios! —dijo él. Y esta vez ella pudo detectar el tono indudablemente divertido en sus palabras—. La próxima vez iré directamente a ver a Hugh. Prefiero la tortura al interrogatorio. Pero os lo advierto, es un mal trato. No me encontraréis por medio de Crouch.

—Correré el riesgo —dijo ella, pero un gran estruendo que resonaba entre las torres le impidió decir nada más. En aquel instante, escuchó una voz familiar por las escaleras.

—¡Christian, buenas noticias! ¿Estáis ahí? ¿Puedo bajar? ¡Christian!

—Es Tom Erskine... —dijo ella—. Está en la entrada. Rápido. ¿Dónde está Sym...? Ah, ahí estás. Sí, lo sé. Me lo ha dicho. Acompáñalo. Llévalo hasta la cueva y vuelve... hay una pequeña caverna a mitad del pasaje. Está bien escondida. Podéis quedaros allí hasta que oscurezca. Más tarde iré a llevaros una capa y algo de comida.

—¡Mi espada!

—Os la enviaré. Aquí tenéis la llave de la entrada. ¡Rápido!

Mientras sus pasos se alejaban, ella se dio la vuelta.

—¡Tom, cariño! ¡Esperad, que ya subo!

Christian Stewart recogió su falda y empezó a subir las escaleras, pensativa.

—¡Maldito sea! —dijo mientras caminaba, sin que quedase nada claro a qué se refería exactamente.

Erskine había llegado con todas sus tropas, cansado, sucio y muy excitado. La ciudad de Biggar le había abierto sus puertas. Bizzyberry retumbaba con las risas y la música y, en el castillo, los oficiales y guardas, relevados de sus puestos, disfrutaban felizmente de los excesos de la comida y la bebida en el salón de los banquetes.

Sentada junto a Tom, Christian, al reconocer el olor del jabón que éste usaba, y representándoselo limpio, sonrosado y normal, exclamó:

—¡Tom, qué feliz estoy de que estéis aquí!

Él dijo, disculpándose:

—Habría venido antes si hubiera podido. Parecéis terriblemente cansada. Qué idiota fue Jenny Fleming al dejaros aquí.

Ella sonrió.

—Sólo está agotado mi ingenio. Tengo ganas de mantener charlas simples, positivas y alegres. Contadme más de las nuevas que traéis.

Resultaba que las noticias que traían no eran simplemente buenas, sino milagrosas. Lord Wharton y Lennox, que habían llegado hasta Annandale, habían tenido que dar media vuelta y, perseguidos por él mismo y por lord Culter, se habían visto obligados a volver a Inglaterra. Todavía quedaba una guarnición en Casdemilk, pero el terrible peligro que amenazaba al norte había desaparecido: el brazo occidental del cascanueces se había roto.

—¿Y cómo ha ocurrido?

—Por exceso de confianza, creemos. Hicieron correr el rumor de que pensaban avanzar hacia el norte, así que se llevaron una sorpresa cuando Culter asumió lo contrario y atacó. Annan no salió muy bien parado, me temo, pero eso no es nada comparado con lo que se libró de padecer Clydesdale, gracias a Dios. Aunque no tengo reparos en reconocer —añadió con franqueza— que Culter se arriesgó como yo no me habría atrevido en la vida.

—Pero funcionó —dijo Christian—. ¿Y ahora?

—Tenemos que informar a la Reina madre. El mensajero ya ha partido, por supuesto, pero yo iré mañana a contarle los detalles. Vendréis conmigo, ¿verdad?

—Creo que debería, sí —dijo Christian—. Si el castillo ya no está amenazado, pueden prescindir de mí. Y además tengo que rescatar a los niños de las manos de lady Fleming. ¿Habrá luna esta noche?

—No, ha quedado oculta —dijo Tom, sorprendido—. ¿Por qué?

—Oh, no importa. Sym quería salir de pesca esta noche. Yo, por mi parte, tengo que preparar el equipaje —dijo Christian, sin que nada hiciera sospechar que no decía la verdad.

El camino que atravesaba la ciénaga no era fácil de encontrar. Incluso con la ayuda de Sym, sus botas se hundían entre húmedas esponjas y lampreas medio enterradas. Tenía el camisón empapado, y sus ánimos tampoco andaban muy bien cuando escuchó un murmullo más allá.

Sym, alegre conspirador, susurró:

—Hay alguien más en la cueva con él, milady.

Christian dijo:

—¡Calla! —pero las voces distantes dejaron de hablar y a su derecha pudieron escuchar un ruido amortiguado. Ella apartó ligeramente a Sym y avanzó, subiendo decididamente el tono de voz:

—¡Alto, quedaos donde estáis! Traemos comida de Boghall, pero también estamos armados.

—Doblemente armados, imagino —dijo la voz de su antiguo prisionero—. Al menos así lo espero. Comida, mi espada y mi daga. Sym, eres un héroe... ¡Por Dios! —dijo lastimero—. ¡Por Dios! Lady Christian. Sois la criatura más aguerrida desde Bruce. Os debo cierta información, ¿no es verdad?

—Así es. ¿Cómo os sentís después de vuestro paseo?

—Me siento bien, en cuerpo y alma. Más feliz que Augusto, más en forma que Trajano. Y encima, uno de mis senadores ha venido a pie a encontrarme y está a punto de devolverme a mi imperio. Es luna nueva. Como los elefantes de Mauritania, mis amigos se reúnen para perpetrar ritos misteriosos... Jonathan Crouch es un inglés con el que necesito hablar. Eso es todo. No sé nada de él, excepto que está prisionero en Escocia, pero tengo intención de encontrarlo, aunque tenga que ir hasta el mismísimo Averno.

—No creo que haga falta —dijo Christian—. Porque yo puedo buscarlo para vos, por medio de Tom. Tiene acceso a todas las listas de prisioneros de Stirling y será discreto si le pregunto. Venid a esta misma cueva el martes y dejaré aviso para vos.

Esta vez, la voz fue tajante.

—Gracias, Scheherezade, pero creo que no lo haré.

Ella fue directa:

—Crouch volverá a Inglaterra en cuanto paguen su rescate, mucho antes de que podáis encontrarlo por vuestros medios.

—De todas formas, no.

Obstinada, ella no tema intención de dar su brazo a torcer.

—Bien, lo queráis o no, la información estará aquí —dijo Christian—. Ignoradla si queréis. Buenas noches. —Y agarrando a Sym de la capa, se marchó.

Tras dar tres pasos, unos dedos largos, delgados y con olor a ajo la detuvieron.

—¡Maldita sea, Johnnie, déjala marchar! —exclamó aquella expresiva y flexible voz, y las manos la soltaron. Ella siguió adelante con rapidez, sin esperar nada más.

A mitad de camino hacia Boghall, Simon habló.

—¿Quién era Scheherezade?

—Una señorita muy previsora que mantuvo a raya al Sha contándole historias.

Hubo una pausa.

—No veo qué tiene que ver con esto.

—Oh, ¡no seas tonto! —dijo Christian, irritada—. ¡No tiene nada que ver con esto!