Capítulo II
El peón situado frente a la reina
Representa al médico, conocedor de hierbas
Y boticario... Los cirujanos también han de ser
Cordiales, amables y compasivos Con sus pacientes.
1. Cae un nuevo peón
Temían a los ingleses más que a la enfermedad de la Reina. Llevaron a la pequeña enferma a Dumbarton, fortaleza rocosa en el Clyde, y lady Culter y Christian Stewart se encontraron entre las damas convocadas para cuidar de ella.
Tom Erskine fue el encargado de llevar el mensaje a Boghall. Christian se hallaba de pie junto a la ventana del cuarto vacío de Jamie, con las manos débilmente apoyadas en el alféizar. Simon anunció al visitante, hizo entrar a Erskine y cerró de un portazo, a modo de pertinente aviso, cuando ella se dio la vuelta.
Tom Erskine, a solas con su destino, se lanzó a dar su mensaje: había venido a llevarla hasta Midculter antes de partir él mismo hacia la batalla. Posiblemente, la conclusión de sus balbuceos sonó más petulante que heroica, pero Christian no se fijó en ello. Se limitó a preguntar:
—¿Qué batalla?
—Se aproxima otro ataque. Desde Berwick por el este y desde Carlisle por el oeste. El camino de Carlisle es asunto mío.
—¿Quién más va? ¿Lord Culter? ¿John Maxwell?
—Culter irá, sí. Lo que haga Maxwell es un enigma para todos.
De hecho aquella era su principal preocupación. Espoleado por los franceses, el canciller Arran se había encontrado ante un ultimátum. Agnes Herries estaba destinada a casarse con su hijo. Pero el señor de Maxwell se había ocupado, con delicadeza, de dejar claro que la mano y el patrimonio de Herries serían el precio a pagar por su adhesión a los intereses de Escocia. Y lo más probable era que la participación de Maxwell en la próxima invasión fuera a resultar decisiva. Y así, entre las ofendidas protestas de su hijo John por una parte y el silencioso reproche de su tesorería por otra, Arran hizo saber en Threave a John Maxwell que su valiosa ayuda recibiría una justa recompensa, sin saber muy bien qué desear él mismo de todo aquello.
A Christian no le impresionaron aquellas medias tintas.
—Por Dios. La ayuda de Maxwell es decisiva para nosotros. Afortunadamente, a ella le gusta; pobrecita. Pero aunque no fuera así, si yo fuera Arran, la llevaría a Threave, aunque tuviera que arrastrarla por los pelos, y le suplicaría a John Maxwell, de rodillas, que se uniera a nuestro bando.
Ecuánime, Tom dijo:
—Bueno, si nosotros no sabemos lo que hará, Wharton tampoco... —De repente se acordó del propósito de su visita. Tosió torpemente.
—Christian, escuchad. Nos hemos visto mucho en los últimos seis meses...
Su voz fue bajando poco a poco el tono, pero en la cara de Christian no se adivinaba más que un solidario regocijo.
—Querido Tom, no hay verbo en el diccionario que no flote cual bendición en vuestros inocentes labios. Pero tengo que hacer mi equipaje y es una tarea endemoniada. Si estáis intentando hacer un repaso de vuestras relaciones invernales...
Él no se dejó amedrentar. Más bien se sulfuró. Sin delicadeza alguna, Tom Erskine atrapó una distraída mano.
—¡Christian! ¿Os gusto? ¿Creéis que podríais aguantarme..? ¿Queréis casaros conmigo, Chris?
Ella tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para mantener un tono cálido y normal.
—Merecer vuestro amor es algo maravilloso, Tom, pero lo estáis malgastando en una mujer obstinada.
La ansiedad le hizo interpretar sus palabras equivocadamente.
—No hay nadie capaz de llevaros la contraria en todo Stirling, querida, y vive Dios que me gustaría ver a cualquier persona de otro lugar intentarlo.
Aunque no era su intención, ella no pudo evitar sonreír.
—¿Queréis meter al canario en la jaula? La verdad es que no creo que unos barrotes de oro sean lo mejor para mí. De la misma manera... De la misma manera que no creo que el matrimonio me sentara bien.
Ella se percató de su desconcierto, aunque no pudiera verlo. Soltando su mano, él dijo, con ritmo pausado:
—¿Os asusta el matrimonio? ¿O soy yo?
Rápidamente, Christian respondió:
—No tengo miedo, no. Mis reservas son de otra clase. Y no es que no me gustéis, por supuesto.
—¿Entonces hay otro?
A ella no se le había ocurrido que él pudiera llegar a esa conclusión. Haciendo un esfuerzo, puso su mente a trabajar.
—Teniendo en cuenta las circunstancias, eso es bastante halagador por vuestra parte. Pero no, no hay otro. Simplemente...
¿Simplemente qué? No era simple en absoluto. El amor no era un requisito esencial, a pesar de lo que Agnes Harries pudiera pensar. Sin duda, él debía estar preguntándose el porqué de sus dudas. Quizás pensara que ella aspiraba a alcanzar un objetivo más elevado. Tenía dinero y su alcurnia era más alta que la suya. No tenía motivos para esgrimir su invalidez, pero era su única excusa. Así que prosiguió:
—Es simplemente, querido, que una mujer ciega no es lo que se merece un futuro lord Erskine.
—¡Tonterías! —Aquello había sido un error. El agitado tono de alivio en su respuesta le hizo darse cuenta—. Querida niña, yo soy el que mejor puede juzgar tal circunstancia. ¿De verdad creéis que me importa lo más mínimo? ¿Acaso tenéis miedo de abandonar los lugares que os son familiares? Nos haremos una casa en Stirling, y yo os mostraré cada centímetro de madera y de ladrillo que la compongan a medida que la construyan, para que cada uno de ellos sea vuestro íntimo amigo. Os daré una familia de ojos; más ojos que Argus. En todo Stirling no habrá una mujer con una vista más joven y más pura que la vuestra. Yo...
—¡Tom! —gritó ella, deteniéndolo desesperada—. Tom, si sólo fuera por eso, no dudaría ni un instante. O si hubiera una buena razón, os lo diría igualmente. El problema es que tengo cien motivos y ninguno de ellos es suficientemente válido. La guerra, la muerte de lord Fleming, la necesidad de poner orden en Boghall, mi querencia por la libertad, por mis amigos y por los días de antaño... es una mezcla de pobres y femeninas excusas.
El silencio de Tom fue tan prolongado que ella se mordió el labio, irritada por su falta de visión. Pero él estaba simplemente pensando seriamente en todo lo que acababa de oír. Finalmente, habló.
—Sí, lo entiendo, Christian. Creo que lo entiendo. Quizás no queráis casaros conmigo ahora. Pero, ¿más tarde, quizás? ¿Cuando termine la invasión, y la Reina se haya recuperado, y lady Jenny esté libre..?
No dijo, como podría haberlo hecho, «Y si yo regreso». Ella debía ser compasiva, ¿pero cómo?
Al final, optó por el camino más fácil.
—Tom, no puedo ofreceros nada. Y sería injusto dejaros pensar que podría hacerlo. Pero si seguís sintiendo lo mismo, en algún momento del futuro...
—¿Cuándo? ¿El mes que viene?
Christian, que había estado pensando vagamente en unos seis meses, en un año, se decidió de repente. Dijo:
—El mes que viene, si así lo queréis, Tom. Un mes a partir de hoy, con una condición, si es que me permitís la presunción de ponerla. Que para entonces aceptéis mi respuesta, sea cual sea.
Con un tono patético, él dijo:
—¿Creéis que para entonces..?
Pero ella buscó su mano a tientas, la encontró y la sostuvo firmemente con la suya, acompañándolo hasta la puerta.
—No tengo ni la más remota idea, pero os puedo decir una cosa, querido. Si yo fuera a casarme con alguien, con cualquier persona en el mundo entero, sería con Tom Erskine.
A cinco kilómetros de Midculter, Sybilla se preparaba también para marcharse hacia Dumbarton. Richard, que la estaba buscando antes de partir hacia el sur con sus tropas, la encontró saliendo del patio, algo distraída y con un inexplicable olor a azufre emanando de sus cabellos.
Conversaron brevemente, hablando de la guardia del castillo y de la seguridad de Mariotta, que iba a quedarse; casi se habían despedido cuando Sybilla recordó algo.
—Oh, Richard. Dandy Hunter trajo uno de los horribles brebajes de hierbas de su madre y le juró que te convencería para tomártelo en la próxima campaña. Pero yo no tengo el valor para infligirte tal castigo. Por lo que pude entender, te salvaría de la podagra, del Protector y de todos los males de Grimoire. No lo quieres, ¿verdad?
Richard sonrió levemente.
—La verdad es que no. Pero lo tomaré si eso le hace sentirse mejor.
—Cariño, Catherine ya ha creado muchos mártires, no hay por qué añadir más víctimas. Le diré a Dandy que vaciaste hasta la última gota y que te marchaste mientras fluía por tus intestinos. Acuérdate de fingir cuando lo veas. —Sonrió, asintió y volvió a desaparecer.
Sólo le quedaba ya despedirse de Mariotta. Fue a su habitación con paso veloz, le dio un beso y le ofreció un breve recital de sus planes. Ella lo escuchó, sentada ante el espejo, con perfecta compostura, colocándose cuidadosamente un pañuelo de encaje sobre los hombros. Todavía escuchaba cuando sujetó el pañuelo con un impresionante broche; un corazón de diamantes rodeado de cabezas de ángeles.
Últimamente, Mariotta había estado muy callada. Richard no había mencionado su encuentro con Buccleuch en Crumhaugh y no sabía que ella se había enterado de todos los detalles de boca de sir Wat y Sybilla.
—Richard... en el campo no lo están pasando muy bien últimamente. ¿Cuántos ataques como éstos podrán soportar? Y eso, suponiendo que repeláis éste.
Hubo una breve pausa. Obviamente, él estaba sorprendido y algo aliviado. Presto, dijo:
—La cuestión es ver quién se cansa primero. Es posible que esta vez podamos causarles tantos daños a los ingleses que no puedan permitirse volverlo a intentar.
—¿Con todos sus recursos? ¿Con todos los mercenarios de España y Alemania?
—Todo eso cuesta dinero. —Alisó una esquina arrugada del pañuelo sobre el hombro de ella, quedándosele pegado el fino hilo en sus ásperos dedos—. Y mientras tanto, nosotros recibiremos tropas de Francia.
—¿A cambio de nada? —dijo Mariotta. Lo observaba en el espejo—. ¿No resulta a veces más caro aceptar favores que comprarlos?
Él sonrió.
—Hoy tenéis el ánimo muy dispuesto a las preguntas, ¿no os parece?
—Así es —dijo ella, breve—. ¿Acaso la gente que dispensa favores no suele esperar que se les de algo a cambio por las molestias? ¿Cómo una alianza o un matrimonio, por ejemplo? ¿O un trato especial en el comercio? Y de ser así, ¿no habría entonces pocas diferencias entre una alianza con Inglaterra y una con Francia? ¿Y no tendría una tregua con Inglaterra la ventaja de salvar miles de vidas antes de la primavera?
Estaba preparada para las primeras burlas: mucho más en cuanto que aquellas ideas no eran tan suyas como de la viuda.
Pero él mantuvo la paciencia.
—Francia es una antigua aliada, unida a nosotros por la historia, el temperamento, la sangre y la religión. Pero es tanto una cuestión de sentimiento como de sensatez. Al apoyarnos con sus tropas, Francia obliga a Inglaterra a emplear menos hombres y dinero en Europa. Además, Francia nunca ha intentado conquistarnos por la fuerza, como lo ha hecho Inglaterra. Tres reyes ingleses han pretendido adueñarse de Escocia, y han hecho todo lo posible por grabárnoslo a fuego... ¿Qué clase de gente seríamos si tolerásemos eso?
—¿Preferiríais entonces que Francia nos dominase?
—No tendría por qué dominarnos nadie —dijo Richard, tranquilo—. Sea cual sea el precio que tengamos que pagarle a Francia, podéis estar segura de que no será con nuestra soberanía.
—Que es más —dijo Mariotta—, de lo que una puede esperar en casa. —Y sus miradas se cruzaron en el espejo.
Aquello podría haber significado cualquier cosa; pero el rostro de él quedó vacío de expresión. Tras un momento, ella prosiguió.
—Decís que os desagrada ser dominado, y supongo que también todo lo que ello conlleva: un superior indiferente, la imposibilidad de poder escoger o decidir libremente y todo eso. —Había colocado los codos sobre la mesa, cubriéndose el rostro con los dedos para que nada, a excepción de su cansada voz, pudiera traicionarla—. Yo también odio todo eso. No sé si puedo seguir así, Richard.
Lo había dicho. El cogió una silla y se sentó preocupado.
—Mariotta... no se me dan bien esta clase de cosas. Sabéis que podéis gastar todo lo que queráis, pedir lo que se os antoje, ir a donde gustéis...
Ella se había propuesto no comportarse de manera infantil. Estaba decidida a no mencionar al bebé, ni al orgullo que él sentía por sus animales, ni a ninguno de aquellos dolorosos pensamientos que cruzaban su mente cada día. En lugar de ello, dijo:
—Puedo ir a donde quiera. ¿Al Parlamento?
—No, claro que no. Las mujeres no pueden...
—¿A las conferencias de Estado en Boghall?
—No pretenderéis...
—¿A cualquier reunión, encuentro o convención que vaya a tener alguna influencia en el transcurso y en el estado de mi vida, y quizás hasta en la forma de mi muerte? No. Y sin embargo Arran, de quien he oído decir que es débil e incluso idiota, no solamente asiste a ellas, sino que dirige nuestra política. Lennox participó, y después demostró ser un interesado y un traidor...
Con un tono conciliador, Richard dijo:
—Los hombres no poseen el monopolio absoluto de la necedad, Mariotta. Cuidar de la tierra, del hogar, los hijos y servir a la nación son tareas suficientemente pesadas para dos personas como para pedirle a ambas que hagan el mismo trabajo.
Mariotta dejó caer sus manos.
—No estoy sugiriendo, bien lo sabe Dios, que deba llevarme mis labores al Parlamento, ni tampoco estoy subestimando la importancia de vuestros hijos. Pero podría llenar a un quinceañero de preceptos morales como si fuera una esponja, y dudo que los conservase durante mucho tiempo en el mundo que habéis creado para él. ¿No debería yo tener algo que decir al respecto, a través de vos? ¿No deberíais vos tener algo que decirles a vuestros hijos, a través de mí? Es posible que nuestras tareas no se mezclen, ¿pero no deberían al menos estar conectadas?
Su voz se fue apagando. Richard, llevándose las manos cruzadas a la cara, intentó pensar con claridad, en medio del torbellino de acuciantes asuntos que llenaban su mente.
—No sé cómo satisfaceros... Evidentemente no voy a pasar mucho tiempo en casa. Pero si os sirve de ayuda, podría pedirle a Gilbert que os refiera cada semana lo que pasa en el Consejo. ¿Qué os parece?
Una desafortunada pregunta. El que su mujer le estuviera suplicando que cambiase su forma de entender su relación, que quizás deseara compartir con él su vida y sus decisiones personales —participar en la exhibición militar, cabalgar sólo hasta Perth, interferir en Crumhaugh, ocuparse de su hermano—; todo aquello nunca se le había pasado por la cabeza.
La voz de Mariotta cambió de registro:
—Podría parecerme bien, solo que no recuerdo haberme casado con Gilbert. Mientras os dedicabais a proteger vuestra fabulosa y sufrida puerta principal, querido, habéis olvidado completamente el postigo de la parte trasera. —Se levantó de repente, mirándolo a la cara y sujetando el extremo de la mesa—. La puerta trasera que dejasteis sin cerrar, Richard. Estáis convencido de que matar a un hombre es más importante que vuestro matrimonio y eso os ha convertido en un extraño. Lo cual no deja de resultar irónico. Deberíais haber prestado más atención a vuestra propia casa.
Nunca antes había visto ella retirarse la sangre del rostro de un hombre. La lisa superficie de la piel de Culter adquirió un tono pálido y brillante, y sus ojos, atentos y grises, quedaron desconcertantemente vacíos. Se puso en pie y ella se asustó; estaba tan nerviosa que retrocedió hasta la ventana y se quedó allí, observándolo mientras él se acercaba, confuso. Se detuvo y dijo:
—Repetidlo. ¿A qué os referís? ¡Hablad!
Ella recuperó la ira y el valor.
—No hay nada que decir —dijo—. Sólo que me gusta que me entretengan. Y Lymond es más atento que vos.
El esfuerzo que tuvo que hacer para controlarse fue tan grande que literalmente le temblaron las piernas. Levantó una mano, que estampó en la pared que había junto a ella; la otra, lentamente, la colocó al otro lado, encerrándola en un cerco de rabia contenida.
—¿Lymond ha estado aquí?
No la tocó.
Recordó el calor de su cercanía. La ira volvió a apoderarse de Mariotta.
—¡Lleva meses haciéndome la corte! Al menos podríais admirar su dedicación. —Bajo su ira latía una creciente excitación. ¿Dónde estaba ahora aquel rostro impasible? Por fin. Por fin se mostraba él desnudo, sin aquella maraña de competitivos pensamientos, escuchándola directamente... esforzándose por escuchar sus palabras.
—¿Cortejándoos? —dijo él, ciego de ira—. ¿Mi hermano? Mientras yo no estaba... ¿Durante meses? —Su mirada iracunda recayó sobre Mariotta, sin verla a ella, sino —pensaba ella— una galería de imágenes grotescas pobladas de carcajadas y una cabeza dorada y juguetona. Cuando habló, su voz sonó de lo más extraña.
—¿Es acaso Lymond vuestro amante?
Mariotta se zafó del cerco, agachándose para pasar por debajo del brazo derecho de su marido. Éste lo dejó caer, sin hacer ademán de seguirla. Esperó mientras el oscuro cristal de la ventana le devolvía la imagen de su esposa, que sacaba objetos de un cajón. Vio una cadena de esmeraldas, a la que siguieron perlas, algunos anillos, broches y collares, botones y peines, hasta que la mesa se estremeció y brilló ante ella. Finalmente se quitó el espléndido broche que llevaba en el pecho y lo tiró sobre el montón. Sus ojos violetas lo fulminaron, tan brillantes como las joyas.
—¡No! —dijo Mariotta con desprecio—. Pero podría haberlo sido.
Quería hacerle daño, y quería obligarle a abandonar sus mecanismos de defensa. Pero no se dio cuenta de lo que realmente estaba haciendo. Durante el prolongado silencio que siguió, él se revistió de una coraza aún más impenetrable de lo que ella había podido sentir hasta entonces.
Sin mirarla, cogió una de las joyas, leyó la inscripción y volvió a tirarla al montón.
—¿Cuánto tiempo lleva ocurriendo esto?
—Tres meses. Llegan a la casa de forma anónima.
—Parece que la puja está de lo más animada. Me parece muy generoso por vuestra parte —dijo Richard—, que me permitáis participar. ¿Qué joya deseáis ahora?
La rigidez e impasibilidad que habían caracterizado últimamente el comportamiento de Richard se habían transformado en algo mucho más profundo y oscuro. Mariotta se quedó paralizada.
—O-os he dicho la verdad porque él estaba llegando a... porque la gente estaba empezando a murmurar. Nunca he hecho nada para encontrarme con él...
—Lo siento —dijo Richard—. Pero al fin y al cabo, prefiero parecer un necio que un cornudo. Gracias a vos, ahora parece que soy ambas cosas. Quizás no habría caído en tal ridículo si hubierais optado por contármelo desde el principio.
Acorralada, ella saltó.
—Podría haberlo hecho, si no hubierais estado fuera tres de cada cuatro semanas. Me sentía infeliz y aburrida, sin nada en qué ocupar mi tiempo, y ocurrió. Podría haber hecho caso y contároslo antes, pero entre unas cosas y otras, no lo he hecho hasta ahora. ¿Acaso importa? ¿Tan difícil de entender os resulta?
Ella no se percató del desliz, pero Richard sí. Dijo:
—¿Podríais haber hecho caso? ¿Caso a quién, por Dios? ¿A Lymond?
—No, no.
—¿Entonces a quién? ¿A una de las doncellas? ¿A Buccleuch? ¿A Tom Erskine? ¿Al heraldo de Rothesay? No me lo contasteis a mí, eso está claro, pero estoy seguro de que os ocupasteis de que fuéramos la comidilla de los tenderos. ¿A quién se lo contasteis?
Furiosa, Mariotta dijo:
—Necesitaba consejo, y él se dio cuenta... Además, ha sido un buen amigo. Y también lo ha sido de vos. Se lo dije a Dandy Hunter.
—Así que él fue quien os aconsejó sobre cómo llevar este curioso matrimonio nuestro. Qué buen amigo. ¿Y fue ese el único consejo que os dio? ¿O acaso Dandy ha estado también obsequiándoos, como Lymond, con regalos caros y no solicitados? Ahora lo recuerdo, esa es vuestra máxima: a veces es más caro aceptar favores que comprarlos. ¿Qué era lo que pedía Dandy a cambio de sus servicios?
—¡Nada! ¡Basta, Richard! —dijo Mariotta—. Lo siento. Fui una estúpida al no decíroslo. Fue una locura contárselo antes a Dandy. No os lo debería haber dicho ni ahora ni de esta manera. Pero lo he hecho... y no tenía por qué. Nunca os habríais dado cuenta.
Mirándola fijamente, Richard dijo:
—No, supongo que no. Podría haber sido como uno de esos personajes de teatro, el ridículo marido engañado, lo que habría supuesto una inagotable fuente de deleite para Lymond...
—¡No! —Ella intentó sujetarlo, pero él se zafó, recorriendo la habitación a grandes pasos.
—Lymond... Dandy... ¿Quién más? Decidme, ¿quién más? —Se detuvo de repente, su figura imponente, monumental y agresiva—. Debéis pensarlo bien. Después de todo, tendremos que darle una identidad a este maldito niño.
Mariotta se sentó.
—No es cierto.
—¿Podéis demostrarlo?
Esta vez, el hielo topó contra hielo.
—¡No! —dijo Mariotta, dejando caer sus brazos y desplomándose sobre la silla. Ante la incisiva mirada de su marido, cogió cada una de las joyas y se las fue poniendo: las esmeraldas alrededor de su esbelto cuello, los brazaletes y los anillos, los enormes pendientes y las peinetas, que brillaban a medida que las prendía en su oscuro cabello. Se giró y lo miró, bañada por la luz, las joyas refulgiendo en su carísima vulgaridad, su voz doblemente dura, como el diamante:
—¡No! —repitió—. No puedo demostrarlo. ¿Por qué debería? ¿Qué me importáis vos o vuestro hermano? Los dos sois Crawford, y los dos sois escoceses, y me sois tan ajenos el uno como el otro, la única diferencia entre vosotros es que uno sabe cómo tratar a las mujeres y el otro no. Creed lo que gustéis.
Mariotta le miró, reconociendo en sus ojos un postrer destello de comprensión, mientras la observaba de pie, junto a la puerta, su coraza reflejando el fulgor de las joyas que ella llevaba. Había fuego en su mirada. Habló despacio.
—Lo traeré ante vos —dijo Richard—. Os lo traeré de rodillas, llorando y suplicando que lo maten.
Y se marchó.
Se terminó.
Mariotta aguardó a que la viuda y Christian, que la acompañaba, se hubieran marchado hacia Dumbarton, y hasta que Tom Erskine, que había unido su espada a la de su marido, hubiera salido con su caballo por la entrada y se hubiera dirigido al sur. Entonces cerró la puerta con llave y empezó a empacar todas sus posesiones.
La Reina tenía fiebre, sus muñecas estaban hinchadas y palpitantes, y sus extremidades, enrojecidas y doloridas, temblaban sin cesar. El pelo rojo y enmarañado se adhería a la almohada, a su frente y a sus ojos.
Los médicos habían escogido para tratarla una habitación elevada y de gruesos muros en el castillo de Dumbarton, cuyos cimientos se encontraban en la roca azotada por las tormentosas y grises mareas del estuario del Clyde. Allí yacía la pequeña, en una enorme cama imperial de cuatro postes, atendida por sus doncellas, por lady Culter y por Christian. Día y noche se agitaba entre las sábanas; en la funda de satén de su almohada las marcas de sus resquebrajados labios y de su rostro hinchado y descompuesto.
Conquistar el débil halo de aquella joven vida era el objetivo de los dos ejércitos ingleses atacantes, uno por la costa oriental de Escocia y otro por la occidental. Lord Wharton y el conde de Lennox salieron de Carlisle el domingo, diecinueve de febrero. En dos días llegaron a Dumfries.
Ese mismo martes, lord Grey de Wilton dirigió otro ejército inglés hacia Escocia desde Berwick acampando por la noche en Cocknurnspath. Al caer la noche del día siguiente había alcanzado con sus hombres la ciudad de Haddington, a menos de treinta kilómetros de Edimburgo, y se preparaba para entrar.
Simultáneamente, las fuerzas escocesas de lord Culter, que se dirigían hacia el sur, descubrieron la ruta que habían tomado Wharton y Lennox, y se desviaron para alcanzar su flanco, evitando así a la avanzadilla de jinetes que lord Wharton había enviado bajo el mando de su hijo Harry.
Harry era un guerrero duro y confiado. Tenía órdenes de pasar junto a la mansión de Drumlanrig, destruir la torre de Durisdeer y entrar en combate sólo si los Douglas lo hacían.
Esperaba no tener muchos problemas con los Douglas. Según los informes que tenía, la mayoría de ellos ya había huido, dejándole el camino expedito. El patriarca de la familia, el conde de Angus, permanecía en Drumlanrig, y a su lado, susurrándole al oído y alentando su neutralidad, estaba su hija, Margaret Lennox.
El desastre cogió a lord Wharton por sorpresa mientras avanzaba a duras penas con su infantería detrás de su hijo.
Estaba a trece kilómetros de Dumfries cuando un superviviente le trajo la noticia. Los Douglas no habían huido. Se habían unido a John Maxwell y juntos les habían tendido una emboscada, lanzándose sobre los jinetes de Harry y acabando con ellos. Habían contado para ello con la ayuda del conde de Angus y del propio sir James Douglas de Drumlanrig, cuya casa había respetado Wharton y en la que Margaret, que desconocía su inquietante futuro, aguardaba.
Por si fuera poco, la mitad de los integrantes de la tropa del joven Wharton, compuesta de ingleses de la frontera y de escoceses renegados, se habían despojado de la cruz roja inglesa y lo habían abandonado con desmesurado regocijo al primer enfrentamiento, uniéndose a los Douglas.
No era momento de lamentaciones: en una hora, el ejército escocés podía alcanzarlo. Wharton apartó la vista del mensajero y se encontró a Lennox junto a él, con su inestable rostro más pálido que nunca.
—¡Margaret!
Tenía su caballo preparado para partir cuando Wharton lo agarró violentamente de la brida.
—¡No! Lo siento, señor, pero no puedo permitir que os tomen como rehén. El ejército escocés se encuentra en su totalidad entre este lugar y Drurnlanrig. Incluso si conseguís llegar hasta allí, vuestra presencia perjudicará a vuestra esposa más que la compañía de Angus. Por Dios...
Tras comprobar como desaparecía la determinación del rostro del conde, empezó a dar órdenes. En ese preciso instante, sus atónitos oídos reconocieron el rumor de los enfrentamientos habían empezado ya en su flanco derecho. Culter, que siempre había disfrutado de un gran instinto en el campo de batalla, había encontrado los puestos avanzados de Wharton y había emprendido el ataque contra su flanco.
Los hombres de Maxwell, que descendieron de las colinas inedia hora más tarde, encontraron a las tropas inglesas moviéndose hacia el sur, con Culter pisándoles los talones. En cuestión de minutos salvaron la distancia que los separaba y alcanzaron al ejército de Wharton. Éste retrocedió titubeante y, sin poder hacer nada para evitarlo, tuvo que hacer frente a las fuerzas combinadas de los escoceses, con renegados incluidos.
Esta vez lucharon todos juntos, los Maxwell y los Douglas, Buccleuch y Culter, y si resultaron invencibles fue en parte porque se despreciaban mutuamente, y en parte porque necesitaban ganar. Wharton, a pesar de su desesperada ira, no pudo hacer nada contra ellos. Retrocedió y volvió a retroceder, abandonando a muertos y heridos. Tras una hora todo había acabado. Un jinete partió, espoleando su caballo, para informar a Carlisle de la derrota absoluta del ejército de lord Wharton.
Tom Wharton, el hijo mayor del Guardián en Carlisle, envió la noticia a lord Grey, en Haddington. Le informó del fracaso absoluto de la campaña dirigida por lord Wharton y el conde de Lennox, con pérdida incluida de su padre y de su hermano Harry. Aquello fue la puntilla para el plan conjunto. Lord Grey no dudó un instante. Dejando tras de sí una guarnición para proteger la ciudad de Haddington, regresó directamente a Berwick.
Allí se enteró, con indignación e incrédula furia, de que Harry Wharton estaba vivo; había escapado con algunos hombres de Durisdeer y había podido rescatar a su padre del apuro en el que se encontraba. Aunque desmoralizados por la derrota y las numerosas bajas sufridas, lord Wharton, el conde de Lennox, Harry y un gran número de sus tropas se hallaban sanos y salvos en Carlisle.
De lo que no se enteró fue de que los Douglas, una vez terminada la batalla, regresaron a Drumlanrig y encontraron al conde de Angus completamente perplejo: su hija Margaret Lennox había desaparecido.
Sybilla se dirigió a dar la noticia a la Reina, dudando antes de entrar en la habitación en la que María de Guisa había pasado todo el día. Abrió la puerta suavemente.
Sacerdotes y médicos se habían marchado. La Reina madre, sola en la habitación, estaba de rodillas al pie de la cama, con la mejilla apoyada en la suave colcha. Sybilla se detuvo un instante, después caminó con paso firme hasta un lado de la cama y miró.
La niña se había dado la vuelta y dormía tranquilamente bajo las sábanas limpias, con una mano bajo la mejilla, respirando en paz, con un sueño profundo y sin fiebre.
Sybilla se sonó amortiguando el ruido en su pañuelo y tocó el hombro de la Reina regente.
2. Pero resulta estar cubierto
El irreverente hermano menor de lord Culter se encontraba, por pura casualidad a menos de cincuenta metros, cuando Richard bajó por el camino de Durisdeer, persiguiendo a Wharton con intenciones homicidas. Lymond lo dejó pasar. No tenía pensado participar en la batalla; y no lo hizo, con la excepción de un episodio que resultaría memorable tanto para John Maxwell como para el hijo de lord Wharton.
Por aquel entonces Lymond no tenía otra preocupación que la de supervisar la actividad que estaba desempeñando Turkey Mat.
Will Scott, que se había quedado en su habitación siguiendo órdenes, con el Buke of Howlat 15 abierto sobre las rodillas, oyó como sus compañeros partían de Crawfordmuir en dirección a Durisdeer. (Cuando volvieron, mucho más tarde, oyó la voz de Turkey, primero en el piso de abajo y después subiendo por las escaleras que pasaban frente al cuarto de Lymond, conectado con el suyo por una puerta interior. A ello siguió un ruido de pisadas. Pasaron ante la puerta de Lymond y subieron al tercer y último piso, donde se detuvieron. Sonó el pestillo de una puerta. Una voz femenina preguntó en tono despectivo:
—Supongo que ya os consideráis a salvo. ¿Os importaría quitarme la venda de los ojos?
Entonces oyó un portazo, el cerrojo de nuevo, y el ajetreo de pies volvió a pasar junto a la puerta y desapareció más abajo.
Debido al jaleo que había en el primer piso no pudo oír el suave sonido de la puerta del cuarto de Lymond abriéndose y cerrándose. Repentinamente, las paredes iluminadas por el fuego de la habitación contigua se tornaron amarillas con una nueva lumbre proveniente de las velas y su propia puerta se abrió.
—¿Aburrido? —preguntó Lymond.
Scott dejó el libro que no había estado leyendo.
—He oído a Mat y a una mujer. ¿Era la condesa?
—Era Margaret Douglas. —Su mudable rostro tema una expresión virginal. Lymond dijo:
—Esa encantadora mujer no sabe todavía quién la ha capturado; pensé que estaría bien dejar que especule durante una hora, más o menos. Cuando la traigan ante mí, vos os quedaréis aquí y escucharéis. En la oscuridad, con la puerta entrecerrada. Dios sabrá por qué me ha tocado a mí educaros, pero ciertamente, necesitáis unas cuantas lecciones para afrontar vuestra existencia. —Una vez en la puerta, añadió con tono suave—: Que disfrutéis. —Y salió.
Scott intentó leer. A excepción de los murmullos que llegaban del piso de abajo, la torre estaba en silencio. Afuera, en la densa oscuridad, las colinas y los valles en los que se practicaba la minería permanecían en silencio. En la habitación contigua tampoco había movimiento, aunque podía oír el crepitar del fuego y ver el resplandor a través de su puerta entrecerrada. No tenía ni idea de lo que Lymond estaba haciendo. De pronto recordó las provocadoras alusiones que su jefe había hecho en Annan ante el conde de Lennox y se preguntó si lady Lennox estaría al corriente. Mientras aguardaba se preguntó también qué podría hacer una mujer de alta cuna y excelente educación con aquel salvaje excéntrico.
Cuando pensó que ya había pasado suficiente tiempo, sopló las velas de su habitación y encontró un lugar desde el que podía mirar cómodamente sin ser visto. Tras meditarlo un poco, decidió quitarse las botas. Entonces se preparó para observar.
Cuando llegó, el golpeteo de Matthew en la puerta de Lymond resultó atronador. Cuando ésta se abrió, su voz retumbó como la de Plutón recibiendo a un condenado.
—La condesa de Lennox —anunció, y se retiró, cerrando la puerta tras de sí.
Margaret Douglas, de pie en la habitación, llevaba la capa sujeta hasta la barbilla y parecía bastante asustada. Su belleza y presencia sorprendieron a Scott: su vigor casi leonino, su firme barbilla y sus manos grandes y bien formadas.
—¡Francis!
Pocas personas se habrían dado cuenta de que el reconocimiento se había producido antes que el miedo. Scott sí lo notó.
—¡Francis!
—Sí. Adelante —dijo Lymond en tono agradable, apareciendo ante la vista de Scott. Will casi nunca lo había visto así vestido. Llevaba camisa y medias de un blanco inmaculado y dorado a la luz del fuego. El efecto era deliberadamente principesco.
Momentáneamente perpleja, la condesa de Lennox avanzó, arrastrando su capa azul por la pulida madera del suelo hasta que llegó a la luz del fuego. Tenía el pelo mojado por la lluvia, su piel clara parecía más oscura.
—¿Me han traído aquí por orden vuestra? Ojalá me lo hubieran dicho. Estaba muy asustada.
Lymond le ofreció una silla y esperó mientras ella se sentaba.
—Quizás debierais asustaros ahora. Sería muy apropiado y muy femenino.
Los ojos negros e inteligentes miraban exentos de malicia.
—Probablemente. Pero tengo marido.
—Uno bastante indiferente, por cierto. —Aquella voz afilada sonaba igualmente inofensiva.
—Uno bastante leal... Al menos sé que puedo confiar en que protege mi buen nombre —dijo Margaret. Aquello demostraba que sabía lo que había sucedido en Annan. Mostrando una inusitada rapidez de reflejos, añadió—: Una vez os salvó la vida.
—Cierto —dijo Lymond—. Pero claro, yo le perdoné la suya en Annan. Me he arrepentido de ello desde entonces. Creo que, al igual que un delfín, sería más bello muriendo.
Margaret exclamó suavemente:
—Vaya, vaya. ¿Qué es eso? ¿Venganza o envidia? ¿Queréis utilizarme para perjudicar a mi marido?
—¿Para qué otra cosa podría quereros?
Sus ojos brillaban, pero la voz de ella sonaba tranquila.
—¿Para insultarme, quizás?
—No. Qué opinión más mala tenéis de mí —dijo Lymond dulcemente—. Tampoco os he capturado para cambiaros por Lennox. Por supuesto que no. Tema pensado ofreceros a vuestro marido a cambio de vuestro hijo menor.
Por fin, aquella hermosa vestal estalló.
—¡Harry! —Se había levantado—. ¡Mi pequeño no! ¡Francis, por favor! Eso es ser vengativo más allá de lo que dictan el sentido y la razón. Ni siquiera vos podéis ser tan cruel como para querer que un niño pequeño sufra por... ¡Matthew no lo enviará!
—Claro que lo hará. Siempre puede tener más.
—A menos que no me entreguéis a mí.
—A menos que os retenga a los dos. —Su rostro irradiaba una suave alegría—. Pero rara vez incumplo mi palabra: crea mala fama en los círculos comerciales. Me propongo ofrecer al niño al gobierno escocés, ya sea vivo —lo que podría parecerles extraño—, o muerto, lo que podría ser más conveniente, en términos diplomáticos. Como comprenderéis, al ser católico, su existencia es más peligrosa para el trono escocés que para el inglés. Espero que no estéis depositando todas vuestras esperanzas en el Protector, porque creo que no os servirá de ayuda.
Su melodiosa voz flotaba hasta Scott, que estaba sentado, colérico, en su escondite. Así que aquel era su plan. Pero si Margaret Douglas era devuelta a Inglaterra, ¿a quién pensaba ofrecer Lymond a Grey para conseguir a Harvey? Sintió una repentina empatía por la condesa de Lennox.
Algo aturdida, ella dijo:
—Pagaré todo lo que... Pagaré más que el gobierno escocés para salvar al niño.
Lymond asintió rápidamente.
—Evidentemente, esa sería una forma de hacerme con el dinero, pero moralmente el resultado no sería exactamente el mismo. Resultará de lo más interesante perjudicar al conde de Lennox y afectar al mismo tiempo a los intereses del conde de Arran. Francamente, dudo que pueda resistirme.
Hubo un silencio breve e insoportable.
Lady Lennox hizo un débil movimiento con las manos y le miró. Las lágrimas comenzaron a resbalar por su rostro, enturbiando su visión de Lymond ante el fuego, las manos sueltas a los lados y la cabeza algo inclinada.
—Todo lo que cuentan sobre vos... ¿Cómo puede haber sucedido todo eso en cinco años?
—La ceniza, por mucho que se remueva, ceniza queda. Quizás, como Petronio, disfruto suicidándome.
Ella negó con la cabeza, mientras las lágrimas corrían por su rostro.
—Cuando se conoce el arte de vivir no se busca la muerte, ni su proximidad. No se esconde uno en un agujero como un topo. ¡Fue un accidente, un infortunio! Lo único que teníais que haber hecho era esforzaros para salir de aquello... oh, ¿qué no podríais haber logrado vos?
Él se encogió de hombros, con un brazo apoyado sobre la repisa de la chimenea.
—¿Quién sabe? La verdad es que tampoco está tan mal ser el topo más corrupto de todo el reino.
Los cabellos de ella, liberados por el movimiento de su cabeza, caían sobre sus hombros. Se había olvidado de ellos y de la compostura. Lo miraba, pálida en su capa azul. Herida por su tono, dijo:
—Me culpáis a mí. Me culpáis por lo que sucedió.
—¿Por qué debería hacerlo? He escapado al grand mal y al petit mal, e incluso he escapado de la hija del duque de Exeter...
Ella entrelazaba sus manos con fuerza.
—Tuvimos que enviaros a Francia por vuestra propia seguridad. Tenéis que recordarlo. Vuestros amigos os habrían matado. Tuvimos que sacaros de Londres. Yo ni siquiera sabía que os iban a llevar. Fue el Rey quien...
—Quien preparó mi convalecencia en la fortaleza inglesa de Calais, donde, por una sorprendente mala suerte, caí en manos francesas. Pero nada de eso habría ocurrido de no haber sido por aquella carta que fue enviada en el peor momento.
Margaret se mordió el labio.
—Me enteré. Aquella que encontraron los escoceses, la que nuestro hombre dejó por equivocación. Después de la destrucción del convento.
Los ojos azules, penetrantes, estaban clavados sobre ella.
—¿Por equivocación?
—Pues... ¡Sí! El grupo que enviaron para la destrucción cogió vuestra carta con vuestras instrucciones, y cuando mataron al líder la encontraron junto a su cuerpo... ¿Qué otra cosa pudo haber pasado? ¿Qué otra cosa habíais pensado? Nosotros no jugamos a dos bandas, podría jurároslo.
—¿Podríais jurar en nombre de vuestro tío?
—¿El Rey? —Parecía sorprendida—. Estoy segura de que no tuvo nada que ver. Puede que fuera un hombre violento, pero no...
—¿Pero no qué? ¿Acaso había algo que no fuera? —dijo Lymond—. Enrique de Inglaterra tema todas las virtudes y todos los defectos, y resolvía esa contradicción convirtiendo a la mitad de sus aliados en cabezas de turco y falsos culpables. Si le venía bien inculparme entre el desayuno y la cena, lo hacía, como quien dispara un cañón desde Buxted.
Se detuvo, pues ella lo había agarrado impulsivamente por los brazos, apretando la gruesa seda.
—¿Cómo podemos saber lo que pasó, después de tanto tiempo? No podemos lamentarnos de las tragedias eternamente, ni pasarnos toda la vida siendo enemigos.
Las claras cejas se arquearon de manera extravagante.
—Es triste, querida mía. Pero estos pasados cinco años detendrían el pulso del mismísimo lord Lennox.
—El rencor es nuevo.
—En absoluto. Es un hábito natural en mí, como el pepinillo del diablo. ¿Algún otro signo de podredumbre?
Mirándolo fijamente a los ojos, ella fue soltando los dedos de sus brazos, cayendo hasta tocar sus manos, que palpó y cogió, dándoles la vuelta para dejar las palmas hacia arriba. Él las dejó laxas. Entonces Margaret Lennox bajó la vista.
Scott no oyó el sonido que ella hizo al cubrirlas con las suyas. Así sujetas, las llevó hasta su seno.
—¿has galeras? ¿Las galeras, Francis? ¡Vuestras preciosas manos!
—¡Y mi preciosa espalda! —dijo él, cáustico, y ella lo soltó inmediatamente, alejándose de él.
—Evidentemente tenéis razón. Hagáis lo que hagáis, tenéis todo el derecho. Os dejamos caer en manos de los franceses. Traicionamos vuestra lealtad, aunque fuera accidentalmente...
—¿Y si no hubiera sido un accidente? —dijo Lymond, tranquilo.
Hila se giró y lo miró.
—Entonces, si la responsabilidad fue del Rey, yo soy su sobrina. Vengaos como lo consideréis oportuno.
Lymond, moviéndose con exquisito cuidado, se acercó a Margaret Douglas, haciéndolo por primera vez por iniciativa propia. Con dos dedos distraídos, desató el nudo de su capa, que cayó al suelo en una brisa azul. El blanco de su vestido, encendido por el fuego, iluminaba la estancia como la nieve en verano.
—¿Y qué pasa con Matthew? —dijo él—. ¿El marido leal?
Los ojos de ella estaban abiertos de par en par.
—¿Y qué es Matthew? Un paso hacia un trono doble; quizás triple.
—¿Eso es todo?
—Sí. Todo.
Ella estaba pálida como la seda de su vestido. Scott vio como la mirada de Lymond se posaba sobre ella, calculadora, justo antes de apartarse. Entonces la tocó y los ojos de la mujer se cerraron. El beso que recibió la llevó a la dulce frontera entre la agonía y el deleite. Un beso apasionado que se adueñó de todos sus sentidos y de sus pensamientos y que despertó sensaciones que creía sepultadas por el tiempo. El fuego refulgió sobre el hombro de Lymond y sobre su cabeza inclinada, y Scott apreció algo majestuoso en aquellas dos figuras inmóviles, blancas y doradas que se fundieron en una sola, dúctil como una pintura hecha de miel y cera.
Entonces Lymond alzó la cabeza, liberando su boca, y tomando la mano de aquella mujer, la llevó hasta el largo banco que había junto al fuego. Margaret lo siguió.
—Venid. —Se atragantaba con las palabras—. Venid conmigo.
Trabajad para nosotros de nuevo. El Protector os devolverá todo lo que habéis perdido: vuestras tierras, vuestro dinero, más de lo que nunca tendréis aquí. Este exilio errante es una muerte lenta para un hombre como vos... ¡Volved conmigo!
El deslizó lentamente un dedo por su mejilla.
—¿Cuando estoy tan cerca de ganar la partida? Soy el heredero de Midculter, Margaret. Si las cosas van bien, mis tejados serán más impresionantes que ninguno de los que me pueda ofrecer el Protector.
—¿Más impresionantes que Temple Newsam? —dijo Margaret, y los ojos de ambos quedaron prendidos en una intensa mirada.
Aquellos dedos elegantes y cubiertos de cicatrices que habían matado al papingo y habían prendido fuego a la casa de su madre juguetearon suavemente con aquel cabello fuerte y hermoso.
—¿Me meteríais en vuestra casa? —dijo Lymond—. Dudo que Lennox...
—... Se atreviera a contradecir al Protector. Y si le demostraseis a Somerset vuestro valor, como sé que podríais hacerlo, Francis, con vuestra mente, con vuestra imaginación, vuestro liderazgo...
—...Y mi jugosa reputación. No hay nada que hacer, Margaret. Si mi nombre estuviera intacto en Escocia, podría hacer de Somerset el tío de un emperador. Pero como forajido, mi valor real es nulo. A menos que pueda crearme un buen nombre. O recuperarlo.
No prosiguió, y se hizo el silencio. Ella había apoyado la mejilla sobre la rodilla de él, dejando que sus largos cabellos se derramaran sobre los brillantes pliegues de su capa, que yacía en el suelo iluminada por el fuego. Rodó un tronco, acentuando el tono dorado del cabello del hombre. Sin moverse, Margaret repitió:
—¿Recuperarlo?
La voz de Lymond reflejaba sus cavilaciones.
—¿No podría fabricarse una historia que las autoridades pudieran creer? Una invención; una traición estratégica, algo con testigos... lo suficientemente creíble como para limpiar mi nombre.
Acorralada por la mente y el cuerpo de aquel hombre, Margaret respondió, reticente:
—No serviría de nada, Francis. No tiene sentido fingir. Nada puede devolvernos el pasado: ¿cómo podría hacerse? El hombre que entregó el mensaje está muerto. Podrían darse todos los discursos y conferencias del mundo en su lugar, ¿pero creéis que resistirían la bota o el potro de tortura? Arran se aseguraría de comprobar la veracidad de la historia. No podéis reconstruir una reputación partiendo de la nada.
—Quizás no pueda, pero vos soléis arreglároslas para conseguir lo que queréis. Incluso a mí, por cierto. Ya os he dicho cuál es mi precio.
Esta vez la pausa fue larga. Ella abrió la boca de repente.
—Yo no pongo condiciones.
—Y yo sólo pongo una —dijo Lymond, y con delicada fuerza la incorporó momentáneamente, tocando sus labios.
—Margaret, ¿queréis tenerme... en Temple Newsam?
—Sí.
—¿Entonces pagaréis mi precio?
—Os pagaré... Os pagaré lo que sea —dijo ella—, si venís conmigo esta noche.
—¿Esta noche? —preguntó Lymond, levantando suavemente el pelo de su nuca—. ¿Qué estáis dispuesta a pagarme?
Ella besó sus manos errantes.
—Encontraré a un hombre... a alguien que jure que vuestro mensaje era falso.
—¿Qué hombre?
—Cualquiera. Un prisionero, quizás. O un condenado. Podría conseguir que lo hiciera a cambio de su vida, ¿no creéis? Os lo prometo. Conseguiré que resulte convincente. ¿Vendréis? ¡Oh, amor mío! ¿Vendréis?
Scott dispuso de unos segundos que Margaret no tuvo. Vio el rostro por encima de las elocuentes manos, vio la mirada implacable. Margaret Lennox repitió:
—¡Oh, amor mío! ¿Vendréis?
Y Lymond se apartó de ella, deslizándose como un pez, dejándola de rodillas, con las manos vacías y susurrando cariñosas palabras a un asiento vacío.
—¿Que vaya con vos? Dios, no, querida. Me gusta que mis rameras sean honestas.
Se oyó un único sonido producido por el aliento inhalado. Entonces ella apoyó sobre sus talones y Scott vio la sangre en sus labios, donde sus dientes habían mordido furiosamente.
—¿Y bien? —dijo Lymond, sonriendo desde la otra punta de la habitación. Ella se puso en pie de un salto, escupiendo el veneno y la verborrea de los Tudor ante aquella cara pálida e insolente.
—¡Vanidoso campesino! Asqueroso, degenerado, enclenque, con ese tufo a filosofía de postín, con vuestra decadencia... ¿Creéis que dejaría que me tocaseis si tuviera alternativa? Os he ofrecido libertad y seguridad...
—Vos me dejasteis en el purgatorio y ahora me ofrecéis el infierno —exclamó Lymond—. Pobre Thomas Howard. ¿También le ofrecisteis la vida y la libertad?
—¿Tenéis la desfachatez de echarme en cara mis amantes? ¿Y qué pasa con las vuestras?
—Las mías tienen todas el cuello intacto y se vienen conmigo a la cama por gusto, no a cambio de leones en sus cuarteles y de galoncillos en su ropa interior.
—Os quemaría vivo.
—Os arrepentiríais. ¿Quién si no puede ofreceros tales emociones? No el insípido Matthew, desde luego.
—No tiene... no tiene satiriasis, si es que os referís a eso.
—No puedo evitarlo —dijo Lymond, brutal—. Podéis relajar vuestras garras, querida. Quiero a vuestro hijo, no a vos.
Se hizo el silencio. La tigresa se dio cuenta de que estaba frente a otro tigre; los rugidos se apagaron y dieron paso a una mirada escrutadora. Entonces, Margaret Douglas dijo:
—Nunca tendréis a mi hijo.
—Lo tendré y lo sabéis. —Lymond era la viva imagen de la calma despótica—. A menos que consigáis las pruebas que os pido. No os hagáis la ingenua conmigo. Mi captura por los franceses no fue accidental. La decisión del rey Enrique de usarme de cabeza de turco no fue accidental.
—Está bien —dijo Margaret—. No fue un accidente. Así que vuestros mezquinos engaños pasaron a ser de dominio público. ¿Qué puedo hacer yo al respecto? ¿Qué falsas pruebas y medias confesiones podrían resultar convincentes cuando el mundo sabe que han sido extraídas mediante amenazas? No, querido Francis, vos mismo habéis cerrado esa puerta. Vuestra vida como hombre terminó hace cinco años: vuestra vida como perro depende del tiempo que seáis capaz de satisfacer a vuestros muchos dueños...
—O dueñas.
Sus ojos negros lloraban de rabia.
—¿Es que nunca me dejaréis olvidarlo?
—No. ¿Por qué debería? A menudo pienso en ello, con cierta melancolía añeja. Chargé d'ans et pleurant son antique prouesse... ¿Tengo que ordenar que vayan a por el muchacho?
Margaret Lennox tembló. Alejándose del fuego, recogió su capa y se la echó por encima del brazo con cierta elegancia indiferente.
—Vuestra antigua prouesse era un poco mejor que ésta. No os hagáis el ingenuo.
El miraba con ojos cautelosos, aunque su voz sonaba distraída.
—Hago que la vida resulte sencilla. Un retorno atávico al primitivo trueque. El instinto básico del intercambio de personas y objetos por conchas, como los franceses.
Ella sonrió.
—No tengo intención de daros lo que queréis. Mi hijo está bien a salvo.
La expresión de Lymond reflejaba una oportuna calidez.
—Queréis quedaros aquí y remendarme las camisas. Pero como ya os he dicho, todos los puestos están ocupados.
—Al contrario. Seréis vos mismo el que me saque de aquí. Porque —dijo lady Lennox—, tenemos a la mujer de tu hermano.
Durante un largo tiempo ninguno habló. El silencio se prolongó hasta que un hormigueo recorrió el cuerpo de Scott, a la escucha. Entonces, al cabo de un rato, Lymond bajó la vista. Los cordones de su camisa se habían aflojado. Mirando hacia abajo y con una mano los volvió a atar.
—¿Cómo lo sabéis?
—Me han informado por carta. —Sonriendo, sacó de su capa una extensa carta que Lymond leyó, mientras seguía arreglándose la camisa con una mano. Ella lo observaba.
—¿Podéis entender la letra? La capturó el joven Wharton durante la marcha hacia el norte, el miércoles, y ahora mismo debe estar con mi marido en Annan. Quería que yo me reuniera con él lo antes posible y me ocupase de ella. Después terna pensado pedir un rescate.
Ella le dejó la carta, mientras seguía observándolo con mirada cínica.
—Y eso, mi querido Francis, me convierte en una incómoda posesión. Cuando Lennox se entere de mi ausencia, tendrá en sus manos una fácil solución: ofrecer la vida de la joven lady Culter a cambio de la mía. Y eso significa que vuestro hermano y sus amigos dedicarán toda su energía y recursos a encontrarme.
—Una idea perturbadora. —Lymond habló tranquilo, a pesar de que los nudillos de sus manos estaban blancos—. Es muy poco probable que mi hermano haga algo así. ¿Y qué os hace pensar que el futuro de Mariotta, o la falta de él, tengan el más mínimo interés para mí?
—Querido Francis —dijo Margaret, fría—. Por supuesto que os interesa. Su muerte os acercaría un paso más a Midculter, ¿no es cierto?
El imperturbable rostro de Lymond parecía provocar en ella un curioso interés. Ella prosiguió rápidamente:
—Devolvedme a Inglaterra y los escoceses habrán perdido al rehén que podrían intercambiar. Devolvedme, y os prometo que me ocuparé de que vuestra cuñada pase treinta años separada de su marido... y de que su bebé no sobreviva.
—Tengo una idea mejor —dijo Lymond, mientras terminaba de atarse los cordones con ambas manos, descansando la vista sobre ella—. Imaginad que tenemos un accidente con vos. Su muerte sería la consecuencia natural.
—Pero entonces vuestro hermano sería libre de volver a casarse.
—Cierto. —Había cruzado la habitación hasta un escritorio, donde estaba escribiendo un extenso mensaje en el reverso de la carta que ella le había dado. La voz de ella se tornó algo más aguda mientras se acercaba.
—¿Qué hacéis?
Él no alzó la vista, sino que siguió escribiendo con velocidad y fluidez.
—Prefiero ser mi propio carnicero.
Terminó, abrió la puerta y llamó a Mat. Cuando apareció aquel hombretón, acalorado por la subida de las escaleras y con una curiosidad latente en la mirada, Lymond le entregó la carta.
—Éste es un mensaje para el conde de Lennox, ofreciéndole el intercambio de su mujer por la joven lady Culter, a quien él tiene prisionera. Se supone que la retiene en Annan, pero es posible que ya estén en Carlisle. Nos tiene que indicar un lugar y una hora para realizar el intercambio, y también pedimos un salvoconducto para nuestra partida. Quiero que la lleven inmediatamente y que traigan una respuesta lo antes posible. ¿Puedes ocuparte de ello?
—Sin problemas. —Mat abrió la boca para añadir algo, pero se percató de la mirada de su jefe y se lo pensó mejor. Descendió estrepitosamente por las escaleras mientras Lymond permanecía junto a la puerta, sujetándola para que lady Lennox pudiera pasar.
—Permitidme que os acompañe hasta vuestros aposentos —dijo él, sardónico—. Ha sido una velada fascinante.
Ella brillaba, triunfal.
—¿Me concedéis la victoria?
—Salid. ¡Ay de mí! pierdo a mis prisioneros y a mis presas. Si lo que queréis saber es que si estoy de acuerdo en que habéis salvado a vuestro hijo a expensas del de lady Culter, la respuesta es que sí.
Por un instante, los ojos negros vacilaron.
—Habría sido más sabio por vuestra parte venir conmigo.
—Prefiero no ser sabio y permanecer a salvo.
Margaret avanzó lentamente hacia la puerta.
—¿Y lady Culter? ¿Será ella una de las que se dedique a remendaros las camisas entonces?
—¿Qué? ¿También Mariotta..? ¿Vos creéis? —preguntó Lymond—. Por Dios, ¿es que no me dejaréis en paz? ¿No existe la intimidad, ni siquiera en mi escuálido estado presente? ¿Debería enviaros a cada una una espina con un ojo clavado, como santa Triduana, para preservar mi castidad?
El rostro de ella, que estaba muy cerca de él, tenía una expresión totalmente pétrea.
—¡Hay que ver cómo odiáis a las mujeres! Sucumben con demasiada facilidad. No pueden hacer nada contra vos. No entienden la ironía ni las oscuras bromas literarias. Hacéis el amor mientras vuestro cerebro maquina constantemente bajo ese cabello rubio, planeando, preparando, analizando... La máquina puede funcionar durante un tiempo, querido; pero llega un momento en el que el eje chirría y rechina, la palanca se rompe y el motor queda reducido a un amasijo de hierros y madera que no tiene otro destino que el loquero... Seguid así. Llevad a vuestros hombres por ese camino. Ingeniad nuevas y más sutiles formas de sacarle partido a un mundo que se burla de vos con disimulo. Pero cuando os veáis obligado a mancillar mi puerta con vuestras súplicas, no esperéis obtener nada, pues antes me compadecería del mismo Apolión.
—Necesito afilar mi ingenio para nuestro próximo encuentro —respondió Lymond—. Mientras tanto, buenas noches.
Una llamarada brilló en los ojos negros.
—Eso os ha dolido, ¿verdad? ¿Es posible? ¿Krishna entre lecheras, herido por una vaca?
Impasible, él hizo una advertencia.
—Dejadlo, Margaret. Mi paciencia puede durar más que vuestra dignidad.
Aquel apunte le hizo recuperar la compostura. La excitación desapareció de su mirada, los labios se retorcieron en una mueca sonriente.
—Por supuesto, no hemos de olvidar los buenos modales. Sería de mala educación no despedirnos de nuestro público.
La sonrisa creció y, antes de que Lymond pudiera moverse, ella se dio la vuelta y cruzó la habitación. Scott, descubierto mientras se levantaba del suelo, parpadeó ante la invasión de luz cuando la condesa de Lennox abrió completamente la puerta que los separaba, enfrentándose a él con un gesto de luminoso desprecio.
—¿Cómo? ¿Sólo uno? —dijo—. ¡Qué imprudente por vuestra parte, Francis! —Y dirigiéndose al muchacho—: Espero que no tengáis demasiadas agujetas. Vuestro jefe habla demasiado.
Scott, terriblemente molesto y avergonzado, no pudo encontrar palabras adecuadas. Se percató de que ella se había dado cuenta y se estaba riendo de él. Ella le tendió la capa que colgaba de su brazo.
—En la escalera hay mucha corriente.
Y esperó a que él, torpemente, se la pusiera sobre sus hombros. Entonces, sin darle las gracias, se dio la vuelta y regresó a la escalera, en la que Lymond esperaba impaciente. Él también la dejó pasar, y habló cuando ella ya había empezado a subir los escalones.
—Subid y encerradla.
Scott cumplió la orden con seriedad y rapidez. En aquel momento no se habría atrevido a contradecir a su jefe ni por todo el oro que nacía de las entrañas de aquellas oscuras colinas.
Más tarde vería las cosas distintas. Con sus sentidos embotados por la cerveza, Will Scott subió escaleras arriba e intentó entrar en su cuarto. La puerta exterior que daba a la habitación de Lymond —por la que tenía que pasar—, estaba cerrada con llave. Probó el pomo dos veces antes de darse cuenta y corrió escaleras abajo. Matthew sonrió al verlo y, con un ligero hipo, dijo:
—¿No puedes entrar?
Scott negó con la cabeza.
—Dios: lleva horas ahí metido... ¿No ha bajado?
—A no ser que le haya dado por descender por la ventana.
—Bueno, pues maldita sea, no voy a dormir en el suelo porque el lord se haya ido a la cama con la cerradura puesta. Voy a despertarlo.
Tranquilamente, Matthew continuó clavando clavos en sus botas, proceso que no parecía perturbar en absoluto el sueño de sus vecinos.
—Yo que tú, no me molestaría. Puedes quedarte con mi cama, aquí abajo.
Scott se le quedó mirando.
—Maldita sea, ¿por qué debería quedarme con tu cama? Tengo una propia. ¿Qué es lo que le pasa ahora?
Bam. Mat sacó otro clavo de entre sus dientes y lo colocó en la enorme suela.
—Nada que no puedan curar tres días de concentración. Seguramente no podría bajar aunque quisiera.
Scott se inclinó y le sacó los clavos que le quedaban entre los dientes rotos.
—¿Por qué no puede bajar?
Mat agitó un codo peludo.
—¿Durante tres días?
—Es lo normal.
—¿Y qué pasa —dijo Scott, furioso— si vienen las tropas de la Reina buscando a la condesa de Lennox? Dios santo, estamos sentados sobre un polvorín; él lo sabe mejor que nadie. ¿Es que nadie lo detiene cuando pasa esto?
—No hay ninguna razón —dijo Turkey, cogiendo otro montón de clavos— para hacerlo. Sencillamente, preferimos no hacerlo, eso es todo. Pero nada te lo impide a ti, si tanto te importa.
—No me importa tanto. Pero no veo por qué debería permitírsele ahogar sus problemas en alcohol si eso va a poner en peligro nuestra seguridad. ¿Por qué —dijo Scott, que también había bebido bastante— tienes miedo de subir?
Matthew lo miró, indulgente.
—¿Miedo? De ninguna manera. Simplemente preferimos dejar que un hombre disfrute... Por Dios, ¿vas a ir?
Scott se había levantado y se aproximaba a la escalera.
La barba de Mat se abrió y todos los clavos cayeron de su boca.
—Dios mío, eres todo un valiente —dijo—. Toma, muchacho, coge mi martillo.
Desde el otro lado de la puerta, la voz de Lymond sonaba completamente clara y tranquila.
—¿Quién es?
—Will Scott. —Dejó de aporrear la puerta—. ¡Quiero entrar!
—Pues no podéis —dijo la voz en un tono afable—. La puerta está cerrada.
—Lo sé. —Scott, que ya estaba irritado, empezó a enfurecerse—. ¡Dejadme entrar!
Hubo un silencio.
—¿Por qué? —dijo Francis.
—Quiero hablar con vos.
—Ya estáis hablando conmigo.
—Quiero irme a la cama.
—Idos a una de las de abajo.
—Quiero irme a la cama solo... —Scott, percatándose de que aquello no sonaba enteramente digno, se lo pensó mejor—. Abrid la puerta. O... —dijo, sintiendo los efluvios del alcohol en su cabeza—, o la abriré yo con un hacha.
Aquello funcionó. No se oyeron pasos, pero de repente giró la llave y la puerta se abrió, revelando una espada desenvainada. Lymond, esbelto y ligeramente desaliñado, observó a su lugarteniente con reflexivos ojos azules.
De pronto, Scott se volvió de lo más prudente. Lymond, sobrio, era alguien a quien había que tratar con mucho cuidado: Lymond borracho era la encarnación misma del peligro.
—Quería hablaros —dijo el muchacho—. Pero no con una espada de por medio.
—Pues entonces tendrá que ser a través de ella.
La camisa de seda estaba arrugada y manchada de sudor, y el pelo revuelto, pero la punta de la espada no se movía un ápice.
Más bien incómodo por el público que tenía escaleras abajo, Scott mintió.
—Vine para deciros que deberíais comer algo. Hay mucho que planear. Es posible que vuestro hermano ya sepa dónde está la condesa... y habrá que ocuparse de lady Culter cuando llegue.
La espada describió una ligera y despiadada ráfaga.
—No os agobiéis, mi cabracho sin cama; todo está arreglado. No quiero comer. Prefiero que hoy durmáis abajo. No deseo continuar con esta conversación. Buenas noches.
Desgraciadamente, un Buccleuch era incapaz de marcharse así como así. Impaciente, Scott dijo:
—Podéis beber hasta quedaros como una medusa cualquier otro día. Esto es una emergencia.
Los ojos que miraban por encima de la espada eran despiadados.
—¿Emergencia? ¿Qué clase de emergencia no puede resolver vuestro inenarrable talento? ¿O el de Matthew?
Aquello dejó claro cuál era la raíz del problema. Scott dijo, perspicaz:
—Ya sabéis que cuando hay mujeres cerca, no obedecen a nadie que no seáis vos. ¡No pretenderéis que lady Culter tenga que tratar con esa escoria de ahí abajo!
—¿Por qué no? —preguntó la voz solícita y arrastrada—. Confío plenamente en esa escoria de ahí abajo. Ninguno de ellos ha intentado todavía enseñarme cómo hacer mi trabajo, por ejemplo.
No había lugar para la moderación.
—A lo mejor deberían haberlo hecho —dijo Scott, apartándose inmediatamente cuando el acero se lanzó contra su garganta. Se chocó contra el marco de la puerta, se agachó, y con una velocidad y precisión que había aprendido del propio Lymond, se hizo con el jubón del jefe, que estaba en una silla junto a la puerta, y protegiéndose con él la mano, agarró y retorció la espada atacante.
El arma cayó inmediatamente al suelo. Scott cerró de un portazo y la recogió, pero despacio, pues se percató de que su jefe estaba mucho menos borracho y era mucho más peligroso de lo que había pensado. Lymond, observándolo, dijo:
—Vigiladla. Si dejáis que la toque por segunda vez, mataré con ella... Estáis muy hermoso, emergiendo de vuestro capullo como un chevalier des dames, pero me disgusta la interferencia cuando raya en la morbosidad... Y además ya sabéis que yo sólo lucho contra mujeres.
Scott, que vio como la quitaba de la boca las palabras que iba a pronunciar, dudó. Entonces dijo, inseguro:
—¿Qué vais a hacer con vuestra cuñada?
—Sentarme sobre el sacro y reírme de ella —dijo Lymond. Caminó hasta la ventana y se dio la vuelta, apoyándose en el alféizar—. Ya basta. Acabad con vuestra insistente caballerosidad y salid de aquí. Estoy siendo razonable hasta lo indecente, pero en mi actual estado no puedo controlarme por mucho más tiempo.
Aquello fue demasiado.
La poca prudencia que contenía a Scott, ya debilitada, tembló y se rompió, y miró al otro con la mirada de un enemigo. Como respuesta, los ojos azules se entrecerraron: Lymond no era un necio.
—¿Y bien? —dijo. Y esta vez, su voz no se arrastraba.
Por respuesta, Scott alzó un brazo y lanzó la espada del jefe, dando vueltas, al otro lado de la habitación.
—Cogedla —dijo—. Y meteos bajo la mesa a lamentaros si os place. No es asunto mío.
—Vaya —dijo Lymond—. ¿Vais a bajar para asumir el mando?
—Si me aceptasen, lo haría. —El cabello de Scott brillaba por encima de sus ojos claros y excitados. Se quedó ante la puerta, alto y pálido, tapándola con sus anchos hombros—. Pero tal y como están las cosas, prefiero que a partir de ahora me tratéis como a uno de los demás. Os seré leal siempre que me sea posible. Pero no quiero tener nada que ver con vuestros rastreros hábitos personales ni con vuestro trato con las mujeres. —Y, enloquecido por la expresión de aburrimiento simple y puro en el rostro de Lymond, Scott estalló—. ¿Pero con qué absurda excentricidad pretendéis infectarnos ahora? ¿Qué maldad os inspira a destrozar los nervios de todo hombre o mujer que intente hacerse vuestro amigo..?
—¡Dios santo! —Aquella exclamación fue tan rápida y salvaje que Scott se quedó helado—. ¡Dios santo! —exclamó Lymond—. ¿Acaso no tengo suficiente con aguantar a una perra con afición por el drama en un día? ¡Ahorradme vuestra moral de pacotilla y vuestras insignificantes sensiblerías, al menos por esta noche! ¿Qué sabéis de ninguna de las mujeres a las que creéis defender? Miráis, vomitáis y os escabullís como un pato que ha puesto un huevo en un géiser... ¿Os creéis mejor preparado que yo, tan puro como sois, para dirigir esta tropa?
Scott había perdido todo el miedo.
—Así es —dijo, tranquilo—. Pero como he dicho, no seguirán a otro que a vos.
—¿A no ser, quizás, que los instruyera para ver en ti un líder?
Scott no alteró su rostro.
—No soy ningún advenedizo esperando a ocupar el puesto de un loco.
—No podría estar más cuerdo que ahora —dijo Lymond, siniestro—. Os estoy ofreciendo la oportunidad de asumir ahora mismo el mando, si es que lo queréis. Control total. Sobre los hombres y sobre los destinos de mis amigas. ¿Lo aceptáis?
Aquello no era, ¿o sí?, lo que él había deseado. Lo que había soñado o, más recientemente, anhelado, era humillar a Lymond. Pero...
—¿Qué —preguntó con voz ronca— tengo que hacer? ¿Luchar por ello?
—Yo soy vuestro jefe. ¿Lucharíais conmigo? No, me parece que soy demasiado jefe como para eso, querido. Hay otra forma. —Y levantó su jarra.
—Bebed conmigo. Os llevo algunas horas, lo cuál es, por decirlo así, una justa desventaja. Enfrentaos a mí, copa a copa, mientras dure la cerveza. Y puedo aseguraros que durará mucho más que vos y que yo. El que pierda antes el conocimiento pierde: el que al final consiga abrir la puerta, bajar por las escaleras y presentarse ante Matthew mandará sobre todos nosotros en el futuro.
Scott, sin hacer ademán de coger la cerveza, miró al otro con algo en los ojos que podía ser miedo.
—Dios, pero... jugarse tanto en una competición de bebida...
—¿No vais a aprovechar esta oportunidad?
—Bueno, sí, pero... ¡Al menos, que sea una competición de verdad!
—¿No queréis tener esta oportunidad? —repitió Lymond.
—¡Sí!
—Entonces aceptadla. Es la única que tendréis. El principal requisito para liderar una banda de borrachos degolladores es la capacidad de beber y degollar más que ninguno de ellos. No tenéis por qué ser aprensivo —añadió con desprecio—. Ahora mismo no estoy tan borracho como para no saber lo que hago. Acataré el resultado. Habitualmente suelo tener una razón excelente para hacer todo lo que hago, a excepción quizás de reclutar predicadores pelirrojos de la familia de idiotas más celebre del país.
—¿Y si gano —dijo Scott—, si gano, podré hacer lo que quiera con lady Lennox y lady Culter?
—Podréis montar un serrallo con ellas, si os place —dijo Lymond—. ¿Entonces de acuerdo?
—De acuerdo —dijo Will Scott, y se llevó la primera jarra a la boca.
En lo alto de las colinas, entre los húmedos matorrales junto al riachuelo, cantaba un mirlo. Las notas, dulces como el sirope, se deshacían en el desapacible aire del amanecer y alentaban al frío y rojizo sol para que inaugurase el día.
En la nueva torre, los gruesos muros albergaban una oscuridad cálida y repleta de ronquidos: hombres y perros se apelotonaban dibujando un grabado de voluminosas deidades asiáticas entre la paja de la sala común. En lo alto de una retorcida escalera, se abrió una puerta.
Matthew, tendido sobre un lecho de paja, con las manos juntas sobre el estómago, roncó, eructó y se dio la vuelta laboriosamente para continuar roncando. Pero entonces sus ojos quedaron fijos en el oscuro recuadro al pie de las escaleras.
Silencio. Después, en la distancia, se cerró la misma puerta. Hubo una pausa. Seguidamente se oyeron pasos, descendiendo con sumo cuidado.
Se acercaban. Matthew se quedó quieto: permaneció tumbado, roncando, mientras una oscura figura aparecía por la entrada inferior, daba dos pasos nada firmes y se detenía, apoyándose sobre una pared, buscando seguridad en una dura y lamentable lucha contra las leyes de la gravedad. Latiendo al ritmo del cantar de los pájaros, la gris luz de la mañana encontró su camino y se extendió por el yeso, iluminando una mano abierta, una manga de seda y un perfil irónico y descolorido.
Tras su barba asiría y sus ojos entrecerrados, Matthew sonreía.
—Vaya, vaya. Borracho como una cuba... —Se levantó rápidamente y siguió a Francis Crawford de Lymond, quien por fin se había despegado de la entrada, catapultándose de una pared a otra hasta la salida.
Mat alcanzó a su jefe cuando éste sacaba la cabeza del barril de agua con el pelo oscurecido y goteante, la piel recorrida por involuntarios escalofríos provocados por el gélido aire. Lymond no mostró sorpresa alguna, sino que se limitó a hundir la cabeza en la toalla que Mat le pasó, diciendo después de un rato, con la voz todavía amortiguada por el paño:
—El mensaje de Lennox. ¿Ha llegado ya?
—Hace media hora —dijo Mat, y se encontró con la mirada del otro emergiendo de la toalla—. Están de acuerdo en cambiar a la condesa de Lennox por lady Culter, y han determinado un lugar y una hora para mañana. Y nos han dado un salvoconducto.
—Bien. —Lymond tiró la toalla, apoyándose en el borde del tonel de agua—. Ya sabes lo que tienes que hacer.
Aunque no le pareció necesario decírselo a Scott, Matthew había recibido instrucciones muy precisas respecto a Mariotta. Así que, mirando pensativo a su jefe, se limitó a decir:
—Sí, lo sé —y recogiendo el paño esperó pacientemente.
Lymond fue hasta la escalera y dejándose caer en el primer escalón, con la cabeza entre las manos, no dijo nada durante un buen rato. Entonces alzó la vista.
—Me marcho. No quiero molestar a los demás. Tráeme mi caballo, Mat. Y mi arco, una manta y algo de ropa.
No tardó mucho. Una vez hubo montado, Lymond tenía mejor aspecto.
—Hay algo de comida en la bolsa —dijo Turkey, algo hosco—. Y una capa.
—Gracias. Espero no estar fuera mucho tiempo.
—Y... —A Mat no le gustaba hacer preguntas, pero la situación le sobrepasaba—. ¿Y el joven Will?
—Está arriba. Todo un poema —respondió con voz difusa, un eco de su habitual y caustica confianza. A continuación Lymond dio la vuelta al caballo, salió del patio y se lanzó al trote colina abajo.
Matthew entró. No se había movido nadie, aunque la luz iba inundándolo todo. Empezaron a oírse sonidos en las cocinas. Se dirigió a la estrecha escalera y subió hasta el primer piso, donde abrió la puerta del cuarto de Lymond.
Todavía ardía una vela solitaria. La habitación apestaba a sebo y a bebida derramada. El fuego de la noche anterior se había transformado en un montón de madera carbonizada y cenizas en la chimenea. Frente a ella, en el frío suelo entre desperdicios, todavía en la mano una jarra de peltre que se había vaciado tras su caída, yacía Will Scott, roncando ferozmente en pleno estupor alcohólico. Alguien le había aflojado la ropa a la altura del cuello, le había puesto un cojín bajo la cabeza y había colocado una toalla y una palangana cuidadosamente sobre el estómago.
Matthew contempló el espectáculo, sonrió y salió por la puerta, cerrándola suavemente tras de sí.
Desde Crawfordmuir, Lymond avanzó lentamente, campo a través, hasta Corstorphine.
Fueron necesarios cinco días para organizar un encuentro con sir George Douglas, pues lord Grey, que por fin había adquirido algo de sapiencia, tenía bien agarrado por los faldones a sir George en Berwick mientras esperaba la llegada del hijo mayor de Douglas como señal de las buenas intenciones de la familia. Pero a principios de marzo, sir George había regresado a Dalkeith y pudo por fin concretar con el señor Crawford de Lymond los detalles del intercambio de Samuel Harvey por la vida y persona de Will Scott.
Poco después de aquello, uno de los cirujanos que la Reina echaba en falta llegó por fin a la cama de la pequeña en Dumbarton. Llevaba consigo algo más que elixires; traía una sorprendente noticia. Una historia de oscura seducción. Había sido obligado a ocuparse de una joven mujer y de su parto prematuro, en una torre llena de hombres. El bebé había nacido muerto y él había tenido que quedarse a la fuerza un día o dos después de aquello, hasta que llegó una mujer para relevarlo de su tarea. Cuando lo liberaron no pudo saber dónde se encontraba la torre, pero se le había ocurrido preguntarle a la muchacha enferma su nombre. Y ella se lo había dicho: Mariotta, lady Culter.
Le había preguntado entonces quién la había llevado hasta allí y ella había respondido que había sido el hermano de su marido, Francis Crawford de Lymond. El cirujano, consciente de la sensación que causaba su historia, explicó que la muchacha se recuperaría.