Capítulo I
El sexto peón... se asemeja a los taberneros.
Hosteleros y vendedores de alimentos... Muchos peligros
Y aventuras puede encontrar en los caminos y pasajes
Aquel que se ha criado en posadas.
1. Eliminación de un alfil molesto
Mientras examinaba cuidadosamente los tapices del gran salón de Branxholm, lord Culter mantenía una conversación en un tono suave e inocuo que su anfitrión encontraba curiosamente desasosegante.
Branxholm, la gran hacienda de los Buccleuch, estaba a veinte millas de la frontera inglesa. La casa actual, de menos de veinte años, había sido construida sobre las ruinas de los Branxholms que habían ardido una y otra vez por culpa de la excitación de sus vecinos. Branxholm era un edificio desgastado, de arquitectura fea, sin musgo ni hiedra que lo adornase. Su interior, era el escenario de las justas y batallas de los jóvenes Buccleuch.
Los bebés brotaban y abundaban por la casa Scott: bebés con bocas redondas y adhesivas como las lampreas, bebés como flautas de pan, de escaso tamaño y voz resonante, bebés que esparcían la tortura y la catálisis entre los animados, los inanimados y los comatosos. Los Buccleuch eran totalmente inmunes. Mientras sus pequeñuelos luchaban y las niñeras y tutores revoloteaban y chillaban como estorninos, sir Wat y dame Janet seguían con sus muy independientes vidas y conversaban entre ellos sobre cualquier cosa que les viniera a la cabeza.
Aquel día, un sombrío y pálido viernes de noviembre, el tema de la conversación era Francis Crawford de Lymond. En un oasis sin niños, en uno de los extremos del gran salón, sir Wat fruncía el ceño intranquilo en su gran sillón, con los pies enfundados en botas de piel apoyados frente a él en el suelo. Una camisa de lana asomaba por entre los pliegues de su amplio camisón de damasco y varios perros jadeaban junto a sus piernas. Cada vez que su marido cambiaba de tema, dame Janet, atacada de los nervios, con su vestido adornado con borlas y flecos de lana, gritaba y maldecía de manera indiscriminada.
Algo alejado, lord Culter, que seguía mirando los tapices, dijo:
—Ya me he dado cuenta de que no tenéis intención de ayudarme. Me preguntaba si no pretenderéis también crearme dificultades.
Irritado, Sir Wat apartó de su rodilla una pesada mandíbula, que, confiada, volvió automáticamente al mismo sitio.
—¿Pero es que tengo que estar aquí parloteando todo el día? Ya os lo he dicho. Estoy enfermo.
Dame Janet dejó escapar una carcajada.
—Enfermo gracias a dos platijas, un lucio, un bacalao, un cuarto de galón de clarete y un pastel de membrillo. ¡Ja! Wat, os vais a hacer daño si seguís alimentándoos de manera tan exagerada estando enfermo.
Buccleuch se encendió, comprensiblemente irritado.
—Se supone que estoy enfermo para los ingleses; ¿o acaso tengo que vivir a base de sorbos de vino por si Grey de Wilton acecha en el fogón de la cocina? Os lo he repetido a todos hasta cansarme. Grey va a por mí. Tengo que prometerle algo. He pedido a la Reina y a Arran que me permitan hablar con el Protector: hasta que tenga el permiso, estaré enfermo y no hay más que hablar. Cielos, Culter: ¿habéis visto lo que Seymour y sus amiguitos de Lothian le hicieron a Cranston Riddell en septiembre? Y con los hijos de Wharton y la guarnición de Langholm revoloteando por todas partes como aguiluchos... Hace tres semanas atacaron Kirkcudbright y Lamington. La próxima vez será Branxholm y entonces desearéis haberme escuchado, pues estaréis friendo huevos sentado sobre el tejado de una casa en escombros.
Lord Culter dejó de mirar los tapices. Se acercó al fuego, se giró y miró a Buccleuch.
—Entonces quedaos en casa y dadme a vuestros hombres y vuestros perros.
Hubo un silencio incómodo. Entonces Buccleuch dijo, con amargura:
—Lo que queréis decir es que a mí lo que me gusta es estar aquí sentado sobre mis posaderas cuando ahí fuera hay peligro. ¿Estuvisteis en la última reunión del Consejo? Arran se ha marchado a sitiar la guarnición inglesa en el Tay y los embajadores han ido a pedir hombres y dinero a Dinamarca y Francia. Y mientras tanto, corre el rumor de que desde París se han insinuado extraoficialmente a Londres, prometiendo la neutralidad si los ingleses abandonan Boulogne. Tiene buena pinta, ¿no os parece? Y el invierno está al llegar, y no andamos precisamente sobrados de comida, y pocas son las naves que atraviesan el bloqueo, y la mitad de los hombres capaces se fueron al diablo en Pinkie. ¡Al demonio con vuestro hermano! —dijo Buccleuch, acalorado—. Tengo mis propias preocupaciones.
Culter lo observaba en silencio, repicando sobre la chimenea.
—Estoy seguro de que las tenéis. Creí que a lo mejor me consideraríais menos peligroso para Will que Lymond. O expresándolo de otro modo; que estaríais de acuerdo en que la obstrucción de mensajeros reales y la fuga de información estatal es algo que las personas responsables no pueden permitir.
—¡Responsables! Para un Buccleuch eso es casi un insulto —dijo dame Janet, abalanzándose sobre un plumón mientras hablaba. No lo atrapó: se quemó, agitándose en la chimenea—. Y ahí tenéis el alma inmortal de Will —dijo lady Buccleuch, echando mano de su moral con habilidad evangélica en beneficio de su casa—. Y aquí está su padre, hecho un manojo de nervios por si la pobre criatura escandaliza al país y promueve un incidente internacional en nombre de la familia Buccleuch.
—¡Ni incidente internacional ni..! —dijo su marido abruptamente, poniéndose rojo—. Si el Consejo le echa el guante a Will, tendrá suerte si conserva el pescuezo. No seríais tan reacia a atraerlo a la luz de la misericordia si fuera vuestro hijo, Janet Beaton. ¿Y a qué viene este tono, os preguntaréis? —dijo Buccleuch, quien en una notoria ocasión había tenido un tono aún más arisco—. ¿Qué clase de corrupción antinatural puede conocer Will junto a Lymond que no haya conocido ya en la corte francesa? Parecéis pensar que el chico tiene menos fuerza de voluntad que una veleta al viento. ¿O acaso no es tanto Will lo que os preocupa como echar una soga al cuello de ese demonio de pelo rubio? Ya os lo dije en su día, si hubierais mantenido la boca cerrada, ahora no tendríais un agujero en el hombro... ¡Dios! —dijo, cuando una tormenta de quejidos infantiles tronó entre las vigas—. Mujer, ¿es que no podéis hacer que esos niños se estén quietos? En algunas casas —dijo Buccleuch a lord Culter con tremendo sarcasmo—, tienen termitas y gorgojos. En Branxholm tenemos mocosos.
Lady Buccleuch estaba molesta.
—¿Y de quién es la culpa?
—Oh, es mía, mía, supongo —bramó sir Wat—. Soy un monstruo de feria: puedo cosechar niños todos los años como si fueran mi propia cebada y opino que una esposa no es más que una interferencia en todo el proceso.
—No dejáis de tener cierta razón —dijo dame Janet, cruel—. Desde luego ya habíais recogido una buena cosecha antes de que ningún cura celebrase vuestro matrimonio.
—Vaya, ¿ha llegado la hora de los sermones? No os sentaría nada mal el hábito, querida: una sor Berta con su larga nariz de hierro y los pies grandes, unos pies que siempre se meten en los asuntos ajenos...
Los Buccleuch, en plena efervescencia, se dispusieron a enzarzarse. Richard se quedó observando el perfil de sir Wat: unas mejillas más rojizas de lo habitual mostraban que Buccleuch se daba cuenta de su mirada. El intercambio verbal continuó. La discusión pasó a ser pública y digna de una pareja de coribantes. Estallaba. Paraba. Una conmoción en la puerta, una tumescencia magnética de niños, una voz clara y un reluciente sirviente anunciaron la inesperada llegada de la madre de lord Culter.
—¡Sybilla! —Buccleuch, emergiendo de entre un montón de cojines y perros ofendidos, se levantó y se acercó. Janet, refrenando su lengua tras el turbulento revuelo, se levantó igualmente de su asiento de cordel enrollado y abrazó a la pequeña y discreta figura.
—Venid, sentaos.
—¡Qué tal, Richard! —La viuda, despojándose de sus pieles, se acercó al fuego y ofreció la mejilla a su hijo. El fue cortés, pero en sus modales se percibía una cautela que no se le escapó a lady Buccleuch. Se sentaron todos; Sybilla cogió al niño más cercano secándole un mojado pulgar y sentándolo con firmeza sobre su regazo—. Necesito olvidarme de la pequeña Herries. Tenéis muy buen aspecto, Wat. Estar en baja forma os sienta bien.
Rápidamente, Janet dijo:
—¿Qué pasa con la joven Agnes?
—Tuvimos una visita —dijo la viuda en tono sombrío— del posible prometido. El hijo de Arran. No tuvo un buen recibimiento.
—¿Y qué pasa? —dijo Buccleuch. —Ella es la prometida desde hace años. Arran puede disponer de ella como desee y lo que desea son las tierras de los Herries para su hijo, así que, ¿quién va a detenerlo?
—Su hijo —dijo la viuda, prosaica.
—Por Dios. —Buccleuch miraba fijamente—. No hay problema con el rostro de esa chica que su dote no pueda arreglar.
—No creo que ni siquiera su dote pueda ahogar su voz —dijo la viuda—. La ejercita con ganas. Además, está esperando a un hombre esbelto de romántica sonrisa llamado Jack: la quiromancia puede ser muy embarazosa. Lo cual me recuerda algo. Janet, tenéis que venir a Midculter la semana que viene. Vamos a escuchar una disertación sobre la piedra filosofal.
—¿La pie..?
—Sabía que Wat se olvidaría de decíroslo. —Sybilla procedió a explicarse con mayor detalle. Enumeró las propiedades del talismán y las sutilezas de su manufactura. De ahí se embarcó en una descripción técnica de la cura de una terciaria.
Excluido así de la conversación, su hijo se levantó. La viuda rechazó la oferta que le hizo de acompañarla a casa, aceptando en cambio una invitación a pasar allí la noche, así pues, ante una resistencia notablemente escasa por parte de todos los presentes, Richard se preparó para volver a Midculter.
Mientras acompañaba a su invitado hasta el patio, lady Buccleuch no andaba tampoco exenta de preocupaciones.
—Wat tiene una lengua como la de un oso hormiguero y no le importa demasiado lo que hace con ella. Maldita sea, yo quiero a Will. Significa tanto para mí como cualquiera de mis propios hijos.
—Buccleuch lo entiende, por supuesto —dijo Richard—. Lo único que le preocupa es proteger al chico, a su manera. Pero lo terrible es que no hay protección. Francis ha tardado tan sólo tres meses en destruir mis años de infancia. Destruirá a Will Scott en una semana.
No fue la afirmación sino la expresión lo que la conmovió. Lo tenía en suficiente estima como para no dejar que se notase, así que en cambio dijo:
—No necesitáis convencerme. Yo iría más allá y diría que haría lo que fuera, absolutamente cualquier cosa, para separar a Will del señor de Culter.
Richard no dijo nada. Lady Buccleuch esperó y después le cogió de un brazo, obligándola a mirarla a los ojos.
—Dios, si vuestra conciencia es así de inocente, lo diré yo. Yo sé lo que es bueno para Buccleuch. Un día de estos contactará con Will y cuando lo haga, se ocupará de que la noticia no llegue a vuestros oídos. Pero no hay nada que me impida a mí decíroslo. ¡Esperad! Esperad y escuchadme. Lymond muerto significa que Will será capturado y tendrá que responder ante la justicia. Eso es precisamente lo que asusta a Buccleuch. ¿Pero acaso existe otra forma de dejar más claro a Inglaterra que Will ha estado actuando sin consentimiento paterno? Y nadie, eso es seguro, nadie en el bando escocés va a hacerle daño al hijo mayor de Buccleuch. Y mucho menos después de su aventura en Hume. Eso es de sentido común. Y siendo así, no tengo el más mínimo reparo en actuar a espaldas del pobre Wat. ¿Estáis de acuerdo conmigo?
Hubo otra pausa. Finalmente, Richard dijo:
—Lo estoy, claro. Pero —lo siento—, no me veo a mí mismo enredándome en una suerte de conspiración contra Wat. No cuando él tiene las ideas tan claras. Convenced a Buccleuch de todo lo que acabáis de decirme, Janet, y estaré encantado de proporcionaros a ambos toda la ayuda que pueda. —Montó sobre el caballo y la miró desde la montura—. Janet Beaton: id adentro y encargaos de vuestro marido. Entonces hablaremos.
En la cara de lady Buccleuch se dibujó una cautivadora sonrisa.
—Oh, ya lo he hecho —dijo. Y dando una palmada en la grupa del caballo, le despidió con la mano.
2. Partida irregular entre dos maestros
Tres días más tarde, la niebla sofocaba la tierra privando de visión al ojo y de aire a las fosas nasales tanto de escoceses como de ingleses. En los dos fuertes del estuario, los soldados se sobresaltaban entre la blanca bruma ante el menor crujido. Hume y Roxburgh se acostaron con un ojo abierto, y la gente de la frontera yacía insomne en su cama con sus espadas y puñales bien cerca. La torre de Peel, donde se alojaban Lymond y sus hombres, se encontraba igualmente aislada y rodeada por la niebla. En su ruinoso salón, el heredero de Branxholm jugaba a las cartas con toda la tranquilidad y el saber hacer de un profesional.
—Jugad al ocho —aconsejó inteligentemente el señor Crouch—. Así Matthew podrá sacar su diez.
Hojeando sus cartas, Turkey Mat se pasó una mano callosa por la calva y respiró como un esquife en el agua navegando a sotavento.
—Es curioso. Tenía la extraña idea de que no participabais en el juego.
Aquello no molestó al señor Crouch.
—Y no participo. Vos mismo me dijisteis que no lo hiciera o la siguiente partida sería por mis intestinos.
Turkey gruñó, abrió un bolso de cuero que tenía en su cinturón, le dio la vuelta y entonces lo dejó caer pesadamente sobre la mesa.
—Y no hace falta que os desolléis la nariz hurgando la razón —dijo—. Mucha carita dulce e inocente y luego resulta que es un listo a las cartas. Se han esfumado tres meses de mi paga en el mismo número de minutos y sin decir ni mú. ¿Los ingleses? ¡Unos tiburones! ¡Eso es lo que son! Con su voz arrulladora de obispo, piando con su gorro rojo...
—Error tuyo —dijo Will Scott, elegantemente recostado sobre una silla. En los últimos dos meses había desarrollado un cierto estilo y lo estaba perfeccionando—. La próxima vez mírale los clientes antes de esquilarlo.
—Di lo que quieras —Turkey miró el montón de dinero que había frente al muchacho—. Juraría que Crouch te ha estado dando lecciones. Cuando llegaste jugar contigo era garantía de buenas ganancias y ahora te hueles los faroles como un zorro.
—El señor Scott tiene una mente ágil.
Desde su residencia forzada en Ballaggan y su apresurada marcha de allí, el señor Crouch no había dispuesto de mucho público y no era de la clase de personas que dejan pasar una oportunidad. Con cierto aire melancólico, dijo:
—El mejor jugador de cartas que conocí se llamaba Buskin Palmer...
—¿Ese al que el rey Harry mandó ahorcar por ganarle demasiado dinero en el juego?
—Ese mismo —dijo el señor Crouch, que era un fanático de la exactitud—. Era un gran maestro, sin duda. La poca idea que pueda tener de jugar a las cartas se la debo a él y a su hermano. Cuando estuve en casa de la princesa María...
—¿Y cuándo fue eso, si puede saberse? —preguntó una nueva voz.
Los tres se volvieron. Habían dispuesto una mesa y estacas a cierta distancia de las otras actividades que tenían lugar en la atestada sala y, hasta aquel momento, la autoridad de Mat había mantenido la exclusividad de la timba. Cuando Turkey se giró, emitió un gruñido que evolucionó hasta convertirse en unas palabras:
—Johnnie Bullo! Vaya hombre, me gustaría coserte unos bonitos cascabeles en los pantalones. Eres de lo más nocivo para mis arterias. Por cierto, aquel maldito polvo que me diste la última vez le habría servido a Jimmie de Fynnart para arreglar todo Linlithgow durante un año si lo hubiera aplicado con una paleta de albañil. Te recuerdo que lo que tienes que reparar son mis tripas, y no el puente de Dumbries.
Johnnie Bullo, sin darse por aludido, cogió un barril, se sentó encima y volvió a dirigirse al inglés.
—Así que estuvisteis en casa de la princesa María, ¿no es así? ¿Cuándo? ¿Fue el año de la batalla de Solway Moss?
Jonathan Crouch parecía haberse quedado en blanco.
Johnnie expuso:
—El año en que murió el rey Jaime de Escocia y nació la pequeña Reina. El año que Wharton venció al ejército escocés en Solway y tomó prisioneros a la mitad de los hombres, incluyendo a Lymond. El año en que se descubrió por primera vez en Escocia a qué se dedicaba Lymond y los ingleses le concedieron una buena finca por las molestias. Mil quinientos cuarenta y dos.
El señor Crouch dijo:
—Bueno... Sí. Estuve con la princesa en aquella época, más o menos. Hace cinco años, no ha pasado mucho tiempo.
—Eso pensaba yo —dijo Johnnie. El señor Crouch parecía confuso, Matthew parecía algo molesto y Will Scott, apartando el bolso de Turkey de la mesa y sacando una nueva carta, dijo:
—Bueno, proseguid. No aguantamos más el suspense.
El gitano se revolvió en su barril y los iluminó con sus dientes blancos.
—¿Por qué —preguntó Johnnie al señor Crouch— os liberó Lymond de Ballaggan?
—Bien lo podéis preguntar —sentenció Jonathan—. Para mandarme a casa: eso es lo que dijo. ¿Y qué es lo que hace? Me encierra para que me muera en un tugurio incalificable, con ladrones y asesinos como compañeros —exceptuando a los presentes—, sin recursos intelectuales —exceptuando a los presentes— y sin más ropa que la camisa limpia que llevo puesta.
—En eso lleváis bastante ventaja a los presentes —dijo Johnnie—. ¿Y por qué?
—¿Por qué? ¿Y yo qué sé? —exclamó el señor Crouch, desesperado—. Ese hombre no me ha dirigido ni dos palabras desde que llegué aquí.
—Matthew sabe por qué —dijo Johnnie, sonriendo para sí.
El inglés volvió hacia Turkey una expresión de indignada inquisición y Matthew suspiró.
—Al jefe no le gusta que se digan cosas a sus espaldas. Pero esto tampoco es algo tan privado. El hecho es que, desde que empezamos a hacer dinero con cierta facilidad, nos hemos pasado el tiempo buscando a cierto caballero y Lymond pensó que a lo mejor erais vos.
—Y tenéis suerte de no serlo. —Los blancos dientes de Bullo refulgieron—. Pues, según creo, el hombre al que busca el jefe es el que delató todas sus artimañas al gobierno escocés hace cinco años. ¿Tengo razón, Mat?
El señor Crouch se levantó tan rápido que hizo volar las cartas.
—¿Es eso cierto? Porque...
—Es bastante cierto. ¿Por qué preguntáis?
—Porque —dijo el señor Crouch, nervioso—, yo le di los nombres de otros dos oficiales de la casa que por aquella época tenían mi mismo rango. Somerville y Harvey. Le di aquellos nombres de buena fe. Y ahora, con lo que decís...
—Habéis condenado al menos a uno de ellos a una muerte segura —dijo Johnnie Bullo, divertido, y miró al señor Crouch, que hablaba consigo mismo en voz baja, dirigiéndose hacia la puerta.
Will Scott la alcanzó justo antes.
—¿A dónde vais?
—Exijo —dijo el señor Crouch—, ver al señor de Culter, o como quiera que se haga llamar. Encuentro intolerable el tratamiento que se me dispensa y tengo la intención de hacérselo saber.
—Lymond no está aquí —dijo Will. Con una delicadeza onírica, la puerta situada tras ellos se abrió, dejando entrar envolventes olas de niebla blanca. Una sombra, ornada y plateresca, habló:
—Tocad las campanas al revés: pues le llaman, aquí está. ¿Quién me busca?
El señor Crouch se asomó y recibió en recompensa la visión, en sfumetto, de unas inconfundibles manos que se quitaban los guantes con delicadeza. Entonces la puerta se cerró y Lymond se reveló por completo, infundiendo en Scott y Crouch una sensación agobiante y perturbadora.
—¿Y bien?
Por un momento, el corazón del inglés desfalleció. Después, recuperándose dijo, decidido:
—Exijo una satisfacción por vuestra parte, señor. Han pasado cuatro semanas desde que dejé Ballaggan en vuestra compañía y no se ha hecho esfuerzo alguno por devolverme a casa. Si me hubiera quedado con sir Andrew, podría al menos haber esperado que se pagase por mí un rescate y habría vuelto con mi Ellen hace un mes.
—Lo dudo —dijo el jefe. Tiró los guantes sobre una silla y cogió una jarra de cerveza de una bandeja que le habían traído precipitadamente—. Me decepcionáis, señor Crouch. Aquí estáis en nuestro paestum, caliente, bien alimentado, sin pagar alquiler alguno y con una cara como la de un queso cuajado. ¿Es vuestra compañía aburrida? Seguro que podéis educarlos. ¿Es pobre su conversación? Entonces, edificadlos: seguro que llegarían a ser admirables oyentes. ¿Tienen poca mano con las cartas? Entonces arruinadlos, tenéis mi permiso. Ya va siendo hora —dijo Lymond—, de que desarrolléis un sentido de responsabilidad social.
Y se acercó al fuego, sentándose, paseando la vista de Matthew a Johnnie y a las cartas esparcidas. Will Scott se sentó junto a él. El señor Crouch, afrentado e infeliz, se quedó de pie frente al fuego. Empezó a hablar:
—Si me hubiera quedado en Ballaggan...
El jefe se estiró de forma desenfadada y alzó la vista para mirar a su prisionero.
—El burro con la voz de Estentor —apostilló—. Lamento informaros de que eso es todo lo que erais para sir Andrew. El queso en la ratonera, señor Crouch.
Will Scott encontró de repente su lengua.
—¿Una trampa para cazaros a vos, señor?
Lymond dejó la jarra vacía sobre la mesa, ante la llegada de nueva bebida.
—¿Quién sabía en Annan que andábamos preguntando por éste nuestro amigo?
—Imagino que el capitán de la puerta, el que nos dejó entrar —dijo Scott, recordando.
—Que nos dejó entrar y que sufrió las consecuencias. Cuando los ingleses abandonaron Annan y llegó mi querido hermano, el capitán pronunció sus últimas palabras. Y al parecer lo hizo, según creo, al oído de sir Andrew Hunter.
—Y al adivinar que estabais interesado en Crouch, sir Andrew se propuso hacerse con él para llegar hasta vos... pero —dijo Scott—, meditando cuidadosamente el problema—, en ese caso, ¿por qué guardárselo para sí?
—No es difícil de imaginar —dijo Lymond, seco—. En primer lugar, sir Andrew es un hombre joven que vive muy por encima de sus medios, segundo, hay un precio de mil coronas por mi cabeza, y tercero... —hizo una pausa, y Scott percibió el frío de sus ojos—. La tercera razón —dijo lentamente Lymond—, sigue abierta a la conjetura. De todos modos, el devenir de los acontecimientos le ha costado al amigo Hunter que le rompan la cara y al señor Crouch, como veo, perder los papeles y un lamentable lapsus en su buena educación.
—¡Un momento! —dijo el señor Crouch, demasiado irritado como para tener miedo—. Ya he tenido suficiente. Me tomaron como prisionero de guerra, de manera totalmente correcta, y tengo derecho a ser intercambiado por alguien o a que se pague por mí un rescate tan pronto como sea posible, según la ley vigente. Habláis —dijo Jonathan, encendido—, como si fuera un privilegio estar encerrado en este maldito y sucio...
—Y lo es —Lymond se estiró y se levantó. Con un largo índice empujó a Crouch hasta sentarlo y le cerró los reacios dedos alrededor de una jarra de cerveza—. Lo es. Nunca tendréis la oportunidad de hacer un estudio semejante. Aquí nos tenéis, con las barbas bien afeitadas, prolijos, corruptos y perpetuos. Habéis llegado hasta la espeluznante tierra de la oscuridad y aún tenéis bastantes posibilidades de salir vivo. Y eso, señor Crouch, es el mayor privilegio que existe.
El señor Crouch, con la jarra en la mano, se dispuso a hablar. Lymond se le adelantó.
—No. Gastáis vuestra labia y desperdiciáis vuestro cerebro. Aceptad nuestros regalos y mostraos agradecido. Gideon Somerville o Samuel Harvey, uno de los dos es un hombre tranquilo y temeroso de Dios y no tiene que esperar de mí más que una legítima visita. Lo que le pase al otro, probablemente se lo merezca, y muy posiblemente pasaría con o sin vuestra ayuda. Pero no quiero que vuelen mis pájaros, señor Crouch. Cuando haya hablado con los dos, podréis iros a casa.
Aquello no calmó al prisionero.
—Quiero irme ahora —dijo, convencido.
—Podéis hacerlo —dijo Lymond, amablemente—. Oh, podéis hacerlo. Cuando lo deseéis. Trocito a trocito. Bebed vuestro vino y aprended a ser agradecido. Quoi! Ce n'est pas encore beaucoup d'avoir de mon gosier retiré votre cou?
Cediendo ante la fuerza mayor, el señor Crouch bebió su cerveza: Lymond, dándole la espalda, se acercó hasta la mesa de juego y jugueteó ocioso con las cartas esparcidas.
—Ciega Fortuna, incierto azar, cambiante suerte, falso juego... pensad en las cartas por un momento, pequeños, pero, ¿tenéis que mirarme fijamente como un gatito a su madre? ¿.Johnnie, están aquí todos vuestros gitanos?
—A un kilómetro y medio de aquí. Huelo el viento que se avecina.
—Bien. Adiós, noche aburrida. Scott, ¿a qué otras impurezas os ha arrastrado Turkey, aparte de a las oscuras criptas del juego?
—¡Impurezas! —exclamó Mat, que se indignaba por principio.
—Irregularidades morales —dijo Lymond—. Diversiones.
—Ah, diversiones —dijo Mat, con los aires de un hombre que todo lo entiende—. Vaya; no se nos ha dado muy bien la cosa, no hemos vuelto a divertirnos desde aquella última noche en el Ostrich.
Con la cara todavía roja, Scott dijo, desafiante:
—Yo nunca he ido al Ostrich.
En los ojos de Lymond brillaba aquel familiar destello tornasolado.
—El Ostrich está en manos de una mujer sencilla, que recibe allí a los hombres que buscan perderse por un tiempo. Y yo me pregunto: ¿buscamos nosotros esa demencia? La respuesta es sí.
Miró uno a uno a los tres hombres, moviendo los ojos rápidamente.
—Vayamos al Paraíso, donde todo hombre tendrá cuatro mujeres, todas vírgenes. Vayamos esta noche y preguntémosles a los monjes de Bamirrinoch si la lujuria es pecado... ¿Scott?
Los ojos de Will se iluminaron. Asintió.
—¿Matthew? Sí, seguro. Y Johnnie, que va a ir de todas formas.
Johnnie Bullo sonrió y enseñó los dientes.
—Así es.
Scott, a quien Lymond sorprendió mirándolo nuevamente, se puso colorado. El jefe se dirigió a él, considerado:
—¿Estáis ansioso por ir? Esas serpientes asesinan a los hombres, y se los comen llorando.
Scott, sofisticado como siempre, citó a Rabelais:
—Pero a los cuervos, a los loros y a los estorninos los convierten en poetas.
—No —dijo Lymond—. A los loros los matan.
Los cuatro hombres y los gitanos llegaron a la posada de Ostrich al caer la noche, en medio de una densa bruma.
Durante el largo viaje, Will Scott se mantuvo junto a Bullo. Al principio, el alazán del jefe desapareció entre las vetustas bestias de los gitanos y permaneció allí: estallidos de risas lejanas y ocasionales arranques musicales llegaban a los oídos de los otros tres. Turkey Mat, ritmo fluido y supino, cabalgaba a pelo en solitario: larga cola, muñeca sensible. Bullo, junto a Scott, se sentaba como lo haría un buho, atento a los pliegues de la alta hierba. Una vez, con aquella misteriosa costumbre de pensar en voz alta que Scott ya había percibido en otras ocasiones, dijo:
—Esta noche está desbocado —y el muchacho apenas se dio cuenta de que el otro había pronunciado aquellas palabras.
Para el nuevo Scott, el corazón y la sustancia de aquel tiempo constituían el centro de su existencia. Nada, hasta aquel momento, ni las cálidas vulgaridades de Branxholm, el artificio del Louvre o las ambiciosas y emocionales conveniencias de Holyrood, lo había preparado para la extraordinariedad de Lymond. Para los hombres que lo obedecían, Lymond parecía un ser sobrenatural: nunca estaba cansado, nunca estaba preocupado, ni molesto, ni decepcionado, ni tremendamente irritado. Si descansaba, lo hacía solo. Si dormía, se preocupaba de hacerlo lejos de los demás.
—A veces dudo que sea humano —dijo Will, expresando sus pensamientos en voz alta—. Probablemente sea una máquina.
Un centelleo entre la niebla resultó ser la sonrisa del gitano.
—En septiembre demostró ser de lo más humano. Según recuerdo, tu también quedaste algo amargado tras la escaramuza con Culter y Erskine, ¿no es cierto?
El caballo de Scott se detuvo. Él maldijo, lo espoleó de nuevo y dijo:
—Pasé cuatro días postrado: ¿quieres decir que Lymond también sufrió daños?
—Muy humanos. El golpe de una piedra. Y nos llevó la del diablo traerlo de vuelta a Mat y a mí. Tuvimos que dejarlo escondido —Culter y los demás nos acosaban como chinches en una cama de albergue—, y cuando fue seguro volver, el infalible Lymond se había hecho con un caballo y había desaparecido. Lo encontramos, por supuesto.
—¿Dónde?
—No sería muy discreto mencionarlo. Especialmente estando tan cerca de las partes interesadas. Probablemente te darías cuenta de que, cuando regresamos, no hubo mención alguna de aquel contratiempo. Lymond, como decías, es omnipotente. —Los dientes blancos brillaron de nuevo—. Pregúntame en otra ocasión. El sábado iré a Edimburgo, pero cuando vuelva, puede que nos encontremos y podamos hablar sobre ello. La historia te encantará. Quizás querrás escribir un poema sobre ella, si ese arte te place: cómo pasó Lymond los días posteriores a Annan. Es un precioso cuento.
Scott escuchaba, y al percibir en la voz de Bullo un ácido contrapunto al ruidoso y repentino estallido de risas gitanas que los seguía, sonrió relajado y siguió cabalgando.
Habían procurado ir por lugares elevados, en los que la niebla era más escasa y la tierra estaba menos tumefacta. En un momento determinado, las raíces de brezo y los helechos de Escocia pasaron a ser las raíces de brezo y los helechos de Inglaterra. Cruzaron la frontera como una constelación estable y oculta y pasaron silenciosamente por entre las altas hierbas, siguiendo la tenue figura de Johnnie, que los lideraba. El blanco pasó a ser negro, el día se retiró y acometieron la última pendiente.
Ante ellos, parhelios dorados salpicaban la niebla. Se aproximaron. La luz cambió y se acentuó, pasó a convertirse en ventanas encendidas con lámparas y velas, en una puerta abierta, en una suave música, y en voces, y en una cálida y cautivadora fragancia a carne asada curiosamente entrelazada con almizcle. Todo ello acabó concretándose en un patio con fugaces espectros de mozos de taberna, que aparecían y se evaporaban llevándose los caballos hasta que llegó finalmente la enorme sombra de una mujer de un rostro fresco e infantil, que abrió sus empolvados brazos, llamando a Lymond.
—¡Sois vos... y Johnnie! Por fin volvéis... ¡Por Dios! Creí que nos habíais abandonado.
—¡Pues aquí —dijo Lymond— nos tienes! El azul de los ojos de la mujer era el del mar y su gesto, de afabilidad celestial—. Esta, pequeñuelo —dijo Lymond a Will—, es la posada Ostrich. Así que saltad Willieken: Inglaterra es vuestra y mía... —y, moviéndose grácilmente hasta la entrada, examinó la tremenda figura de su anfitriona, aceptó un sentido beso y un brazo lleno de hoyuelos alrededor de sus hombros y desapareció en el interior.
Scott se encontró con que Johnnie Bullo lo estaba observando con un brillo irónico en sus ojos marrones.
—Vamos —dijo Johnnie—. A nosotros también se nos permite la entrada.
El salón cuadrado del Ostrich endulzaba la espera de los hombres que aguardaban la batalla que se avecinaba. Era un lugar elegante y constaba de dos pisos cuyo interior estaba recubierto de sedas. Bueyes enteros se confesaban al fuego en cada extremo, y cada uno de ellos se enfrentaba a un hirviente juicio en las atestadas mesas junto a pasteles y budines, olorosos platos apilados y jarras de vinos baratos y tibios.
Todos los placeres mundanos se daban cita en el Ostrich. Para aquellos a los que les avergonzaba dormir en público había un soportal de madera que cubría tres lados de la habitación y servía como soporte a una galería a la altura del primer piso en la que se encontraban las habitaciones privadas. Las luces de cera refulgían. Los gitanos, que abarrotaban el piso central con música y violento colorido bailaban como acróbatas, bardos, magos y monos; como osos, trovadores, perros, actores y mimos; y las paredes pintadas y los cuadros colgados ilustraban escenas similares. Malabaristas de la palabra y la risa brincaban exaltados de una columna a otra, al son de un tambor y una guitarra. El aire estaba saturado de disfrute y golosinería mientras alegres mujeres atendían al público yendo de acá para allá, como gorriones, volando y danzando entre los soportales.
Will Scott, que estaba junto a uno de los fuegos, se encontró con que sus nublados ojos bailaban al ritmo de las agitadas luces y que sus sentidos estaban narcotizados por los aromas carnales, el vino especiado y el calor del crepitante fuego. Lymond había desaparecido, Johnnie Bullo estaba dedicándose a lo suyo con los demás gitanos y Mat, después de haber sido visto fugazmente entre las columnas, desapareció también. Una descomunal y violenta nostalgia por la carne de venado se apoderó de Scott: en ese preciso instante pudo ver sobre la mesa que tenía delante un oloroso y humeante muslo, dispuesto por las blancas y enjoyadas manos de un enorme ente femenino. Ella le sonrió. Era preciosa. Su rostro redondo, de la textura de un pétalo de rosa, era de color claro y juvenil, pero de mirada maternal. Su pelo era brillante y limpio, y su torso, estupendo y voluptuoso, estaba cubierto de terciopelo y armiño, cortados para mostrar la blanca parte superior de su seno, decorada con rubíes, que brillaban tranquilos en mudo testimonio de su serenidad.
El se levantó, confuso. Ella sirvió vino y dos jarras de cerveza, pan, dos confituras, queso, cuchillos y sal. Le acercó la bandeja con una mano y lo devolvió a su silla con la otra.
—Uno no consigue que le sirva Molly todos los días... pero claro, viajáis en compañía muy especial. —Sus bellos ojos, con las pestañas teñidas, lo examinaban—. ¡Buenos modales! Sois fuerte, pero gentil: eso quiere decir que sois de buena cuna y corazón compasivo... ¿Cómo os llamáis, cariño?
Su dulzura era irresistible, y su volumen, lo de menos.
El le devolvió la sonrisa.
—Me llamo Will.
—¡Will! ¡Que bonito! —Sus deliciosos ojos y boca se derritieron, se mesó suavemente los cabellos, como quizás hubiera hecho la madre de Will—. Comed bien, querido, que vuestro amigo del cabello dorado estará pronto con vos. ¡Oh, Dios! —dijo Molly, alzando sus gloriosos ojos azules al techo—. ¡Ese cabello! Nació para destrozarnos, en cuerpo y alma. ¡Mirad esto!
Levantó su blanco brazo y buscó algo entre los rubíes. A la vista quedó una delgada cadena, y al final de ésta un anillo con un único y magnífico diamante cuadrado.
—Supongo que en mi vida he tenido más joyas que la mayoría, pero ésta es la que llevo puesta: la que me dio él. —Rió y dejó que volviera a deslizarse hasta su sitio—. ¡No os asustéis! Los anillos de diamantes son una moneda adecuada para los de su clase, pero vos no necesitaréis ir al joyero para pagar vuestra cena. No os preocupéis por mis tonterías. Vamos, comed, bebed, y olvidad vuestros problemas, sean cuales sean. Para eso está el Ostrich.
Se marchó rápidamente, con pie ligero, y él la miró alejarse con una punzada de nostalgia y con un repentino y resuelto propósito de hacerse con diamantes. Entonces volvió la vista a la mesa y se olvidó de ella. El venado estaba rico, sabroso y tierno. El vino estaba cálidamente ahumado y era excelente. Los confites eran extraños y dulces y los quesos firmes y condimentados.
La vida era maravillosa.
Con delicada elegancia, Lymond se deslizó en el asiento que había frente a él, acercándose vino y plato. Se había cambiado, ahora llevaba ropas nuevas y elegantes; al observarlo, Scott fue consciente de las manchas de su propia camisa y pantalones. El jefe, cortando el venado, comentó a propósito:
—Lamentablemente, Molly no viste a los gigantes, Pirra mía. ¿La habéis conocido ya?
Will asintió.
—Molly se casó con el dueño de una posada —dijo Lymond. Vertió el vino y bebió, estudiando con la mirada las demás mesas—. Y del posadero nunca más se supo. Se casó con Molly y la trajo al Ostrich; y un mes más tarde sólo estaba Molly. Molly y sus chicas.
Will dijo:
—Es una gran admiradora vuestra.
—Le gusta mi dinero —dijo Lymond, y dándose cuenta de la mirada de Scott, sonrió maquiavélico—. ¿Qué anillo os enseñó? ¿El del diamante o el del aljófar?
Vaciló, sintiendo un ligero resentimiento hacia Molly.
—Me enseñó un anillo con un diamante —dijo Scott, a la defensiva.
Lymond sonrió de nuevo.
—Si sois tan necio como para llevar una valiosa piedra en vuestro sombrero, tenéis que aceptar que os traten en consecuencia—. Se rio abiertamente—. No importa, inocente mío. Todos se enamoran de Molly—. La pensativa mirada azul seguía divagando—. La joven morena que está junto al otro fuego es Sal, la pelirroja de la puerta de la cocina es Elizabeth y la que está en la otra mesa es Joan.
Will miró a Joan. Era de tez rosada y pelo castaño. Sus ojos brillaban como turmalinas, tenía tobillos finos y llevaba unos zapatos de tacón rojos.
—Las he visto peores —comentó, alzando su jarra. Lymond la rellenó, así como la suya propia, y cuando Scott se terminó la suya, la volvió a rellenar.
—Multa bibens... —miró en derredor y después volvió su suave y escudriñadora mirada al rostro de Will—. Y ahora —dijo Lymond—, ¿qué os parecería completar nuestro feliz destino?
Una nube de almizcle llegó hasta ellos y apareció Molly, como un querubín en un nido.
—¿Estáis listos, queridos?
—Lo estamos. ¿Y la habitación? —preguntó Lymond.
—Os espera. La número cuatro, cariño. —Una llave cambió de manos—, ¿Recordáis las escaleras?
Rió y Lymond dijo:
—No me causaron una honda impresión, pero recuerdo que existen. Las encontraremos. Vamos, pequeñuelo.
Cuando en la infancia no se acostumbra a desobedecer, no hay vicio que un joven caballero bien educado deba ignorar; incluso si se trata de un joven que tres meses antes ha valorado por encima de todas las cosas los más puros ideales. Cuando Will Scott se puso de pie, sus latidos iban a un ritmo peculiar, pero no tardó en seguir a Lymond por la habitación atestada de piernas desparramadas. Luego subieron por un prolongado y agobiante pasaje que partía de un lateral de la sala que acababan de abandonar. Al otro lado del corredor, las puertas de madera estaban numeradas. Lymond abrió la cuarta y entró con Scott detrás. El jefe se dio la vuelta y cerró la puerta de un puntapié.
El cuarto contenía una cama sin cortinas, un espejo, un armario, una mesa, dos candelabros y a un joven, sentado en un banco bajo y acolchado. En cuanto Scott se acercó, el hombre se levantó de un salto, con el ceño fruncido. Era alto, de cabello largo y suave, y unos ojos pálidos, como el ópalo, hundidos en un rostro triangular. Dijo:
—Estoy esperando a un caballero. ¿Sois vos..?
—Soy Lymond. —Francis se aproximó a la luz de la velas y los ojos del otro mostraron reconocimiento y alivio—. Y este es mi lugarteniente, el señor Scott. Will; el señor de Maxwell.
Tres meses en compañía de Lymond le habían enseñado a Will Scott a mantener la cabeza fría. Hizo una reverencia y de sus confundidas sensaciones pudo rescatar el necesario recuerdo: el jefe, tras liberarlo en el camino a Carlisle en una oscura noche de octubre, había dicho: «El señor de Maxwell es un personaje importante, rodeado de ingleses. Así pues deberías reconocer una apertura para el mate de la coz». Scott, lanzando una mueca a la impasible espalda de Lymond, se sentó, aceptando lo inevitable, en el borde de la cama. El señor de Maxwell volvió a sentarse también. Lymond, trayendo una jarra y copas del armario, dijo:
—¿Vais a Carlisle, señor Maxwell?
—Sí, así es. Aunque no sea de vuestra incumbencia. —Unos ojos amarillos como los de un terzuelo, con un toque de negro, observaron al jefe. Lymond, impasible, sirvió vino. Scott, cuyo interés despertó repentinamente, pensó: «¡Demonios, un alarde de resistencia! ¿Acaso habremos encontrado a un caballero que no haya sucumbido aún ante La Leyenda?»En silencio, Lymond ofreció vino a Maxwell. En silencio, éste lo aceptó. Entonces Francis se agarró suavemente al borde de la mesa, lanzó una fugaz mirada a Scott, que había enterrado su nariz en una copa, y dijo:
—Escogí el Ostrich para nuestro encuentro, señor Maxwell, por sus peculiares cualidades. Esta es la caja de resonancia del norte. No hay susurro inaudible para el Ostrich. Ni movimiento demasiado leve que sus ojos no perciban. Pensad, por ejemplo, en quiénes han viajado recientemente al norte. A Irlanda, por ejemplo: el cura que sirve a vuestro hermano en Londres; os está esperando en Threave, deseoso de conocer vuestra opinión sobre la oferta de vuestro hermano lord Maxwell de rendir Lochmaben ante los ingleses. ¿Quién más? Un inspector de Calais, de camino a Wharton. Las guarniciones escocesas de Crawford y Langholm preocupan al lord: el señor Petit tendrá que aconsejar sobre la mejor manera de fortificar Dumfries, y Kirkcudbright, y Lochwood, y Milk, y la torre de Cockpool, y Lochmaben... cuando sea suyo.
»También el señor Thomson, el segundo de lord Wharton, llegó al norte. Lo hizo para encontrarse con vuestro tío, en Drumlanrig. Me temo que sir James fracasó al intentar convencerlo de que entre hombres íntegros los rehenes no tienen importancia. Y hay más: diversos caballeros de las marcas occidentales cruzaron en dirección a Carlisle, para firmar un importante juramento: Servir al rey de Inglaterra, renunciar al obispo de Roma, hacer todo lo posible para acelerar el matrimonio del Rey con la Reina de Escocia, unirse a sus vasallos en la batalla contra sus enemigos y obedecer las órdenes del lord Protector, sus lugartenientes y demás oficiales... Y luego, hace poco, uno de los hombres de Wharton llegó al sur con una indiscreta carta que vuestro cuñado, el conde de Angus, le envió a alguien y que resultará de grandísimo interés para los ingleses.
Incluso Scott desconocía la mayor parte de todo aquello. Si fuera verdad, y Maxwell sin duda lo sabría, representaría un argumento de tal peso que ni siquiera él podría permitirse ignorarlo. John Maxwell estiró sus largas piernas, dejó su taza y se reclinó, clavando sus ojos amarillos en Lymond.
—¿El Ostrich os pertenece? ¿O únicamente poseéis la habilidad de agradar a Molly?
Los ojos azules sonrieron.
—Lo cual es todo un honor.
Maxwell dijo:
—Señor Crawford, no tenéis que intentar impresionarme. Soy de lo más receptivo cuando se utilizan los argumentos adecuados. Nuestra última charla me intrigó bastante.
—¿Lo suficiente?
—Lo suficiente para vuestro propósito. —Aquellos ojos luminosos, que al parecer habían quedado satisfechos, se relajaron. Maxwell se levantó, se rellenó la copa y se volvió a sentar, prosiguiendo con su voz sobria y vigorosa.
—Tengo la información que deseabais. Samuel Harvey, soltero, vive en Londres. Ahora mismo se encuentra allí de servicio y no es probable que vaya a venir al norte. Gideon Somerville es un hombre acaudalado, retirado de la corte, con una mansión llamada Flaw Valleys, en Tyneside, cerca de Hexham. Está casado y tiene una hija de diez años. Hice todas estas averiguaciones por mi cuenta la última vez que estuve en Carlisle: no hay nada que los conecte con vuestro nombre.
—Agradezco vuestra preocupación. Tal y como están las cosas, eso apenas importa.
—¿No estáis interesado en estos hombres?
—Tengo intención de encontrarme con ambos. Pero uno de vuestros cuñados lo sabe y, ya sea él o Grey, intentarán con toda certeza evitarlo. No importa. Ni al gato, ni a la trampa, ni al veneno: a nada temo.
—Vuestra confianza es increíble, señor —dijo Maxwell, parco.
—Nace de la inteligencia —dijo Lymond— nada es imprevisible. Vuestro matrimonio, por ejemplo.
Scott, fascinado, creyó ver cómo se entrecerraban los ojos de John Maxwell. Hubo una brevísima pausa y entonces el hombre alto dijo:
—He tomado en cuenta vuestra sugerencia. Considerando mi actual relación con la Reina regente, es inconcebible que ni ella ni el Canciller vayan a estar de acuerdo, ni siquiera aunque el plan funcionase.
—Esa relación podría mejorar.
—Mi hermano, lord Maxwell, sigue prisionero en Londres. Y en Carlisle hay rehenes que garantizan mi buena conducta.
—Podría mejorar sin mayor perjuicio para vuestra reputación en Inglaterra. Estamos ahora a mediados de noviembre. En dos o tres semanas, el conde de Lennox tiene que estar en Carlisle y si todo sale como está previsto, intentará otra marcha experimental hacia la Escocia meridional.
—¿Y bien..?
—Y entonces, por simple casualidad y codicia natural, los hombres de Lennox podrían hacer fracasar el ataque. Siendo la verdadera naturaleza de esa casualidad conocida sólo por el gobierno escocés, que actuaría siguiendo vuestro consejo. Lennox culparía a sus hombres del fracaso: la Reina sabría que todo se debe al señor de Maxwell.
Se hizo el silencio. Maxwell se movió.
—¿Es eso posible?
—Ya lo veréis. Ahora os lo describiré y más tarde lo haré con mayor detalle, cuando conozcamos con exactitud los movimientos de Lennox. Y el mérito os lo llevaréis vos.
El señor de Maxwell dijo:
—Estoy intentando convencerme a mí mismo de que todo esto no os supone a vos un perjuicio considerable.
Lymond sonrió, amable.
—El camino que tomará Lennox atraviesa la carretera a Hexham, donde vive Gideon Sommerville —dijo—. Os dije que me pondrían una trampa. Los ingleses la harán saltar para mí.
Se levantaron a medianoche. Maxwell cogió su capa, su sombrero, sus guantes y su fusta. Asintió mirando a Scott y, caminando encorvado, se volvió hacia Lymond cuando estaba en la puerta.
—Moderad vuestra excentricidad, travieso amigo. Si no, no sé si voy a poder secundar vuestras maquinaciones.
—No tengáis reparos —dijo Lymond, serio—. Somos muy similares. —Maxwell, sorprendentemente, se rió y salió.
Lymond cerró la puerta.
—Y así —le dijo a Scott— es como de una morera sale una camisa de seda.
—Sí —respondió Will Scott.
Lymond inclinó hacia sí la jarra de vino. Después, lanzando una mirada sardónica en dirección a Scott, que empezaba a entrecerrar levemente los ojos, abrió la puerta, cruzó el pasillo y gritó por encima de la barandilla:
—¡Molly, este maldito sitio tuyo se ha quedado seco!
Ella estaba sentada bajo las refulgentes luces a una mesa de embelesados y zalameros invitados. Alzó dos enjoyados brazos mirando a Lymond.
—Bajad, patito mío. Aquí la compañía está cansada y soñolienta.
Francis sonrió, examinando la letárgica y extenuada habitación. Los hombres roncaban, los bebedores yacían y murmuraban junto a los lentos fuegos y fragmentos de ondulante armonía desaparecían en medio del aire cargado y lleno de humo. En un rincón, los gitanos dormían en un montón inerte, como un lecho de claveles. Mat había vuelto y yacía boca abajo en un banco, con la calva rosada iluminada por el fuego.
—¿Tengo que explicarte acaso como llevar tu negocio? —preguntó Lymond.
—¡Entretenednos! —exigió Molly—. ¡Bajad! ¿Acaso habéis perdido vuestras tormentas? ¡Bajad y encendednos, Lucifer!
Lymond retiró un brazo, encontró su jarra y se la tiró a Matthew con precisión, despertándolo y haciéndole caer estrepitosamente del banco.
—Qué cosa más terrible —dijo Lymond—, es perder la consciencia al principio de una fiesta. Matthew, Molly tiene un barril de clarete en su despensa. Traedlo, para que volvamos a nadar en el Mar Rojo. Y después, Molly, mi dulce montaña de miel, mi querida del día, querremos que se enciendan los fuegos, que se cambien las velas y que suene la música.
—Y también os tendremos a vos, cariño —dijo Molly—. Pero esa música tendrá una melodía infernal. Los músicos están borrachos como cubas.
El hombre de los cabellos rubios se irguió, atrayendo con su risa a Scott desde el otro lado del pasillo.
—Hay nueve notas demoníacas a menos de dos metros de aquí. ¿Has olvidado quién está en la habitación número uno, querida?
—¡Demonios! —dijo Molly, añadiendo una palabra que hasta las esposas de los posaderos rara vez pronuncian—. ¿No cerré la puerta?
Lymond negó con la cabeza.
—¡No! —gritó Molly. Se llevó las blancas manos a las mejillas, haciendo brillar los rubíes—. ¡No! —Casi simultáneamente una voz soñolienta protestó desde una de las habitaciones privadas y uno o dos borrachos adormilados, despertados por el grito, inquirieron quejumbrosos.
—¡Pues sí! —dijo Lymond, desapareciendo.
La vasta sala, inundada de calor y neblinosa luz y repleta de oníricas murmuraciones y leves melodías de borrachos, se hundió en el sopor. Will, apoyándose sobre la barandilla, echó un vistazo hacia abajo y vio como Molly, con las manos todavía en las mejillas, se había echado sobre la mesa, poseída por una leve histeria. Tenía los ojos completamente cerrados.
Entonces sucedieron varias cosas a la vez.
Un ligero tronar más allá de los soportales anunció la llegada de Matthew con el barril. Los fuegos refulgieron con carbón y turba nuevos y una luz blanca y reluciente inundó el aire cuando se cambiaron las velas.
Después hubo un pequeño silencio. El silencio fatídico y transpirante antes de la tormenta eléctrica.
Entonces, un troll desolado, mastodóntico y doliente llenó sus pulmones y bramó. Un grito duro y ronco desgarró el aire agitado, y después otro. Se convirtió en un relincho unificado, el relincho en temblor, y el temblor en una canción. Arriba, en la balaustrada de la galería, asomaba una cabeza humana estirada de forma antinatural con las mejillas hinchadas y los ojos cerrados. Sus dedos empezaron a moverse abriendo las puertas de un infierno sonoro. Tammas Ban Campbell, gaitero de Argyll, prisionero de Pinkie por el que se había pagado un rescate y que ahora volvía al norte, a su casa, atacaba desde lo alto de la galería del Ostrich, dándoles un baile ioneraora, haciendo que las puertas rugieran, que los vasos estallasen y las ventanas temblaran, los jamones vibrasen y se cayeran; que los que dormían roncando despertaran de un salto con sus puñales en la mano; que los borrachos abriesen sus ojos desquiciados e inyectados en sangre y que los sobrios se dividieran, dependiendo de su carácter, entre la risa sorprendida y los juramentos.
Un hombre en una esquina se arrodilló y empezó a rezar, pero el resto de los que estaban en el Ostrich se levantó y rugió, como una manada de calderones en verano, al pie de las escaleras que conducían a la galería.
Lymond los recibió arriba, con la espada en la mano y los ojos brillantes como gemas. Se había quitado el jubón y había cerrado con llave todas las puertas del pasillo, como demostraban los atronadores golpes. Will, aturdido pero voluntarioso, se colocó vacilante tras él, y Mat, convocado en el momento preciso, a su lado.
La marea, enfrentada a tres hojas de espada en la estrecha escalera, se detuvo. Lymond miró el tapiz de rostros enrojecidos que se empujaban y desafió con su voz al bramido de la gaita, que había pasado a Gillie Calum.
—¿Qué pasa, durmientes míos? ¿Es que no os gusta mi nana?
Un hombre alto y fornido, ataviado con un abrigo de pana verde, gritó:
—Escuchad, amigo: aunque pusierais a vuestra mandragora con patas en lo alto del Ben Nevis y yo estuviera en las colinas de Cheviot, seguiría sonando demasiado cerca para mi gusto. ¿Vais a hacer que pare, o tendremos que haceros tragar el ruido? Aquí abajo hay gente honesta intentando dormir.
Un coro de aprobación los llevó dos escalones más arriba, un mandoble de espada los hizo retroceder tres.
—Unos señoritos tan agradables y simpáticos amenazando... —dijo Lymond—. Deberíais marcharos como Alejandro. ¿Dónde están vuestros oídos? El mejor gaitero de Escocia: ocho pájaros cantores encerrados y once si le dais whisky entre la segunda y la tercera variación. ¡Dormir! ¿Cuándo ha dormido nadie en el Ostrich entre la medianoche y las cinco de la mañana? Sois una pobre y aburrida compañía para un músico. ¿Os habéis despertado ya? Entonces recuperad la sangre en los pies y en los dedos. Mi compañero y yo os daremos algo a lo que enfrentaros.
—¡Oh, Dios! —dijo Molly—. ¡Lo sabía! ¡Lo sabía! ¡Deteneos, poeta enajenado!
—¿Algo a lo que enfrentarnos? —repitió el del abrigo verde, entre continuos gritos de ira y desasosiego—, ¡Dadnos al gaitero, es lo único que pedimos! O la gaita. Pero que separen al uno de la otra, por Dios. ¡Sangre decía! Ni una gota de la que recorre mi cuerpo se ha movido por mis venas desde que ese profeta escocés de tres al cuarto se llevó la pipa a la boca.
—Está bien —dijo Lymond—. Nosotros tenemos al gaitero, vosotros a las señoritas, así que ésta es mi propuesta: si hay entre vosotros un luchador capaz de derribar a Matthew o a mí mismo, podrá acceder libremente a Tammas y a la gaita. Si por el contrario derribamos a uno de los vuestros, nos quedamos con las señoritas. Cuando los hombros toquen el suelo, se considerará una caída y no se podrá dañar físicamente al gaitero. ¿Qué os parece?
El del abrigo verde, que parecía ser el portavoz de la multitud, sonrió y miró a su alrededor.
—Acepto: me parece justo. ¿Qué me decís, soñolientos? ¿Estáis listos para luchar por vuestros derechos, o preferís dejaros insultar por un afeminado pelirrubio y su banshee 13 particular?
Hubo un rugido por respuesta. Scott, que observaba entre la neblina del alcohol, se dio cuenta de que la mayoría de las caras parecían alegres: la extravagancia había disparado la imaginación de los presentes que, completamente despiertos ya, parecían dispuestos a cualquier cosa. El hombre de verde se dio la vuelta alzando la voz por encima de las variaciones de Spaidsearachd Cloinn Mhic Rath y gritó:
—Está decidido. Vos y vuestro amigo lucharéis contra cualquiera de nosotros a una caída. Si alguno de vosotros cae, el ganador podrá hacer callar al gaitero. Si cae uno de los nuestros, renunciará a cualquier chica que nos acompañe. Doy mi garantía en nombre de todos los que aquí están.
Lymond hizo un gesto de asentimiento con la mano. El grupo volvió poco a poco al cuarto principal en un tumulto regocijado, las jarras llenas de nuevo, mientras se despejaba el centro para los luchadores. Lymond pasó la empuñadura de su espada a Scott.
—Vos os encargaréis de guardar la escalera con los trofeos para los ganadores.
Scott echó un vistazo al arma.
—¿Aquí arriba?
—Ahí arriba. Por Dios, pensé que teníais sentido de la música.
Scott cerró los ojos y cogió la espada. Tammas, aferrado a su gaita, se dio la vuelta y empezó a caminar firmemente hacia atrás; Will se estremeció y se inclinó para mirar por encima de la balaustrada.
La transformación de la sala era memorable. El improvisado cuadrilátero, iluminado como un escenario por un baldaquín de velas, estaba rodeado por el público, caldeado y vociferante, mientras las chicas soltaban grititos de halagada emoción. En el centro las blancas camisas empalidecían la luz. Lymond y el alto portavoz se acechaban mutuamente, los brazos sueltos y los pies cubiertos solo con medias. El del abrigo verde saltó, ambas figuras se precipitaron, rodaron, se separaron, se volvieron a unir y se agarraron. Hubo un grito sofocado, un golpe, y Lymond, riendo, se alzó sobre una figura tendida de bruces.
La caída fue dada por válida. Sally, sonriendo, le limpió la cara a su acompañante, se ocupó de que lo sacaran de allí meneando la cabeza y corrió arriba para mirar desde la galería junto a Will. Junto a ellos seguía Tammas que, dándose la vuelta con elegancia, cogió aire y empezó a tocar, agradecido, Cath fuathasach, Vheairt.
Mat se enfrentó a un robusto herrero con músculos como tubérculos y lo tumbó en cinco minutos. Subió Joan.
Lymond se enfrentó, por diversión, a un joven dependiente y a un pionero holandés, ninguno de los cuales tenía chica a la que renunciar. Después le volvió a tocar a Mat quien, al vencer a un zapatero de Chester con una ágil llave le rompió una mano sin darse cuenta y, muy solícito, se la entablilló y vendó, compartiendo una jarra de cerveza con la víctima antes de que terminase el espectáculo.
Después de aquello, a Mat le fue bastante complicado encontrar alguien dispuesto a retarlo, sobre todo teniendo en cuenta que para entonces el público hacía más ruido que el gaitero. Pero lanzó a un abogado por la ventana, y después Lymond se ganó a Elizabeth en combate con un ágil vendedor ambulante, que aguantó una lucha encarnizada durante doce minutos. Puso la guinda con dos sencillas victorias, cada una de las cuales fue celebrada con atronadores aplausos.
Hubo una breve pausa.
La misma Molly le trajo a Lymond vino fresco y él, sonriendo, lo cogió con una mano, mientras se limpiaba el sudor de la frente con la otra.
—¡Bebed, bestia salvaje! ¿Acaso me merezco esto? Debo de estar loca. Dejadlo ya, antes de que toda la taberna se llene de heridos y maltrechos. Haced que pare ese maldito gaitero y que suene música de verdad.
Lymond arqueó las cejas.
—Antes tendrás que tirarme.
—¡Lo haré! —dijo Molly, resuelta.
Scott, ensordecido e hipnotizado en la galería, junto a la hilera de bellas cabezas que había a su lado, contempló el ataque conjunto sobre Lymond: sus asaltantes lo echaron al suelo sin malicia y los cien kilos de Molly se plantaron sobre su pecho.
—¡Una caída! —gritó Molly, y Lymond, medio enterrado, soltó una ahogada carcajada, alzando una mano hacia Tammas en señal de derrota.
Como un rayo sobrenatural, el silencio se apoderó del Ostrich.
Quizás durase un par de segundos. Entonces, un ruido de risas alcanzó el techo como respuesta, las guitarras y los violines de los gitanos empezaron a sonar y la vida a fluir de un extremo a otro del salón principal. Lymond, liberado, echó la cabeza hacia atrás y, tras hacer recuento de sus triunfos, les concedió solemne dispensa para bajar al baile. Pidió un poco de tiza y se la dieron, y se dispuso a marcar su propiedad y la de Mat allí donde la cruz era más evidente y el capricho más agradecido. Entonces arrastró a Molly al baile y la habitación se llenó de pies danzantes: el torbellino de cuerpos y las llamas de las velas ondularon como cometas al viento de las faldas.
Scott, dejando a un lado su espada y tomando en su mano la de Joan, bajó corriendo las escaleras hasta el animado salón y bailó hasta que le salieron ampollas en los pies. Bebió, bailó, comió algo más y volvió a bailar. Entonces, cuando músculos y músicos se hubieron cansado, se acercaron caballetes y bancos a los fuegos, y se cantó una y otra vez hasta que los coros pasaron a ser rondas, las rondas pasaron a ser tríos y los tríos, duetos y al final sólo quedó una voz solitaria, feliz y cansada.
Scott cerró los ojos. Joan y la otra mujer habían desaparecido y Lymond no estaba. Discretos murmullos cedieron por fin en su pugna con los ronquidos. Su cabeza resplandeciente como el fuego, se agitó, empezó a caer, y finalmente se posó sobre la mesa. Til Ostrich dormía.
A las cinco en punto, Lymond volvió a vestirse con sus ropas de montar, se acercó a Scott y arrancó la jarra de cerveza de su inanimada mano.
—Borracho, borracho, borracho. El pequeñuelo está cansado y vencido —dijo, cáustico—. De pie, haragán. Se ha levantado la niebla y quiero que partamos antes de que salga el sol.
Will no recordaba haberse levantado. Le pareció como si, proveniente de ninguna parte, un aire dulce le soplase en la cara, y se encontró en el patio del Ostrich, alumbrado por la temblorosa luz que filtraba una ventana rota. Su caballo estaba a su lado, listo y ensillado. Matthew, montado ya, esperaba en la verja. Lymond lo subió de un empujón, montó él y alzó la cabeza.
Bajo una luna pálida y fresca, los árboles y helechos suspiraron y una pequeña nube cruzó el cielo.
—Las estrellas errantes buscan la armonía. Mirad hacia arriba —dijo el jefe—. Y vedlas. Las estrellas que nos guían, más allá de la adoración y de los lugares comunes. Los infinitos ojos de la inocencia.
Pero Scott estaba demasiado borracho para mirar hacia arriba.
3. Movimientos cruzados de un alfil del rey
Lord Grey de Wilton, general de las regiones septentrionales en nombre de Su Majestad el rey Eduardo de Inglaterra, había pasado un amargo otoño y ahora se enfrentaba a un ácido invierno después del desafortunado incidente del castillo de Hume.
En las marcas orientales, el río Tweed, con Berwick en su desembocadura, separaba Escocia de Inglaterra. Como un viejo lucio, apelativo que le había dado en una ocasión sir George Douglas, lord Grey patrulló con sus tropas por aquellas tierras durante octubre y noviembre. Sumido en un remolino de órdenes, informes, peticiones, preguntas y papeles, acechaba de fortaleza en fortaleza. Aquel día, el último martes de noviembre, volvía a Norham con las quejas y súplicas de Luttrell, Dudley y Bullmer, que lo acosaban como lampreas. En la torre principal del castillo de Norham había sido convocado Gideon Somerville.
Los servicios prestados en la corte que habían encumbrado a Jonathan Crouch, habían llevado a Gideon Somerville a través de las más recónditas cámaras de palacio, a ganarse el favor del rey Enrique y la amistad de aquellos capaces de permitirse semejante lujo. A la muerte de Enrique, Gideon se había traído su fortuna y a su joven familia al norte, a Hexham, donde se había establecido. Rara vez se lo veía a menos que fuera convocado en tiempos de guerra o por las impertinencias de lord Grey. Gideon era lo suficientemente educado como para satisfacer al lord Lugarteniente y lo suficientemente afable como para soportarlo. Así que allí estaba, en una habitación en Norham, escuchando al lord. No era un hombre joven, excepto en cuanto a su resistencia y a su ágil entendimiento se refería: tenía ojos claros y piel rosada y el pelo de un gris oscuro como el de un tejón.
—Imagino... —dijo lord Grey, llegando por fin al meollo del asunto—, imagino que habréis oído lo que ocurrió en Hume.
Gideon, un hombre compasivo, sacudió la cabeza negando.
—Oh, bueno. Sir Douglas se ha ofrecido a facilitarme el acceso a uno de los Scott. El heredero de Buccleuch, de hecho. Vagabundea por la frontera con malas compañías y uno de sus socios busca vengarse de alguien en Londres. Douglas me ha sugerido que atrapemos al joven Scott por medio de ese bandido.
—¿Alguien en Londres? —inquirió Gideon.
—Samuel Harvey, es el hombre al que busca el bandido, pero él mismo lo ignora todavía —dijo Grey—. De hecho cree que podríais ser vos.
—Os aseguro que nadie tiene una venganza pendiente conmigo —dijo Somerville—. Y mucho menos un buscavidas escocés. Tampoco sabía que fuera el caso de Sam Harvey.
—Bueno, yo no me he puesto en contacto con Harvey, así que no sé de qué se trata —dijo Grey, impaciente—. Pero eso da igual. El caso es que ese socio de Scott intentará ponerse en contacto con uno de los dos y tan cierto como que el valle de Flaw está cerca de la frontera, lo más probable es que seáis vos.
—Qué agradable —dijo Somerville. Parecía un poco sorprendido—. ¿Y quién es ese espadachín que está a punto de hacerme una visita, y qué debo hacer con él cuando venga?
—Primero tiene que encontraros, así que podría pasar algún tiempo hasta que eso ocurra. Su identidad no importa. Douglas fue vago al respecto y yo no lo he investigado. Lo único que tenéis que hacer es servirnos de mensajero, Gideon. Cuando llegue ese hombre, dadle esta carta de Douglas. Está todo en orden; yo la vi antes de que la sellaran. Aquí tenéis una copia si queréis verla.
Somerville leyó la carta en silencio. Cuando terminó, dijo:
—¿Y la única manera de ponerse en contacto con él es por mediación mía?
—Es la única manera que conocemos.
Gideon dejó el papel y se levantó recorriendo nervioso la habitación.
—Estáis pensando en Kate —dijo Grey—. Pero no tenéis que preocuparos. Os daré tantos hombres como queráis para reforzar la guardia. Lo único que os pido es que dejéis entrar a ese hombre cuando llegue y que le entreguéis esa carta.
Somerville dijo:
—Perdonad mi egoísmo, pero pienso también en mí, además de en Kate. No termino de imaginarme convenciendo a un airado mercenario de que en realidad soy su mejor amigo. De todos modos, ¿no es posible que incluso se traiga consigo al hombre que buscáis, a Scott?
—Todos los hombres que os daré serán capaces de reconocer a Scott en caso de que aparezca —dijo lord Grey. Y por alguna razón su piel se oscureció—. A Scott y a otro hombre, un español al que estoy deseando atrapar. Sí. Si Scott aparece, lo cogerán. Y entonces podréis romper en dos la carta.
—Ya. ¿Y qué pasa si no estoy en casa? O si me llaman para ir a Carlisle para el próximo ataque de Wharton...
—Tenéis permiso para negaros a ir en mi nombre —dijo lord Grey, con cierta satisfacción—. En esta ocasión serviréis mejor al rey si os quedáis en casa.
—Ya veo —dijo Gideon —Voy a ser muy querido en todas partes. Willie, soy un hombre tranquilo con una feliz vida familiar, que intenta ocuparse de sus propios asuntos. ¿Por qué demonios me voy a meter en este embrollo?
—Porque —dijo lord Grey—, sois un justo y leal servidor de vuestra patria.
Los ojos claros lo observaron.
—Como queráis —dijo resignado Gideon Somerville—. Como siempre.