GAMBITO DE APERTURA

Amenaza a un castillo

 

En primer lugar, el tablero habrá que mencionar

Y después de aquél, el movimiento adecuado

De todo hombre a las órdenes de su rey

Y en tanto que el tablero así se nos muestra

Bien pudiera ser que el reino y la corona

El mundo y todo lo que en él se halla

Figuradamente el tablero represente 1

«Lymond ha vuelto».

Se supo poco después de que el Sea-Cattle arribase a Escocia proveniente de Campvere, en Zelanda, portando un cargamento ilícito y un hombre al que nunca debió haber transportado.

«Lymond está en Escocia».

Lo decían hombres dedicados a prepararse para la guerra contra Inglaterra, con desprecio, con disgusto; con el gesto torcido. «He oído que el hermano menor de lord Culter ha regresado». Sólo de vez en cuando se escuchaba una voz de mujer pronunciando esas mismas palabras pero en tono distinto, seguidas de una risita.

Los hombres de Lymond sabían que vendría. Mientras esperaban su llegada en Edimburgo se preguntaron por un momento cómo pensaba penetrar en una ciudad amurallada para llegar hasta ellos. La respuesta no parecía preocuparles.

Cuando el Sea-Cattle llegó, Mungo Tennant, ciudadano y contrabandista de Edimburgo, ignoraba todo esto, así como tampoco sabía quién era el pasajero que viajaba a bordo. Se limitó, como tenía por costumbre, a superar unos incipientes escrúpulos antes de dedicarse al comercio ilegal; poco después los botes empezaron a descargar por el Nor' Loch, un lago al norte de Edimburgo, un cargamento de armas libres de impuestos, fardos de terciopelo y vino de Burdeos destinados al almacén secreto que había bajo la casa de Mungo.

Entre los juncos del Nor' Loch, donde se daban cita la agachadiza y la becada y los cisnes de Baillie alzaban sus grises cuellos, un hombre se desvistió silenciosamente hasta quedarse en mangas de camisa. Después se quedó quieto un instante, escuchando a su alrededor, antes de sumergirse lentamente en el agua.

Bordeando unos 125 metros de negras aguas se alzaban las casas de Edimburgo, que sobre la colina parecían formar un friso. Aquella noche, el castillo que había en lo alto estaba completamente iluminado, proyectando sobre el agua una constelación de estrellas. En su interior, el Canciller de Escocia y conde de Arran escuchaba interminables informes sobre el ejército inglés, que se preparaba para invadirlos.

Al pie del castillo, en la residencia de la Reina madre, también había luz. La viuda francesa del difunto Rey, María de Guisa, tampoco podía conciliar el sueño por culpa del temido ataque. Y es que la Reina, aquella niña pelirroja en cuyo nombre Arran gobernaba, era su hija. Sucedía que el propósito de Inglaterra era forzar un enlace entre la pequeña reina María de cuatro años y el joven rey Eduardo, de nueve, planteándose incluso, si la ocasión se presentaba, raptar a la prometida. La paja chamuscada, la piedra destrozada y las paredes tiznadas del castillo de Holyrood atestiguaban el ataque que, años antes, los ejércitos invasores ingleses habían perpetrado.

Poco se hubiera preocupado Mungo Tennant de los problemas de la ciudad mientras esperaba la llegada del cargamento, de no ser porque el constante recrudecimiento de la guerra contra Inglaterra suponía inevitablemente una vigilancia más estricta de las entradas de la villa. La derrota absoluta ante los ingleses treinta y cuatro años antes en Flodden había tenido como consecuencia la construcción de altos muros alrededor de todo Edimburgo, lo que para un contrabandista resultaba rematadamente problemático. También lo era para Francis Crawford de Lymond, que en aquel momento cruzaba a nado las tranquilas aguas del Nor' Loch, siguiendo la estela de un bote. Si el cargamento de un contrabandista podía atravesar las defensas de una ciudad, también podía hacerlo un rebelde forajido cuya vida poco valdría si llegaban a atraparlo.

Algo más tarde, el bote se topó con el barro y fue arrastrado silenciosamente hasta la orilla. Los remeros descargaron. Soportando sus pesados fardos, pisotearon en silencio la hierba y cruzaron el jardín sorteando obstáculos hasta llegar al subterráneo que llevaba hasta el almacén bajo la casa de Mungo. El nadador, cuerpo a tierra y cubierto de algas, se sacudió para secarse y siguió a la comitiva sin ser visto, introduciéndose tras ellos en la casa del contrabandista. Poco después, Crawford de Lymond, tras salir sigilosamente de la casa de Mungo, entraba en Edimburgo.

Una vez allí, la cosa era sencilla. En una pequeña habitación en High Street se cambió rápidamente de ropa, poniéndose algo más discreto, mientras aquellos que estaban a su servicio le relataban dos meses de noticias sin dejar detalle.

—...y así, el Canciller calcula que los ingleses llegarán en tres semanas, y bien puede decirse que anda correteando despavorido de un lado a otro como una gallina sin cabeza... —dijo el portavoz.

—Yo —dijo Lymond, con aquella voz inconfundible con la que aterciopelaba sus más letales pensamientos—, soy un narval en pos de su virgen. Como Caribdis, me he tragado el mar entero, y a falta de mejor entretenimiento lo escupiré tres veces al día, si se me paga bien. Repetid con detalle lo que acabáis de decirme sobre Mungo Tennant.

Así lo hicieron, y después de darles instrucciones, se marchó, haciendo un alto en el marco de la puerta para sujetarse la negra capa a la altura de la barbilla.

—Tímido —se limitó a decir Lymond—, como un diente de perro violeta. —Y se marchó.

Mungo Tennant, adinerado y respetable burgués, había invitado a su gran casa de Gosford Close a un vecino y al amigo de éste. Sobre el dintel de la puerta principal colgaba, presidiendo, una cabeza de cerdo. Sus invitados y él se sentaron en sillas de madera tallada que reposaban sobre una alfombra del Kurdistán; comieron capones, codornices, pollos, pichones y fresas, cerezas, manzanas y peras, sin que ello fuera en ningún momento impedimento para mantener un acalorado e intenso debate.

A las diez en punto, el resto de los habitantes de la casa se fue a la cama.

A las diez y media, el sirviente de Mungo fue a abrir la puerta tras escuchar en ésta unos suaves toques, que resultaron ser obra de Hob Hewat, el aguador.

El sirviente preguntó a Hob, en lengua vernácula y divagando cada dos o tres palabras, qué era lo que quería.

Hob dijo que le habían pedido que trajese agua para la cerda.

El sirviente lo negó. Hob insistió. El sirviente procedió a explicarle lo que podía hacer con el agua, y Hob procedió a describir detalladamente cómo se había destrozado la espalda para sacar la sucia agua del pozo para la cerda. Mungo, en el piso superior, dio un pisotón en el suelo para que terminase la disputa, y el sirviente, maldiciendo, se rindió. Condujo al aguador hasta el piso en que, bajo las escaleras, vivía la enorme cerda de Mungo, emblema de su casa, mascota y alelada niña de sus ojos, y esperó mientras Hob Hewat rellenaba el abrevadero. Un devastador golpe en la cabeza le obligó a sentarse de improvisto.

Hob, que había hecho todo lo que le habían pagado por hacer, desapareció.

El sirviente resbaló hasta caer al suelo, y allí se quedó.

La cerda se acercó al agua, la olfateó con deleite y sumergió en ella el hocico y las pezuñas delanteras.

Francis Crawford de Lymond ató al sirviente, salió de la pocilga y subió por las escaleras hacia la casa de Mungo.

Ante la aquiescente mirada de su anfitrión, sir Walter Scott de Buccleuch y Tom Erskine seguían enzarzados en la discusión. Buccleuch, de nariz ganchuda como un guacamayo, era un fornido y recio escocés de las Tierras Bajas, de mente estrecha, con una voz como la de San Columba, y propietario de una de las mayores fortunas de la frontera escocesa. Erskine, mucho más joven, de tez rosácea, achaparrado y vehemente, era el hijo de lord Erskine, cabeza de una de las familias cercanas al trono, y capitán de la fortaleza real de Stirling.

—Ya lo veréis —rugía Buccleuch—. Ya lo veréis. El regente Somerset reunirá a sus malditos ingleses y marchará hacia Escocia por la costa oriental. Y le dirá a su comandante, lord Wharton, que reúna a sus ingleses de Cumberland y que nos invada al mismo tiempo por la costa occidental. La mitad de los terratenientes de la costa occidental sirven ya a los ingleses, así que no ofrecerán resistencia. Y los demás estaremos aquí, en Edimburgo, luchando contra Ned Somerset...

—No todos —dijo Erskine tranquilamente.

Los bramidos de Buccleuch retumbaban en las paredes.

—¿Acaso quedará alguien en el oeste que valga lo más mínimo?

—¿Qué os parece Andrew Hunter de Ballaggan?

—¡Válgame Dios! Andrew es un buen chico, de maneras gentiles, pero su fortuna se ha visto reducida a la nada; y en cuanto a ese grupo de gente tristemente armada a los que llama sus seguidores... ¡Vive Dios que caerán en el campo de batalla como moscas!

—¿El tercer barón de Culter? —sugirió Tom Erskine, y Buccleuch se tornó burlón ante el dardo lanzado.

—Conozco bien los rumores que circulan por la corte —bramó Buccleuch—. Dicen que no hay que fiarse de Culter.

Tom Erskine encogió sus anchos hombros, cubiertos de brocado.

—Dicen que no hay que fiarse de su hermano menor.

—¡Lymond! Todos conocemos a Lymond. Un ladrón, un rufián; capaz de toda clase de canalladas...

—Y un traidor.

—Y un traidor. Pero la traición no es un plato del que guste lord Culter. Los hay dispuestos a emplear su tiempo y sus hombres en capturar a Lymond y a su banda de asesinos; y los hay que exigen que Culter sea el primero en hacerlo para demostrar su lealtad. Pero si Richard Crawford de Culter no interfiere, si dice que tiene cosas más importantes de las que ocuparse y se niega en redondo a cazar a su hermano como a un perro rabioso, eso tampoco lo convierte en traidor.

Y, llenando de aire las holgadas cavidades de sus mejillas, Buccleuch añadió:

—Además, Culter acaba de casarse. No se le puede culpar por querer dejar de momento el escudo y las armas a buen recaudo.

—Maldición —dijo, molesto, Tom Erskine—. Si yo no se lo echo en cara. No es culpa suya. La culpa debe ser de esa belleza morena irlandesa con la que se ha casado, así que no creo que se entere de nada aunque el Protector llame a la puerta principal de Midculter y le pida un vaso de agua. Pero...

El rojo semblante se había calmado.

—Tenéis toda la razón, por supuesto. —dijo Buccleuch cordialmente—. Por otro lado, se me ocurre que si Culter desea tener algún crédito en la corte, le hará falta capturar a ese diablo de rostro angelical.

Mungo Tennant, el silencioso anfitrión, pudo por fin hacer un respetuoso comentario a sus ilustres invitados.

—¿Crawford de Lymond, sir Wat? —dijo—. Ahora mismo no está en el país, según tengo entendido. Está en los Países Bajos, me parece. Y cuándo volverá, es algo que sólo Dios lo sabe... Diablos, ¿qué debe importarnos?

Fue sólo un estornudo, pero un estornudo proveniente de fuera de la habitación, lo que hizo esfumarse cualquier atisbo de intimidad. Tom Erskine llegó primero; los otros dos le pisaban los talones. El cuarto de al lado estaba vacío, pero la puerta del dormitorio de Mungo estaba entreabierta. Erskine, empuñando una vela como si fuera un estandarte, entró a toda prisa.

Lymond, con su resplandeciente cabello suave como el de un polluelo y unos ojos en los que brillaba la desvergüenza, los observaba desde un espejo de plata. Antes de que Erskine pudiera llamar a nadie, Buccleuch y Mungo Tennant se habían apelotonado detrás de él, y Lymond había dado dos pasos hasta la puerta, donde se plantó con el pestillo en una mano y la espada en la otra, a la altura del vientre de los que entraban que, tras un impulsivo primer salto en su dirección, retrocedieron inmediatamente al estar desarmados.

—Como dice mi querida señora de Suffolk —dijo tranquilamente Lymond—, Dios es un ser maravilloso.

Sus ojos, azules como el aciano, se posaron meditabundos sobre sir Wat.

—No estaba al día de los cotilleos... Nouvelle amour, nouvelle affection; nouvelles fleurs parmi l'herbe nouvelle. Decidle a Richard que su esposa todavía tiene que conocer a su cuñado, su ganado marino2, su escorpión marino, precioso en la época de apareamiento. Lástima que no tengáis vuestras espadas encima.

La ira se apoderó del rostro de Buccleuch.

—Perro asesino... Esta noche será la última que conozcáis.

—Sí, sí; ya sé. Trinchado, apaleado y desollado, y ahorcado en un patíbulo de seis peniques —mantened la distancia—, pero no será esta noche. La ciudad no es ninguna maravilla, pero tiene buenos baños. Y esta noche luchan los ratones y las ranas, ¿eh, Mungo?

—Este hombre está loco —dijo tajantemente Buccleuch, que había conseguido hacerse con un morillo de la chimenea.

—A Mungo no se lo parece —dijo Lymond—. No puede pensar en otra cosa que no sea en la lujuria y en su tesoro.

Y lo cierto es que Mungo Tennant, con la piel de jineta que llevaba al cuello empapada en sudor, boqueaba ante el intruso.

Lymond sonrió.

—Tened cuidado —dijo—.Veo abismos que bostezan a vuestros pies. O mea cella, ya sabéis...

Y entonces, Mungo se dio cuenta de a que se enfrentaba.

—Te lo ruego, no vaciles en tu huida, cuco, dijo el sabio.

Mungo Tennant no respondió. Se precipitó hacia Lymond, chocó contra Tom Erskine y, al caerse, se sentó sobre la vela. Durante unos instantes reinó un indescriptible alboroto, en medio del cual los tres hombres y el morillo se enredaron en la oscuridad tropezando unos con otros entre maldiciones. Por fin alcanzaron la puerta y la descerrajaron. El pasillo, al menos hasta donde empezaba la escalera, se encontraba vacío, y los ágiles pies que bajaban por ella a toda prisa estaban ya a una distancia considerable. Se lanzaron tras él.

Había tres pisos sobre el nivel del suelo, y la escalera era de caracol. El eco de los bramidos de Buccleuch hizo vibrar los cazos y cucharones de la cocina, Tom Erskine berreaba, y Mungo chillaba como poseído. Desde sus camastros, los sirvientes oyeron el griterío y se levantaron, encendieron antorchas y en el piso inferior empezó a oírse el agitado ir y venir de sus pies descalzos.

La cerda de Mungo también los había oído. Ebria de gozo, se precipitó hacia las escaleras en cuanto llegó el primer sirviente de Mungo. Se lanzó hacia ellos, aleteando sus enormes orejas y arqueando la grupa como un druida al amanecer, mientras Lymond y sus perseguidores bajaban a toda prisa. Rebotó contra el espigón, arañó el enlosado con las pezuñas y después empujó a Mungo Tennant, prorrumpiendo en un sonoro chillido con el que demostraba su apasionada adoración porcina. Mungo cayó hacia atrás, Buccleuch se abalanzó sobre él y Tom Erskine se catapultó de cabeza sobre ambos, aterrizando sobre el montón de alborotadas pelambreras que se atascaban al pie de la escalera como las hojas de maíz en un rastrillo. La única hoja que pudo escabullirse, sin que nadie reparase en ella entre tanto alboroto, fue Lymond.

La intrincada maraña se agitaba sobre las escaleras, gritando, chillando y gruñendo, balanceándose e intentando desembrollarse, sin entender que tenían los pies atrapados bajo la cerda. Buccleuch fue el primero en soltarse, sobrevolando el enjambre con sus canosos bigotes como una cometa china en un carnaval.

—Lymond —chilló—. ¿Dónde se ha metido?

Finalmente registraron la casa sin encontrar ni rastro de él. A quien sí encontraron fue al sirviente de Mungo, atado y amordazado en la cochiquera.

—¡Maldita sea! —dijo Bucchleuch, furioso—. Las ventanas están atrancadas y las puertas cerradas con llave; tiene que estar aquí. ¿Dónde está vuestra despensa?

Mungo tenía la cara manchada de babas de cerdo.

—Ya he mirado allí. No hay nadie.

—Bueno, pues miremos otra vez —soltó Buccleuch, que se plantó allí antes de que Mungo pudiera detenerlo—. ¿Qué es eso?

Era, sin duda alguna, una trampilla. Mungo Tennant, trémulo de angustia, consiguió retenerlos durante diez minutos: les explicó que estaba sellada; que era ornamental; que estaba cerrada con llave y que ya no se usaba. Finalmente, Buccleuch dejó de escucharle y fue a por una palanca.

Se abrió sin muchos problemas, con un sonido siseante y engrasado.

Las preocupaciones de Mungo habían sido superfluas. Ni en la caverna que servía como segunda despensa, ni en el extenso túnel subterráneo que conducía al Nor' Loch se encontraba ya mercancía de contrabando alguna. Pero como los toneles de Burdeos eran difíciles de transportar, al día siguiente no hubo pozo en Edimburgo por el que no corriese el caldo. Y aquel día, víspera de la invasión inglesa, la gente de High Street estuvo durante una o dos horas tan ebria como la cerda de Gosford Close.

Más tarde, en las aguas del Nor' Loch se escuchó una tenue risa acompañando a una tonadilla.

Había una vez una dama que a un cerdo amaba,

«Cariño», dijo ella,

«¿Por qué no te acuestas conmigo esta noche?»

«Oink», contestó él.

Mucho después de alcanzar la orilla con el botín y sus hombres, Francis Crawford de Lymond, hombre de agudo ingenio y retorcida imaginación, criado entre lujos y heredero de una fortuna, se puso en marcha hacia Midculter, con la intención de colarse en el castillo de su nueva cuñada.

«¿Por qué no te acuestas conmigo esta noche?»

«Oink», contestó él.

En el castillo de Midculter, junto al río Clyde, en las tierras bajas del suroeste de Escocia, la viuda lady Culter había dado a luz a tres hijos, de los cuales, la más joven, Eloise, había muerto cuando no era más que una adolescente. Los dos varones que le quedaron habían crecido en diversos lugares de Francia y Escocia: ella se había encargado de que aprendiesen latín, francés, filosofía y retórica, caza, cetrería, hípica y tiro con arco, así como el arte de matar con la espada limpiamente. Cuando su marido murió violentamente en el campo de batalla, el mayor, Richard, pasó a ser el tercer barón de Culter, y Francis, su hermano, recibió en herencia el título de señor de Culter, además de adoptar el nombre de sus propias tierras de Lymond.

Hasta que Richard se casó, Sybilla, lady Culter, había vivido en Midculter sola con su hijo mayor. Sobre lo que pensaba de las actividades del pequeño no decía una palabra. Tras los esponsales, había acogido en el castillo a Mariotta, esposa de Richard, con los brazos abiertos y la mirada resplandeciente, y aquel día, a finales del verano de 1547, se había despedido de su hijo, que se dirigía a una de sus interminables reuniones locales, e invitado a las mujeres de la vecindad a conocer a su nueva nuera. Y así, en ausencia de Richard, cuarenta mujeres parloteaban en mecedoras y canapés, arropadas bajo las bóvedas por los tapices y grabados que habían cosechado la fama del Gran Salón de Midculter.

Mariotta, una morena preciosa, se sentía flotar gracias a los cumplidos y a la envidia que despertaba. La madre de Richard, Sybilla, una dama pequeña y elegante, de ojos color turquesa y blanca tez, cedió el protagonismo a su nuera casi totalmente, repartida su atención entre la intendencia de la casa y las conversaciones.

—¿Y cómo está Will? —preguntó maquinalmente a Janet, la tercera y más fantástica esposa de Wat Scott de Buccleuch. Y Janet, una mujer huesuda, de rostro atractivo y piel sonrosada, treinta años más joven que Buccleuch y la más espabilada de una familia toda ella tremendamente inteligente, miró fijamente al techo y soltó un quejido.

Para Sybilla, el heredero que Buccleuch había engendrado de su primera esposa era un niño pelirrojo y de trato agradable que, tras perder a su madre a los cinco años había sido criado con esmero por el que por aquel entonces era capellán de sir Wat. Después de aquello, Buccleuch lo había enviado a Francia, donde había estudiado en el Grand College hasta aquel mismo año. De todas formas, Sybilla fue capaz de hacer su propia interpretación del quejido de Janet.

—¿Religión o mujeres? —preguntó lady Culter, haciendo gala de su experiencia.

—¡Mujeres! —fue aquel un grito de desesperación—. ¿Os imagináis a Will Buccleuch moviendo un pelo del bigote por una mujer? De ninguna manera. La filosofía moral, ése es el problema —dijo Janet en tono triste—. Al pobre Will le han enseñado la filosofía moral, y su padre está que se sube por las paredes.

—Bueno, pero se trata de teología —dijo Sybilla, algo insegura—. Supongo que todo irá bien si hace como Lindsay y no pasa de los versos yámbicos. Desde luego si se va a convertir en calvinista o luterano, o en seguidor de Erasmo, o en anabaptista, eso no es nada bueno... mira lo que pasó con George Wishart y los castellanos.

—No cita a Lutero. Cita a Aristóteles y a Boecio, y las leyes de la caballería, y las opiniones del Caballero de Bayard sobre la lealtad y la ética en la batalla. Es tan condenadamente moralista que debería estar haciendo el pino en la cueva de Platón. Y no hay quien le haga callar. Estoy segura —dijo lady Buccleuch con cierto regocijo siniestro—, de que en Hawick los gloriosos campos de la caballería están algo fangosos, pero ésa no es excusa para llamar a su padre «viejo salvaje sin principios», y a cualquier otro escocés «sabandija traidora».

Sybilla intentó mantener la calma.

—Wat sabe mantener un debate, ¿por qué no le explica las cosas?

—Porque Buccleuch no es un santo de piedra, y Will es capaz de acabar con la paciencia del Arcángel Gabriel —dijo lady Buccleuch con franqueza—. Todavía no le habéis oído hablar sobre el perjurio, el patriotismo y las lealtades divididas. La última vez que vino a vernos, no pasaron ni cinco minutos antes de que Wat y yo estuviéramos chinándonos el uno al otro como si fuéramos güelfos y gibelinos. Malditos sean todos ellos —dijo pensativa y se detuvo, escudriñando con la mirada.

Mariotta se acercó a su suegra, que no dejaba de sonreír, mientras lady Buccleuch proseguía diciendo:

—Ya os habréis enterado de que Lymond ha vuelto.

Durante un segundo, los inteligentes ojos azules de Sybilla se cerraron. Seguidamente la madre de Lymond se dio la vuelta y dijo:

—Mariotta, querida. Los gitanos. Imagino que ya habrán terminado de comer allí abajo, y será mejor hacerles marchar antes de que Richard vuelva con los caballos. Aunque parecían muy honrados. ¿Te importaría...?

Mariotta y la viuda lady Culter se entendían a la perfección. Mariotta se rio, e inmediatamente fue a encargarse de que los gitanos se marchasen.

—Menos mal que vinieron —dijo Sybilla—, porque los músicos de refuerzo no llegaban, aunque las acrobacias no son mi entretenimiento favorito. Y entonces, ¿qué es lo que vais a hacer con Will?

—Ya no estábamos hablando de Will —dijo lady Buccleuch, directa y precisa—. Como bien sabéis, estaba hablándoos de Lymond.

—Sí —dijo la viuda—. Sí, ahora lo recuerdo; y sí, por lo que sé, lo han visto por los alrededores. Al menos eso es lo que dicen.

Con alguna dificultad, Janet consiguió que aquellos divagantes ojos azules se fijaran en ella.

—Sybilla, ¿y qué crees que pasará con Lymond y el matrimonio de Richard?

—No tiene ninguna importancia. Ninguna en absoluto. Lymond nunca podría ser lord Culter tal y como están las cosas. Incluso perdió el derecho a las tierras de Lymond cuando lo declararon forajido. No hay otro heredero. Si Richard y Mariotta muriesen, toda la fortuna iría a parar a manos de la Corona.

—Ciertamente, ahora no podría ser el sucesor de Richard —dijo Janet—. Pero, ¿y si los ingleses tomaran el poder? No sería la primera vez que un criminal en busca y captura acabara plácidamente su vida entre sábanas de seda gracias a un cambio político.

—Eso dicen. Pues llegado el caso habría que dar gracias —dijo Sybilla—, porque de momento mi hijo se ha ganado la enemistad de todos los partidos de Europa a fuerza de engaños y de trampas. ¿Has probado ya el bermellón para tus cortinas?

Esta vez, lady Buccleuch aceptó la indirecta.

Cuando Mariotta volvía por la escalera de caracol, oyó caballos en el patio, por lo que dedujo que Richard y su comitiva habían llegado. La dignidad a que se debe una esposa luchaba en su interior con el deseo de bajar corriendo por la escalera. Todavía dudaba cuando fue alcanzada por los pasos que subían por la escalera, de cuyas enroscadas profundidades se alzó una cabeza rubia, extraña y desconocida, como un nautilo que sale de su concha.

La joven lady Culter, de temperamento atrevido e ingenuo, recogió sus faldones de suave y brillante tejido, y dejó escapar una risita.

—¿Puedo ayudaros, señor?

En el momento en que aquella cándida irlandesa detectó el carácter celta de aquel inquietante personaje, la cautela se apoderó de ella.

—Otra vez me he metido por la escalera del servicio. Este lugar fue construido por y para los topos, y a las damas y a los caballeros que nos zurzan. Jennie, alma mía, ¿dónde está tu señor? ¿Los traces d'amour? ¿El camino a Culter? Cualquier Culter me vale: la anciana lady Culter, la joven lady Culter, o ese lord de mediana edad—. Si ella llegó a pensar que aquel hombre desvariaba, fue sólo por un instante.

—Vuestro sentido del humor es algo tosco, ¿no creéis? —dijo amablemente—. Mi marido no ha llegado aún, pero su madre está arriba. Puedo llevaros ante ella, si lo deseáis.

Por respuesta obtuvo una sonora y risueña risotada.

—Una Culter, con mal carácter y de cabellos morenos. Venid a bailar conmigo a Irlanda.

—En efecto —dijo Mariotta, seria—, soy lady Culter. Imagino que vos sois un amigo de mi marido.

Se detuvo dos escalones debajo de ella.

—Imaginad lo que queráis. Por cierto, el amarillo no os sienta bien, ni tampoco mendigar cumplidos.

—Yo... ¡Válgame Dios! —dijo Mariotta, alterada—. Unos modales tan deplorables no tienen excusa.

—A Richard tampoco le caigo bien —dijo melancólicamente el rubio— pero eso no os concierne. ¿Os cae bien Richard?

—¡Estoy casada con él!

—Por eso lo pregunté. Por casualidad, no creeréis en la poliandria, ¿verdad? —Apoyó su brazo contra el poste de la escalera, mirándola con gesto risueño—. Es complicado ¿no os parece? Yo podría ser un primo lejano con un curioso sentido del humor, en cuyo caso sería ridículo por vuestra parte poneros a gritar. También podría ser un famoso cretino que deberíais mantener alejado de vuestros invitados a cualquier precio. O podría ser... ¡Oh no, ángel mío!

En un abrir y cerrar de ojos, la muñeca de Mariotta se vio aprisionada entre los dedos del extraño, que cortó así de un tirón la precipitada bajada al piso inferior, donde ella pensaba encontrar a su marido y a los criados de éste.

—O también podría molestarme. No seáis ingenua, querida —dijo—. Los que habéis oído entrar no eran otros que mis hombres. No se trata de un intruso, sino de una invasión.

Apretada contra él, no pudo esquivar su mirada. Sus ojos eran tan profundos y de un azul tan intenso como los de la viuda Culter. Y al darse cuenta, el impacto de conocer con quién trataba congeló su gesto y paralizó su pulso.

—¡Ya sé quién sois! ¡Sois Lymond!

La soltó aplaudiendo.

—Yo retiraré los insultos más personales si vos retiráis vuestro brazo sin darle un uso impío. Pues bien, mi querida cuñada, ascendamos como Jacob al seno materno. Para mi gusto —dijo—, creo que deberíais vestiros de rojo.

Y es que aquel no era otro que el hermano de Richard. Cada frase que salía de sus labios era como un palimpsesto, dos voces hablando al mismo tiempo. Su ropa, oscura y opulenta, estaba algo desaliñada. Su piel, morena y curtida; sus bellos ojos miraban entrecerrados, y su boca era insolente y autocomplaciente. Recibió el escrutinio sin rencor.

—¿Qué esperabais? ¿Una víbora, un demonio, un idiota redomado? ¿A Milo con el buey sobre sus hombros, a Angra Mainyu preparada para librar batalla contra Zoroastro, al Asno de Oro? ¿O es que no conocíais el color de la familia? Richard no lo tiene. El pobre Richard es, simplemente, marrón, y más tieso que un palo...

—Al menos conozco el poema —exclamó Mariotta, cuya muñeca empezaba a escocer—. El rojo es sabio, el marrón juicioso, el color claro es envidioso...

—Y el negro lujurioso. No son pocas las trampas en las que habéis tenido la desgracia de caer hoy... Si lo deseáis, podéis salir corriendo despavorida. Ahora eso ya no importa, aunque hace cinco minutos estábamos algo apurados... había que atar a los sirvientes... recolectar la plata... había que recoger el tesoro de Richard de su escondite habitual. Ciertamente, Richard es un hombre de costumbres inquebrantables.

Había empezado a deambular distraído, dejándola atrás en la escalera, cuando Mariotta, asustada y estupefacta, empezó a seguirlo.

—¿Qué es lo que queréis?

El meditó un momento.

—Diversión, básicamente. ¿No creéis que ya va siendo hora de que mi familia comparta mis desventuras, como deben hacer unos buenos cristianos? Además, la depravación tiene sus gastos: con milagros o sin ellos, mis queridos diamantes marrones no se reproducen; se disuelven. La falta de moderación, Mariotta, lo despoja a uno de dinero y de satisfacción estomacal. ¿Pero quién es capaz de corregirla? Yo no. Aquí me tenéis, llorando amargas lágrimas de mirra para demostrarlo.

Llegaron a la entrada del salón. Con una mano en la columna, se dio la vuelta, mirándola con un brillo intenso en sus ojos azules.

—Observad con atención. Estamos a punto de provocar un vuelco emocional en cuarenta senos formidables. Con un breve discurso, o quizás dos, propongo conducir a estas mujeres alternativamente por la alteración, la superioridad, el desprecio y la ira: habrá un poco de tragedia; terrible y lírica; ungida y repleta, como dijo el poeta, de colorida consternación. ¿Me darán las gracias por ello?

Mariotta, afilando su ingenio, aportó el único argumento disuasorio que se le ocurrió:

—Vuestra madre está ahí dentro.

El la escuchó con tranquilo deleite.

—Entonces alguien me reconocerá, al menos —dijo Crawford de Lymond, justo antes de empujar suavemente la puerta para que ella pudiera pasar.

Mientras tanto, sir Wat Scott de Buccleuch cabalgaba hacia el oeste, hacia Edimburgo, libre al fin de los consejos del Canciller y habiendo dejado atrás a su buen amigo Tom Erskine, a un angustiado contrabandista y a una cerda deprimida.

Buccleuch estaba acostumbrado a la guerra. Desde que acabó la edad dorada, antes de la batalla de Flodden, tenía la impresión de haber sido gobernado por niños, o por sus mayores y supuestos protectores, perennemente enzarzados en una batalla civil por el poder. Y ocurría que cuando los nobles perdían ese poder, tornaban a solicitar la ayuda de Enrique VIII de Inglaterra, quien, por cuestiones de orgullo personal y para presionar sobre la política europea tenía la intención de conquistar Escocia para sí, y tomar a la pequeña reina María de Escocia para educarla a la inglesa y casarla, llegado el momento, con su propio hijo.

Enrique había enviado contingente tras contingente más allá de la frontera con Escocia para intentar someterlos. Había tomado rehenes, ofrecido alicientes, concedido pensiones, otorgado altos cargos a los insatisfechos, empobrecido a los grandes y, en el mismo mes en que se produjeron el nacimiento de María y la muerte de su padre, el rey Jaime, había aprovechado la desastrosa batalla de Solway Moss, que había dejado en manos de Londres a la mitad de los habitantes de las Tierras Bajas escocesas, para extorsionarlos a cambio de su libertad, obligándoles a declarar por escrito que le ayudarían en su intento de casar a su hijo Eduardo con María.

Ahora que Enrique estaba muerto, en el trono inglés se sentaba otro niño: Eduardo VI, en favor del cual gobernaba su tío, Edward Somerset, Protector de Inglaterra y un ávido defensor de la política matrimonial de Enrique. Al igual que su antecesor en el poder, Somerset también incendiaba, saqueaba y pasaba por la espada, intentando a la vez seducir a la nobleza escocesa con otras armas. En vida, el rey Enrique VIII, movido por un frenesí matrimonial y concupiscente, había cortado los lazos que unían a su país con el Papa; y en Escocia, por otro lado, no eran pocos los que recelaban de la Reina madre francesa y de su vieja aliada, la Francia católica, y miraban en cambio con buenos ojos la Reforma Religiosa.

Sin embargo, ninguna de esas cuestiones inquietaba a Buccleuch, a quien poco importaba lo relativo al bien y al mal, si es que le importaba en absoluto. A veces pensaba en la religión; cuando le parecía que se mezclaba demasiado con la política y por tanto podía afectar a la familia Scott. Pero los últimos acontecimientos no le afectaban en absoluto. El obispo de Roma no era precisamente un dechado de virtudes, pero el viejo Enrique de Inglaterra había invadido la casa de Buccleuch en Branxholm, lo que a sus ojos lo convertía en un hereje digno del pozo más profundo de los infiernos. Cuando tu país no tiene ejército, no queda más remedio que defenderse uno mismo con la gente que vive contigo en tus tierras y con espadas de alquiler y mercenarios extranjeros, si es que quieres tener alguna posibilidad; y eso siempre dependiendo de lo que pueda permitirse la bolsa real. A Buccleuch le gustaba el combate. Una vez recibidas las órdenes, se había dirigido al oeste, deseoso de zambullirse en la actividad militar, y cavilaba en su vuelta a casa sobre si debía hacer un alto en Boghall, castillo situado sobre la maloliente turba del centro de Escocia y propiedad de los Fleming, una familia especialmente fiel a la Reina y cuyo cabeza de familia, lord Fleming, se había casado incluso con una vitalista e ilegítima hija de la casa real.

Lady Fleming, que además de institutriz era tía de la pequeña Reina, no estaba en casa. Fue su ahijada, Christian Stewart, la que se encargó de hacerle los honores.

Buccleuch le tenía a Christian un gran afecto. Alta y de buen parecer, con un precioso cabello de un color rojizo oscuro y un carácter decidido, era de conversación agradable y satisfactoria y resultaba imposible darse cuenta de que era ciega de nacimiento. La muchacha, que conocía a la perfección cada centímetro de Boghall, estuvo hablando con sir Watt tras la ineludible conversación que éste mantuvo con lord Fleming y fue ella quien le dijo que lord Culter estaba en el piso de arriba.

—¿Culter? —dijo Fleming, no pudiendo evitar escuchar la conversación—. Pensé que ya se había ido.

—Todavía no —dijo Christian fríamente, y siguió lentamente a Buccleuch que, sin perder el tiempo y con sus cincuenta y tantos años, había subido por las escaleras como un carnero recién esquilado.

Richard, tercer Barón Culter e hijo mayor de Sybilla, no estaba exactamente en el piso de arriba. Estaba en las murallas. A la altura del parapeto principal el sol calentaba en torretas y almenas y, mucho más abajo, el castillo se alzaba desde la ciénaga como un faro, rodeado por fortificaciones, fosos y defensas. La polvorienta explanada del patio principal, los edificios anexos y los establos, la tahona, la destilería, las vaquerizas y las dependencias domésticas estaban llenos de vida. Buccleuch avanzó y la muchacha lo siguió con paso seguro, con el pelo rojo al viento revuelto sobre sus hombros.

Lord Culter lo observaba cuando llegó. En él no se reconocía ni por asomo la exagerada despreocupación del recién casado. Richard Crawford, una figura sobria, fornida, de pelo castaño y ojos grises que reflejaban seguridad, era a sus treinta y pocos años un hombre de fortuna y demostrado poder. Estaba allí aguardando con expresión inamovible y antes de que Buccleuch pudiera abrir la boca, habló:

—Si es sobre Lymond, no os molestéis, Buccleuch.

—Es sobre Lymond —dijo sir Wat con tono sombrío, y empezó a hablar.

Al igual que Mungo Tennant, Christian Stewart escuchó la discusión en silencio pero con una cautela y un juicio de los que Mungo carecía.

Buccleuch acabó rugiendo.

—Tan malo sería que os aliaseis con Lymond como dejar que otros piensen que lo habéis hecho; un ejército carcomido por la sospecha es un ejército aplastado. ¡Mirad lo que está pasando! Hace cinco años se supo que vuestro hermano menor, Lymond, llevaba años traicionando a su país: le han echado de todas partes, ha cometido todos los crímenes que se puedan imaginar, y ahora ha vuelto, que Dios lo perdone, con peores maneras y una mente más sucia que cuando salió de aquí.

»Y mientras tanto, lo que queda de nuestra entidad nacional sigue intentando recuperarse. Medio millón de personas. Pero son tres millones de ingleses los que intentan lo imposible para hacerse con Escocia, echando a los peludos nativos como vos y como yo, parcelando la tierra para dársela a los Dacre y a los Howard, a los Seymour y a los Musgrave. Y entre tanto asedio, todo terrateniente desde Berwick a Fife corteja a Inglaterra, más desesperados que una sirvienta preñada. Sabe Dios que no los culpo. Yo mismo he aceptado dinero inglés para proteger mi casa y a mis siervos. Les prometes comida, caballos y ninguna resistencia, y cuando te invadan, el hecho de acabar lamiendo la suela de sus botas dependerá del grosor de tus murallas y de cómo sea tu conciencia.

Buccleuch se levantó bruscamente de su asiento, y echó a andar.

—Luego están los Douglas, buenos ejemplares, y otros como ellos. La gente acepta su posición de mediadores con los ingleses en Londres. Tienen un buen montón de dinero, un árbol genealógico cuyas ramas se pierden entre las nubes y demasiados hombres armados como para tolerar que se les levante la voz.

»Son respetados por ambas partes y reciben dinero a espuertas, porque cada una de ellas piensa haber comprado definitivamente su lealtad. Pero la lealtad de sir George Douglas es sólo para con su casa y el demonio, y si el demonio no cree que los Douglas son dueños y señores del mismo Infierno, entonces ¡al Papa con el demonio! ¿Me equivoco? —preguntó Buccleuch.

—En absoluto —dijo lord Culter—. Proseguid.

—Está bien. Están todos ellos, y también están los demás, como vos mismo, aquellos que cargan con el trono a sus espaldas de generación en generación; quizás porque vuestros intereses dependen tanto de Escocia que no podéis arriesgaros a jugar a otro juego... Así es, en cualquier caso. Sabemos que el Protector tiene la intención de invadirnos. Esperamos poder armar un ejército y llevarlo al campo de batalla para pararle los pies en Edimburgo. No será un gran ejército, porque tendrá un ojo puesto en los terratenientes de Lothian y otro en los de los Douglas. ¡Y vive Dios!, Richard Crawford —concluyó Buccleuch con un rugido que espantó a las palomas de las torretas—, que si también han de estar atentos a vos, podéis estar seguro de que habrá más de un escocés estrábico a las puertas de la ciudad en las próximas semanas.

Se hizo el silencio mientras los ojos astutos y coléricos de lord Culter miraban fijamente el brillante cielo gris. Entonces Christian dijo de repente:

—¡Richard! ¡Huele a humo!

Éste desapareció en un segundo, corriendo escaleras arriba, en dirección a las almenas. Buccleuch, a quien aquello había sorprendido limpiándose el sudor de la frente, miró a la chica y al lugar vacío que antes ocupaba Richard. Christian habló rápidamente.

—Subió aquí arriba porque creía haber visto humo donde se encuentra el castillo de los Culter.

En un instante, Buccleuch subió a las almenas, junto a Richard.

El sol de agosto concentró sobre ellos los últimos y abrasadores calores de la media tarde, asolando los atestados tejados y torretas, los voladizos y los flancos cubiertos de cerezos. Al este se encontraban los tejados de la baronía de Biggar, humeantes en la colina de Bizzyberry, y la carretera a Edimburgo. Al sur, el horizonte estaba plagado de colinas, meros taburetes frente a los más importantes muebles de la frontera inglesa. Al norte y al noroeste, las carreteras de Ayrshire y de Stirling rodeaban el peñasco de Tinto.

Al oeste, desde la base del castillo, nacía la ciénaga, de un verde viscoso y brillante, entre una hilera de colinas, extendiéndose a lo largo de cinco kilómetros hasta el lecho del arroyo de Culter, donde se encontraban la villa y el castillo de Midculter.

Por un momento, nadie pudo ver nada, y Buccleuch empezó a bromear.

—¡Humo! No tenéis que preocuparos, hombre. Mis chimeneas estuvieron un mes de luto hasta que mi primera esposa y el cocinero aprendieron a manejar los hornos...

El viento cambió de dirección y les dio en la cara. Una gran columna, negra como el caer de la noche, se alzaba por el oeste y pendía ondulante sobre el horizonte.

Lord Culter corrió a una velocidad imposible hacia las escaleras seguido de Buccleuch, gritando para que le oyeran en el castillo. Sola, Christian Stewart encontró los peldaños y bajó, dudando con sus ojos ciegos.

Cuando la puerta se abrió, las mujeres que había en el salón de Midculter no se sorprendieron. Estaban esperando a que trajeran la comida y lady Buccleuch, para quien el embarazo era sinónimo de yantar, había tomado una posición estratégica junto a las ventanas, donde ya se habían servido los platos fríos. Sybilla, junto a la chimenea, contaba una larga y entretenida historia con la que suscitaba el júbilo general. En cuanto la puerta empezó a abrirse, apuntó:

—Por fin podremos comer, Janet estará encantada.

Sonrió con sus ojos azules a su nuera para inmediatamente borrar la sonrisa y quedarse quieta, inmóvil, ante la puerta abierta.

La tragedia hizo entonces acto de presencia, como un felino, elegante pero devastador. Francis de Lymond, apoyado en la puerta, cerró y, sin darse la vuelta, sacó la llave con una mano. En la otra, la brillante punta de una espada apuntada hacia abajo removió unos tallos de lavanda. A su lado estaba Mariotta, completamente inmóvil.

Después del primer instante, el rostro de la viuda perdió cualquier atisbo de expresión. Su pelo blanco brillaba como la sal. Su quietud, el sonido de la llave y el brillo de la espada hicieron girar las primeras cabezas. Un murmullo se extendió y cesó. El silencio que se apoderó de la estancia permitió escuchar, como la nieve al descubrir una flor solitaria, el eco apagado de una corneta. También aquel rumor cesó.

En la puerta, el recién llegado empezó a hablar con indolencia, arrastrando sus palabras.

—Buenas tardes, señoras. Los caballeros que ahora entran a mis espaldas están armados hasta los dientes. Soy Francis Crawford de Lymond, y quiero vuestras vidas o vuestras joyas. Preferentemente lo segundo, pero ambas cosas si es necesario.

Tras la sorpresa inicial llegaron los primeros chillidos. De estos se pasó a una tormenta de aterrados alaridos y de insultos, y de aquello a una orquesta de frenético escándalo femenino que hizo vibrar hasta las cuerdas del arpa que había en la galería. Una de las damas, fuera de sí, agarró a la pequeña y majestuosa anfitriona.

—¡Sybilla! ¡Es Lymond! —y se cayó de espaldas, desmayada, ante el rostro petrificado de la viuda.

En un momento la habitación estuvo repleta de hombres armados. Algunos de ellos, cumpliendo meticulosamente con su trabajo, despojaban a cada mujer del dinero y las joyas. Otros inspeccionaban y saqueaban el salón y con las armas en ristre incitaban socarronamente a la resistencia. Pero no hubo ninguna.

Sobre todos ellos descansaban, de manera bastante aleatoria, los plácidos ojos azules de Lymond. Pero hacía ya un rato que el instinto de Mariotta la había hecho percatarse de una cosa. Intentando ocultar su nerviosismo, habló:

—¿Por qué no la miráis? Vuestra tragedia necesita un poco de diálogo.

Escuchando su ambigua propuesta, él se giró.

—Armarios repletos de seda y joyas... Creo que me he decidido por la pantomima.

—Qué lástima.

—La mímica no siempre ha sido sinónimo de comedia, querida. Ni mucho menos.

Una voz que se acercaba le contestó, con el mismo timbre:

—Entonces es una farsa —dijo la viuda sin vacilar—. Mi hijo no es muy complejo, Mariotta, aunque se rodee de tanto artificio. Tiene miedo...

—¡Miedo! —El azul de unos fríos ojos cayó sobre otro azul—. ¿Miedo de qué? Condenado por la Iglesia y perseguido por la Ley: ¿acaso creéis que tanto mi corazón como mi cabeza pueden sentir miedo? Oimé el cor, oimé la testa... Tras cinco años de crímenes, podéis estar segura de que tengo los mismos remilgos que una piedra.

—...Miedo de que yo pueda penetrar en ese caparazón de ática indiferencia. Lo que vemos no es más que una actuación, ¿no es cierto, Francis?

—¿Eso creéis? —dijo él con sorna—. Me temo que, cuando caiga el telón, no recuperaréis vuestros diamantes. Y os lo ruego, mi nombre es Lymond: moneda nueva. Podéis quedaros con el moldeo con el yunque en que ha sido forjada. El rostro que ahora veis es el tranquilo e indulgente.

Los ojos risueños que se posaban sobre ella estaban vacíos.

—De los álamos vengo, madre3. De los burdeles y callejones de Europa, donde me aficioné a la interpretación —así es—, al asesinato, la traición y los crímenes, según dicen, impronunciables y sugerentemente eróticos. ¿Acaso no os he proporcionado cinco años de magníficos cotilleos? ¿No esperáis con expectación a que agarre a mi cuñada por el pelo? La verdad es que si lo pienso bien, ¡qué demonios!, no trabajo más que por el bien público.

—¡Mamarracho parlanchín! —lady Buccleuch tomó parte en el juego, llena de ira y lástima por Sybilla, y de odio contra el rufián de negra barba que acababa de coger sus esmeraldas—. ¿Qué os ha hecho a vos el pobre Richard aparte de nacer primero?

Los ojos azules se mostraron pensativos.

—Un error de cálculo —dijo, mostrándose de acuerdo—, pero nada definitivo, ciertamente.

La estrofa y la antistrofa dieron paso al epodo. Francis estaba fuera de su alcance, pero no así el ladrón sonriente junto a ella.

—¡Definitivo será si de mí depende, escoria desalmada! —gritó dame Janet con una claridad que destrozaba el tímpano, y agarró un plato de pudín que lanzó contra la cara del hombre de la barba negra. Mientras el grandullón, entre juramentos, se quitaba el dulce de la cara con ambas manos, Janet sacó su propia daga y lo atacó.

Pero no con la rapidez suficiente. Lymond, que observaba desde la puerta, no tenía intención de perder a ninguno de sus hombres.

El buen humor y la indolencia desaparecieron con una risita, y en el momento en que dame Janet empezaba su ataque, Lymond echó hacia atrás su propio brazo y lanzó.

En el silencio del salón, Janet chilló una vez, y su brazo derecho se vino abajo, mientras el arma se deslizaba entre sus dedos grandes y sin fuerza. Entonces, lenta y dislocadamente, la mujer de Buccleuch cayó, y la daga de Francis, lanzada con puntería de un extremo al otro de la habitación, brilló en su vestido, manchado y pegajoso por la sangre.

—¿Miedo? —dijo el hombre de cabello rubio, y rio—. Soy propenso a lo sangriento. Bruslez, noyez, pendez, empallez, descoupez, fricassez, crucifiez, bouillez, charbonnez ces méchantes femmes. ¡Matthew! Cuando hayas digerido ese postre volador, ¿serías tan amable de informarme de cómo van las cosas ahí abajo? Bueno —dijo, mientras el hombre de la barba negra, rojo de vergüenza, desaparecía por la puerta—, vengan conmigo, señoras. Dejen por un momento a su Telémaco femenino; no está muerta.

Las examinó complacido.

—El epílogo —dijo—. Hemos escuchado la dulce voz de Calíope, quien laboriosamente me ha reducido al tamaño de un gusano y me ha nombrado actor de teatro. También ha participado la señora de Buccleuch, quien ha reunido el valor de ofrecernos rugidos, aullidos, silbidos, y hasta un espectáculo de malabares, de lamentable resultado. Y Mariotta, que ha intentado avergonzar al sinvergüenza.

Se dio la vuelta, y el corazón de la muchacha dio un vuelco.

—Qu'es casado, el rey Ricardo. Bueno, bueno, hermosa, ¿qué haremos con vos, Mariotta?

La observó un instante, pensativo, y entonces miró detrás de ella y sonrió.

—Observad —dijo—. Sus ojos se han encendido como dos velas mortuorias. Pido permiso para, dadas las circunstancias, ser original... ¿Me lo concedéis?

El hombre de la barba negra había vuelto.

—Hemos terminado, señor, y los caballos están listos.

—Muy bien. Sacadlos—. Los hombres empezaron a marcharse, y los informes fueron llegando: «Todas las puertas atrancadas, señor. Los objetos de valor han sido cargados, señor«.

Con paso cauteloso y delicado, Francis Crawford de Lymond caminó hacia la puerta, y las mujeres cayeron a sus pies. Cuando llego, se dio la vuelta.

—Vaya montón de poesía barata que hemos tenido que soportar, ¿verdad? Creo que hemos llegado al clímax de este emocionante y literario espectáculo. Es el momento, queridas, de prender fuego a la ulla podrida. Lamento que Richard no esté aquí. No importa. Dios tiene mil manos con las que castigar, y yo tengo dos... ¿acaso podría Richard escapar de ambas?

Las inspeccionó una por una, y de ellas obtuvo miradas de desprecio.

—No creo —dijo, lamentándose—, que volvamos a vernos. Adiós.

La puerta se cerró tras ellos, a lo que siguió el sonido de la llave. Las mujeres se quedaron mirándola, hipnotizadas, y a través del cristal pudieron ver la sombra ondulante de una nube amenazadora. Tras las vidrieras, masas pasajeras de humo gris oscurecieron el sol, y el crepitar de las llamas terminó con el silencio. El Crawford más joven de los que quedaban con vida, al marcharse, había prendido fuego hábilmente al castillo.

Las hogueras dispuestas contra las murallas resplandecían con vigor cuando los que venían desde Boghall empezaron a bajar la pendiente que daba al castillo. Tras Richard venían todos los hombres capaces de la guarnición de Fleming. Deshicieron los montones de ramas y, con sus hachas, se abrieron paso a través de la puerta principal y de la puerta del salón.

Richard tomó a su esposa del brazo y miró a su madre por encima de ésta.

—¿Quién ha sido? ¿Qué ha pasado?

Pero fue Mariotta la que contestó. Cerró los ojos. En la oscuridad vio una fría mirada de ojos azules. Los volvió a abrir.

—Ha sido vuestro hermano. Debe de estar loco.

—Me parece que loco no es la palabra, querida —le contradijo, suavemente Sybilla—. No estaba loco, sino tremendamente borracho, me temo.

Escuchó lo que tenían que contarle; se fue junto a Janet, que yacía en el suelo mientras le curaban la herida en el hombro, y habló con ella. Después volvió, con la mirada perdida, junto a su madre, atravesando los murmullos que iban del alivio a la histeria. Con los labios lívidos dijo:

—Creo que he quedado como un imbécil. Pero no volverá a pasar. No así, podéis estar seguras.

La mano de Buccleuch estaba sobre su hombro.

—Por Dios, que cuando volvamos...

—¿Volver? —dijo Sybilla.

La barba de sir Wat se curvó en señal de preocupación. Dijo, bruscamente:

—¿No os ha llegado la noticia?

—¿Qué noticia?

Sin mirar a Mariotta, Richard contestó por él.

—Nos hemos enterado en Boghall. Se ha declarado la guerra: ha llegado antes de lo que nos esperábamos. Los ingleses han reunido un ejército y se dirigen hacia el norte. Nos han convocado a todos inmediatamente ante el Canciller para el combate...

—...Así que Lymond, por Dios, Lymond tendrá que esperar.

Tan solo habían transcurrido ocho meses desde la muerte de Enrique VIII de Inglaterra, quien había quedado en vilo como el ataúd de Mahoma, ni en el seno de la Iglesia ni fuera de él, acompañado de sus mártires y los amargos cinco cadáveres de sus esposas. Al rey Francisco de Francia, la muerte de su vecino le había privado de una estrategia brillante y compleja que habría posibilitado por fin derrotar completamente a Inglaterra y, si fuera necesario, a cualquier adversario en toda Europa; la decepción de no poder disfrutar de semejantes placeres lo marchitó y murió igualmente.

Desde Venecia a Roma, de París a Bruselas, de Londres a Edimburgo, los embajadores observaban, con el oído alerta y los ojos bien abiertos. Carlos, rey de España, emperador del Sacro Imperio Romano, que combatía el Islam en Praga y el luteranismo en Alemania, que había obligado a la larga y acaparadora mano del Vaticano a retroceder, empezó a observar con atención a la herética Inglaterra.

Enrique, nuevo rey de Francia, consciente del poder y la hostilidad del emperador, tuvo el buen juicio de impulsar un pequeño acuerdo entre su propio país, los venecianos y el Papa. Empezó a preguntarse cómo podría convencer a Carlos de que abandonase Saboya, cómo podría echar a los ingleses de Boulogne y cómo podría servir mejor a su querida Escocia, a quien unían estrechos lazos de parentesco y amistad, sin que Inglaterra se alzase en armas buscando la protección del Imperio.

Pensó en Escocia, en su Reina infante, en la viuda y francesa Reina madre, y en el canciller Arran.

Pensó en Inglaterra, regida por el tío Somerset en favor del joven rey Eduardo, de nueve años.

Observó con interés cómo los ingleses se afanaban en hacer realidad su más preciada estrategia: el matrimonio que uniría sin dolor alguno Escocia e Inglaterra, y que terminaría para siempre el largo y peligroso romance entre Escocia y Francia.

Cautelosamente, Francia puso en marcha su flota y se dedicó a cultivar su amistad con los Países Bajos, cuyos puertos podrían ser de gran utilidad para los galeones perdidos en la tormenta. El Emperador, inquieto por la piratería escocesa y menos ocupado de lo que lo había estado hasta entonces, empezó a fijar su atención en los vientos que venían del norte. Europa, desplegada cuidadosamente sobre un nuevo tablero, esperaba el gambito inicial.