Capítulo IV

Varios movimientos de un alfil

Un caballero ha de ser inteligente, abierto, sincero,

Fuerte y lleno de misericordia y piedad, y guardián

Del pueblo y de la ley... Y por lo tanto, es deber suyo

Ser sabio y estar bien aconsejado, pues

En ocasiones son más importantes el arte, la maña y el enigma

Que la fuerza o la robustez... pues de otra forma pudiera ser

Que cuando el príncipe en la batalla confíe y delegue en su

Fuerza y robustez, sin hacer uso de la sabiduría y de la maña

Para hacer frente a sus enemigos, sea vencido, Y su pueblo masacrado.

1. Accidente de un peón que intenta ser reina

El domingo, un día después de lo ocurrido en el lago de Menteith, lord Culter también realizaba ejercicios acuáticos, pero de una clase que convertía sus epitalamios en elegías.

Desde luego, Mariotta no era la única que pensaba que su marido era un ser desconcertante. Cualesquiera que fuesen sus pensamientos tras tres semanas separado de su mujer, Richard se los guardaba para sí, dedicándose a ejercitar su incontestable habilidad.

Bajo su remoto y lacónico liderazgo, los hombres de Culter habían pasado una edificante semana persiguiendo a Wharton por la noche, acosándolo en sus posiciones y pisándole los talones en su huida hacia Carlisle. Después, cambiándose con el mismo aplomo la gorra de militar por la de político, lord Culter se dedicó a tantear los ánimos de los distritos del suroeste, que habían sido el teatro de operaciones de Wharton y que todavía podían caer víctimas de las incursiones y la seducción del sur.

Los ingleses habían dejado guarniciones en Castlemilk y en Lagnholm.

Con sus escasos efectivos no podía hacerles frente, al igual que no podía hacer mucho en Dumfries o en Lochmaben, ni tampoco con aquellos pobres ciudadanos —escoceses leales—, que vivían más cerca de la sombra de Carlisle y que, por pura supervivencia, tenían que comprar su inmunidad con promesas y en ocasiones hasta cumplirlas.

Sin embargo, había tenido un sorprendente éxito contra aquellos mil novecientos que habían prometido ayudar a Inglaterra en agosto. Así pues, mientras regresaba hacia el norte, hacia Midculter, el viernes 23 de septiembre, su comitiva se encontraba muy animada, quizás en exceso, y muy poco dañada, habiendo dejado tras de sí a unos cuantos Johnston, Armstrong, Elliot y Carruthers bastante impresionados.

A mitad de camino hacia casa recordó un compromiso pendiente y tras enviar a la mayoría de sus hombres a descansar a sus hogares, se desvió hacia Molinburn con seis jinetes para cabalgar a través de Lowthers, hasta Morton.

El domingo por la tarde la comitiva que esperaba llegó desde Blairquhan y juntos abandonaron Morton por la carretera de Sanquhar para tomar el paso de Mennock, al norte. Con él cabalgaban ahora la baronesa Herries, los seis hombres de ésta, y dos sirvientas.

Agnes Herries tenía trece años, era inconcebiblemente rica y no demasiado guapa. A pesar de haber pasado dos años en casa de los Culter adquiriendo, supuestamente, algo de elegancia y estilo, seguía teniendo una voz sonora y enérgica, una piel fea y una debilidad por las romans idylliques. Hasta Sybilla, alma caritativa y tolerante, había mencionado al abuelo de la muchacha que la pequeña tema un gusto más bien lamentable, añadiendo, en su descargo, que aquello debía deberse sin duda a su padre, el difunto lord Herries, y no a su madre, que había renunciado a los placeres de la viudedad por un matrimonio de lo más provechoso.

Su abuelo, Kennedy de Blairquhan, que esperaba con impaciencia mal disimulada que las dos hermanas pequeñas de Agnes se hicieran igualmente merecedoras de la hospitalidad de lady Culter, había contestado rápidamente que, pese a todo, Agnes era una niña adorable y que era un placer tenerla en casa. Por aquel entonces, acordándose de sus responsabilidades para con su nieta, había sugerido que lady Culter acogiese a la chica en la corte para el otoño. Como no era de esperar que su apariencia llegase a ser mucho mejor de lo que lo era en aquel momento, si el Canciller pensaba casarla con su hijo —estaban prometidos desde la infancia—, cuanto antes se pusieran a ello, mejor.

Por todo ello se encontraba Richard escoltando a lady Herries hacia el norte, para llevarla junto a Sybilla, en Stirling.

Hacía un día horrible. El dorado otoño del sábado había dado paso a un día del Señor húmedo y plomizo; la lluvia se deslizaba por las pequeñas plumas de la gorra de Culter y de la capucha de Agnes caían pequeñas gotas que iban a parar a su nariz.

Por miedo a que se malinterpretase la procedencia de aquellas gotas, se sonó por vigésima vez en un pañuelo empapado y siguió cabalgando muy erguida.

Lady Herries tenía sus propios recursos. Su cuerpo podía encontrarse mojado, frío y en Lanarkshire; pero su espíritu se hallaba con el trovador y el juglar en los campos de la romanza. Allí, entre pasajes de caballería y cortejo, la heroína —de trece años, encantadora y de alta cuna—, permanecía inmutable. El héroe, de auténtica leyenda, podía, si era necesario, adoptar diferentes formas. En aquel momento, los ojos de la baronesa no se fijaban en otra cosa que en la prosaica espalda de lord Culter: sus labios empezaron a moverse discretamente mientras cabalgaba.

«¡Daphne! ¡Hermosa mía! ¡brillante cordera!» Haciendo una reverencia, el príncipe se quitó el sombrero, cuyas plumas había empapado la lluvia. Llorando, dijo...

—Que el demonio se lleve esta lluvia. Alguien viene. ¿Reconoce alguien el estandarte? —dijo Richard, tajante. El lord, mirando con los ojos entrecerrados a través de la lluvia, permanecía insensible a las fantasías que, detrás de él, habían quedado arruinadas—. ¡Frank! ¡Job! —Los dos jinetes más adelantados aumentaron ligeramente la marcha, y después giraron.

—Es sir Andrew Hunter, señor, y algunos de los Ballaggan.

En un momento, ambos grupos se encontraron.

—¡Dandy! Al fin un rastro de civilización. ¿Qué sucede en el norte?

Sir Andrew lo saludó con una sonrisa encogiéndose de hombros.

—Está peor que cuando se rompió el ingenioso sistema de abastecimiento de agua del viejo Scott. Acabo de dejar a vuestra esposa y a vuestra madre, ambas se encontraban bien; por ahora todos están a salvo... Pero —dijo Hunter— nos ahogaremos si seguimos intercambiando pareceres aquí. Venid conmigo a Ballaggan. Además, no os vendría mal comer algo caliente. ¿Quién es la muchacha?

Lord Culter se lo explicó y los presentó y ambos grupos partieron juntos hacia la casa de Hunter. La lluvia no paraba de caer de la nariz de Agnes. Discretamente, ésta examinaba a sir Andrew.

Era más delgado y sus manos eran más finas que las de lord Culter. Lord Culter nunca bromeaba. A ella le gustaban los hombres de tez oscura con un brillo en los ojos.

El príncipe, un hombre esbelto y oscuro...

Pero una vez más, se detuvieron. El Nith, que los separaba de Ballaggan, discurría especialmente rápido y caudaloso y uno de los jinetes que acercó su caballo al vado acabó por caerse, quedando empapado.

Culter estudiaba el río con cierto recelo.

—No creo que las mujeres debieran intentarlo.

En respuesta, Hunter descendió por el terraplén y cabalgó hasta el agua. El caballo se tambaleó un poco con la corriente. La espuma se acumulaba en los flancos de su montura. Pero después de un rato consiguió permanecer estable y firme. Hunter los llamó.

—No pueden mojarse más de lo que ya están. Poned una línea de caballos río arriba para romper la corriente. Yo volveré y os llevaré al otro lado.

Se fue, y Agnes, después de conceder su recatado permiso, fue colocada en la montura de lord Culter, donde éste la sujetó firmemente con su brazo izquierdo mientras llevaba las riendas con el derecho. El príncipe, que mudó inmediatamente de negro a marrón, espoleó su caballo mientras la cordera, con el rostro pegado a su pecho, sentía los regulares latidos de su corazón. La agarró con más fuerza aún y el caballo entró en el agua. La heredera cerró los ojos.

Empezó a sentirse incómoda. La montura la golpeaba y pinchaba, los robustos pies de Culter removían el agua y la mojaban y su incómodo atuendo la raspaba, pellizcaba y pinchaba. Y por si fuera poco, él se puso a hablar con su caballo. Ella empezó a sentir un ligero resentimiento.

Cuando estaban a la mitad del río, sufrieron un desagradable bandazo. Culter pegó un grito, la perilla de la montura se clavó en el costado de la muchacha, que por un instante no vio más cielo que una oscura, agitada y arqueada crin. Entonces el caballo, el jinete y la heredera resbalaron, perdiendo los estribos. Con un fuerte salpicón producido por ambos cuerpos al chocar, Agnes Herries cayó al agua. Sustraída violentamente de sus ensoñaciones, volvió a ser lady Herries, de tan sólo trece años e intentó gritar, ahogándose en una histeria muda mientras la corriente la arrastraba ferozmente, dando vueltas, mantenida a flote por sus enaguas, a lo largo del Nith.

Sintió un frío intenso y un peso que la arrastraba hacia abajo. Senda el pelo empapado, como una cortina de algas sobre su cara, filtrando burbujas de aire en una garganta ahogada por el agua. Un clamor furioso y una voz burbujeante... la suya.

Una voz ahogada... la de otro. Entonces, una mano, agarrándola con esfuerzo por la axila, y otra que sacaba la capa de su boca y le apartaba el pelo de la cara. Agonía para respirar, una dolorosa presión y después unas arcadas aún peores. Su cara contra el barro. Y entonces, finalmente, escuchó una voz que decía claramente:

—Vaya por Dios, nos falta práctica. ¿Lo intentamos otra vez? —dijo lord Culter.

2. Un alfil vence en un lance

La acostaron, arropada entre lanas, y ella durmió, débil y empachada de leche caliente, hasta que se fue la luz del día.

Más abajo, en el sobrecargado salón, lord Culter se encontraba sentado en una silla de brazos mostrando una vez más una absoluta impasibilidad después de haberse bañado, curado sus heridas y ataviado con un holgado camisón que le había prestado James Douglas, su anfitrión.

Se encontraban en casa de los Douglas en lugar de en las elegantes y empobrecidas tierras de Hunter en Ballaggan.

Solo y sin ayuda, Richard había arrastrado a Agnes Herries hasta la orilla: sus propios hombres habían quedado río arriba y Andrew Hunter, muy adelantado, no había oído sus gritos. Algo más tarde, cuando le avisaron del problema, había corrido en su ayuda, envuelto a la niña en su propia capa y llevado a ambos náufragos hasta Drumlanrig, seguidos por los demás jinetes. Ballaggan estaba aproximadamente a una hora de distancia y podía esperar. Aquellos dos, no.

La casa de Drumlanrig estaba repleta de Douglas y, fuera sincera o no, su bienvenida fue una razonable mezcla de sorpresa y cordialidad. De lord Culter sólo sabían que su caballo había metido la pata trasera en un agujero, pero después de escuchar a Hunter, quedaron convencidos de que Richard había salvado la vida de la niña.

El señor de Drumlanrig había pedido que relatasen toda la historia de nuevo a los dos hermanos de su mujer, el conde de Angus y sir George Douglas. Este último, astuto y brillante como un leopardo medio salvaje, había sonreído, mientras que el conde, quien treinta años antes fuera un esbelto amante real, perdido ahora por culpa del alcohol y la gordura, con un rostro adornado de una barba rala, había sido más bien vulgar en sus cumplidos.

La tarde llegó a su fin. La mayoría de los habitantes de la casa se fue a la cama. Sir James y Angus se habían marchado y el silencio reinaba entre los tres que quedaban ante el gran fuego. En su gran silla, Culter permanecía inmóvil, con el rostro oculto en la penumbra. Andrew Hunter lo miró brevemente, y sir George Douglas, siempre atento, dijo:

—Duerme, creo. ¿Queríais tener una conversación privada?

Sir Andrew sonrió agradecido.

—En absoluto. Pero sí que quería llamar la atención sobre un pequeño asunto. —Prosiguió, algo indeciso—: Quizás lo desconozcáis, pero un primo mío, gran favorito de la Reina madre, fue hecho prisionero en el 44 y lleva en Carlisle desde entonces. — Hizo una brusca pausa—. Veréis, poseo buenas tierras, pero no son muy rentables y Jeff no tiene más parientes...

—Pero claro —dijo sir George con elegante cortesía. —Ni una palabra más. Estaré encantado. ¿Cuánto..?

Hunter enrojeció profundamente.

—No. Yo... es cierto que no podemos pagar lo que piden. Pero si, por ejemplo, pudiera pagar en especies...

—¿Un intercambio de prisioneros? Sí, supongo que esa sería una manera de hacerlo.

—El caso es que fui a Annan. Pero no tuve suerte, —dijo Hunter, enrojeciendo de nuevo—. Y entonces me enteré...

—...De que yo tengo un prisionero, —dijo sir George—. Sí, lo tengo. Y con conversación para rato. He olvidado su nombre... Couch, o Crouch. —Se quedó pensativo un momento mientras sir Andrew lo observaba, con gesto intranquilo.

Entonces Douglas dijo, complacido:

—Está bien. Os lo venderé por cien coronas. No tenéis por qué tomároslo como un acto de caridad, y estoy seguro de que es mucho menos de lo que piden por vuestro primo.

—Sí... Me temo que es un acto de caridad —dijo Hunter, apenado—. Probablemente podríais venderlo por...

—...Por muy poco, —dijo tajante sir George, mientras cruzaba elegantemente su pierna, cubierta de seda azul—. No os preocupéis: es vuestro. ¿Haréis que vengan a recogerlo?

—¡Inmediatamente! —Sir Andrew se levantó con un entusiasmo más bien conmovedor—. Os haré un pagaré por el dinero ahora mismo, si puedo encontrar papel y tinta. Perdonadme, señor; y creedme: os estoy inmensamente agradecido. —Se marchó, arrastrando con las prisas los zapatos prestados.

El silencio cada vez se alargaba más. Entonces, sir George Douglas dijo:

—¿Por qué estáis tan silencioso, lord Culter? ¿No aprobáis esta clase de transacciones?

Culter abrió los ojos, dibujando en sus labios la más discreta de las sonrisas.

—Señor, cuando dos amigos hablan de dinero, el tercero no puede hacer otra cosa que estar dormido.

Sir George rió y, levantándose, le dio una palmada en el hombro cubierto de brocado.

—¡Elegante camisón! ¡Bueno, a la cama!

Lady Herries, sentada en la mesa del desayuno, apoyó sobre su pecho una mano grande y lánguida.

—¿Creéis —dijo Agnes, dedicando a su trovador una mirada llena de esperanzas—, creéis que hoy debería montar de nuevo en vuestro caballo?

Lord Culter, que acababa de atiborrarse de grulla asada y vino blanco, dijo firmemente:

—No si queréis llegar esta semana a Stirling. Estaréis perfectamente en vuestra propia montura. Además, ¿no deseáis llegar a tiempo para ver el papingo?

Lady Herries dejó caer una rebanada de pan, de la que inmediatamente dieron cuenta los perros, y con una voz chillona, que la inmersión acuática no había conseguido menguar, exigió información.

—¿Es un loro de verdad?

—Completamente —dijo solemnemente sir Andrew. Dejó su jarra de cerveza—. De un vivo azul y amarillo, con un pico como el de Buccleuch.

Ella dijo, animada:

—Vaya, me gustaría tener un papingo. Me pregunto cómo se les da de comer. ¡Menuda lástima tener que matarlo! Imagino que lo colgarán de un palo alto.

—Así es. Y milord Culter y otros caballeros dispararán contra él. Y habrá lucha libre, y tiro con arco, y justas, y carreras, y premios; y por la tarde y parte de la noche, una feria...

Agnes lo agarró.

—¡Una feria!

Hunter, que había recordado algo, miró para otro lado.

—Por cierto, Richard: espero que no seáis tan necio como para... quiero decir que vuestras mujeres están bastante preocupadas por Lymond. —No pudo impedir el comentario, preocupado por el silencio de Culter—. Bueno, no es asunto mío. Ellas mismas os lo dirán.

Culter se revolvió y levantó la vista. La fijó sobre Agnes, que lo observaba con una expresión algo tonta. Él sonrió.

—Niña, los parientes son cosa del demonio. Consideraos afortunada de que los vuestros no os molesten. ¿Vendréis a ver cómo disparo contra ese pajarraco?

Aquello era un sacrificio personal con un toque de venganza. Sir Andrew dedicó al lord una sonrisa compasiva, que se petrificó en sus labios cuando vio la mirada en los ojos del otro. Un volcán a punto de estallar, pensó. No le sorprendió.

—Allá van, los pobres —dijo sir George. Observó cómo ambos grupos cabalgaban por la extensa y húmeda avenida y abandonaban el territorio de Drumlanrig: Hunter hacia el noroeste; Culter y la pequeña por la carretera de Dalveen.

El conde de Angus, que no se había molestado en levantarse, gruñía desde la hoguera.

—Una pena que ese río no fuera bastante más profundo. Ese estúpido de Culter ha hecho mucho daño en el sur.

—No seáis tan duro —criticó sir George a su hermano, apartándose de la ventana—. De todas maneras, me gustaría que ese maldito Lymond se pusiera manos a la obra. ¿No podríamos convencerle para que se esforzara un poco más?

Sir James dijo:

—No podemos ponernos en contacto con él, ya lo sabéis. Nadie puede.

—Bueno, hay alguien que sí podría —señaló Angus—. Al parecer, ese niñato de Will Scott se lo encontró en pleno día; no pudo ser más sencillo.

—Lo único que prueba eso es que Lymond quería que lo encontrasen —dijo sir George—. Daría lo que fuera porque ese hombre se uniese a un solo bando. ¡Lo que no soporto es su espionaje! El Protector me lo contó todo: robó todo el oro de Wharton en Annan, y dejó a tu querido yerno Lennox absolutamente ofendido.

Miró a su hermano con curiosidad.

—¿Qué es lo que pasó exactamente entre Lymond y Lennox? Si Margaret estuvo implicada, será mejor que no se sepa.

El conde de Angus evitó entrar en detalles.

—Ahora mismo nadie encerraría a Margaret Douglas en la torre: es la prima de Eduardo de Inglaterra, hija de una ex Reina de Escocia, esposa del conde de Lennox, y tiene tanto derecho a reclamar el trono como Arran.

—Pero no tiene el mismo derecho que la joven reina María.

Angus respondió con desprecio.

—Por Dios, George: hay cosas más importantes que los gobiernos y las pensiones. Eduardo está enfermo. Y nuestra Reina tiene cuatro años: a esa edad caen como moscas. Arran es estúpido. También lo es Lennox; pero está casado con Margaret. Y Margaret es la heredera de...

—...La heredera de nada —dijo sir George, cansado—. Sabéis perfectamente que Enrique de Inglaterra la privó de su derecho de sucesión a causa de sus infidelidades conyugales. Y además, se enfrentó a él una semana antes de su muerte y él la eliminó de su testamento: Eduardo, María Estuardo, Isabel y los infantes de Suffolk son sus herederos. Ni una palabra sobre su propia sobrina.

—Bueno, pero está bien situada.

—¡Bien situada! Por Dios, Archie, eso no es lo que dijisteis de su madre.

—Oh, callaos, George —elijo el cabeza de la familia Douglas—. ¿Qué es lo que queréis? Vuestro problema es que siempre dejáis que el Protector os manipule. Un día de estos, la Reina regente de Escocia se dará cuenta de lo que estáis haciendo y al demonio con Douglas y Drumlanrig, Dalkeith, Coldingham y Tantallon. Y podéis añadir vuestro bonito cuello al saco.

—Por otra parte —dijo sir George, pensativo—, si el Protector piensa que no somos de suficiente ayuda, enviará a sus tropas, e igualmente se irá todo al Infierno. —Examinó el duro rostro de su hermano, que antaño había sido atractivo. Nunca en su vida había dado importancia a las opiniones de Archie y en esta ocasión no iba a ser diferente.

El marido de su hermana, sir james, dijo, con cierta petulancia:

—Habláis como si la invasión hubiera terminado definitivamente. ¿Es cierto que el Protector se dirige hacia el sur?

—Oh, sí —dijo sir George, sonriendo—. Sólo tenía comida para un mes y no consiguió el apoyo local que esperaba... especialmente de los Douglas, Archie. ¿Entendéis ahora por qué he sido tan atento con él? Además, entonces estalló en Londres un escándalo político considerable. Dad las gracias por tener un hermano prudente. Esa tendencia a fraternizar del Protector le acerca cada vez más al filo del hacha en la torre de Londres.

Acarició el rubí que tenía en el dedo, mientras un rayo de sol iluminaba su gesto sardónico.

—Andrew Dudley se ha quedado con una guarnición inglesa en Broughty, Luttrell con otra en St. Colme's Inch y a esa vieja idiota de lady Hume la han convencido para que rinda el castillo de Hume. Fortificará Roxburgh probablemente de camino al sur y les llevará provisiones para todo el invierno desde Berwick y Wark. —Sonrió—. Una bonita perspectiva, ¿no os parece?

Angus y sir James tenían un aspecto sombrío.

—¿Y después qué? —preguntó su hermano.

—Bueno —sir George echó un leño al fuego—. La Reina regente, evidentemente, intentará conseguir dinero y tropas de Francia. Mientras tanto el Protector no puede hacer mucho: las carreteras son malas y las rutas de abastecimiento complicadas, con el clima invernal y demás. Probablemente aguantará hasta la primavera y entonces utilizará toda su fuerza antes de que lleguen los franceses, usando todas esas guarniciones como catapultas.

Miró al conde con consideración.

—Yo que vos, Archie, esperaría a que llegase el mal tiempo y entonces sugeriría que vuestro querido Lennox fuese al norte con un regimiento de ataque. No creo que lo hiciera, pero los ingleses quedarán convencidos de vuestras buenas intenciones. Y luego, llegada la primavera... ¿Por qué no pedir que envíen también a Margaret? Un mando unido... ¡eso pondría firme a Lennox!

Sir James, carcomido por la duda, no sabía si aquello era una broma o no. Débilmente, dijo:

—¿Y quién liderará desde Berwick?

—¿Vos que creéis? —dijo sir George. Rió—. El viejo Grey de Wilton, que, según dicen, desde el accidente que tuvo cada vez que habla parece un edredón de plumas agujereado. ¿Conocéis a lord Grey, Archie?

Angus negó con la cabeza.

—Ha pasado varios años en Francia. Es un viejo carcamal agarrotado. Empero poder presenciar el primer encuentro entre el viejo y lord Wharton. Seguro que se tiran los trastos a la cabeza.

—Bueno —dijo el conde de Angus, molesto—, no veo qué tiene de divertido... Sois un tipo extraño, George —dijo su hermano, con la brusquedad que da la confianza.