Capítulo II
El tercer peón... habrá de ser imaginado cual escribiente ...
Si escribe de otra forma de la que debiera,
Eso podría causar mucho daño y perjuicio a la comunidad.
Por lo tanto habrá de tener gran cuidado
En no cambiar ni corromper en modo alguno
El sentido de la frase. Porque así entonces
Empieza su error. Y entonces se verán
Abocados a enmendar aquello que con su traición ha dañado.
1. Inicio de un mate en diagonal
Si el Richard Crawford que fue a Branxholm era un hombre intranquilo y reservado, el Richard Crawford que regresó estaba, en las melancólicas palabras de su mujer, tan sociable como un monje trapense.
En cierto modo, era hasta una pena que sus heridas no fueran peores. Los dulces lazos de amor y atención con que Mariotta habría atendido a un inválido inmóvil y desvalido acabaron por tensarse, deshilachándose y rompiéndose a los pies del caballero ausente, hiperactivo e intransigente, que se obstinaba en caminar cuando ni siquiera debería haber salido de la cama y que había partido cuando ni siquiera debía haberse levantado.
Lady Buccleuch, en quien Mariotta buscó consejo, resultó ser una confidente de gran ayuda.
—Cumple con su deber —señaló—. Y me imagino que no querréis que os arrastre de acá para allá, atada a su cuello, como el perro de Agripa con el demonio.
—¿Queréis decir que lo normal es vivir en círculos separados? —gimió Mariotta, desesperada—. ¿Acaso tenemos que pasar nuestros días de juventud sin compartir una duda, un placer o una preocupación que no sea lo que casualmente nos acontezca un domingo en el que, para variar, estemos juntos a las cinco de la tarde?
—Por Dios —dijo Janet—. Yo no tengo muchas ganas de compartir las dudas de Buccleuch. Ya tengo yo suficientes por los dos, así que no hace falta que Wat me añada además las suyas...
Estaban a comienzos de noviembre. Un poco más tarde, llegó el primer paquete de joyas.
Envuelto y anónimo, Mariotta lo encontró en su habitación: sus discretas pesquisas no la ayudaron a descubrir cómo había llegado hasta allí. Dentro había un magnífico broche-anillo, con la ambigua inscripción Nostre ettoutdit sa vostre desir. Nada más había que pudiera dar pistas sobre su origen y debido a ello y a la arrogancia del mensaje, creyó adivinar quién era el remitente.
Lady Culter pasó la tarde intranquila, pensando en lo que debía hacer. ¿Decírselo a Richard? Podría estar equivocada. Quizás estuviera a punto de llegar una carta con una explicación completamente inocente. O con una que no lo fuera tanto. Pero el airado Richard, con su herido orgullo, se había enfrentado ya demasiadas veces a su hermano. Impedir males mayores era algo con lo que al menos la viuda estaría de acuerdo. Decidió esperar. No llegó ninguna carta, sino, una semana más tarde, un segundo paquete. Se trataba de un brazalete, con la atrevida frase: ¿Siente vuestro corazón como el mío?, tan insolente que estuvo a punto de romperlo. Mariotta recorrió su cuarto, argumentándose y rebatiéndose a sí misma, acuciada por el recuerdo de unos ojos azules y una voz dulce y ebria.
Por supuesto, hasta la comparación entre ambos hombres resultaba monstruosa. Una mujer de diecinueve años, madura y equilibrada, se quitaría el broche-anillo del corpiño y lo pondría, junto con el brazalete, en manos de Richard, diciéndole sumisa: «Vuestro hermano me está haciendo la corte. ¿Qué debería hacer?» Mariotta no preguntó qué debía hacer. Se puso el brazalete y esperó a que Richard hiciera el primer comentario, pero Richard no se dio cuenta. También se puso el broche de diamantes que llegó después, con idénticos resultados. La viuda, al regresar de Branxholm varios días más tarde, lo admiró, confundiéndolo con una pieza irlandesa del ajuar de Mariotta. La muchacha, puesta en un compromiso, no la contradijo. El diecinueve de noviembre llegó lady Buccleuch, que había sido invitada. Al ver el oro claro y brillante de las joyas había hecho un comentario alabador, añadiendo:
—Sybilla, ahora que me acuerdo. ¿Hizo algo Richard con aquel guante que Lymond se olvidó el día del papingo?
La viuda negó con la cabeza. Las tres mujeres estaban en la habitación de Sybilla y la luz del fuego, rosada en la lobreguez de noviembre, palpitaba sobre la cama y la mesa, confiriendo a las pinturas de la pared una vida extraña y frenética.
—El guante sigue en mi armario francés, en la casa de Stirling. Evidentemente, vinimos al sur en cuanto Richard salió de la cama, y desde entonces ha estado muy ocupado... Oh, aquí está —dijo tranquila la viuda cuando la puerta se abrió—. Pasad, maestro Bullo. Estamos todas deseosas de oír hablar sobre la piedra filosofal.
Cuando Lymond abandonó el Ostrich, Johnnie Bullo se quedó allí, saliendo para Midculter el sábado siguiente. Su tropa, como bien se habían percatado tanto Lymond como Scott, se había marchado, sin Bullo, a Edimburgo.
En aquel momento, en la pequeña y cálida habitación, sus brillantes ojos saltaron de la viuda a Mariotta, posándose un poco más en lady Buccleuch. Janet se interesaba por la alquimia y la medicina y a él no le agradaba del todo verla allí.
Sin titubear, cogió el taburete que le ofrecieron, sentándose a una distancia prudencial. Y entonces acometió de lleno, como había prometido en Stirling, la extraña y fabulosa historia de la piedra filosofal.
Pasó el tiempo. Los pequeños vidrios de la ventana de la viuda se tornaron primero grises y después ultramarinos y el aire cálido y aromático se volvió más denso y empezó a albergar extrañas palabras. Sulfuro, compuestos perfectos e imperfectos, la materia del Universo: Saturno y el plomo, Júpiter y el estaño, el hierro y Marte. Los doce procesos de multiplicación. Cauda Pavonis. Ferrum Philosophorus. Sangre de dragón.
Johnnie Bullo, meditabundo, hizo una pausa cuando la habitación quedó prácticamente a oscuras. Hubo un profundo silencio. Entonces Janet Beaton dijo, reflexionando:
—Lapis philosophorum. La idea básica parece lo suficientemente simple. En el hombre, la perfecta proporción de los elementos equivale a la salud, en los metales, equivale al oro. Si se compaginan los dos se produce un sistema capaz de crear una fusión elemental y se tienen los medios de obtener por una parte salud —una vida larga, poder, vigor— y, por otra, de crear...
—Oro —dijo tranquilo el gitano. Observó sus rostros: asustado y fascinado el de Mariotta, absorto y práctico el de lady Buccleuch, profundamente interesado el de la viuda—. Yo tengo el secreto, pero necesito los medios para ponerlo en práctica.
—¿Y una vez hecha la piedra?
—Puedo convertir un simple mineral en oro, en la cantidad que deseéis.
Pragmática, lady Buccleuch dijo:
—Evidentemente, tendríamos que alcanzar un acuerdo comercial satisfactorio al respecto.
Y Mariotta exclamó, algo alarmada:
—¡Sangre de dragón!
—No es más que el nombre de un residuo, querida —dijo Sybilla, reconfortante. Alzó la vista con decisión—. Vidrios... yo puedo conseguirlos. Janet, vos me aconsejaréis. Mineral... ¿de qué clase? Puedo enviar a alguien a Edimburgo. Un horno... Tendríamos que reconstruir uno de los que están abandonados en la tahona, detrás del patio... Bien, maestro Bullo —dijo la viuda—, entiendo que si os proporcionamos todo este material, estaréis dispuesto a trabajar aquí para crear la piedra, y cuando hayáis terminado nos permitiréis beneficiarnos de ella, ¿no es así?
—Si lo hacéis —dijo Johnnie con sinceridad—, será una contribución excepcional a la gran ciencia y a la alquimia y a la suma total de la sabiduría humana...
Mucho más tarde, cuando se hubo marchado, Christian y Agnes Herries se unieron a ellas y escucharon la historia.
La baronesa tenía los ojos como platos.
—¡La piedra filosofal! ¡Viviremos todas hasta los noventa años, y todo lo que tengamos será de oro!
—Acordaos de Midas, querida —dijo Sybilla, tranquila—. ¿Disfrutáis de vuestra visita a Boghall? —Y mientras Agnes relataba su estancia, de la que no ahorró ningún detalle, la viuda encontró y abrió una carta—. Llegó para vos cuando no estabais.
Agnes dejó de hablar de repente. En su joven, cara y vacía vida, las cartas eran como pájaros exóticos: su madre nunca escribía, su abuelo rara vez. Se hizo con ella y se la llevó sin decir palabra.
Poco después, volvió.
—¿Alguien —preguntó Agnes, que se había quedado sin habla—, alguien aparte de Christian sabe traducir el español?
—No.
La viuda echó un vistazo.
—Parece que la persona que os escribe es muy erudita. Pero leédsela a Christian si queréis. No escucharemos.
Al cabo de un rato, Agnes dijo:
—No importa, es un poema.
—¡Un poema! —exclamó lady Buccleuch—. A esta joven le han enviado una carta de amor, o yo me llamo Ananias.
La voz de la viuda denotaba un ligero regocijo.
—Será mejor que nos ahorréis el sufrimiento, Agnes. ¿De quién es? —Y la baronesa, con una voz en la que se distinguían la sorpresa, el orgullo y una especie de sencilla gratitud, respondió:
—Del señor de Maxwell.
Finalmente leyó la carta en voz alta en tono monocorde.
Temo escribir. El gran Van ha muerto: no hay magia que pueda llevaros la presencia de mi corazón. Podríais tener mi presencia física, pero eso sólo os daría la imagen de un Camaleopardo; ni un héroe romántico, ni un príncipe de mitos y sagas. Mi rostro nunca podrá competir con el sentir de mi corazón: mi voz no podrá nunca superarlas barreras de vuestra juventud, de vuestra riqueza, vuestra mano prometida, o eso dicen, a otro.
Pero los pájaros del paraíso se alimentan del rocío y de extraños vapores, y los hombres de Pitan viven del aroma de manganas salvajes: así que quizás el sonido de los bosques nos nutra. Desde aquí, donde todo es noche, veo un fuego fatuo j extiendo mi mano esperando un milagro.
No puedo saborear vuestro néctar. Sólo puedo alargar mi pico como el avetoro de los pantanos y decir: Tened piedad de mí, oh brillante y feliz diosa. Una vez quise casarme con vos. Ahora estáis prometida y yo no debo desear, pero al escribir estas palabras he logrado mi objetivo. He logrado todo lo que, con vuestra ayuda, he deseado siempre.
Leed y recordad, de vez en cuando, al escribiente. Quizás no veáis aquí más que el dedo de Mercurio, pero su oficio no es menos sincero...
Y terminaba en español:
Rosa das rosas, et fror das frores
Dona das donas, sen nor das sennores.. 14
Seguía el verso completo, y después la firma:
JOHN MAXWELL.
Se produjo un asombrado silencio. Christian, dirigiendo sus ojos ciegos hacia donde sabía que estaría Mariotta, frunció el ceño como un pagano, retándola a reírse. Lady Buccleuch, muy impresionada, dijo:
—Bueno, para ser para alguien de trece años, la carta es un cumplido prodigioso: apenas hay una palabra de menos de cuatro sílabas.
La viuda estaba pensativa.
—El dedo de Mercurio. Qué extraño. Christian, el español... ¿es difícil de traducir? —tuvo que repetirlo.
—¿El español? —dijo la invidente—. Oh, yo lo conozco. De hecho, hace poco... Es muy conocido —terminó, de forma poco convincente.
—¿Lo has traducido hace poco? ¿De veras? —preguntó la viuda.
—Iba a decir que hace poco escuché a alguien cantarlo —dijo Christian, diciendo la verdad. Les cantó la parte principal, con la mente en otra parte: No puedo saborear vuestro néctar... Al escribir estas palabras he logrado mi objetivo... He logrado todo lo que, con vuestra ayuda, he deseado siempre. Aquella lengua maliciosa y ornamentada era la lengua, sin duda, de su desconocido prisionero de Boghall, y de Inchmahome y de la feria de Stirling. La canción era suya. Las sofisticadas palabras eran suyas. Pero la carta era del señor de Maxwell: el sello era auténtico y el mensajero era de Threave. Y por último, estaba dirigida a Agnes y no a ella.
Pero él había prometido, por difícil que resultara, que le escribiría. Y sabía que en aquella casa ella era la única que hablaba español y que le enseñarían aquella carta. Y en ella, oculto entre taimados absurdos, estaba el mensaje que esperaba. Christian se dio cuenta de que Agnes, con la misma voz dubitativa, decía:
—Entonces, ¿Creéis que debo contestar?
Y Sybilla respondió:
—Creo que debéis hacerlo sin duda. Evidentemente todavía es muy pronto y nunca se puede conocer a un hombre por sus cartas, y ciertamente, yo nunca lo mencionaría cerca de un Hamilton, pero coquetear por correspondencia nunca hizo daño a nadie.
Hubo una pausa. Entonces, lady Agnes dijo:
—No sé escribir en español y he olvidado por completo el latín.
Sybilla, tranquila, tenía también una respuesta para ese problema.
—Entonces quizás Christian pueda ayudaros, querida. Escribidla juntas y a ver qué pasa.
La conveniencia de aquello resultaba peligrosa y Christian sintió como su rostro enrojecía. Sin embargo, podía ayudar a Agnes. Y sería posible y no haría daño alguno, deslizar además alguna pequeña ambigüedad por su parte. Se levantó.
—Vamos —dijo—. Iremos a vuestro cuarto y escribiremos una respuesta ahora mismo.
Terminaron la carta, se sirvió la comida y Richard se unió a ellas. Después llegó Wat Scott de Buccleuch para recoger a su mujer.
La viuda, que tenía un excelente don para la interpretación, envió a los sirvientes a por comida y vino y atrajo a Buccleuch hacia el fuego, envolviéndolo en una nube cautivadoramente inquisitiva.
Sir Wat se sentó, lanzando a su anfitriona una mirada desasosegada. Ésta le dijo, educadamente:
—Veo que vuestra enfermedad va mejorando, ¿eh, Wat?
Buccleuch se removió en su silla, dirigiendo a su mujer una mirada hostil.
—No, todavía no he salido, pero por Dios, no voy a soportar pasarme todo el invierno en casa como una gallina. Haré un pequeño viaje de vez en cuando, pero de incógnito, como comprenderéis, sin mis estandartes.
Richard prosiguió con incansable persistencia:
—Qué lástima. ¿Así que no os uniréis a nosotros para capturar el ganado?
—¿La idea de Maxwell? En verdad es algo extraordinario —dijo Buccleuch—. Un hombre que ha estado tantas veces en Carlisle...
—¿O sí vendréis? —dijo Richard, rápido como un látigo.
Sir Wat calló. Luego dijo:
—Bueno, en cuanto a eso... —y volvió a detenerse.
—¿Qué os parece esto? —preguntó dame Janet al techo—. Este hombre ha perdido la lengua y le han salido patas de grillo. Wat Scott, ¿queréis decir directamente lo que pensáis?
Se volvió hacia lord Culter.
—La Reina ha accedido a que Wat hable con los ingleses, siempre que dé suficientes pruebas de su buena fe en otras direcciones. Así que tendrá que ir a capturar el ganado, quiera o no quiera, aunque tenga que llevar una tinaja en la cabeza para que no le reconozcan esos hurones de mirada punzante de Carlisle.
El eco de las palabras de Buccleuch detuvo la conversación.
—¿Una idea —preguntó Agnes Herries—, del señor de Maxwell?
—Exactamente —Buccleuch, aprovechó la vía de escape que le proporcionaba la pregunta—. La idea fue de John Maxwell, aunque no sabemos si podemos confiar en él. Pero el caso es que se ha ofrecido a enviarnos información con el momento y el lugar de la próxima invasión de Wharton cuando cruce la frontera, y nos ha prometido que sus hombres al menos no interferirán.
—Ese hombre se está convirtiendo en todo un enigma —dijo su esposa—. Llevamos toda la tarde ocupadas leyendo la correspondencia de ese mismo señor de Maxwell. Contadle a Buccleuch la noticia, Agnes.
Agnes relató, con aire de fingida indiferencia, el contenido de la carta de Maxwell. Los ojos de los dos hombres se encontraron, esta vez en una mirada de irresistible especulación. Buccleuch dijo, considerado:
—Ya veo. Bueno, pues no tiene nada de malo. ¿Debería ella responder, Sybilla?
—Ya lo ha hecho —dijo tranquilamente la viuda—. Pensé que sería lo mejor.
Lady Buccleuch dijo:
—¿Qué pasa, Wat? ¿Es fiable ese hombre?
Buccleuch respiró profundamente.
—Puede que lo sea. Aunque claro, el Protector lo tiene cogido por los pelos. Su hermano está en Londres y el propio Maxwell debería actuar como informante para Wharton. A eso hay que añadir que todas sus tierras están a dos horas de Carlisle y que el conde de Angus está casado con su única hermana. Es el vivo retrato de un hombre acosado. Acosado, pero no estúpido —añadió Buccleuch—. Es posible que sea capaz de lidiar con todos ellos; tendremos que esperar a ver.
Cuando, finalmente, los de Branxholm se levantaron para irse, dame Janet se acercó a hablar en privado con lord Richard.
—Todavía recuerdo lo que hablamos en Branxholm, Richard. Wat sigue sin tener noticias del chico.
Culter se limitó a decir:
—Ya sabéis lo que pienso de eso.
—Bueno, ya le habéis oído —dijo Janet—. No creo que vaya a cambiar. Os toca decidir a vos hasta qué punto deseáis atrapar a Lymond.
El no dio respuesta alguna, y ella lo miró y dijo, en voz baja:
—Y si no tuvierais esa cara, querido, os daría otros cuantos consejos sobre vuestra esposa.
2. Se sugiere un intercambio de peones
Para los caballeros, oficiales y jefes de las partes occidentales de Escocia que han entrado al servicio del Rey decía el comunicado. Leído en voz alta por una voz seria y culta, proseguía explicando que se esperaba de los caballeros ingleses que encajasen en tal descripción que reuniesen a sus jinetes en Dumfries en la noche del domingo siguiente, en la que el conde de Lennox y el hijo de lord Wharton, Henry, los liderarían en un ataque contra los escoceses.
—Dios mío —dijo Kate Somerville, echando un vistazo y regando después una flor algo mustia que había en una maceta—. Qué bien se está de vacaciones cuando el resto de la escuela trabaja. Philippa, ¿cómo pasarías las vacaciones si fueras tu padre?
Philippa, una niña seria de diez años, de lisos y largos cabellos, meditó.
—¿Yendo de caza?
—¿Con este tiempo? No, querida. A tu padre no le gusta llevar su capa embreada a no ser que se vea obligado.
—¿Jugando al backgammon?
—Tu padre no aprueba el juego cuando lo practica con los que son mejores que él.
—¿Componiéndonos una nueva canción?
—Bueno, esa —dijo Kate—, es una distracción inofensiva, gentil y civilizada para un hombre desocupado. Ciertamente, podría componernos una canción.
Gideon Somerville dejó la carta de Wharton y echó una mirada a su mujer y a su hija.
—Puede que sea viejo y esté sin trabajo, pero todavía no me he resignado a que me manejen como un valioso pero destartalado reloj de sol. Todavía no. No pienso componeros ninguna canción. Si la compongo será porque la idea se me ocurra a mí.
—Hoy —dijo su mujer—, tu padre está un poco irascible. Dale de comer, escucha lo que tenga que decir, pero no hagas preguntas, ni siquiera aunque sean inteligentes. —Y sonrió a su marido.
A los veintitantos, Kate Somerville era una criatura de buen aspecto, cabellos castaños, unos seductores ojos marrones y el temperamento de una mujer madura e ingeniosa. Durante toda su vida, incluidos los años que llevaba con Gideon, Kate había oído como la describían calificándola de «sensata», y nadie, ni siquiera Gideon, sospechaba lo mucho que esto la irritaba. En lo demás Somerville la conocía muy bien: en la sonrisa actual de su mujer notó al instante el reflejo de su propio desasosiego y se puso de pie, con ademán trágico.
—Está bien. Ya sé lo que tengo que hacer. ¡A la sala de música! —miró y comprobó con satisfacción cómo su mujer y su hija se reían y lo acompañaban hacia la puerta. Pronto, la convocatoria de lord Wharton y las inoportunas exigencias del lord Lugarteniente desaparecieron de sus pensamientos y, mientras la lluvia invernal caía sobre Flaw Valleys, sobre sus jardines y patios, sobre la compacta y raquítica barrera de árboles, sobre el Tyne, que serpenteaba en la distancia, sobre las colinas marrones y parcheadas y los páramos distantes, los Somerville escribían y leían música como campanas en un campanario, ignorando la convocatoria para el ataque de lord Wharton.
Pero para una familia inglesa que vivía tan cerca de la frontera con Escocia no iba a ser fácil abandonarse enteramente al placer. Kate, mientras escuchaba el concierto desde la habitación contigua, oyó voces fuera, y además de la voz de Gideon, que canturreaba alegremente «Señor, ¿qué decís vos? Cantad y veámoslo», pudo distinguir lo que comentaban sus hombres. «¿Y cuándo atacarán, será este día o será aquel?» Con un gesto resuelto, cerró la ventana y regresó a la otra habitación, interrumpiendo a Gideon sin miramientos.
—Vamos, gallo cantor. Hay problemas en el corral.
Él la siguió hasta abajo.
Un agitado grupo de hombres les dio la noticia:
—¡Son los caballos, señor! ¡Alguien ha entrado en los establos y se los ha llevado todos! ¡No hay ni un animal a la vista, señor!
Gideon les hizo varias preguntas. No habían visto a nadie. Al mozo que estaba a cargo de los establos lo habían derribado por detrás y no sabía nada. Habían oído un retumbar de pezuñas y salido corriendo, pero lo único que vieron fue un montón de caballos asustados empujando contra la valla. Allí, los guardias habían salido corriendo precipitadamente y habían sido engullidos por los animales. A pesar de sus esfuerzos, las puertas se habían abierto y la manada desaparecido por el camino.
—¿Y qué me decís... —empezó Gideon, deteniéndose—, ...tú, y tú... y tú? —dijo con firmeza—. ¿No deberíais estar en otra parte?
Mientras hablaba, apareció una figura titubeante llamándolo. Kate, quedándose discretamente tras él, chasqueó la lengua.
—Me lo estaba temiendo. Vuestros viejos jamelgos han servido como señuelo para el ganado, Gideon. Alguien ha abierto los establos de las vacas mientras nuestros sabuesos husmeaban las huellas de los caballos.
Tenía razón. No solamente habían vaciado las vaquerizas, sino que habían despojado a la granja de todos sus animales. En Flaw Valleys no quedaba ni una oveja, ni una vaca, ni un ternerillo.
Los hombres de la casa rara vez recibían reprimendas, lo que no significaba que Gideon Somerville fuera incapaz de decir las cosas sin rodeos cuando así lo decidía. Escucharon y después salieron corriendo como liebres mientras él hablaba, para pedir cualquier caballo que sus vecinos pudieran reunir y para recolectar comida y armas para la larga persecución que se avecinaba.
Gideon se volvió hacia su mujer.
—Lo siento, querida. Al final, este hombre desocupado va a tener algo de lo que ocuparse.
—Bueno. Todos los demás tienen ovejas de lo más cosmopolitas: nosotros no vamos a ser menos. Los Millers de Hepple, por ejemplo, tienen una que ha estado en Kelso tres veces y ellos mismos no han viajado más allá de Ford en su vida.
Kate, distraída, echó un vistazo a la alberca de la granja.
—Qué falta de consideración. Se han olvidado de los peces.
—Volveré lo antes posible —dijo Gideon, no muy convencido—. Esos malditos guardias deberían estar ya pisándoles los talones.
—Está bien, dijo su esposa, tranquila—. Que doblen la guardia. Que pongan las escopetas bajo la cama y que recojan los pollos. Si se trata de una trampa, tendrá que ser muy buena para volver a coger desprevenido a un Somerville.
Gideon se inclinó y la besó y, poco después, armado y montado en un caballo prestado, dirigió a sus hombres hacia el norte, en busca de los ladrones.
El robo de Flaw Valleys fue el más oriental de una serie de saqueos que arrasaron aquel día la parte meridional de la frontera, guiados y controlados por Lymond.
Mientras lord Wharton dirigía las operaciones desde Carlisle y hacía venir a los reticentes aliados de Cumberland y Westmorland, las abandonadas granjas de ambos condados quedaban pulcramente despojadas de sus habitantes de cuatro patas y una marea de cuero y lana avanzaba dócilmente hacia la frontera, en una mezcla de bramidos y balidos que se confundían con los sopranos de los escandalizados hogares.
A Will Scott, que se movía con rapidez entre manada y manada, se le empezaban a notar ya sus tres meses de aprendizaje. Johnnie Bullo, al cruzarse con él, sonrió.
—Vaya, por un momento te confundí con el jefe, aunque tu mirada burlona es distinta.
En Carlisle, lord Wharton, que desconocía todo lo que estaba pasando, organizaba su ejército, departía con su colega el conde de Lennox y consultaba a las estrellas, que le decían que probablemente se acercaba algo desagradable, lo cual, en un pequeño y olvidado rincón de su alma civil, le agradaba bastante, ya que sería el conde de Lennox y no él quien marcharía con aquella expedición.
Al mismo tiempo, en Escocia, los ejércitos de la Reina se encontraban, siguiendo los consejos de John Maxwell, en Lamington y, algo confusos, se preparaban para marchar hacia el sur. Entre ellos se encontraban lord Culter y Wat Scott de Buccleuch.
Al llegar la noche, comenzó a caer un granizo racheado al tiempo que los robos de ganado en el norte de Inglaterra alcanzaban un sistemático final. Los riachuelos de animales se encontraban y se unían, pequeños afluentes se unían a otros mayores y ríos engullían a otros ríos. Cuando el conde de Lennox salió de Carlisle, el ejército equino le llevaba bastante delantera, describiendo a su paso una tangente con su línea de marcha. Más allá, al norte, el ejército escocés hacía un alto en su avance, pues el hielo los agotaba. Entre sus cascos de acero resoplaba una eólica melodía.
Entre Inglaterra y Escocia serpentean ríos y pantanos: al oeste, se extiende la suave y traidora superficie del estuario del Solway, al este las elevadas y salvajes colinas Romanas. Mientras el ejército inglés, bajo el mando de Lennox, marchaba aquella noche por entre la clara tierra, ésta se abría en bocas como pólipos bajo las pezuñas de sus caballos, convirtiendo cada bache en un resbaladizo montón de barro. Los jinetes tropezaban y se tambaleaban, trotaban y maldecían, y el comandante Lennox escupía furioso cada vez que sus exploradores regresaban de la oscuridad y le informaban de que había ganado bloqueando el estrecho camino que aguardaba más adelante.
No era nada raro que los salvajes clanes ingleses de la frontera aprovechasen una noche oscura para robar algo de ganado en el lado escocés y llevarlo al sur. Los Elliot que se ocupaban de la manada se disculparon e hicieron lo posible por despejar el camino. Pero cuando Lennox llegó con sus hombres, se toparon de bruces con lo que parecía una reunión de todas las bestias cuadrúpedas de Escocia.
Lennox miró a su alrededor. A su izquierda estaba el pantano, profundo y tenebroso, el camino que tenía enfrente subía por una loma y era muy estrecho. Cincuenta metros a su derecha se elevaba una pequeña y abrupta colina que salía de la ciénaga y sobresalía por el lado oriental del camino. Entre aquel terreno escarpado y el pantano al oeste, el tenue clarear de la elevada calzada quedaba oculto por pesadas y voluminosas masas de tierra.
—¿Cómo sigue el camino tras esa colina? —preguntó el conde de Lennox.
—Ancho y plano, señor —dijo el Elliot—. Allí no tendréis problemas.
—Queréis decir que vosotros no tendréis problemas —dijo Lennox con voz fiera—. Vamos a hacer girar a vuestros animales y a llevarlos de vuelta por el desfiladero, y entonces cabalgaremos entre ellos. Si creéis que me voy a quedar aquí para que me la pegue un señor de las vacas, estáis equivocado. —Levantándose en su montura, los hombres de Lennox marcharon a medio galope por el camino dando gritos y latigazos, en dirección a la colina. La manada, tras alguna resistencia, resoplidos y vigorosos caracoleos, se dejó empujar y empezó a trotar de vuelta por el camino por el que supuestamente había llegado. Los ciudadanos de Cumberland y Westmoreland que formaban el ejército de Lennox seguían alegremente.
Pero un ganadero puede reconocer a sus animales aunque sea en una noche oscura y tormentosa. El ejército de Lennox avanzaba en aquel momento resguardado del viento por la colina, cuando el primer grito atravesó la noche. ¡Eh! ¡Esperad un momento! Podría jurar... ¡Maldita sea, ahí hay tres vacas mías! —Otro se unió—. ¡Mirad aquí! ¡Son las ovejas de Gilsland! —Y así comenzó un angustiado recital—. ¡Eh! ¡Esperad! ¡Alto! ¡Que den la vuelta!
Lennox, que cabalgaba al frente, irritado, sintió como alguien cogía su brida con mano sudorosa, deteniendo su caballo.
—Ha habido un malentendido, señor. Estos animales no son escoceses, son nuestros. Y las ovejas y los caballos también. Tendremos que devolverlos. —Y el que había hablado soltó su mano y salió delante de él, seguido de medio ejército.
Lennox se levantó, apoyándose en los estribos, y gritó hasta quedarse ronco, pero nadie respondió. Estaba solo con un puñado de hombres en el extremo de una inextricable maraña de animales y hombres que supuestamente constituían su ejército, atareados en su mayoría en encontrar y recoger sus posesiones. El conde de Lennox, abatido, se hundió en su montura y en aquel momento comenzó un siseo de plumas húmedas y oscuras: flechas.
Cayeron desde lo alto de la pequeña colina que había al este, y desde el extremo escocés de la carretera, al norte y, cuando los ingleses, olvidándose de sus animales, miraron a su alrededor, empezaron a caer también desde el sur, desde detrás de un pequeño grupo de animales que, saliendo de la nada, bloqueó la única salida.
Los hombres de Lennox, sacando sus arcos y aljabas con los dedos entumecidos entre las agolpadas grupas y los babeantes hocicos, se dieron cuenta de que participaban con desventaja en un juego ya bastante desequilibrado. Desmontaron a gran velocidad y, parapetándose entre los costados de los animales que se empujaban, empezaron a tirar desesperadamente, atrapados como ratones. Las flechas empezaron a caer más rápido.
Sobre la colina desde la que se veía la trampa, Wat Scott de Buccleuch se divertía de lo lindo.
—Una por Tam Scott, otra por Bob Scott, otra por Jocky Scott, otra por... Demonios, si no tenemos cuidado, escaparán por el camino de Carlisle.
—No os preocupéis —lo tranquilizó uno de sus oficiales, echando un vistazo en la oscuridad—. Alguien ha llevado otra pequeña manada al extremo sur de la carretera por si intentan atravesarla.
—Vaya, ¿en serio? Alguien piensa con la cabeza —dijo sir Wat, admirado—. Bueno, vamos pues. Ayudémosles. —Y descendió por la colina, cruzando entre los hombres que luchaban en la parte de arriba; desconocidos y de los Maxwell, imaginó. En aquel momento una sombra llamó su atención. Una sombra tranquila y confiada, de anchos hombros y buena mano con el caballo.
Buccleuch hizo un gesto con la mano al resto de sus hombres y dejó que lo adelantasen, sin apartar la vista del jinete solitario. Entonces la figura abrió la boca para dar unos consejos a una vaquilla, y sir Wat rugió:
—¡Will! —con una voz que se pudo escuchar en cinco condados. Su hijo se dio la vuelta.
Dibujado en medio de un fresco infernal lleno de tumultuoso ganado, Scott vio la nariz aguileña de su padre y dos ascuas en lugar de ojos. Buccleuch reconoció un perfil elegante y altivo y sospechó que su discurso no iba a ser el de siempre. Habló, teniendo antes que aclararse la garganta:
—Hijo... ¿volverás conmigo? ¿Ahora? No se darán cuenta de tu ausencia en la oscuridad —dijo hablando rápido, pues se acercaba un grupo de hombres.
Creyó ver como el muchacho se detenía, pero Will se limitó a decir, en voz baja:
—No. Es demasiado tarde... He de irme —y recogió sus riendas. Los otros casi habían llegado.
—Will... veámonos entonces. Sólo para hablar. No te obligaré a volver, te lo juro, a no ser que lo desees. Mándame un mensaje, y yo iré a donde haga falta. ¿Lo harás, Will?
Los que se aproximaban eran los hombres de Lamington. Buccleuch los miró, empezando a sentir furia. Entonces su hijo asintió:
—Está bien. Enviaré un mensaje cuando pueda ir. —El muchacho dudó un momento, le miró con una mirada extraña, casi con avidez, y después se dio la vuelta y se alejó con su caballo.
Después de aquello, se consumó la derrota. Los soldados de Lennox, perdidos entre animales desbocados y despiadados arqueros, habiendo perdido las provisiones y las armas y con los nervios destrozados, escaparon como pudieron por el fango y fuera de él, y muchos de ellos ni siquiera pudieron escapar. Los escoceses habían empezado a retirarse cuando lord Culter se percató de que el grupo de animales que bloqueaba el extremo de la emboscada que daba a Carlisle había desaparecido. Lo divisó trotando por el estrecho y retorcido camino que llevaba a las montañas del este, rodeado por varios hombres que lo conducían. Y dirigiendo aquel montón, manteniéndolo unido y brillando fugazmente bajo la pálida luna, había una cabeza rubia.
Lord Culter desmontó corriendo y sacó el arco de su montura mientras su caballo se movía. Preparó una flecha y estiró el brazo.
Una coraza negra y ancha cubrió su campo de visión, liderando con decisión a un grupo de hombres precisamente en su trayectoria de tiro. Era Buccleuch, que bramaba:
—¡Un Scott! ¡Un Scott!
Alertada, la cabeza dorada se giró. De inmediato Culter vio como una cortina de flechas caía entre los hombres de Buccleuch y Lymond. Sus hombres dudaron, se irguieron y apuntaron, pero en aquel momento los atacantes desaparecieron.
Lord Culter quedó de pie donde había desmontado; el enigmático, impersonal e impasible lord Culter, alzó el brazo derecho y estrelló contra las rocas un costoso arco de tejo como si fuera un látigo.
Sir Wat, algo desanimado, estaba regresando.
—¿Habéis visto quién era?
Lord Culter, frío, dijo:
—La forma en que vuestro hijo decida rebajarse no es asunto mío. Además, deberíais recordar que proteger a un asesino y a un traidor es un delito que se castiga con la pena capital.
Buccleuch, preparado para el reproche, no se esperaba precisamente aquello. Tomó una buena bocanada de aire de la frontera, lo aspiró, ofendido y resentido, y se limitó a decir:
—Estáis obsesionado. Vamos. Nos están esperando.
—Un momento. Escuchadme —dijo lord Culter y, por un momento, sus ojos resultaron tan extraños como los de Lymond—. La próxima vez, independientemente de quién esté en medio, dispararé.
La paciencia de Buccleuch, delgada y frágil, no pudo soportar más presión. Con un breve e inolvidable crujido, se agotó.
—Preferiría, Richard Crawford —masculló sir Wat por entre sus barbas—, que juzgaran y ahorcaran a mi hijo por juntarse con malas compañías, a que se me supiera a mí en compañía de alguien, honorable o no, cuyo nombre no merece más que un escupitajo. —Y dándose la vuelta, cabalgó con su caballo hacia la oscuridad, dejando a sus espaldas a un Culter inmóvil y desorientado.
En las primeras horas de la mañana del domingo, el cielo se aclaró, bajó la temperatura y las estrellas alumbraron un paisaje cenagoso con destellos blancos. Sobre el barro removido se formó una delgada costra de hielo y los pantanos engendraron su propia viscosidad gélida. La tierra quedó en paz. En todo Cumberland no se movía nada excepto una masa negra de bestias que corría velozmente hacia el este rodeada de jinetes.
En el valle del Tyne, la mansión de Flaw Valleys esperaba con sus establos vacíos y sus desangeladas vaquerizas el regreso de Gideon. En el patio y en el jardín, los hombres de Grey se apelotonaban en rincones imposibles para protegerse del frío, frotándose sus gélidas manos para desentumecerlas.
El ruido de cascos los alertó. Kate también lo oyó y abrió una ventana, proyectando sobre la hierba una pálida sombra. Preguntó:
—¿Están llegando?
Y alguien respondió más arriba:
—Sí, señora. Ya los veo... ¡Allan! ¡Que abran la puerta! Y parece que han hecho un buen trabajo, señora. Creo que traen consigo a toda la manada.
La cara de Kate brilló como un penique recién acuñado. Corrió a por Philippa. Juntas se asomaron por la ventana, fascinadas, y observaron cómo el patio se llenaba de bulliciosas bestias. Por encima del estruendo pudieron escuchar los gritos de los jinetes y el golpear de los látigos, obligando a los excitados animales a volver a sus rediles.
—¿Has visto lo cansados que están? —dijo Kate, compasiva, refiriéndose a un montón de corderos empapados y con los ojos como platos—. No veo a tu padre, Philippa, ¿y tú?
Pero los ojos marrones de Pippa brillaron, y se apartó de la ventana en un revolotear de trenzas.
—¡Ya sé dónde está! ¡Escuchad! —dijo la niña, abriendo la puerta.
Por los pasillos de Flaw Valleys fluían las notas de un clavicordio, tocado con velocidad y ritmo triunfal. Kate agarró la mano de su hija y avanzó por el pasillo haciendo cabriolas.
—¿Tú crees que las ovejas saben tocar "Morales"? ¿No? Entonces es tu padre, tocando a cuatro manos —dijo, abriendo de par en par las puertas de la sala de música.
No era Gideon.
—¡Dios mío! —dijo Kate, empujando a su hija fuera.
—Hay hombres míos bastante brutos en todos los pasillos —dijo una voz calmada desde el clavicordio—. Ambas estaréis más seguras conmigo. Cerrad la puerta.
Kate cogió a Philippa y cerró.
—Y sentaos.
Kate, ajustándose con firmeza el cinturón de su vestido más viejo, cogió a su hija y se sentó. En su metódico cerebro la situación parecía clara. Este era el hombre sobre quien lord Grey había advertido a Gideon. Era tarea suya convencerlo de que Gideon no era el hombre al que buscaba, y sin asustar a Philippa. Quería saber si su marido estaba en casa.
La señora de Somerville se mojó los labios con la lengua y habló débilmente:
—Espero que no os estemos molestando, aquí sentadas y mirándoos.
Sin duda, sabía tocar. Siguió haciéndolo, sin prestarles la más mínima atención.
—Imagino —dijo Kate, amistosa—, que no tendréis muchas ocasiones de practicar. ¿Os quedaréis mucho tiempo?
—Me temo —dijo la voz tranquila—, que tendréis que ser paciente hasta que regrese vuestro marido. Me ha estado siguiendo con denuedo; no tardará demasiado.
—Siguiéndoos... ¿Fuisteis vos quien robó los animales? —exclamó Kate, sorprendiéndose a sí misma por aquella pregunta no meditada.
—Y el que los devolvió.
—¡Oh! —se tapó la cara—. Esos poderosos hombres de las marcas de lord Grey... Claro. Y mis hombres os han abierto la puerta pensando que se trataba de Gideon. Debería daros vergüenza. ¿Es que no hay un Dios que se ocupe de los cerebros pequeños?
Silencio. Kate pensó que todo dependía de ella, e intentó hacer la siguiente pregunta con la mayor amabilidad posible.
—Perdonad, ¿pero sois vos la mala compañía con la que se ha juntado el joven señor Scott?
Con un delicado movimiento, el rubio levantó ambas manos del teclado, descansó una sobre el instrumento y se giró para encarar a madre e hija. Kate, rodeando a Philippa con el brazo, se encontró con unos ojos grandes de mirada felina. Respondió con tranquilidad:
—Tenéis sentido del humor, por lo que veo. ¿Por qué mencionáis el nombre de Scott?
—Si sois la persona que acompaña al hijo de Buccleuch, tenemos una carta para vos —dijo Kate—. Pero tendréis que buscarla vos mismo, si es que disponéis de pies bajo ese instrumento. Yo no estoy dispuesta a hacerme la heroína.
La encontró sin problemas, siguiendo sus directrices y entonces, dirigiéndose a la puerta con el mismo paso grácil e insonoro, la abrió.
—Vuestra compañía es fascinante —dijo—. Pero creo que puedo vivir sin ella. Salid, por favor.
Aquello significaba que quería leer la carta a solas y, probablemente, querría ver a Gideon a solas, lo cual no era en absoluto lo que Kate tenía pensado. Se levantó lentamente, cogiendo a Philippa de la mano.
—Se nos considera compañía apropiada para los rudos hombres de ahí fuera... —exclamó desmoralizada—. ¡Oh, Gideon!
Gideon Somerville, acompañado de extraños en su propio pasillo y depositado frente a su propia sala de música, lanzó una perpleja mirada a su esposa y a su hija y después al silencioso hombre que mantenía la puerta abierta. Su rostro perdió el color y sus ojos se llenaron de genuina consternación. Entonces Kate empujó con firmeza a Philippa al interior de la habitación, se volvió a sentar y se dirigió a su marido mientras él entraba lentamente.
—Así es —dijo Kate—. Aquí tenéis el resultado del pequeño plan de Willie Grey. Llegó con el ganado, como una bestia más y con el mismo olor. Tiene la carta.
El intruso, que se volvió para cerrar la puerta, los observaba, dándose golpecitos con la carta en la pierna. Con su característico tono dubitativo, Gideon dijo:
—Nos habéis... nos habéis causado grandes problemas para nada, amigo mío. Me dijeron que debía esperaros y ayudaros cuando llegaseis. Si leéis la carta, os dirá que no soy el hombre que buscáis.
El otro continuó examinándolo. Entonces caminó lentamente hacia el otro extremo de la habitación y, colocándose tras una mesa desde la que podía tenerlos a todos vigilados, rompió el sello de sir George Douglas y leyó. Cuando hubo terminado, sonrió, moviendo sus largas pestañas.
—Esto no demuestra nada —dijo.
Kate podía sentir el cansancio y la ira de Gideon, pero éste mantuvo su voz tranquila.
—Entonces preguntadme qué es lo que queréis. Puedo aseguraros que hasta la ridícula representación de esta noche no he tenido enemistad con vos, y que nunca, que yo sepa, os he causado daño alguno. Ni siquiera conozco vuestro nombre.
—Me llamo Lymond.
No lo conocían.
—Muy bien, señor Lymond...
—Lymond es un nombre territorial. El nombre de mi familia es Crawford.
Entonces, señor Crawford... —dijo pacientemente Gideon, y perdió los nervios, pues el rubio estaba mirando más allá de donde estaba él.
—Philippa —dijo Lymond.
La niña, acurrucada sobre las rodillas de Kate, no se movió.
—Esta niña tiene que acostarse —dijo Kate—. Vete, pequeña. Si el caballero desea hablar contigo, podrá hacerlo mañana, cuando te despiertes.
Lymond abrió la mano, en la que tenía la llave de la puerta. Dijo:
—Nada de lo que diga la carta ni de lo que digáis vos tiene validez para mí. Afirmáis no ser el hombre que busco. Está bien. Dejad que lo demuestre la niña.
Los ojos marrones de Kate despedían fuego.
—Querido señor Crawford, no sabéis lo que decís. ¿Pretendéis hacer de la niña una Mesalina?
La mirada azul se dirigió a Gideon.
—Decidle que venga aquí.
—No si ella no quiere —Gideon no tenía muchas alternativas.
Philippa se levantó, agitando las trenzas; su bata separándose del blanco camisón. Con los labios temblorosos, dijo:
—No os preocupéis, padre: no le diré nada.
Las miradas de sus padres se cruzaron. Entonces, haciendo un esfuerzo, Gideon dijo:
—No te preocupes, pequeña. Puedes contarle todo lo que quiera saber. No puede hacernos daño.
La niña dijo:
—No os preocupéis. No me hará hablar.
Lanzando hacia el intruso una iracunda mirada, Kate se puso de rodillas, atrayendo hacia su pecho la cabeza de la niña, besándole el pelo con los labios.
—Pippa, Pippa, escúchame. Lo que tu padre quiere decir es que, sinceramente, no hemos hecho nunca nada que pueda causarnos daño alguno y el señor Crawford nos ha confundido con otras personas. Pero ya sabes lo inestables que pueden parecer tus padres. No nos cree, pero dice que te creerá a ti. No es muy halagador —dijo Kate, mirando a su hija con los ojos llorosos—, pero parece ser que tú eres la única de la familia con una cara honesta, y tu padre y yo tenemos que dar las gracias por ello. Ve, cariño. Yo estaré detrás de ti. Ve y habla —dijo, envenenando sus palabras—. Habla como si hablaras con el perro.
Las mejillas de la pequeña estaban cubiertas de lágrimas, pero no lloraba. Se levantó y caminó por la habitación, deteniéndose cuando estuvo al alcance de Lymond.
—No soy una mentirosa —dijo—. Preguntad lo que queráis.
Gideon tembló.
—No puedo soportarlo...
Y Kate lo agarró con los dedos.
—No. Dejadla. Es la única manera segura. Que el cielo maldiga a Willie Grey —dijo con pasión su mujer, en voz baja.
Entonces empezó la parte desagradable. Lymond, medio de espaldas, se inclinó rígido sobre la mesa, descansando el peso sobre ambas manos, buscando quizás la inspiración en la madera pulida que los separaba. Preguntó:
—¿Qué edad tenías cuando abandonaste Londres, Philippa?
Ella lo pensó y respondió con seguridad.
—¿Recuerdas a la mayor de las princesas de Inglaterra? ¿La princesa María? ¿Trabajaba tu padre para ella? ¿Recuerdas cuando vivías en Hatfield? ¿En qué época del año fue? ¿Jugabas en el jardín? ¿Y cuándo os marchasteis?
Ella no lo recordaba todo: a veces él la ayudaba a contestar por deducción, otras veces Kate ayudaba un poco, sin llegar a proporcionarle las respuestas. Después de un rato, las preguntas parecían no tener ya sentido. Hubo un incómodo silencio durante el que Kate pensó que aquel hombre tenía unas manos y unas muñecas exquisitas. Qué cosa más terrible hacerle algo así a una niña. Con lo que se había dicho... ¿Qué le había contado realmente? ¿Lo suficiente para eliminar sus sospechas sobre Gideon? O peor, algo que lo condenase... algún error infantil, una confusión en las fechas...
Llena de rabia, dijo:
—Bueno, señor Crwaford. ¿Estáis satisfecho, o preferiríais empezar de nuevo con una vara en la mano?
Aquel tipo alzó la cabeza y miró a Gideon.
—Me satisface escuchar que no estabais presente cuando mi desconocido amigo empezó a fantasear con mi reputación. Por lo tanto, el desconocido amigo ha de ser Harvey. Quizá penséis que hay formas más sencillas de descubrir un hecho tan simple, pero os aseguro que, si las hubiera, me habría ahorrado una tarde larga y tediosa.
—Espero —dijo brevemente Gideon—, no vivir nunca lo que para vos sería una tarde dolorosa. ¿Tendremos ahora la suerte de librarnos de vos?
—Probablemente.
La mirada itinerante cayó sobre el blanco rostro de Philippa: sus ojos marrones, que miraban fijamente a los suyos, estaban rodeados por círculos morados, como si le hubieran aporreado las órbitas.
Lymond se inclinó sobre una rodilla. Con sus manos de músico, sacó de su jubón un broche que colocó en su vestido. En el centro tenía un zafiro con la forma de una flor abriéndose, del color de sus ojos. La niña se estremeció cuando él la toco, pero aguantó pasiva: cuando él apartó la mano, ella miró y tocó la joya, palpando el poco familiar cierre. Entonces, antes de que nadie pudiera detenerla, se quitó el broche, que cayó al suelo, y lo pisó una y otra vez con su macizo tacón de madera. Después salió corriendo.
Kate, mientras abrazaba a la niña, que sollozaba en sus brazos, miró a Lymond con mirada tranquila.
—Como veréis —dijo—, queda claro que cualquier tipo de disculpa sería un insulto.
Por un instante, él se quedó allí de pie, sin mover un ápice su níveo rostro. Entonces caminó lentamente hacia la puerta y la abrió.
—Si os sirve de consuelo, vuestros animales han llevado a cabo esta noche una hazaña de multiplicación que, según creo y en lo tocante a la genética, resulta bastante fabulosa —dijo Lymond—. Buenas noches. —Y la puerta se cerró.
Tras recoger a sus hombres sin ser molestado, Francis abandonó Flaw Valleys, recogió a Scott y al resto de su banda y acampó al caer el sol en un valle resguardado y deshabitado en el que nadie divisaría los fuegos; una barrera natural de abetos proporcionaba combustible seco y protección.
Durante la marcha hasta allí Lymond no ocultó su mal humor. Sus ojos tenían una mirada salvaje y su voz, gélidamente hostil, resonaba una y otra vez mientras los hombres que cabalgaban en silencio junto a él pasaban cerca del látigo: Lang Cleg había tenido la tentación pasajera de quedarse con algunas cabezas de ganado. Pronto fue descubierto y sentenciado sin piedad, y Lymond hizo lo que rara vez se molestaba en hacer: azotó personalmente con su largo látigo de montar a Lang Cleg, sus manos y tobillos atados a un árbol.
Scott miró hasta que Cleg se desplomó sangrando y se marchó de allí mareado.
Después todo terminó. Se acostaron abrigados con mantas alrededor de las grandes hogueras mientras el alba gélida clareaba en las colinas y la guardia, por turnos, caminaba por sus alturas.
Sin embargo, cuando por fin llegaba el ansiado reposo, Scott no pudo descansar. Se quedó tumbado en un oscuro rincón entre los árboles, lejos de la molesta luz, escuchando el incesante rumor de los pasos de Lymond. De pronto aquella voz familiar, justo encima de él, dijo:
—Levantaos. Quiero hablaros.
Con el rostro en la penumbra, Lymond se recostó contra el árbol más cercano y lo miró.
—Hoy habéis tenido una larga charla con Johnnie Bullo, ¿verdad? —dijo—. Os habéis unido a mí durante tres meses pero ahora nos separamos. No habláis claro. Ya no nos entendemos. ¿Qué os contó Bullo?
Scott había visto cómo azotaban a un hombre aquella noche, así que no estaba de humor para disimulos. Rotundo, dijo:
—Hablamos del episodio que vivisteis tras vuestra visita a Annan en agosto.
—Ya veo, y Johnnie os contó...
—Me contó como os las arreglasteis para que una joven ciega os salvase la vida sin decirle quién erais. Cómo la convencisteis para que espiase para vos. Cómo os las arreglasteis para verla en secreto después de disparar contra vuestro hermano en Stirling.
Hubo un silencio cargado de tensión.
—Eso pensaba —comentó Lymond—. Os parece mal, ¿verdad?
Pero Will ya no era fácil de amilanar: un reflejo de la ironía del propio Lymond brilló en sus ojos.
—¿Por qué debería parecérmelo? Vuestras costumbres no son ningún secreto.
—Y esas costumbres son las que os visten y alimentan, así que, ¿por qué debería, ciertamente? —Lymond se sentó grácilmente en el suelo y, recostando la espalda contra el árbol, miró hacia arriba, hacia las oscuras ramas—. Y sin embargo os lo parece, mi irritado amigo. En ese estupendo e irreflexivo cerebro vuestro, que parece el faro de Alejandría y que tanto se esfuerza en reflejar las emociones de los demás, hay apostada una pequeña luminaria menor entonando dísticos: es rematadamente poco caballeroso valerse de las mujeres; e infame el valerse de ellas sin su conocimiento; e indecente valerse de ellas cuando tienen un defecto físico. Y el que comete tales ofensas nunca entrará en el reino de Hawick. Así que aquí estáis: quejándoos en blanco y negro y gris, armado con el código moral de una gola.
Estaba claro que Lymond andaba buscando gresca. Scott dijo:
—¿Acaso importa?
—Eso es lo que decía el asno de Buridán. Importa de la siguiente manera: para desarrollar una mente pura e impoluta necesitaréis un aire más limpio que éste. ¿Os dijo Bullo cuál era el nombre de la chica?
—Sí. Christian Stewart. Jugábamos juntos cuando éramos niños —respondió Scott, tranquilo—. Juré hacer todo lo que me pidierais y lo he hecho. No he cambiado de opinión. Pero no puedo estar de acuerdo con vos en este episodio, eso es todo.
—Veis con buenos ojos que practique el pogromo y la herejía, pero no perjudique a Christian Stewart. ¿Por qué?
Seco, Scott respondió:
—No me importa atacar a alguien que tenga la posibilidad de defenderse. La joven piensa que ha estado ayudando a alguien necesitado. Pero en realidad, ha estado espiando para un fugitivo, lo que significa que, si se descubre, la ahorcarán.
Lymond parecía que estuviera manteniendo una amigable charla. Con repentina violencia, Will dijo:
—Me cortaría la mano derecha antes de hacerle eso a una dama.
—No me cabe la menor duda —dijo Lymond, retorciendo una ramita seca—. Y como siempre, sacrificaríais a todo el que conocéis por vuestros principios. Pero deberíais echar otro vistazo al asunto con esa inflexible mirada que poseéis. Conocemos las desventajas que mi actuación causaría a la dama. Pero, ¿cuáles son las ventajas? ¿Es más feliz desde que me conoció? La modestia está claramente fuera de lugar en este caso, así que seamos objetivos. La joven está, en el más puro sentido de la palabra, embelesada. ¿Es su vida más emocionante, más repleta de logros y orgullo? ¿Acaso no es natural disfrutar de la compañía de un encantador y dócil miembro del sexo opuesto? Sí. Y por último: si se enterase, ¿sufriría la vergüenza y el desasosiego? No sería el caso. Se sentiría el delicado objeto de una provocación, y el rencor caería sobre mí siempre inaccesible cabeza. Son tres formidables pesos en mi lado de la balanza. Y ni siquiera me he molestado en enumerar las ventajas que tiene para mí, que son enormes.
Separar la verdad del sofismo escapaba en aquel momento al cansado cerebro de Scott. Se quitó de encima las mantas y se puso de pie.
—No logro entender cómo pudisteis hacerlo —dijo indignado, como sólo puede estarlo un joven.
Lymond, a su vez, se incorporó de un salto.
—¿No podéis entender cómo lo hice? Por Dios, ¿qué clase de lógica femenina es ésta en que nos encontramos ahora? ¿Qué es lo que estamos analizando, un ejemplo de casuística o la complejidad de mis hábitos personales? Si tenéis el alma de un santo, estoy dispuesto a sacárosla pero, ¡maldita sea!, si pensáis que voy a dejar que escudriñéis con una vela dentro de mi pía mater... Para empezar, os daríais cuenta de que no es lo más recomendable para los nervios.
Lymond estiró un brazo y, hundiendo sus largos dedos, agarró con violencia a Will y lo atrajo hasta quedar cara a cara.
—¿No me creéis? Puedo demostrarlo. Si realmente estuvierais llevando a cabo un análisis, querido amigo, necesitaríais esto como prueba.
Will Scott tomó el papel que Lymond le extendía, fijándose en el sello roto. Se le hizo nudo en el estómago. La carta iba dirigida, simplemente: Al jefe, y decía así:
Dejo esto con la esperanza de que algún día aparezcáis por Flaw Valleys. Ya os habréis dado cuenta de que, en lo que respecta a otros asuntos, la visita habrá sido en vano. El caballero al que deseáis ver es el señor Samuel Harvey, y no solamente está en Inglaterra, sino que os es bastante inaccesible.
No lo es, en cambio, para lord Grey. La propuesta que me ha hecho consiste en que se haga venir a Samuel Harvey al norte, y que se organice una entrevista entre él y vos, si a cambio entregáis a lord Grey la persona de Will Scott de Kincurd, el heredero de Buccleuch, quien actualmente se encuentra a vuestro servicio. La fijación de los detalles queda a mi disposición, y por ello estoy dispuesto a recibiros cualquier día en uno de mis castillos. No me cabe duda de que conocéis mis movimientos.
Vara poder entrar, sólo tenéis que mencionar que lleváis un mensaje sobre el señor Harvey.
La carta estaba firmada:
GEORGE DOUGLAS.
Scott sintió que se ahogaba. Sentía su rostro lívido y sus párpados le pesaban casi demasiado para abrirlos. Reunió las pocas fuerzas que le quedaban y dijo, con un rastro de su ironía original:
—Ya veo. ¿Se supone que esto era otra prueba? Por supuesto, no me ha pasado inadvertido el hecho de que Grey me busca por lo de Hume. Y que fuisteis vos el que planeó que yo dejase allí mi huella.
—En parte —dijo el jefe—. Vos también aportasteis lo vuestro... —Sorprendido, quizás, por la confusión que se reflejaba en el rostro de Scott, Lymond se echó a reír de repente. Por un instante, de lo divertido y cansado que estaba, no pudo controlar su risa, y Scott, impactado, reconoció en el otro, por primera vez desde que lo conocía, los signos externos de una fatiga extrema.
Entonces, Lymond dijo:
—¿Y ahora dónde estamos? Es complicado saber en quién debemos confiar, ¿no os parece? Fide et diffide, de hecho: y ésa es la moraleja de nuestra historia. Sé desconfiado y vivirás feliz y morirás odiado, y mientras tanto me serás mucho más útil.
»Sentaos —dijo Lymond, y esperó a que Scott volviera a sus mantas. Tomó la carta de manos del joven y se explicó:
—Os he enseñado esto, mi proyecto de cátaro, porque no os necesito para ningún canje. Tengo algo que a George Douglas le interesa mucho más; información. Y si eso falla, tengo el presentimiento de que podría hacerme con algún rehén que tuviera más valor que vos, perdonadme que os lo diga, en la creciente guardería de Buccleuch. En eso, como en todo —añadió con una cortesía exagerada—, necesitaré vuestra ayuda.
Scott se acostó sobre sus mantas. Dijo, algo temeroso: —Entiendo. Si es así... ayudaré en todo lo que pueda. —El sueño se adueñaba de él, y sus párpados empezaban a cerrarse.
—Claro —dijo el jefe, amable, y cubrió al joven con una manta—. Y es que, mi pequeño Willie...
Willie mi pajarillo, Willie mi pequeño, mi querido Willie, dijo él;
¿Cómo podéis luchar contra la corriente? Pues a mí se me debe obedecer.