Capítulo IV

Ataque conjunto

No hay nada tan fuerte y firme

Que no pueda ser alguna vez

Derrotado y vencido por algo más débil. Bien

Puede ser el león la bestia más fuerte...

Y sin embargo, a veces un pajarillo puede devorarlo.

1. El juego de los cuatro caballeros

El dueto interpretado por lord Grey y el Consejo Real en Londres se prolongó intermitentemente durante dos semanas, en las cuales, Gideon Somerville se dedicó a remar a favor y en contra de la corriente y a visitar a antiguos amigos. Mientras jugaba a las cartas con Palmer, nuevo consejero de Grey y antiguo conocido suyo, Gideon, deslumbrado por relucientes hileras de dientes de oro, se enteraba de los últimos rumores.

Londres volvía de nuevo sus ojos hacia Francia. Después del lamentable fracaso de febrero, nadie tenía ganas de retomar la campaña escocesa. Se sabía que la pequeña Reina se recuperaba de una enfermedad. Se decía que todavía no se había realizado oficialmente ningún intento de unirla a Francia mediante matrimonio, y que el canciller escocés por su parte estaba haciendo lo imposible, legítimo o no, para conseguir casarla con su propio hijo.

Palmer, su rostro reluciente como un pulido hueso de buey, dijo que le parecía poco probable que Dinamarca se arriesgase a ofender a España enviando barcos para ayudar a los escoceses, y que la promesa de Francia de enviarles más ayuda era una mentira cuyo fin era distraer la atención de Boulogne.

Gideon escuchó todo aquello y pasó después a hablar de lord Grey hasta donde le pareció prudente. Dos días antes de que llegasen las órdenes definitivas, Gideon fue con Palmer a la torre para quejarse de un envío de armas defectuosas y, al volver, se encontró con la condesa de Lennox, que conocía bien a Palmer y recordaba a Gideon de Warkworth, de los remotos tiempos en que ambos estaban al servicio de la princesa María.

Gideon, sabedor del estrepitoso fracaso que había cosechado la condesa intentando convencer a su padre para que apoyase a los ingleses en Durisdeer, así como del curioso episodio en el que habían perdido un rehén por haber caído ella en manos de anónimos forajidos escoceses, se sorprendió cuando ella misma mencionó a George Douglas.

El comentó, de manera bastante sucinta, que Gray y él mismo tenían que encontrarse con sir George cuando regresasen al norte. Douglas había prometido entregarles un rehén, un muchacho al que lord Grey quería desde hacía mucho tiempo. El heredero de Buccleuch, de hecho.

Margaret Lennox dijo:

—Mi padre me dijo que el hijo de Buccleuch estaba trabajando con... una banda de malhechores en la frontera.

—Exacto —dijo Gideon—. Es una historia bastante sórdida. Al parecer, su propio líder es el que planea venderlo. Aunque, después de haber conocido al caballero en cuestión, no me sorprendería que vendiese a su madre a cambio de comida para gatos.

Ella estaba ansiosa por escuchar una descripción de aquel hombre, por tener más detalles.

—¿Y qué quiere a cambio del muchacho? ¿Dinero?

Se hizo un silencio aterrador mientras Somerville recordaba algo súbitamente. Tom Palmer, que escuchaba con moderado interés al lado de la dama, era primo de Samuel Harvey, cuya vida era el precio a pagar por la de Scott. Se aclaró la garganta.

—La verdad es que el asunto ahora mismo atraviesa un momento delicado. Todavía no se ha decidido.

Ella sonrió, comprendiendo.

—Imagino que lord Grey quiere al joven Scott por lo que ocurrió en Hume, ¿no es así? Aunque pensé que tendría muchas más ganas de encontrar al español que lo engañó.

—Creo que tiene bastantes ganas, sí —dijo Gideon, que compadeció a Grey al percatarse de que la historia parecía haber llegado a la metrópoli—. Sólo que nunca averiguó quién era aquel hombre. Y por supuesto, su valor como rehén no era comparable al de Will Scott.

—¿De pelo claro —dijo ella en voz alta, aunque hablando para sí misma—, y ojos azules, quizás?

—¿Quién? —dijo Gideon—. El español no. El hombre al que se unió Scott sí.

—Ya lo sé. Lo conozco. O más bien lo conocí en otro tiempo, en Escocia. Rubio, de ojos azules, rapaz y políglota.

Se hizo una pausa, producto de la sorpresa.

—¿Es posible que hable español?

—Sí, habla español.

Y las pelucas negras han existido desde siempre...

—Eso quiere decir —dijo Gideon, reflexionando—, que nuestro español y el líder de Scott podrían ser la misma persona y que... Quizás —dijo—, deberíais mencionarle esto a lord Grey o al Protector.

—Oh, lo haré —dijo Margaret Lennox—. Esta noche.

Dos días más tarde, el Protector tomó una decisión.

Lord Grey debía regresar a Escocia, pero no en viaje de placer. Debía marchar a Escocia el 21 de abril para encontrarse con los escoceses que le eran leales en Cockburnspath, y de allí llegar hasta Haddington, hito de su anterior avance. Allí debía fortificar la ciudad y establecer una guarnición que la convirtiera en fortaleza, almacén y amenaza para toda Escocia.

Lord Grey abandonó Londres con Gideon en su séquito. También le acompañaban el amargo recuerdo de los ácidos comentarios del Protector y una ira vengativa hacia un lenguaraz bandido español que se permitía jugar con la poderosa Corona inglesa.

Cuando los ingleses volaron el convento que había en las tierras de Lymond, tras recibir información de su antiguo terrateniente, las monjas que sobrevivieron encontraron asilo en una iglesia más grande cercana a Midculter. En este convento Mariotta había estado reponiéndose de sus miserias, ayudada por las regulares visitas de Sybilla.

La viuda, que acudía por primera vez acompañada de lady Buccleuch, tuvo que responder a varias preguntas durante el camino.

—Lo que no consigo entender —decía Janet—, es por qué ha recuperado Will de repente sus buenos sentimientos y la ha rescatado de las garras de su amigo Lymond. Pensé que le gustaba el crimen tanto como a los demás bandidos y que se dedicaba como los otros a perpetrar retorcidos rituales a la luz de la luna.

—Sentía lástima de sí mismo, creo —dijo sabiamente Sybilla—. Y eso es algo que produce empatía. De todas formas, habló con Mariotta justo después de que Lymond se comportara con ella de manera abominable, y compartieron metafóricamente sus lágrimas; él prometió sacarla de allí en secreto al día siguiente y lo cumplió.

—Me parece tan extraordinario —dijo Janet por sexta vez—, que se encontrasen con vos de esa manera...

—Sí, ¿no os parece?

—Y que pudiera confiar a Mariotta a vuestro cuidado.

—Sí.

—Y volver sin que sospechasen de él para ayudar a su padre a atrapar a Lymond.

—Sí. Ya hemos llegado —dijo Sybilla alegremente entrando en el convento. A la primera persona que encontraron allí fue a Will Scott, que estaba hablando con Mariotta.

Resultaba difícil decir quién estaba más sorprendido: Will, su madrastra o Sybilla. Janet, la primera en recuperar el habla, dijo:

—¡Santo Dios! —y enseñó todos los dientes en una enorme sonrisa—. ¡Qué tenemos aquí! Orfeo meneando el trasero recién salido del Hades, más gentil y atento que un sirviente.

Will Scott farfulló algo que no se oyó apenas, pues Sybilla se apresuró a decir:

—Creo que quizás esté esperándome a mí. Él ya sabe que vengo los lunes. ¿Nos disculpáis un momento?

Lamentablemente, Will se puso nervioso, pues no estaba acostumbrado a las artimañas de la viuda. Dijo:

—No es nada personal, lady Culter. No es más que una carta que quiero que entreguéis a Andrew Hunter de mi parte. —E introdujo un papel en la mano de Sybilla, que no ofreció resistencia.

¿Andrew? —dijo Janet, mirando cariñosamente a su hijastro—. ¿Para qué, Will? Ya se ha marchado con los demás.

El parecía confuso, y ella se lo repitió.

—Ya sabes, partió con Wat y con Culter, cuando recibieron tu mensaje.

—¿Mi mensaje?

—Tu segundo mensaje, en el que les decías dónde iban a estar Lymond y lord Grey. —Dedicó una mirada de disculpa a la viuda—. No os lo había dicho, Sybilla. Pero el mensaje de Will llegó justo antes de que partiéramos. Wat y los demás deben llevar recorrido ya buena parte del camino hasta la costa oriental.

Sybilla se sentó de repente junto a Mariotta.

—¡Pero si yo no he mandado ningún mensaje! —dijo Scott.

—¿Cómo?

—¡No! Esta es la primera vez que envío recado a alguien desde que me uní a Lymond, excepto... excepto cuando lo de Crumhaugh, claro. Este mensaje era sólo para pedirle a sir Andrew que mantenga su promesa de permanecer a mi lado si... en caso de que... cuando deje al jefe.

Esta vez fue Janet la que se sentó.

—¿No le has enviado mensajes a Dandy antes?

—No.

—¿Ni ninguno más a Buccleuch?

—No.

—¿Entonces quién —dijo Janet, temblándole su fuerte voz—, nos escribió hoy a todos en tu nombre, diciendo que nos dirigiésemos inmediatamente al jardín de la vieja mansión de Heriot, dónde Lymond, sir George Douglas y lord Grey de Wilton podían ser capturados?

Hubo un silencio cargado de terror.

—¡Lymond! —exclamó Mariotta, riéndose histérica.

Mariotta tenía razón. Después de haber galvanizado tanto a su hermano como a Buccleuch durante cinco semanas de expectantes preparativos, Lymond llegó a Cockburnspath junto con Johnnie Bullo, dos días antes de que lord Grey tuviera que marchar de nuevo hacia Escocia. Protegidos por su salvoconducto, Johnnie y él fueron conducidos directamente ante sir Douglas.

La avanzadilla que esperaba a lord Grey en el barranco se guarecía bajo lonas, y sir George compartía una tienda con el comandante, sir George Bowes, guardián de las marcas orientales y centrales. Sin embargo, estaba solo cuando llevaron a Lymond ante su presencia, mientras el gitano esperaba fuera.

Sir George lo saludó, el rostro de un tono ligeramente amarillento bajo la tela iluminada por el sol. Estaba a punto de perder al más prometedor aliado que había tenido en años, y se sentía muy disgustado. Sin preámbulo alguno, dijo:

—Vengo de ver a lord Grey. Debéis saber que yo he mantenido mi parte del trato: he conseguido que el lord me prometa que os entregará a Harvey. Pero...

—¡Ah! —dijo Lymond, despreocupado y elegante, vestido de azul oscuro—. Hay un pero. Como Glauco, tenemos un pero, más no hay miel en él. ¿Ha cambiado lord Grey de parecer?

—Ha sido por culpa del Protector. Harvey sigue en Londres; no va a venir al norte.

—¿..Y?

Douglas dijo, bruscamente:

—Y sir Robert Bowes tiene órdenes de asegurarse de que enviéis a Scott de todas formas. Se os pagará en moneda, no en especie.

—¿Y si no lo hago?

—Vuestra vida no corre peligro. Pero sí vuestra salud.

La mirada irritada de sir George se cruzó con la de Lymond, sardónica, y se produjo un incómodo silencio. Después de un rato, Francis se movió.

—Así que no es el barril de miel lo que me espera, sino las semillas de la tortura, para que desgrane los secretos de mi cama y de mi alcoba.

Douglas enrojeció.

—Lo único que quieren es un mensaje de vuestro puño y letra, que sirva para traer aquí al muchacho. Vuestro amigo el gitano puede llevarlo... pero no podréis, claro, explicarle las circunstancias en que se envía.

—Ya veo. ¿Pensáis que esto puede proporcionaros a vos, personalmente, algún beneficio? —dijo repentinamente Lymond.

La voz de Douglas fue aguda.

—Si tuviera alguna alternativa, tened por seguro que la aprovecharía... —y se calló, pues en ese momento, el comandante hizo su entrada.

Sir Robert Bowes se estiró, asintió y examinó distraídamente Lymond, desde la dorada cabeza hasta las espuelas de plata. Sonrió.

—¿Es este el hombre?

—...Pero hasta un gato viejo tiene uñas —dijo Lymond, devolviendo la sonrisa y contestando al pensamiento.

—¿Dónde está Samuel Harvey?

—En Londres —dijo tranquilo Bowes—. ¿Vais a enviarle el mensaje a Scott para que venga?

Lymond lo examinó con una ligera repugnancia.

—¿Por qué debería hacerlo?

—Por las empulgueras —dijo Bowes, gráficamente—. Por el guante de hierro, el plomo caliente, las pinzas, los cuchillos... y el látigo.

Los ojos de Lymond reflejaban hilaridad.

—¿Cómo? ¿Lleváis todo eso en vuestro equipaje? Pues vaya con el ejército inglés. ¿Acaso tenéis que fustigarles las espaldas también a vuestra soldadesca?

Pero aquello no fue más que una bravata. Casi inmediatamente les dijo todo lo que querían saber y escribió una carta dirigida a Will Scott con la que Bullo partió sin poner reparo alguno.

Lord Grey, que llegó el lunes con el resto del ejército, quedó encantado al escuchar la noticia.

—Será esta tarde, en el estanque que hay en esa casa de Heriot —dijo Bowes—. El sujeto ya había quedado con el chico allí y se ha confirmado por escrito en la carta, así que pensamos que era mejor no cambiarlo.

—Estupendo. Buen trabajo. Así que pensó que lo único que tenía que hacer era recoger a Harvey, enviar el mensaje y marcharse, ¿eh? ¡Así aprenderá! —dijo el lord lugarteniente. Y al enterarse de que una partida, de la que formaban parte Lymond y sir George Douglas, había partido ya hacia el fatal encuentro con Will Scott, lord Grey recogió a Gideon y marchó por el mismo camino para disfrutar del desenlace.

Sir George Douglas estaba profundamente disgustado.

Para empezar, había tenido que retorcer su elegante talle como una lombriz alrededor de la base de un acebo cuyo tronco parecía una pantalla y desde el que la escucha furtiva era una agonía. Colocado y descoyuntado en semejante postura, sentíase víctima de los caprichos y burlas del siempre juguetón dios Momo, que lo atenazaba provocándole constantes pinchazos por todo el cuerpo.

El trozo de tierra que Lymond había escogido en Heriot para la entrega de Will Scott había sido antaño el jardín trasero de una casa que fuera grande y fortificada, antes de ser incendiada, bombardeada y reducida a un montón de escombros.

Entre los retorcidos restos de nísperos y manzanos, berzas y grosellas, tomillo, nébeda y poleo, zarzamoras, arándanos, camomila y un emparrado de ortigas, un selecto escuadrón de hombres de Bowes acechaba, relativamente oculto, observando los páramos al oeste. Lymond se hallaba al descubierto, junto al fango verdoso de un antiguo estanque de peces, sentado sobre un bloque de piedra picada, con las muñecas y tobillos discretamente atados entre sí y a la piedra.

A pesar de estar atado como una cabra, nada le impedía hablar. Aquello le bastaba, alegre y consciente de que durante una o dos horas no había estado más a salvo en su vida. A pesar de las desgañitadas amenazas de Bowes, él seguía hablando, con su cabeza de color del ámbar bajo la luz de abril que se derretía como lágrimas de las helíades, ignorándoles por completo. Después de un rato, se dejó llevar.

...Él y el rey de Navarra

Eran bien temidos en el extranjero

Escondían sus cabezas...

—...La otra extremidad, como veo, es más difícil de esconder, mi alegre amigo. Quizás ayudase en algo levantarse: ¿por qué no levantarse? ¿No? Bueno, vuestros son los huesos. Yo estoy de lo más cómodo y puedo recitar versos hasta que se marchite el tomillo y fenezca el poleo. Dadme la muerte, pero no la estupidez. Dejad que el loro, os lo ruego, tenga libertad para chillar. Y dadme un público cautivado, un público atento, un público que crezca. Vuestro noble comandante, nada menos, y... ¿quién más? ¿Sois vos Heywood, el del ingenio delirante y alegre? No, por Dios. Es Flaw Valleys en persona.

Lord Grey de Wilton, que acechaba en el claro sin preocuparse demasiado por permanecer oculto y Gideon a sus pies, miraban ambos fijamente el soliloquio que tenía lugar en el centro.

El pelo era distinto, la piel era distinta, las ropas eran distintas, pero la voz, con su agilidad, con su exceso de agilidad mental, era la misma.

—¡El español! Teníamos razón, es el mismo hombre. ¡Lo tenemos! —desgranó lord Grey, callándose al instante.

Lymond miró por encima del hombro, a su espalda.

—¿Español? Contemplad —citó, melancólico— mi tez y mi semblante. No es más que mirra esperando a las abejas, floreciendo en su joven modestia como un serafín; con dos alas en los ojos y las otras cuatro atadas con malditos y fuertes nudos: Dios salve a los flámenes y proteja a los que estén libres de nudos de los vientos altos y los recuerdos cortos.

Sin prestar la más mínima atención, lord Grey siguió dándole vueltas a lo mismo.

—¡El español que me robó los caballos y los suministros en el castillo de Hume! ¡Negad si podéis que sois el mismo!

Una sonrisa de deleite recorrió el solícito rostro de Lymond, que después pareció hundirse en la consternación.

—Queréis vuestro traje de atezado terciopelo y yo lo regalé.

—¡Insolente canalla!

Muy ilustrísimo y excelentísimo señor —respondió educadamente Lymond—. ¿Cómo os disteis cuenta, me pregunto?

Frío, lord Grey dijo:

—Cometisteis dos errores cruciales. El primero fue dejar que os viera Somerville, y el segundo fue pavonearos de vuestro miserable talento políglota ante la condesa de Lennox.

—¡Ah! —dijo Lymond, continuando un poco después—. Amable Margery, leche y miel. Por vous susi en prison mis; Por vos amie! Me preguntaba cuál sería la razón de la repentina compasión del Protector por el pobre señor Harvey.

—Habéis de saber —dijo lord Grey, con las mejillas coloradas—, que tendréis mucho tiempo para reflexionar sobre la insensatez de vuestras aventuras. Mucho tiempo. Haré que os cuelguen...

—...Más alto que Haman y que los baluartes de Hume...

—...Y que os quemen...

—...Con más saña que a Policarpo. Y que me abran en canal, me salen y rellenen con mirra y canela y que me pinten para recordar a toda la calaña, a todos los fanfarrones, chulos y timadores, que la villanía es mortal. ¿Y qué pasa con Douglas? ¿Sufrirá la misma suerte si no aparece Will Scott? Está presente, aunque no os hayáis dado cuenta... en alguna parte. —Miró a su alrededor—. ¿Pero dónde? ¡Hablad, amigo! ¿Dónde os encontráis?

Lord Grey también miró a su alrededor. Al menos una parte de sir George debía ser visible, pues el lord lugarteniente dijo, irritado:

—Pero hombre, ¿estáis loco? No tenéis por qué estar así. El chico todavía tardará horas en llegar.

El hombre maniatado dejó escapar un quejido burlón.

—No, no me digáis eso. Soy demasiado débil. No podré aguantar...

—¡Vigilad vuestra lengua!

El prisionero sonrió y se sentó lo más cómodamente que pudo sobre la fría roca, mientras lord Grey hablaba con sir Douglas.

Gideon, que observaba aquel relajado perfil, con los ojos velados y una mueca ligeramente despectiva, se dio cuenta de que algo iba a ocurrir.

Estaba enroscado como un muelle, esperando. ¿Esperando a qué? Gideon no podía imaginarlo, con toda la fuerza del ejército inglés apostada tras ellos en Cockburnspath. Pero aquél no era un coloso vencido esperando a ser vendido por unas monedas: era un hombre inteligente, un experto actor.

Gideon dejó a Grey y se acercó al estanque sin que nadie se lo impidiera, donde Lymond le saludó de manera inexpresiva.

—Cualquier amigo de Meg Douglas se merece mi respeto.

Gideon bajó la vista. Los brazos a la espalda, abriendo y cerrando los puños nerviosamente.

—La v-verdad es que yo no la aprecio demasiado. ¿Qué estáis esperando?

Aquella impúdica boca se abrió.

—El rescate —dijo Lymond—. ¿Por qué no?

Somerville le devolvió la misma sonrisa.

—No mientras yo esté aquí.

—Probablemente no estéis. Lord Grey se marcha.

Gideon, mirando a su alrededor, se dio cuenta de que era cierto. Satisfecho por haber identificado a Lymond y sin estar dispuesto a destrozarse la espalda entre incómodas plantas, el lord Lugarteniente se preparaba para volver al campamento.

Gideon lo alcanzó rápidamente y, tras una breve conversación, obtuvo permiso para quedarse, después de haber pedido en vano que se quedasen más hombres con él. Lord Grey desapareció en medio de una nube de comentarios. Gideon se armó de valor, escogió un arbusto de tojo que resultó ser el escondite más cercano a Lymond, y el pequeño claro se quedó en relativa calma.

Johnnie Bullo llevó el mensaje a Branxholm en lugar de a Will Scott, y allí le fue transmitido verbalmente a sir Wat y lord Culter por un amigo de Bullo que les hizo creer que provenía de Scott y no de Lymond. Sir Wat y lord Culter partieron inmediatamente con todos sus hombres hacia Heriot, creyendo, como era natural, que iban a atrapar a Lymond y a sus aliados con las manos en la masa mientras negociaban el precio del hijo de Buccleuch.

Johnnie había sido generoso con la información, tanto en lo tocante al lugar como a sus peligros. Mientras cabalgaban, sir Wat y Richard prepararon su plan, que era simple: marcharían hacia el norte y, rodeando el risco sobre el que se alzaba la casa, lord Culter se colocaría sigilosamente tras los ingleses. Buccleuch aparecería con toda su panoplia por los extensos y abiertos páramos al oeste y al sur, y haría retroceder a los emboscados hasta los brazos de Richard.

La idea resultaba apasionante. Los Scott y los Crawford, en un estado cercano a la euforia, se dirigieron hasta las colinas que había entre Branxholm y Heriot, hasta que desaparecieron en ellas, engullidos como pececillos por las fauces de una ballena. Entonces, los de azul y plata giraron y se dirigieron rumbo noroeste, mientras que Buccleuch aminoró la marcha y se preparó para llevar a cabo su ataque.

Aparecieron ante Gideon, Bowes y Douglas como una brillante y encrespada ola en el horizonte, rompiendo ante sus ojos, cristalizándose en forma de cascos, armaduras de acero, lanzas y espadas. Escoceses, y en gran número, armados, a caballo y dirigiéndose directamente hacia ellos con determinación y seguridad.

El jardín posterior se desintegró. Los acebos y laureles salieron corriendo a por sus caballos, y sólo el arbusto de tojo permaneció. Cuando los hombres de Bowes pasaron a su lado y las maldiciones y los caballos pasaron en estampida y se revolvieron, Gideon se agachó y salió corriendo hasta donde estaba Lymond. Tenía los ojos brillantes y una risa ahogada. Rompió las cuerdas que ataban sus pies y le hizo subir a punta de espada a la montura de su propio caballo. Mientras la tierra vibraba bajo sus pies con los cascos de las monturas que se acercaban, preparó el caballo, doblemente cargado, y salió al galope tras Bowes y el resto de los hombres.

Richard los vio acercarse parapetado detrás de la pequeña colina y envió a sus hombres, que se colocaron como los corchos de una red de salmones a lo largo de la carretera costera. Los caballos que venían hacia ellos cambiaron el rumbo al divisarlos, cabalgando en paralelo a los escoceses, describiendo un ritmo de antebrazos centelleantes e hinchados y musculosos cuellos, mientras los terrones de brezo saltaban como meteoritos.

Se enzarzaron mientras galopaban. Richard, con los ojos grises medio cerrados, montando con gran dominio y empleando un brazo derecho invencible, se defendía mientras examinaba cada rostro. Vio los colores de Douglas y los ignoró. Vio a un fornido jinete, probablemente Bowes, que intentaba dirigir a los hombres, lo perdió y se vio envuelto en una sonora amalgama de acero, carne de caballo y cuerpos en movimiento, a través de la cual pudo divisar una cabeza rubia.

Avanzaba entre los grupos que batallaban de manera indiscriminada, como una llama a través de la vela, cuando el tronar de los caballos a su alrededor se detuvo como si la atmósfera hubiera cerrado sus compuertas ante sus narices.

Lord Grey se había pensado dos veces la advertencia de Gideon y había enviado una compañía de jinetes a vigilar lo que pudiera pasar en Heriot. Directamente desde Cockburnspath, ataviados con sus brillantes cruces rojas, frescos y rosados como manzanas, los nuevos soldados cayeron alegremente sobre los hombres de Culter y de Scott, barriendo la retaguardia, sorprendiéndolos, combatiéndolos y acabando con ellos hasta que, dispersos y amargamente furiosos tuvieron que dar media vuelta y volver a los páramos.

Gideon Somerville, atrapado en mitad de los primeros combates, golpeaba violentamente con una mano mientras controlaba a su caballo y a su prisionero con la otra. Casi había conseguido abrirse camino cuando lo sorprendieron por la espalda. Sintió un devastador golpe en la nuca y se percató, con sorpresa y furia, de que estaba cayendo. Después ya no supo más.

El señor Somerville abrió los ojos y alcanzó a ver un círculo de ondulantes árboles, los volvió a cerrar e intentó moverse. Se dio cuenta de que era imposible, pues tenía las manos y los tobillos atados. Abrió otra vez los ojos rápidamente y miró a su alrededor.

Estaba en un bosquecillo. Dos fatigados caballos pastaban tranquilamente bajo los árboles, y Francis Crawford de Lymond estaba sentado plácidamente muy cerca de él, con las manos cruzadas sobre las rodillas.

—¡Oh! —dijo Gideon.

—Pues sí —dijo Lymond, alegre—. Vuestro caballo murió, así que os llevé rodando, como la piedra de Sísifo, hasta el primer sido a cubierto que encontré. La gente estaba demasiado ocupada por ahí arriba como para fijarse en lo que suceda entre la hierba. Me equivoqué, por cierto. Iba a ser una masacre, no un rescate.

¿Y sus cuerdas? Pensó vagamente Gideon. Se las cortaría y se las pondría a él, con su propia espada, probablemente: no la tenía encima. Maldita sea. En voz alta dijo:

—Supongo que tenemos que agradecer al joven Scott todo esto. Podría haber advertido con más vehemencia a lord Grey, si no me hubiera parecido difícil de creer que osaríais poneros al alcance de vuestros compatriotas.

—No culpéis a Scott. Yo mandé buscar a Buccleuch y a lord Culter —dijo Lymond—. Lo cual me parece bastante justo, pues lord Grey no me trajo al señor Harvey. En otras palabras, todos liemos hecho trampas a lo grande. Aunque yo habría enviado el mensaje de todos modos.

—¿Una invitación a la masacre? Me parece un poco extraño —dijo Gideon, seco.

—Ciertamente, estuvo a punto de ser bastante extraño. Pero claro, yo no esperaba formar parte del comité de bienvenida; o de haber estado, esperaba disfrutar de la compañía del señor Harvey, lo que habría cambiado un poco las cosas. De todas formas, tal y como sucedió todo...

—Tal y como sucedió, me parece que tuvisteis una suerte fuera de lo común cuando os escapasteis de vuestro propio fuego cruzado.

Lymond, ausente, se mostró de acuerdo.

—Némesis asintió. Lo sé.

—¿Y ahora?

—Ahora vendréis conmigo, para variar...

Ahora en lo seco, ahora en lo húmedo

Ahora en la nieve, ahora en la ventisca

Cuando mis zapatos se congelan hasta los pies

No es, señor Somerville, todo fácil.

Los caballos que Lymond había capturado estaban cansados y el viaje hasta Crawfordmuir llevó a ambos hombres bastante más tiempo del que normalmente hubieran necesitado.

A medio camino hacia allí, se cruzaron con un pelirrojo.

Era un joven de aspecto formidable y buena planta, montado en un caballo casi tan cansado como los suyos. Junto a él cabalgaba un pequeño caballero de piel aceitunada, en un poni marrón de cara larga. Lymond tiró inmediatamente de las riendas ante la espada desenvainada del muchacho y estalló en una carcajada que parecía el balido de una cabra.

—¡Will Scott! Con la barbilla pegada al pecho, como si le hubieran golpeado en la cabeza con los hechos. Y es que los hechos y el señor Scott nunca coinciden: colisionan. ¿Qué pasa ahora?

¡Scott! Las cejas de Gideon se arquearon al instante; el hombrecillo moreno sonrió y el joven pelirrojo exclamó con desdichada y descontrolada violencia:

—¿Qué habéis hecho con mi padre?

—Le he hecho hacer un poco de ejercicio y después lo he enviado a casa. Johnnie, no deberías asustar al pequeño.

El hombre de tez oscura sonrió, mostrando unos dientes bonitos y afilados.

—No lo he hecho. Oyó la historia en otra parte y estaba agotándose, buscándoos a todos. Pensé que sería mejor si le ayudaba a encontraros.

Scott ignoró aquello, concentrado completamente en Lymond.

—Pensé que era yo el que estaba bien envuelto y listo para la venta. Pero no. No he sido nada... La grasa alrededor de la vela, el cerrojo en el que entra la llave. Vendisteis a mi padre y a vuestro propio hermano a los ingleses, pero ¡por Dios que tendréis que rendir cuentas por ello! ¡Al suelo!

—¿Me vais a obligar? —le advirtió Lymond, desenvainando él mismo con aterradora rapidez. En un abrir y cerrar de ojos Scott, perdió su espada, fue arrancado de su caballo y se puso de pie boquiabierto, mientras Lymond se dirigía a Gideon.

—No somos siempre tan groseros. Lo siento. Vos estabais en Heriot. ¿Diríais que los escoceses que os sorprendieron estaban cayendo en una trampa?

Gideon, fascinado, dijo la verdad.

—Al contrario. Scott de Buccleuch y sus amigos sí que habían preparado una trampa de lo más eficaz.

—Ya se lo dije —dijo Johnnie, un dechado de bondad—. Ayudé a Buccleuch en todo lo que pude.

Scott tenía los puños cerrados.

—Pero de alguna forma cerrasteis el trato. Tenéis a Harvey.

Tras mirar a los ojos a su capturador, Gideon aclaró, divertido, la confusión.

—Mi nombre es Somerville —dijo, tranquilo—. Me temo que lord Grey también ha patinado un poco. No cumplió su promesa de traer a Harvey al norte. —Y para mayor claridad, añadió—: Vuestro padre no sufrió daño alguno en el combate. No tomaron prisioneros gracias a una casual intervención mía, pero tanto Buccleuch como lord Culter escaparon a salvo.

Los ojos de Scott no se apartaron de Lymond en ningún momento.

—Parece que he vuelto a quedar como un idiota.

—Pues sí, os habéis puesto en una situación bastante estúpida. Pero si queréis podéis echarle la culpa a la costumbre de moda de ir a contarle los problemas a Dandy Hunter. ¿Os parece una observación acertada?

El pelirrojo enrojeció y después se quedó pálido.

—Supongo que sí. Está bien. Supongo que debería volver a pedir disculpas. ¿Bastaría una mastodóntica humillación para compensar todas las faltas pasadas y futuras?

—Cualquier cosa —dijo Lymond— que os impida saltar como una gamuza ante conclusiones imposibles. ¿Has visto ya todo lo que querías, Johnnie?

Los dientes blancos centellearon.

—Me gusta ver acrobacias. Si me necesitáis otra vez...

—...Consultaré las entrañas de un pez. ¡Adiós!

Gideon se encontró cara a cara con un par de mordaces ojos marrones.

—Él sabe recompensar —murmuró Johnnie y, apretando su poni entre las piernas, salió disparado. La mirada de Lymond, con los ojos inusualmente abiertos, lo siguió.

Había sido una tontería perder los nervios, por poco que hubiera durado, y tanto él como Gideon lo sabían.

Al contrario que su predecesor, el señor Crouch, Gideon Somerville contaba con los recursos de una persona con estudios e ingenio. Encontró que la vida en Shortcleugh tenía un interés especial y, tras dos días, admiraba la seguridad con que su dominus quod-liberatius hacía su trabajo.

El segundo día lo llevaron del piso superior a la habitación de Lymond y él mismo empezó a hablar, vivaz, mientras entraba.

—Imagino que ahora tendréis pensado entregarme a cambio de Samuel Harvey.

Lymond pensó en ello, dándose golpecitos en los dientes.

—¿Creéis que el Protector me entregaría a Harvey?

—Me gustaría pensar que no —dijo Gideon.

Lymond tiró sobre la mesa la pluma que tenía en la mano y se levantó.

—Dudo que lady Lennox pueda convencerlo por segunda vez. Pero, de todas formas, vos sois amigo de lord Grey. El traerá a Harvey al norte si no lo hace el Protector.

—Es posible —dijo Gideon—. Pero eso no supondrá diferencia alguna. No tengo la más mínima intención de comprar mi libertad al precio de la vida de otro. Dinero, sí: tenéis el derecho a pedir un rescate si lo deseáis. Pero no encontraréis en mí un aliado ni me haréis formar parte de ningún otro tipo de acuerdo, ya sea vivo... o muerto.

Lymond se movió, inquieto.

—Todo el mundo sabe que no es fácil hacer negocios con un hombre honesto... La vida de Harvey no correrá peligro conmigo.

Gideon dijo:

—Me temo que no puedo arriesgarme.

—Vuestra esposa no lo vería como un riesgo.

—Mi esposa estaría de acuerdo conmigo —repuso Gideon, tajante, y volvió a esperar.

Lymond dio algunas vueltas y se sentó.

—Obviamente no podéis detenerme —dijo, directo—. No tengo más que mandar un mensaje a Grey con vuestro sello y teneros narcotizado hasta que el intercambio se haya efectuado.

—Me doy cuenta de eso, claro —dijo Gideon—. Pero os lo pondré tan difícil como pueda.

—Entonces os ofrezco otro trato —dijo Lymond, alzando súbitamente la vista—. Como parece que la honestidad es vuestro valor más seguro, apostemos por ella. Ahí tenéis vuestra espada, vuestra daga y la llave de vuestro cuarto. Abajo hay un caballo esperándoos. Sois perfectamente libre de ir a casa, siempre que os comprometáis a organizar un encuentro entre Harvey y yo, sin que mi vida corra peligro, y tomando las medidas que consideréis necesarias para proteger la suya.

La palabra «libre» estremeció a Gideon, (untó las puntas de sus limpios dedos y las observó con calma. ¿Dónde estaba el truco? Su salud no corría peligro: tenían que mantenerlo con vida para poder realizar el canje. Pero en cuanto abandonase su cautiverio, escaparía al control de Lymond. Podía volver a casa y no hacer nada, en cuyo caso, pensó, pondría una guardia tan nutrida que no la franquearía ni un ratón. O podría volver a casa y hacer los preparativos necesarios para capturar a Lymond cuando éste se presentase. En todo caso, Lymond estaba poniéndose a su merced.

Como si estuviera respondiendo a sus pensamientos, la voz de Lymond dijo:

—No hay truco alguno, aunque podéis tomaros vuestro tiempo para intentar buscarlo, si queréis. Hagáis lo que hagáis, el poder y la iniciativa son vuestros, no míos.

—¿Por qué? —preguntó abruptamente Gideon.

—Un regalo de Pascua. —Y mientras Gideon seguía observándolo con el ceño fruncido, Lymond dijo, tranquilo—: le debo a vuestra familia un acto de gentileza. ¿Lo recordáis?

Somerville tembló.

—¿Si no queréis la vida de Harvey, qué es lo que queréis de él?

—Me interesa su conversación etológica —dijo Lymond—. Tendréis que decidir basándoos en los datos que conocéis.

—Ya me he decidido —dijo Gideon inesperadamente—. No voy a hacer lo que queráis, francamente he de decíroslo, por el mero hecho de que queráis que lo haga.

—Me lo temía. —El gesto de Lymond parecía sorprendentemente tranquilo—. Uno puede quemar iglesias y acabar con imperios con sus manos ensangrentadas, pero el único error que no tiene vuelta atrás es juzgar mal a otro ser humano.

—U obligar a una niña a juzgar a sus padres.

—Oh, puede ser. Némesis ha vuelto a despertar. Mis pezuñas, al parecer, pesan más que vuestro halo. El balance es endemoniadamente desequilibrado, pero eso no es culpa vuestra. Recuperad vuestra espada y recoged vuestras cosas. Matthew os llevará hasta la carretera de Redesdale.

Gideon, atónito, vio como Lymond le entregaba la espada.

—No os he prometido nada.

—Lo sé. No me habéis proporcionado otra cosa que argumentos bastante incoherentes y de eso ya estoy yo bastante bien surtido en casa.

Gideon seguía sin comprender.

—Os lo advierto. Flaw Valleys será totalmente impenetrable cuando yo regrese.

—Podéis poner diez arqueros por cada ladrillo, por lo que a mí respecta —dijo Lymond, con repentina exasperación. Caminó hasta la puerta y gritó:

—¡Matthew!

Gideon se movió tan deprisa como él. Colocándose hombro a hombro con el otro, dijo:

—¿Para qué queréis a Samuel Harvey? ¿Es acaso el motivo tan insignificante que me liberáis?

Matthew llegó.

—El caballo para el señor Somerville —dijo Lymond, volviendo a entrar en la habitación y dejando a Gideon en la puerta—. No es insignificante, es absurdo.

—Según mi escala de valores —dijo Gideon—, un asunto de dignidad siempre ocupa la parte más trivial del entendimiento.

—Eso no puedo evitarlo —dijo Lymond—. El orgullo es una enfermedad congénita en mi familia, ¡y que me parta un rayo si he dedicado cinco años de trabajo a algo trivial! Esto está en otra escala, en la de las pezuñas y los halos.

Somerville cedió a un súbito impulso. Bruscamente, dijo:

—Si preparo un encuentro, será cuando yo lo decida, en el lugar que yo elija y rodeado de mis hombres. La entrevista tendrá lugar en mi presencia y llegaréis desarmado. Si intentáis herir al señor Harvey o amenazarlo o perturbarlo en modo alguno, me reservo el derecho de entregaros inmediatamente a lord Grey. ¿Estáis de acuerdo con estas condiciones?

La fina piel se tiñó de un leve rubor.

—Por supuesto —dijo Lymond, calmado—. No pongo objeción alguna. Pero hay un riesgo que debéis considerar: quizás lord Grey descubra que os he visitado. No creo que Harvey quiera decírselo, pero si fuera necesario podréis retenerme hasta estar seguro de que podéis dejarme marchar sin problemas. En cualquier caso, antes voy a disolver mi banda.

Intrigado, Gideon dijo:

—Este encuentro ha de ser muy importante para vos, si estáis dispuesto a abandonar vuestra forma de vida por él. Dudo que yo mismo pudiera afrontar la situación con tanta calma.

—Es el precio que tengo que pagar —dijo Lymond, sonriendo de repente—. Pero si voy a esperar noticias vuestras, permaneceré sobrio.

En menos de una hora, Gideon estaba de camino a casa, preguntándose si, como Eragrio, hallaría el pago a sus píos gestos en la tumba.

Los caminos trillados por el ganado invernal se llenaron de brotes y huevos moteados. Los bosques se poblaron de cervatillos y las cuevas de jóvenes lobeznos, y en el redil relucían blancos los corderos. El sol tiñó de verde los brotes nuevos mientras las aguas discurrían tranquilas y un renovado, palpitante e impotente coraje hacía caer a lord Grey en una profunda depresión en Haddington.

Había llegado allí desde Cockburnspath y se había encontrado con que debía convertir aquella frágil cáscara de huevo en monolítica fortaleza. En la profunda cuenca del Tyne, en desventaja por ambos flancos, sentía la constante amenaza de Edimburgo, a poca distancia; de los tres mil quinientos hombres de Arran y de los cinco mil franceses, cuya fragancia aromatizaba el infestado terreno.

Por otra parte, una vez que hubiera fortificado la ciudad, tendría bien vigilados Lothian, las rutas del norte y del sur, y las granjas de florecientes cultivos. Dedicó a ello todo lo que quedaba de abril y mayo, y sus hombres se aburrieron como gusanos y trabajaron como hormigas para proporcionarle una fortaleza que pudiera ofrecer resistencia.

La última semana de mayo, lord Grey tenía ya cinco mil hombres a caballo y a pie dentro y en los alrededores de Haddington, y suministros suficientes para todos ellos. Por aquel entonces, el romance entre sir George Douglas e Inglaterra, ya bastante dañado por los problemas de Heriot, se acercaba a su final.

—El capitán de Haddington —escribió el Protector—, deberá entrenar a todos los arcabuceros que pueda, hacer todo lo posible para atrapar a sir George y, cuando lo consiga, retenerlo. Y prescindiendo de cualquier acuerdo previo, deberá destruir el condado.

Lord Grey hizo algo más. Sin consultar a Somerset ni a Palmer, ni a su propio mando, mandó buscar a Samuel Harvey.

2. La jugada decisiva

Fue Sybilla quien, desconfiando de la apática seguridad del convento, instaló a su nuera, durante la permanente ausencia de Richard, en Midculter.

Pero la situación distaba de ser cómoda. Como el suicida que se despierta después de tomar láudano, los cielos se habían abierto dando paso a una oscuridad total. La viuda, que hubiera deseado de todo corazón que Christian Stewart estuviera junto a ella en lugar de quedarse con los Maxwell, hizo todo lo posible por distraer a Mariotta, pero lo único que consiguió suscitar en ella un ligerísimo interés fue el experimento de alquimia.

En los últimos meses, el laboratorio que Sybilla había preparado para Johnnie Bullo había brillado con extrañas luces al atardecer y olores hediondos habían impregnado los tejados de la casa. Johnnie explicaba a menudo lo que estaba haciendo, pero hasta entonces no habían visto mucho, aparte de un pegajoso y desagradable residuo, justificado mediante confusas explicaciones.

Sin embargo, en una soleada y apacible tarde de finales de mayo, animado quizás por la presencia de Janet Buccleuch y de las dos lady Culter, Bullo había ido más allá. Plantado junto al oloroso horno y dando golpecitos en un sucio caldero, declamó:

—Calcinación, disolución, separación, conjunción, putrefacción, congelación, alimentación, sublimación, fermentación, exaltación, multiplicación y proyección —cantó Johnnie, con un gesto terriblemente solemne en su oscuro rostro—. Estos y no otros, son los doce procesos.

Hubo un respetuoso silencio.

—¿Los doce procesos de qué? —espetó Janet, a quien le gustaban las cosas claras.

Los brillantes ojos de mistagogo buscaron la comprensión de las intelectuales Culter. Se explicó. Al final...

—Sí, eso ya lo veo —dijo Janet—. ¿Por qué no habla de eso que dijo del fruto del Paraíso?

—Sí. Bueno —dijo Johnnie, a quien no le gustaba demasiado que le recordaran sus propias palabras—. El fruto ha madurado. Si está seco, se le añade mercurio hasta que salga la argentina luna. Con el tiempo, ésta deja paso al sol. Entonces se sella la ampolla y se coloca en un horno: la mía entró hace un mes, como ya os enseñé: humo blanco y un residuo negro, como también os enseñé. Una perfecta putrefacción de la semilla.

Sus ojos brillaron.

—Ahora aumentaré el calor y veréis los gloriosos cambios de color, de verde a blanco; el Tinte Blanco. Si nos preocupásemos de ello, nos daríamos cuenta de que convierte el metal en plata.

—¿Y no vamos a preocuparnos de ello? —preguntó Mariotta.

Él negó con su oscura cabeza.

—Esperaremos hasta que el horno esté aún más caliente; amarillo todavía, naranja-alimonado y, finalmente, rojo sangre. —Hizo una larga pausa—. Y ese día, lady Culter, llegará pronto.

—¿Y qué —preguntó Sybilla, con un brillo en sus ojos azules— pasará entonces, señor Bullo?

La expresión en el rostro de éste pasó de la seriedad a la demencia.

—Una vez enfriado y empolvado, lo que queda es más pesado que el oro, puede disolverse en cualquier líquido, es una panacea para todas las enfermedades y puede convertir el plomo en oro.

Un silencio asombrado, cargado de fantasiosas visiones, se prolongó hasta ser roto por Janet.

—Hay alguien —dijo lady Buccleuch, molesta—, en la puerta.

Era un hombre cuyas ropas estaban manchadas por el viaje desde Ballaggan y que traía un mensaje para la viuda.

El tufo del horno y los sucios crisoles se extendía por el patio mientras ella leía el mensaje. Las palabras de Johnnie se desvanecieron; el desorden y los alambiques pasaron a un segundo plano.

—¿Qué sucede? —preguntó Janet.

Sybilla habló con el mensajero, con voz impersonal.

—Decidle a sir Andrew que lord Culter no está aquí pero que sir Wat vendrá en cuanto podamos contactar con él. Y decidle que le sugerimos que lleve a su prisionero a Threave. Así no habrá que molestar a lady Hunter mientras esperan a Buccleuch.

—¿Prisionero? —dijo Mariotta—. ¿Qué prisionero?

Aquellos ojos abiertos y del color del aciano estaban brillando.

—¡Oh, Lymond, Lymond! —dijo Sybilla—. ¿Quién si no? ¿Cómo iba a ser de otra forma? Ha vuelto medio loco a ese ridículo muchacho y este es el resultado.

El rostro de Mariotta también estaba blanco.

—¿Lo tienen prisionero?

—Mañana lo tendrán —dijo Sybilla—. Lymond irá mañana a Inglaterra, solo, según dice Dandy. Saben dónde, saben cómo... se lo ha dicho el joven Scott. Antes de que Lymond cruce la frontera, Hunter lo habrá capturado.

Janet habló, inquieta:

—¿Quieren que les ayude Buccleuch?

—Querían que les ayudase Richard —dijo la viuda, aún más débil—. Pero al no conseguirlo, Buccleuch tendrá que tomar el relevo de sir Andrew y traer a Lymond al norte. Pero Richard no está, gracias a Dios. Gracias a Dios —repitió, con voz quebradiza—. Porque el joven necio quiere atrapar a Lymond en el convento. El convento en ruinas en el que hace cinco años murió su hermana.

No se percataron de cómo Johnnie Bullo se escabullía. Para hacerle justicia, hay que reconocer que partió hacia el sur a galope tendido.

No era culpa suya que fuera demasiado tarde.