Capítulo I
¿Y cuánto vale un caballero,
Sin su caballo ni sus armas?
Ciertamente no más que un hombre normal,
O que una muchacha, quizás.
1. Partida forjada contrarreloj
Tras su prematura destrucción, el convento de Lymond había adquirido una nueva belleza. Su campana sin lengua dormía imperturbable entre cardaminas y sus quebrados muros asemejaban un rostro de mil bocas. Su halo decorado con cuentas y sus rayos rotos alumbraban la vegetación a través de sus oquedades. Cerca de allí no había más vida humana que los hombres armados que, en lo alto de las colinas adyacentes, esperaban y observaban.
Lymond, junto con Scott y Turkey Mat, salió de Crawfordmuir antes del alba, bajo una suave y vaporosa lluvia que los empapó a todos. Scott cabalgó sin abrir la boca, la respiración temblorosa en sus pulmones.
Oyster Charley fue el primero en sugerir que la banda iba a disolverse. Will se había alarmado ante la idea.
—¿Abdicar el jefe? ¡No mientras pueda seguir comportándose como Ciro, rey del mundo, y seguir ganando dinero con ello!
Pero el rumor se hizo cada vez más intenso. Le había preguntado a Turkey Mat y éste, mientras se llevaba la mano al estómago, se había puesto amarillo.
—Es posible. Pronto se irá a Inglaterra a encontrarse con ese tal Harvey. Y seguro que lo acaban nombrando lord. No hay motivos para seguir actuando.
¿Por qué había imaginado él que la compañía duraría para siempre? Había nacido del capricho de Lymond, y ahora se disolvía por gracia de la misma señorial mano... Scott se dedicó acechar el regreso al Ostrich del mensajero semanal y se enteró antes que nadie cuando por fin llegó el mensaje que convocaba a Lymond al castillo de Wark, el 2 de junio, para su portentoso encuentro con Samuel Harvey.
El jefe anunció la disolución aquel mismo día, en el salón, frente a las airadas quejas de sesenta empleados furiosos. Long Cleg era el que gritaba más alto.
—No queremos irnos. No es necesario. Nos va bien. Queremos seguir.
—Me parece magnífico. Pero sin mí.
—¡No! ¡Tenéis que quedaros!
—¿Y quién me va a obligar?
Creció la tormenta.
—¡Somos sesenta contra uno!
En ese momento, Turkey se levantó de su cómodo asiento en primera fila.
—Dos, hombre, dos. Y yo soy el único aparte de él que sabe dónde está guardada vuestra paga.
Lymond aprovechó el consiguiente decrescendo para hacerse oír.
—Si queréis recibir vuestro dinero, me temo que tendréis que aceptarlo. Y aunque no queráis, la verdad es que tampoco podéis obligarme a quedarme, ¿no os parece?
Y por supuesto, no podían. Sardónico hasta el final, los examinó.
—Está bien. Salid. Pensad en vosotros mismos para variar. Durante un tiempo habéis sido buhoneros: sed ahora mercaderes. Conmigo habéis sido mercenarios: pues venga, encontrad ahora algo propio que defender. Ya se nos han caído los dientes de leche, así que salid a comeros el mundo: partidlo en dos, si podéis, ¡demonios! Es mucho más espinoso que yo. De todas formas, hagáis lo que hagáis, manteneos alejados de mí...
Recibieron su dinero y se marcharon, en estrepitosos grupos de dos y tres: Oyster Charlie, Long Cleg, Dandy-puff, Joe, el de Jess. Turkey y Scott fueron los últimos, como él sabía que pasaría, porque el caso de ambos era especial. El dinero para ellos era en moneda francesa y se encontraba bajo custodia del propio Scott. Y no estaba en la torre.
Scott, que se temía un discurso, sintió aliviado al comprobar que Lymond, que viajaba ligero de equipaje, hacía rápidamente las maletas para su viaje a Wark y no buscaba encontrarlo a solas. Cuando salió a relucir el asunto del oro, el muchacho no dijo nada sobre el convento. Declaró, sin darle mucha importancia:
—El oro se encuentra guardado en un lugar que os queda de camino. Si queréis, tomaré un caballo y cabalgaré con vos hasta allí.
Lymond se mostró indiferente. No así Turkey. Pensó, sencillamente, que un tipo que iba a recolectar un salario doble de oro también debería tener compañía en el camino de vuelta. Se agarró firmemente a Scott, que intentó protestar y no consiguió otra cosa que volverlo más obstinado.
Y así, finalmente, Turkey Mat y Scott tomaron el camino de Wark junto a Lymond. Los dorados valles de Crawfordmuir quedaron tras ellos, partidos, excavados y abandonados, y a cualquiera de ellos le habría costado decir si los cuatro ríos que dejaban atrás pertenecían al Infierno o eran el Tigris, el Éufrates, el Pisón y el Guijón del Paraíso.
Aquello había sido por la mañana. Ahora la pregunta era hasta dónde entraría el tigre en la jaula.
Lymond cabalgaba muy deprisa, pues no quería correr riesgos, aunque tenía tiempo más que suficiente para llegar al norte de Inglaterra al día siguiente, que era cuando el convoy de Harvey iba a pasar por Wark. Turkey Mat, que cabalgaba junto a él, rodilla con rodilla, hablaba más de lo habitual; tardaron algún tiempo en darse cuenta de que Scott se había detenido.
Mientras esperaba, el muchacho vio como Lymond se daba la vuelta, para después dirigirse hacia él con su caballo castaño, describiendo un elegante arco. Vio como los ojos de Lymond echaban un rápido vistazo a los astillados y monumentales olmos que había a su izquierda y cómo cambió su rumbo. Sin embargo, cuando lo alcanzó, se limitó a inspeccionar el verdoso rostro de Scott y a gruñir.
—Dios santo: sermones e ídolos. No lo soporto. No hace falta que me lo digáis. Habéis escondido el oro en el convento.
Hablando lentamente, Scott dijo:
—Me pareció un buen lugar. El sótano está bastante intacto, ¿lo sabíais?
Contra todo pronóstico, Lymond no se enfureció.
—Entonces id y recoged dinero. La mitad para vos, la otra mitad para Mat. Y por Dios, saltad del péndulo la próxima vez que oscile hacia mí... ¡Mat! Aquí os dejo a los dos.
Mat, que había oído, vino a medio galope.
—¿Ya? ¿Y qué pasa con vuestra parte del dinero?
Scott le dejó hablar. Él también se había imaginado esta posibilidad: había pensado en todo. Se situó tranquilamente detrás de los dos hombres, hizo una discreta señal y volvió a unírseles, algo henchido y muy joven, con las cejas arqueadas y aclaradas por el sol. Mat seguía discutiendo pero a los pocos segundos oyeron el retumbar de cascos aproximándose desde la colina que acababan de dejar atrás.
Lymond alzó la cabeza al instante, escuchando, calibrando el sonido. Eran muchos jinetes, pero todavía no estaban a la vista: si eran escoceses o no, eso apenas importaba. Ambas posibilidades suponían un peligro para él y para la delicada situación que atravesaban sus propios asuntos.
Se dio la vuelta rápidamente. Sólo había un posible resguardo y tenía que alcanzarlo antes de que los primeros jinetes aparecieran a la vista. Tras una ínfima pausa, espoleó a su caballo, y, seguido de Turkey y Scott, salió disparado hacia el convento.
Llegaron allí, como esperaba, antes de que los vieran los primeros jinetes. Saltaron por encima del muro derruido, desmontaron, ataron los caballos donde no pudieran ser vistos, en aquel edificio sin tejado y lleno de escombros, y se lanzaron entre la linaria mientras una luz grisácea centelleaba como el fuego de St. Elmo en las picas y las espadas desenvainadas de los jinetes que rodeaban la colina al galope.
Turkey, con la barba llena de cardos y la ropa empapada por la llovizna, contuvo el aliento cuando la tropa en bloque pasó por el camino: galoparon hasta el mismo punto que los tres habían alcanzado y, abandonando por completo la carretera, se lanzaron como una flecha gris y brillante a través de la hierba mojada, directamente hacia el convento.
Mat se quedó boquiabierto.
—¡Nos han vuelto a ver! Eso es; ¡nos han visto por segunda vez!
Tenso como un cristal a punto de quebrarse, Lymond dijo:
—No nos han visto. Esperaban encontrarnos aquí. Son hombres de Ballaggan.
—Los caballos...
—Demasiado tarde. Ya has oído a Scott: hay un sótano —dijo Lymond, y retorciéndose como un ciempiés los llevó por entre las ruinosas habitaciones, con Scott a su lado y Mat detrás. Los peldaños, rotos, llevaban hacia las entrañas del convento. Lymond dio un rápido paso adelante, arrebató la chirriante espada de Scott de su funda y lanzó al muchacho, desarmado, por las escaleras, con tal fuerza que éste chocó con rodillas y hombros contra el primer rellano. La mirada en los ojos azules asustó incluso a Turkey.
—¿Vos los habéis traído hasta aquí! Otra treta y os mataré.
Después siguieron bajando por las escaleras. Lymond llevaba una espada en cada mano.
Mat dijo:
—¿El muchacho..?
—Claro, ¿quién si no? Pero lo que quizás no sepa es que hay un pasadizo que sale de esta bodega. A no ser que esté ocupado por Hunter y sus amigos, esperándonos.
No lo estaba. En la siguiente esquina se hizo la luz; el débil brillo de una antorcha que encendieron les permitió vislumbrare los escalones hundidos y las paredes verdes a cuadros. Llegaron al sótano.
El suelo estaba repleto de escombros provenientes del tejado. El polvo lo cubría todo. En una esquina, había un pesado baúl de cuero, bien cerrado: ahí estaba el oro de tan escasa ayuda. Era otra cosa lo que buscaban, aquello de lo que dependían sus vidas: la puerta baja y oscura que conducía al pasadizo subterráneo de las monjas. Allí estaba. Llegaron al dintel. El resto estaba bloqueado, de manera triunfante y bastante simbólica, por cajas de pólvora apiladas.
De repente todo quedó en silencio.
Por encima de ellos podían oír el tumulto de arneses y voces de hombres pero no se oían pasos bajando. A pesar de todo Mat se acercó instintivamente a la estrecha escalera y sacó su espada. Scott se quedó en pie, inmóvil, entre el oro y la pólvora, con la lumbre de sebo en la mano, mientras las luces y las sombras dibujaban ríos sobre la piedra, entre el Lymond y su acólito.
En voz baja, Lymond preguntó:
—¿Son tres vidas el precio de vuestro orgullo?
—¡Tres!
Lymond contestó a Mat sin darse la vuelta.
—¿Por qué crees que está sujetando la antorcha?
Fue rápido, claro, admirable. Pero pensar rápido no iba a ayudarles mucho en aquel momento. Scott alzó el fuego, junto a la rosada oreja, la fuerte mandíbula y el pelo rojo y alborotado.
—Una simple precaución —dijo—. Tenéis diez minutos para subir y entregaros. Si no, dispararán, primero proyectiles y después fuego griego, y habrá una explosión como si esto fuera el Muspelheim. Si decidís quedaros, moriré con vosotros, claro, pero eso no es nada comparado con freír a un grupo de jóvenes muchachas...
—¡Maldito traidor, cierra el pico! —exclamó Mattew.
Scott había actuado con premeditación: se estaba tomando la revancha por todas las dudas, indignidades y miserias que había padecido con Lymond. Con lo que quizás no había contado era con la peculiar fuerza de éste último.
Scott no era capaz de ver la gravedad de la situación. La cruda luz de la antorcha vacilaba sobre la cara del jefe, pero Lymond permanecía quieto. Dijo:
—Obviamente deseáis que os tomemos en serio. Ahora lo estoy haciendo. ¿Estáis preparado para responsabilizaros de la muerte de Matthew?
Buccleuch lo había sugerido y sir Andrew lo había confirmado. Pero no se pueden hacer concesiones con un hombre que ha matado a su propia hermana.
—Matthew está a salvo —dijo Scott—. Todos lo estaremos, al menos durante diez minutos. Se llamaba Eloise, ¿verdad? ¿Por qué murió?
—Porque en estos tiempos que corren sólo sobreviven los que no merecen la pena. Matthew, ¡rápido!
Scott alcanzó la pólvora antes que ellos, con el sebo goteándole la mano, y advirtió, sonriente.
—Cómo se os ocurra tocar una caja, la haré explotar.
Aquella terrible y angustiosa situación era demasiado para Mat. Alzó su pesada espada, cogiendo aire con un rugido.
—¡Pues hazla explotar, maldita rata! ¡No tienes las agallas para hacerlo! —y tropezó, detenido por Lymond, que iba armado.
—Esto se trata de histeria, no de agallas ni de la falta de ellas. Scott, si estuviera solo, os diría que lanzaseis vuestra antorcha y al diablo con todo. Que nos hicieseis arder como rosales blancos y rojos. Que convirtierais en dulces cenizas nuestra dorada sangre. Ejercitad esa lamentable e irresponsable piedad que habéis descubierto y obtened vuestra estúpida recompensa. ¿A qué viene este melodrama? No lo sé. Si os hubierais propuesto atraparme, me parece que hubiera sido bastante fácil sin toda esta fanfarria. Si buscáis la satisfacción de una conversación que os dé respuestas, no la obtendréis. Decidid lo que tengáis que decidir: ahora estáis al mando. No tengo nada que deciros.
—¡Demonios, pero yo sí! —dijo Mat—. ¡Saltad sobre él! Cojamos las cajas, no tirará la antorcha.
—Lo hará —dijo Lymond, tranquilo—. Las grandes explosiones y los colores primarios son muy atractivos para los jóvenes.
—¿Y qué hacemos entonces?
—Subamos a los dominios de ese juez universal.
—¿Dandy Hunter? ¿Entregarnos?
—A menos que, como Hannón, quieras navegar por océanos de fuego. Desabróchate el cinto de la espada. El impulso suicida parece flotar en el aire.
El propio Lymond estaba ya desabrochándose, con la mano izquierda, el cinto de su espada. Se lo quitó por completo, con la vaina incluida, y lo tiró sobre los escombros que tenía detrás. El de Mat vino después. En la mano derecha, Lymond seguía sujetando la espada de Scott.
—Casi han pasado los diez minutos. ¿Qué decíais? —le dijo al muchacho.
Fue la seguridad de su voz lo que estremeció a Scott. Exclamó:
—Por Dios, aquí es donde ella murió. ¿No significa nada para vos?
—Si yo la maté, ¿por qué debería ser así? Si no lo hice, no tendría por qué dejarme convencer para involucrarme en una triple inmolación.
—¿Estáis dispuestos —dijo Scott, con voz áspera—, a entregaros?
—Esperamos con una paciencia que espero esté bien disimulada.
—En ese caso, me gustaría que me devolvierais mi espada.
Conociendo a Lymond, Scott estaba preparado. Se esperaba un empujón o un mandoble, o incluso una pesada hoja lanzada contra su cara. En lugar de ello, Lymond se limitó a decir:
—Maldito sea si os la doy. Con ella se ha escrito una traición. Allí se quede con firma y todo. —Y la lanzó lejos de sí, al otro lado del oscuro sótano, donde giró, iluminada por la llama de la antorcha, arrastrando instintivamente la mirada del muchacho.
En aquel pequeño instante, Lymond, como el tigre que representaba en la fantasía de Scott, saltó.
Scott, pues ya era demasiado tarde para evitarlo, tuvo todo el tiempo del mundo para hacer lo que quiso. La pesada antorcha, lanzada con toda la fuerza del joven, abandonó su mano y voló por encima de las cajas de pólvora, dejando un rastro de chispas. Las sombras bailaron tras ella, la madera de las cajas, nueva y dura, resplandeció bajo su alta estrella.
A medio camino de la pólvora, la antorcha chocó contra la lana de la capa de Lymond, mojada y apelmazada, que éste había tirado al mismo tiempo. Antorcha y capa cayeron juntas. La prenda, como un murciélago volador y, después, babosa repelente, recubrió las cajas inferiores como una alfombra, y la antorcha de sebo, que se hallaba encima, golpeó la caja superior, vaciló, se inclinó y después, parándose ante la ola de su propio fuego, se deslizó lentamente hacia abajo y dentro de la capa. Hubo un destello de luz, que se retorció en el techo y las paredes, desiguales y repletas de telarañas. Entonces Matthew saltó y Scott, que había caído al suelo empujado por la poderosa fuerza de Lymond, se retorció en vano para intentar detenerlo. La luz menguó y se olió en medio del tufo a sebo, un siseo. Una repentina y absoluta oscuridad se apoderó de todo ese caos.
No se veía nada, no había aire. Scott oyó como Matthew se movía por la habitación, buscándolos. Pudo oír también la acelerada respiración de Lymond, cerca de su cara, y sus propios jadeos estridentes. Pudo sentir unos dedos fríos que se doblaban y giraban, el peso de un cuerpo inclinado y ágil, y como tiraban firmemente de sus propias extremidades... ¡Matar a mujeres! Podía matar a mujeres, pero a él, Will Scott, aquel asesino no iba a apresarlo.
Intentaron agarrarlo pero se zafó. Conocía algunos de los trucos de Lymond, pero no todos. Ya no estaban sobre sus costillas. Ahora sólo necesitaba liberar su mano derecha. Se giró.
Matthew se tropezó con ellos y echó mano de algo. La voz de Lymond, sin aliento, le dijo bruscamente que se apartase. Se oían voces de hombres arriba, en el convento. Alguien gritó algo, pero la sangre que corría por sus sienes había dejado sordo a Scott. Volvió a chocar con el costado, hiriéndose la cadera contra las piedras caídas, le rechinaron los dientes y consiguió ponerse encima.
Era un amargo deleite: sentir a Lymond, el frío, inalcanzable Lymond, retorciéndose de dolor debajo de él. Apretó con todas sus fuerzas sintiendo como el otro se retorcía. Entonces, tan brutalmente como le había pasado a Dandy Hunter, Scott sintió un movimiento brusco entre sus entrelazados miembros; sintió un calambre en las piernas, cómo lo levantaban por los aires y lo arrojaban contra los escombros.
Perdió las fuerzas.
—¡Dios..!
Los poderosos músculos se distendieron de nuevo; nuevamente volvió a caer golpeándose esta vez la cabeza, aturdidos los sentidos a causa del dolor. Había rodado hasta las piernas de Lymond. No podía agarrarse a nada; Lymond podía hacer con él lo que quisiera... pero no iba a hacerlo. La mano derecha de Scott estaba libre. Gracias a Dios, se acordó a tiempo. Su mano derecha estaba libre. Tenía el chaleco destrozado. Por debajo de éste, atado a su cuerpo, estaba el pequeño y afilado cuchillo que había puesto allí mucho antes.
Llegó a sus manos como un niño. Lo sostuvo un momento en la oscuridad, apreciándolo, y entonces, con oscuro y divino triunfo, lo clavó hasta la empuñadura en el cuerpo de Lymond.
Una vez hendido el puñal, la energía, la iniciativa y hasta las más normales sensaciones abandonaron a Scott. Tirado sin fuerzas sobre las oscuras piedras, percibió ruidos y vibraciones. Apenas se dio cuenta de que el techo temblaba y de que voces de hombres lo llamaban por su nombre, a gritos. Hubo un crujido y el yeso y la piedra vibraron a su alrededor, haciendo caer polvo sobre sus ojos y su pelo. Se cubrió la cara con la mano.
Matthew gritaba, ahora se daba cuenta. Claro. Primero el proyectil, luego el fuego griego. Tenía que levantarse y detenerlos. Finalmente lo consiguió. Fin la oscuridad, nadie se movía tras él.
Tanteando desesperado, encontró la escalera y empezó a subir por ella en el mismo momento en que Matthew, moviéndose obstinado en la oscuridad, caminando de una pared a otra, encontró a Lymond y se dejó caer de rodillas junto a él.
Scott, cubierto de polvo y moho, con las manos llenas de sangre a causa de las afiladas piedras, esperó con los demás al aire libre, mientras Andrew Hunter y unos cuantos más descendían con antorchas. No le agradaron los sardónicos vítores que lanzaron cuando apareció.
En aquel momento, sir Andrew regresó también a la luz. Discreto como siempre, se acercó a Scott y le quitó de la mano la brida del caballo sin jinete de Lymond.
—¡Alegraos! Es un bonito día de junio.
A Scott le cambió el color de la cara.
—¿Podemos irnos ya?
—Cuando haya montado tu amigo —dijo sir Andrew, tranquilo—. ¿Qué creías que le habías hecho? Se ha lastimado el hombro, eso es todo.
Y Scott, totalmente pálido, miró hacia donde estaba asintiendo.
Rodeado por los hombres de Hunter, Lymond esperaba tranquilo, con un pañuelo en el hombro, mientras se preparaban para atar y montar primero a Turkey, y después a él. Estaba tan sucio como Scott, con la camisa blanca llena de manchas y de agujeros, y con la cara tan blanca por la impresión y por el polvo de las piedras. Pero lo que estaba claro es que no había sufrido herida letal ni mutilación alguna.
Sir Andrew Hunter le dedicó una mirada grave.
—El fabuloso Lymond, atrapado como una rata en una bodega.
—Como los gatos con la nébeda. Todo el mundo os encuentra irresistible, Dandy: ¿os sorprende? —replicó Lymond.
A pesar de su resistencia, consiguieron encaramarlo a la grupa del caballo y se pusieron en marcha. Lymond entre Hunter y Scott, y Turkey en la retaguardia de la comitiva.
La lluvia había cesado, dejando un rastro de sol. El trotar de los caballos se hizo más pausado y la madreselva aportaba abejas y un atisbo de fragancia; los olmos pasaban como llorosos senescales. Tras ellos, desdibujándose en un verdoso silencio, quedaba el convento, confiando su fracturado esqueleto a una plácida tumba, violado pero intacto, portando la aureola de sus heridas como una corona.
Pero ni Francis Crawford ni el joven Will Scott echaron la vista atrás.
A veinte millas de Threave, el silencio de Lymond llegó a hacerse intolerable tanto para Hunter como para Scott, quien ya sufría la punzada que clavaba en su espalda la mirada de Matthew. Entonces sir Andrew dijo por fin algo que suscitó el interés del hombre que marchaba entre ambos. Lymond lo miró de repente, y su flexible boca se curvó:
—Aparte de disculparme por no ser Asmodeo, ¿qué más puedo hacer?
La sabiduría clásica de Scott no le bastó para entender la referencia, pero vio cómo el rostro de Hunter pasaba del rojo al blanco. Lymond prosiguió:
—¿Tenéis por costumbre atar vuestras ratas a los terrier de los demás?
—Vuestro joven amigo vino a mí por voluntad propia.
—Initium sapientiae —dijo Lymond, ausente—, est timor Domini. Podéis buscar en vano la sapientia, pero el timor, podéis estar seguro, será de lo más evidente.
—No creo que tenga mucho que temer. Hay otro dicho: Aquel que se sienta muy alto quizás se dé cuenta de que su asiento es resbaladizo.
Hubo un centelleo en los ojos de Lymond.
—O: Las muertes no hacen más bello el cementerio de la iglesia. ¿Qué os parece ese? ¿Y cómo está Mariotta?
Sir Andrew contestó, reprimiéndose:
—Lady Culter está viva. Y no gracias a vuestras monstruosas intenciones.
—Es más triste, pero también más sutil. El intelecto y su cultivo, como alguien dijo una vez, confieren a la vida humana una forma superior de fertilidad y una gestación más noble. —Tras pronunciar aquella frase con impecable aplomo, Lymond se dirigió a Scott.
—Alegraos. Y que tengáis más suerte la próxima vez.
Scott saltó, perdida la dignidad:
—¡Habríais obrado de la misma manera conmigo!
Lymond estaba a punto de contestar cuando miró más allá de Scott. Despojado de toda frivolidad, gritó:
—Dios santo —dijo furioso—, ¡No! ¡Será necio!
Y es que, tras ellos, la columna se había partido en dos.
Scott, que sujetaba fuertemente las riendas de Lymond junto a las suyas, vio como Matthew, el astuto soldado, había aprovechado su oportunidad. Mientras los hombres que lo rodeaban escuchaban sonrientes la entretenida conversación que tenía lugar más adelante, Mat había espoleado a su caballo apartándose de los demás y, cabalgando a galope tendido, había desaparecido entre los árboles.
No era difícil seguirlo, y así lo hicieron, precipitándose hacia el bosque, mientras Turkey se golpeaba con innecesaria violencia contra la maleza y los matojos, liberándose las manos gracias a la práctica obtenida en una docena de situaciones igualmente comprometidas.
Desgraciadamente, el bosque no era muy grande. Cuando los troncos empezaron a ser más delgados, lo avistaron, y sir Andrew dio una orden. Una ráfaga de plumas de oca surcó los aires.
Turkey continuó cabalgando durante un minuto, más o menos, entonces se tambaleó hacia delante, enmarañándose su calva y rosada cabeza con las grises crines del caballo.
Scott, con la espada desenvainada y sujetando firmemente las riendas de Lymond, hizo girar a ambos caballos y galopó hasta donde estaban los demás. Allí desmontó, y tras dudar un instante, desató a Lymond y le dejó bajar.
Turkey Mat, a quien habían bajado del caballo, estaba tirado boca abajo entre los árboles, mientras sir Andrew se agachaba para echarle un vistazo. En cuanto llegaron Scott y Lymond, Dandy se puso de pie. Se estaba frotando las palmas de las manos con un puñado de hierba, y tenía la piel manchada de rojo y verde.
—Lo siento, Scott —dijo—. ¿Qué le pudo pasar al pobre necio por la cabeza para hacer algo así?
Scott, que lo sabía muy bien, no dijo nada, pero Lymond se abalanzó como una sombra junto al pesado cuerpo lleno de arañazos.
—Mat —dijo, rápidamente.
Su rostro, recio y lleno de heridas, se retorcía de dolor, pero Turkey abrió los ojos y sonrió, mirando a los de Lymond, azules. La sonrisa desapareció.
—¿Os atrapó ese maldito niñato?
—No. No me escapé, que no es igual. ¡Mat, maldito necio!
El hombre tumbado abrió unos labios azules.
—No es una gran pérdida. Me habría dolido veros marchar; no tendría nada en qué ocuparme aparte de mi enorme panza. Decidle a Johnnie que no me hacen falta sus potingues.
—Se lo diré.
—Y decidle al muchacho que es un...
—No —dijo Lymond—. Fue mi culpa, maldita sea.
—Bueno. No me gusta discutir —dijo Turkey, cuya voz, de repente, se hizo casi inaudible—. Si tenéis la oportunidad de recuperar el oro, podéis quedaros con mi parte. Y con la finca. Appin es un bonito lugar —dijo, con apagada melancolía—. Aunque en invierno hace un frío del demonio.
Y sus ojos, moviéndose sin rumbo por entre los árboles que había detrás de Lymond, se detuvieron súbitamente con una mirada de satisfacción, como si entre las hojas se hubieran aparecido una soleada playa, una tabla y un par de dados celestiales.
En Threave se respiraba la violencia. Al igual que la rosa, la rata, el castor y la ballena exhalan su esencia, las glándulas de Threave respondían con una fría violencia a cualquier sentimiento, ya fuera de amor, dulzura o terror.
Tenía doscientos años de antigüedad. Bajo el gobierno de los llamados Douglas negros, el río Dee, que la aislaba, había cosechado tanta sangre que parecía que formase parte de su flora natural. Bajo el gobierno de los Maxwell había sido premiada al fin con una poderosa prometida; su sugerente sombra se proyectaba sobre los negocios de John Maxwell con Inglaterra, mientras su fuerza bruta se extendía al azar, para ampliar su poder.
Cuando la extensa caravana de Hunter, con su infame prisionero, cruzó Causewayend, vadeó el Dee y cabalgó hasta el patio principal de Threave, la recepción, hasta cierto punto ruidosa, produjo en Scott un salvaje deleite, y le permitió olvidarse temporalmente del triste episodio de la muerte de Turkey Mat.
En torno a la culpable cabeza de Lymond, expuesta por primera vez en público, volaban los insultos, los abucheos, las amenazas y las burlas que llevaban cinco años madurando. Las atravesó puro e indiferente como un cisne, aunque, pensó Scott, por una vez su ánimo debía estar hasta cierto punto afectado... ¿acaso habré conseguido por fin alterarle el pulso? ¿O logrará hacerlo por mí esta súbita exposición ante el público?
John Maxwell no estaba, para el enorme alivio de Scott. Hasta que Buccleuch viniese a por Lymond, Dandy y él serían sus compasivos carceleros. No es que Maxwell, fueran cuales fueran sus antiguas relaciones con Lymond, hubiera arriesgado en lo más mínimo su actual seguridad para ayudarlo, pero la situación era mucho más llevadera estando lejos aquel hombre de amarillentos ojos cargados de recuerdos.
Threave, picada y exigente, se cernía sobre ellos. Mientras se construía una prisión temporal, Lymond, al que apearon bruscamente de su caballo, fue conducido a latigazos hasta una de las cuatro torres que había en las esquinas de las murallas. Estaba muy pálido, y los dedos, unidos por firmes ataduras a su espalda, lo mantenían bien erguido. Scott, que hablaba con un hombre rechoncho de mirada penetrante y amarillenta y una sonrisa jovial —el capitán de Threave—, apartó la vista cuando la multitud se arremolinó alrededor de la torre. De pronto, misteriosamente, cambió la naturaleza de los ruidos. Entonces Scott sintió la necesidad de mirar.
Lymond, impulsado por lo que parecía puro aburrimiento, había empezado a devolver los insultos. Scott pudo oír el sonido de su voz, seguido de un rugido. Habló otra persona, luego Lymond otra vez y otro rugido. La respuesta no sonaba a amenaza, sino a agradecimiento. Scott, furioso, se dio cuenta de que, en poco tiempo, empezarían las risas, y las risas, como Cupido, son un buen cerrajero.
Como en una improvisada comedia, la multitud había iniciado un falso juicio. Amontonándose alrededor del distraído prisionero, empezaron a lanzar acusaciones, a las que él respondía instantáneamente con dobles y triples sentidos de los que se encuentran en el fondo de una jarra de cerveza y que normalmente nadie comprende. El capitán se reía a carcajadas, aquello le parecía tremendamente divertido y había decidido participar. Le parecía, para disgusto de Scott, que aquello no tenía nada de malo. El castillo se había vaciado, al igual que las cocinas, las despensas, las cervecerías, la tahona, los establos y las caballerizas.
Aquella pequeña función duró diez minutos. Entonces Lymond se detuvo de repente. Le lanzaron sus réplicas, pero esta vez él no hizo otra cosa que encogerse de hombros con impaciencia. Chillaron y él permaneció en silencio. Siguieron gritando y él los ignoró. Quizás se había cansado del juego, quizás la presión había arruinado su invención. En todo caso, el alboroto ahora era colosal. Aquello eran amenazas, y aquello, chocando contra los muros de la torre, eran piedras.
El capitán se abrió camino a la fuerza.
—Basta. Lo queremos vivo. ¿Qué te pasa? Contéstales. ¿Acaso no sabes hacerlo, cuando se te dirige la palabra con educación?
Lymond no dijo nada, pero su mirada era un insulto.
O al menos eso pensó el capitán.
—Ja! —dijo—. Vive Dios que eres un hombre peculiar. No te vas a molestar en responder a gente como yo, ¿verdad? Pues bien: Vas a quedarte aquí y a cantar como un canario antes de que subamos un solo escalón. Así que ya estás cantando, amiguito, suelta la lengua...
Nada.
El capitán levantó la voz. Scott se dio cuenta de que era un hombre respetado.
—Vaya. Está bien. Ya sabemos qué hacer con la gente de tu calaña. Hay un castigo legal para los que se niegan a hablar. Alec, ¿tenemos pesas? Entonces trae las cadenas. Muchas cadenas. Davie: hay dos grilletes. Córtale las cuerdas y pónselos en las manos. Bien. Esa es una buena cadena. Un poco oxidada, pero eso no le hace daño a nadie: no queremos ensuciar a alguien tan limpio. Le pondremos la primera alrededor del cuello.
La peine forte et dure era un castigo perfectamente válido para el silencio: consistía en usar un peso que fuera ejerciendo una presión gradual hasta alcanzar la muerte. Scott dijo:
—Un momento. Se supone que tenemos que entregarlo vivo. A los jueces no les agradará saber que estáis haciendo su trabajo.
El capitán estaba dirigiendo la colocación de la primera cadena como un romano con su primer viaducto. Ni siquiera se molestó en mirar a su alrededor.
—No os preocupéis. Conseguiremos que hable tan rápido que se le gastará la lengua.
Y podían conseguirlo, claro. Lymond podía ser caprichosamente vanidoso, pero no era un necio. El cable lo cubría como el monstruoso e irónico medallón de un monarca. Se había apuntalado contra el peso, para evitar una carga innecesaria sobre sus brazos, estirados hacia arriba. Su rostro estaba inmóvil como la piedra. Nunca antes había visto Scott con tanta claridad la fuerza de su voluntad.
El capitán, alardeando, trajo otra cadena entre vítores. Lymond soportó la presión en silencio, con una curiosa mezcla de impaciencia y resignación, y Scott, perplejo ante la enfermiza pompa de aquel acto, estuvo a punto de no percatarse del parpadeo de las pestañas de Lymond cuando éste alzó la mirada y miró más allá de la multitud. Scott se giró completamente.
En una ventana abierta del primer piso del castillo estaba Christian Stewart. La vio, vio los cabellos rojos al viento y el rostro a la escucha, y después de eso nada más, pues entonces, con un rugido mayor de lo que todo Threave podía ofrecer, apareció su padre seguido de su comitiva. La aguda mirada de Buccleuch recorrió el gentío, la grotesca y tensa figura junto a la torre, el capitán, a quien hizo venir a su lado, y el rostro enrojecido de su hijo.
—Cadenas. Eso es nuevo. Gracias a Dios que no las tenían en Crumhaugh... ¿Sois vos el capitán? Muy bien. Es posible que el señor de Culter os resulte odioso, como nos sucede a todos, pero eso no significa que...
La ventana estaba vacía. Christian se había marchado, pensó Scott, sin escuchar el nombre, afortunadamente. Entonces vio un remolino entre la multitud: una cabeza rojiza y dos fuertes codos abriéndose camino sin reparos, y a Christian Stewart, sufriendo, desaliñada, que se situó junto a ellos como una flecha, con Sym corriendo a su lado.
—¿Buccleuch? Están intentando matar a un hombre. Vuestro estúpido niñato y ese gorila...
—¡Eh! —dijo el capitán, resentido.
Buccleuch, con mucho en lo que pensar, parecía tan molesto como alarmado.
—¿Estáis alojada aquí? Bueno, volved adentro inmediatamente. Hunter está allí, lo he visto. No van a matar a nadie, y este no es lugar para una dama. —Pero ella ya se había ido hacia el prisionero, arrastrada por Sym, y no prestó la más mínima atención.
Clavado al suelo por el peso del hierro, con los tendones de sus muñecas en tensión y con la rubia cabeza hinchada como una borla, Lymond la observó como un gato, asustando incluso a Sym, que perdió su enrojecida sonrisa. A menos de un metro de él, la muchacha ciega dijo:
—¿Señor Crawford?
La forma en que lo dijo produjo un nudo en la garganta de Scott. Su padre siseó entre dientes, una ola de susurros recorrió la multitud, y por primera vez, Lymond clavó su mirada, con los ojos completamente abiertos, en Scott. El muchacho dio un salto hacia delante poniendo la mano en el hombro de Christian.
Levantó la voz.
—Es Lymond, el hermano menor de Culter, a quien han atrapado —dijo—. Dejadme que os acompañe adentro. Cuidaremos de él, no os preocupéis.
—Ya sé quién es, estúpido. Ya he oído a vuestro padre —dijo Christian—. ¿Todavía tiene esas absurdas cadenas encima? Sym, quítaselas. Francis Crawford: sois otro necio, jugando a ser Macario con el tétanos. Ya os dije que el sonido era lo mío. Reconozco vuestra voz desde que tenía doce años. Imagino que pretendíais hundiros como un canard du sang en una tumba vertical.
Tenía los ojos llenos de lágrimas.
Los robustos brazos de Sym levantaron la última guirnalda de cadenas, cuyas muchas marcas habían quedado sobre las aplastadas ropas. Lymond, obstinado y sin ceder, abrió por fin sus duros labios y le lanzó unas palabras.
—Hay doscientas personas escuchándoos. Buccleuch, maldita sea: sacadla de aquí.
—No me importa —le espetó Christian—. Aunque haya dos mil. No tengo por costumbre renegar de mis amigos en público.
—¿Lady Christian conoce al prisionero? —El capitán, al igual que el público, estaban fascinados ante aquel destello de fragilidad en las altas esferas. Scott se lanzó en su ayuda.
—Este hombre se aprovechó de la amabilidad de la señora sin decirle quién era.
Aquello provocó una airada reacción. Christian, ignorando la mano de Buccleuch en su codo, se acercó al hijo de éste.
—Sabía quién era. Saber no es lo mismo que informar, en contra de lo que puedan pensar algunos.
—Pero él creía que no lo sabíais, ¿no es cierto? De ahí la pantomima.
El capitán estaba asombrado.
—Por Dios, qué complicado. No quería abrir la boca para que la muchacha no relacionase su nombre con su voz y así se supiera que entre los dos...
—¡Os lo dije! —dijo Scott, furioso—. La engañó para protegerse. No tenéis derecho a pensar... —pero su voz se perdió en el barullo de risas y comentarios.
El alboroto, sin llegar a detenerse del todo, fue a menos cuando Buccleuch soltó un bramido. Agarró a Christian del brazo y ella se lo quitó de encima.
—No me moveré hasta que lo saquen sano y salvo de este patio. —Su rostro, de inmaculada blancura entre el pelo leonado, no se estremeció lo más mínimo—. Ya va siendo hora de que se digan y se hagan las cosas al aire libre, en vez de bajo tierra, como en un país de topos. Estoy decidida a impedir que este hombre cave su propia tumba. Señor Crawford...
La voz de Lymond, con toda su fuerza, la cortó en seco. Para protegerse, tenía que hacerla callar. Lo hizo a su manera, alzando la voz en señal de burla, negando con insolencia cualquier sufrimiento, dolor o ignominia.
—¡De nuevo he perdido mi momento épico! —dijo—. ¡Pantomima! He sostenido la rosa de Hamborough a veinte brazas en el fondo de un cascajo durante un vendaval del sureste... y todo por nada, y por menos que nada: mis ilusiones destruidas, mis mentiras desveladas y mi discurso malinterpretado y echado a las hienas. No me quejo. Podéis reíros. Pero insisto en una cosa. No dejaré que unan mi nombre al de una pelirroja. Las yeguas de lazo rojo dan coces. El ganado de cuernos rojos cornea. El serbal es venenoso y también lo son las pelirrojas si tienen la ocasión... ¿Ha quedado claro?
Sym se había retirado. Los ojos azules le habían convencido fríamente
—¿Y bien? ¿Qué más? Ya la habéis escuchado. No se moverá hasta que no se me libere.
Había perdido toda la bondad que pudiera quedar en él. Sym, a una señal del capitán, se acercó titubeante para liberar las muñecas de Lymond. El capitán se aclaró la garganta, desasosegado. Dentro del castillo estaba ya lista su prisión temporal; una escolta de soldados lo esperaba. Cuanto antes encerrasen a aquel hombre, mejor.
Miró a ambos lados. A pesar de lo que acababan de escuchar, la joven no parecía enfadada lo más mínimo con aquel impertinente. Y sabía que ella tenía amigos importantes. En cuanto le quitaron los grilletes, el capitán se dirigió a ella.
—Es una bodega seca y acogedora, milady, no sufrirá daño alguno. Además, apenas le hemos puesto un dedo encima.
—Mentís, mentís, sucio carcelero —dijo el prisionero con regocijo—. Una mano libre. Dios. Manus loquacissimae... pues sí que es una pantomima. Y ahora la otra. Muy bien hecho. Todo bien, sin pérdidas que lamentar en el tronco. Cúbito, radio, húmero—. Hubo una larga pausa.
—No hay mucho... —dijo rápidamente Lymond—. No hay nada que lamentar, de hecho.
Había bajado los brazos muy lentamente. Dejó de hablar y se llevó momentáneamente las manos a la cara, haciendo una mueca. Entonces, con una resignación casi cómica, se dejó caer al suelo, como una trucha, entre los brazos de Sym.
Y lo curioso fue que, como Scott descubrió al agacharse sardónico, Lymond se había desmayado de verdad.
Tenían el permiso de Maxwell para pernoctar en el castillo y partir hacia la capital a la mañana siguiente.
En la intimidad de Threave, una vez que hubieron asegurado al prisionero con una triple guardia, los actores principales se transmitieron mutuamente su excitación nerviosa. Christian, que había visto frustrados sus intentos de visitar a Lymond, e irritada por el desprecio generalizado que Buccleuch manifestaba por el prisionero, acabó por perder los nervios por completo y se fue a la cama. A Scott le fue un poco mejor. Se le instaba a dar los nombres de sus antiguos camaradas. Se le acusaba de tener un pie en cada campo, de dejar suelto por la campiña un grupo de asesinos sin jefe, de falta de responsabilidad y de tener una cabeza llena de pulpa y pepitas, como una naranja española. Scott respondió, algo exhausto. Él y su padre siguieron dándole al asunto mucho después de que Hunter se hubiera ido con sus hombres. Finalmente, Buccleuch rugió.
—¡Es una pena, ya que tanto los aprecias, que no te hayas quedado con tus queridos amigos!
Will, que estaba ya de pie, cogió su capa.
—¡Muy bien, así lo haré!
—¡Maldito idiota! ¡Te cortarán en pedacitos en cuanto sepan lo que has hecho!
—¡Entonces iré a otra parte!
—Y tanto que irás a otra parte —gruñó Buccleuch, y tocó la campanilla como si estuviera estrangulando un gallo—. Pasarás la noche donde no puedas hacer ningún daño, donde puedas tener la oportunidad de comparar a tus queridos viejos amigos con los nuevos... Que venga el capitán.
Scott se puso en pie, pero la pesada mano de Buccleuch estaba sobre su espada. Cuando llegó el capitán, Wat lo alarmó con sus continuos gritos.
—Aquí tenéis otro prisionero. Quiero que lo encierren bajo llave durante una noche para quitarle la tontería de la cabeza.
El capitán estaba deseoso de cumplir sus órdenes, pero no sabía cómo.
—No tengo una habitación preparada, sir Wat. La mazmorra está cerrada, sólo queda la bodega...
—A eso me refiero —dijo Buccleuch, vengativo—. Que lo encierren en la bodega.
El capitán dudó.
—Pero el señor de Culter está en la bodega.
—¡Ya lo sé, idiota! —dijo Buccleuch—, Encerradlo con Lymond por una noche y veamos si el muy necio es liebre, perro o conejo.
Will Scott opuso toda su fuerza de camino a la cocina, forcejeó mientras abrían la pesada trampilla del suelo, pataleó y mordió mientras lo empujaban por ella hasta la mitad de los escalones que llevaban a la bodega. Entonces se cerró de golpe la trampilla sobre su cabeza, se escuchó el cerrojo y se quedó a solas con la inirium sapientiae y el señor de Culter.
No es muy agradable estar encerrado en una bodega con el hombre al que, en todos los sentidos posibles, acabas de apuñalar por la espalda. Cuando Will Scott se chocó contra el pasamano de la escalera y escuchó la puerta cerrarse tras él, se quedó sin fuerzas desbordado por la aprensión.
La bodega se utilizaba normalmente como almacén. Frente a él, cerca del techo, había dos ventanas con barrotes, encarcelando el cielo nocturno. Entre las sombras que tenía a la derecha había un pozo, varios sacos, barriles y cajas. Sobre una de ellas yacía Lymond, estirado apaciblemente, con una solitaria vela a su lado.
A la luz de la vela, las formas y colores parecían sorprendentes y bien definidos: aquella cabeza dorada como la mantequilla, impecablemente arreglada, apoyada sobre un saco de comida, con el reciente vendaje de arpillera y el azul de la fina tela de su vestimenta apreciándose en el hombro, en una rodilla levantada. En el cuello y en los puños, asomaban unos pocos centímetros de un blanco algodonado y resplandeciente. En el atuendo de Lymond no quedaba ya ningún vestigio desagradable.
Scott buscó algún rastro de las humillaciones de aquel día, o de cansancio o debilidad corporal, pero no halló nada. Lymond, con el rostro de un ángel de Delia Robbia, habló:
—Ha sido una jornada de burdo canibalismo y de atrocidades descerebradas, pero ya hemos tocado fondo. Quiera Dios —prosiguió la voz de Lymond, mientras Scott descendía y se acercaba a un caballete que había junto al pozo—, quiera Dios que alguien venga a fustigaros hasta que asomen los cartílagos de vuestra inestimable columna.
Scott se sentó. Ya había padecido suficiente violencia física. En el aire, como un crudo miasma, flotaba una violencia de otro tipo minando su firme e intachable enfado. Se limitó a decir:
—Vos mismo me retasteis.
—Os reté a que me atacarais. No a orquestar una muerte indigna para Turkey Mat.
—Fue culpa suya. Mi padre habría cuidado de él.
—Vuestro padre le habría arrancado las tripas, después de vuestro espectáculo pirotécnico, digno de Júpiter, en el convento. Por cierto, no os creáis el nuevo Cristo de Branxholm. ¿A quién pensáis que estabais redimiendo? Estoy acostumbrado a que se me confunda con un cruce entre Gilíes de Rais y una especie de mezcla internacional de jóvenes mamíferos, pero todo tiene un límite.
Las atormentadas emociones, la ira, el miedo y el espíritu irritado y herido del desgraciado Scott saltaron con indignación de sus labios.
—Creo que puedo adivinar qué clase de nombres me pondríais vos —dijo con frío odio—. Os traicioné para entregaros a Andrew Hunter, os engañé para que os escondierais en el convento, os clavé un cuchillo —mal, por Dios, qué inútil fui—, pero al menos hice que os retorcierais de dolor, aunque haya sido por poco tiempo. Cuando mi padre os entregue a la justicia, habré pagado las deudas de los muertos estafados y de los vivos descarriados, y las vidas truncadas de cuatro mujeres... ¿Podéis negarlo? ¿Acaso no tengo razón?
—¿Razón? —dijo Lymond—. Nunca tenéis razón, patético y torpe bobalicón. Pero esta vez ya podéis ir plantando todas vuestras interpretaciones erróneas como si fueran mierda de pato en una zanja y ahogaros con ellas.
Scott, enfadado, se levantó.
—Vale. Explicadme mis propias motivaciones. O si no lo queréis hacer vos, ¿os importa que lo haga yo? Alguien dijo una vez que odiabais a las mujeres y es cierto, ¿no? Odiáis a todo el mundo; incluso a vos mismo. Pero por encima de todo, creéis que las mujeres valen poco...
No pudo seguir.
—Estúpido y malpensado imbécil —dijo Lymond, desenroscándose como un látigo y obligando a Scott a retroceder—. No os estoy insultando, querido: os estoy contando los hechos. Hoy asesinasteis a un amigo mío. Tratáis ese asunto con demasiada ligereza. Espero que su tolerancia, su honestidad y sus debilidades se abran camino en vuestra imaginación y gangrenen vuestra insufrible vanidad. Eso y otra cosa. Al diablo con vuestra ridícula venganza: las cosas de las que alardeáis no tienen ninguna importancia, y las que sí importan os son absolutamente desconocidas. ¿Pero en qué demonios —exclamó Lymond, furioso—, en qué demonios estabais pensando al someter a esa joven a un juicio público?
Scott se quedó asombrado.
—Vos fuisteis quien... —pero Lymond le quitó la palabra.
—Igual que yo pude mantener la boca cerrada, vos podíais haberla mantenido alejada del patio. En realidad poco os importa a quién tengáis que sacrificar, siempre que se suponga que sirva para hacerme daño, ¿verdad?
—¡Yo no la engañé!
—¿Creéis que le hice daño alguno? —exclamó Lymond—. ¡Si no fuera por vuestras intromisiones, estaría perfectamente a salvo!
—Ahora recuerdo —dijo Scott—. No os gustan los pelirrojos.
Lymond lo miró con fiereza, fijamente.
—Era una de vuestras cuatro mujeres, ¿verdad? Entonces podéis estar seguro de que uno de nosotros le ha hecho perder su seguridad, reputación y tranquilidad en el día de hoy. ¿Quién más?
—La condesa de Lennox.
—Lady Margaret tuvo la culpa del fracaso de Heriot, que casi le costó la vida a vuestro padre. ¿Quién más?
—La esposa de vuestro hermano.
—Conocéis la verdad tan bien como yo.
—¿Ah sí? —dijo Scott—, Que yo recuerde, por aquel entonces yo estaba completamente borracho, tirado en el suelo de vuestra habitación.
—Está bien. Os dejo a vos imaginar por qué, después de haber seducido a mi cuñada y asesinado a mi sobrino, no dije absolutamente nada cuando bajabais las escaleras de puntillas a las tres de la mañana, con esa niñata romántica escondida en un saco de avena.
Durante un instante, Scott se quedó aturdido. Se recuperó.
—Porque queríais libraros de ella, imagino. Igual que de vuestra hermana pequeña.
—Como mi hermana pequeña —murmuró Lymond. Como el sol durante un eclipse, en la luz que proyectaba la vela que tenía a la espalda, se recortó la silueta de su impía cabeza. Miraba con tranquilidad y soltura, como el resuelto Roe al apiadarse del elefante.
—Os lo advierto. Soy capaz de luchar con un solo brazo tan bien como con los dos.
El brillo en los pálidos ojos de Scott mostraba su desprecio.
—No será necesario. Os conozco lo suficiente. No quiero saber nada más.
Suavemente, Lymond dijo:
—¿De qué tenéis miedo?
—¿Yo? ¡De nada! —exclamó Scott—. Si queréis luchar, lucharé.
—¿Sin ideas? Hacéis sonar tambores y teteras de latón, Scott. Una epidermis gruesa y un montón de prejuicios no van a libraros de los dragones.
—Estoy cansado de contemplar un paisaje con dragones —dijo súbitamente Scott.
—¿Y qué queréis, pues? Escondeos si os place bajo tierra con vuestra estupidez. Retiraos bajo el agua como una rana. Encerraos en una concha como un molusco. Evaporaos en el aire como el rocío equivocado...
—Yo no me escondo en ningún sitio.
—Pues tampoco es que progreséis demasiado.
—Puedo matar a los dragones.
—¿Y cómo —preguntó Lymond, acorralándolo—, reconocéis a un dragón cuando lo veis?
A pesar de todos sus esfuerzos, Scott estaba temblando. Dijo:
—Porque soy un ser humano, no un juguete, ni un trozo de hostia sin consagrar que podáis usar para echarles maldiciones a vuestros enemigos. Os conozco bien. Yo no quería que Turkey muriese. Y nunca le habría hecho daño a Christian intencionadamente, pero va está hecho, y si tuviera que repetirlo, lo haría. Ya conocéis la ley del talión: habéis perseguido al tal Harvey como un alma en pena. Sois un maestro —Dios, lo sé bien—, en el arte de castigar al contrario. Así que me he asegurado de que también vos lo seáis antes de que desaparezcáis de mi vida. Ahora ya no podréis cruzar la frontera para matar a Harvey.
—Enseñaros a dar discursos es otra de las razones por las que deberían degollarme —dijo Lymond—. Ya sé que llego tarde a la cita con Harvey. He podido darme cuenta, gracias. Vuestras intenciones eran ejemplares. Enseñarme a entonar do, re, mi, fa, sol, y cuando me equivocase, darme con un palo en la cabeza. El problema es que los palos han caído sobre dos cabezas inocentes mientras que yo, estoy aquí, cantándoos una serenata. Y vos por cierto, ¿Por qué estáis aquí?
Hubo una pausa. Scott no dijo nada, y los ojos azules se estrecharon de repente.
—¿He de interpretar, acaso, este silencio como una muestra de modestia? ¡Dios santo! —Lymond se sentó—. ¿Habéis decidido proteger a vuestros antiguos colegas?
—No tenía ningún problema con ellos.
Sin dejar de observarlo, Lymond dejó escapar una carcajada burlona y se echó hacia atrás, sujetándose el brazo herido.
—Parece que esta actitud vuestra ha sido mi único éxito, aunque haya estado demasiado preocupado como para darme cuenta. ¿Quién os ha encerrado aquí? Oh, habrá sido vuestro padre, claro.
Y, estirándose como un gato, Lymond se acostó. Misteriosamente, el miedo y la sensación de peligro animal habían desaparecido. Misteriosamente, de su persona emanaba un involuntario regocijo.
—Parece que he lamido, como la vaca Audhumbla, la sal de vuestra atroz educación, y ahora observo el resultado con temeroso deleite... Vuestro padre, como sin duda os habréis dado cuenta, no lo tendrá nada fácil para conseguir que os vuelvan a aceptar en la corte. Deberíais decirle que los mensajes que copiasteis para mí, contra vuestra voluntad y con vuestra inconmensurable mano, os pueden ayudar bastante si son leídos en los lugares adecuados. Están todos en poder de Arran. Llegaron hasta allí, por cierto, gracias a un astuto caballero llamado Patey Liddell, que no debería verse envuelto en el asunto. De todas formas, está demasiado sordo como para responder a cualquier pregunta... No os imagináis hasta qué punto.
Hubo un silencio cargado de sorpresa. Scott dijo:
—¿Es eso cierto? —Y rápidamente—: Seguro que es una trampa.
—Es chantaje. Quiero algo a cambio.
—¿Qué?
—Deshaced una parte del embrollo que habéis liado hoy —dijo Lymond, manteniéndole la mirada—. Levantad las sospechas que se ciernen sobre la joven Stewart. Convenced a todo estúpido chismoso de que, diga lo que diga Christian, no sabía lo que hacía cuando me dio su protección. Recurrid al chamanismo y a las misas negras si os parece. Lo que sea. Pero que la gente piense que ella no es responsable de sus actos. ¿Entendido?
—Lo haría de todas formas. Pero eso no os ayudará —dijo Scott.
—Nada me ayuda. Por eso me ayudo yo a mí mismo tan a menudo.
Hubo otra pausa.
—Esas cartas —dijo el muchacho—. No me van a hacer mucho bien cuando descubran que también hemos estado vendiendo copias a Inglaterra. De mi puño y letra.
—En ese caso, tenéis suerte de que no lo hayamos hecho.
—¿No hemos tratado con Inglaterra? ¡Por Dios, si las copié yo mismo!
—Y por Dios que yo las rompí en pedazos.
—¿Qué? —Scott estaba acercándose al banco en el que yacía Lymond cuando éste lo detuvo.
—Volved y echaos. No quiero que me cantéis kassidas con esa cara que tenéis de niño mimado. ¿Qué demonios importa? Hicisteis vuestro trabajo.
Scott se sentó al borde de las tablas y repitió:
—Las rompisteis en pedazos. Si las rompisteis en pedazos, ¿por qué nos molestamos en interceptarlas?
—Por sesenta ávidas razones. Los mercenarios son de lo más mercenarios. Y suspicaces. Y además, sentía curiosidad.
—Pero las rompisteis, ¿Por qué?
—Porque estoy de vuestra parte, maldito estúpido —dijo Lymond. La bodega estaba en silencio. El rostro de Lymond resultaba impenetrable al inquieto escrutinio de Scott. Tras unos instantes, el chico se estiró lentamente sobre la cama.
—Eso es lo que contaréis en Edimburgo, claro —dijo al fin—, ¿Podéis demostrarlo?
Hubo una breve pausa.
—¿Desde aquí? —preguntó Lymond, sardónico—. No, señor Scott. Ahora no tengo prueba alguna y no creo que vaya a tenerla.
De entre la oscura y embarrada maraña empezó a emerger una difusa figura. Scott tragó saliva.
—¿Harvey? ¿Harvey tiene algo que ver con las cartas?
—Eso creo. Quizás no. De todas formas, ahora es demasiado tarde, ¿no os parece? Mirad las estrellas. —Los ojos de Lymond observaban a las altas ventanas—. Os las ofrecí una vez, en una ocasión memorable. Poco a poco se han ido apagando las estrellas, una a una; y ahora no queda más que Lucifer... ¿Y qué puede hacer Lucifer entre barrotes, sin caballo y a cientos de kilómetros de distancia de sus ilusiones? Este es un triste mundo. La vela se apaga; así que a no ser que, como Al Muqana, podáis hacer que la luna salga de nuestro pozo, nuestro destino es lamentarnos juntos en la oscuridad. Buenas noches. Sois un estorbo y un peligro público, como también lo es vuestro padre. Tenéis el mismo efecto que un ataque de fiebre: podéis acabar con uno pero también llegar a salvarlo.
Su voz sonaba resignada, pero no agresiva. La luz de la vela, débil conspiradora, acarició por un instante el irónico rostro del extraordinario prisionero de Scott, y después se apagó.
Will Scott había tenido razón al pensar que el señor de Maxwell no movería ni un dedo para ayudar a un hombre de la fama de Lymond. Maxwell y su esposa estaban en uno de sus refugios de caza cuando llegó el mensaje de Hunter. Maxwell envió una felicitación por respuesta, concediendo a sir Andrew y a Buccleuch el control de su castillo y su prisión hasta la mañana siguiente y siguió con la caza. Sin embargo, envió a su mujer, como era de esperar, para que ésta se ocupase de que sus huéspedes, tanto los que lo eran por voluntad propia como los que no, recibieran el alojamiento adecuado.
A las once de esa noche, Agnes Herries apareció en el salón de Threave, haciendo saltar como un conejo al soñoliento Buccleuch, a punto de quedarse dormido en medio de una partida de cartas, y le pregunto si había perdido el juicio, encerrando a su propio hijo junto a un salvaje como Lymond.
Como se debía a su anfitriona, Wat le explicó brevemente sus motivos. Ella los puso en duda. Él se explicó con más detalle. Ella le llevó la contraria. A medianoche, Buccleuch, farfullando, abrió el cerrojo de la trampilla, a la luz de la antorcha portada por Agnes Herries, y gritó:
—¡Will! ¿Estás bien?
—¡Pues claro! —respondió hoscamente la voz de su hijo.
—Bueno, pues ya puedes subir —dijo sir Wat, no muy convencido, y, dejando a lady Herries ante la trampilla, se marchó sin esperar a ver a su heredero.
Will Scott cruzó la bodega con desgana. Lymond no se movió un ápice. Por un instante, el muchacho se detuvo, mirándolo, para después darse la vuelta y subir rápidamente por la escala de madera.
Arriba, Agnes Herries sujetaba la trampilla. Un poco más lejos pudo ver a los tres hombres que seguían montando guardia en la cocina y el pasadizo, aunque el turno debía de haber cambiado pues ninguno de ellos pertenecía a los Scott. Dudó.
—¡Cielos! —dijo lady Herries—. Después de todas las molestias que me he tomado, ¿no podéis andar un poco más deprisa? Quiero irme a la cama.
Bajo las espesas cejas, sus ojos lo miraron con gran impaciencia, y cuando el joven puso el pie en el suelo de la cocina, ella dejó caer la trampilla, con un golpe que hizo temblar las sartenes en los armarios y rechinar los cerrojos. Ella se irguió.
—¿Y bien?
—Está bien —dijo Scott, decidiéndose, para su propia sorpresa—. Estaba medio dormido, eso es todo. Lo siento. Id vos delante. Habéis sido muy amable al...
Diez minutos más tarde estaba en la cama, aunque tuvo que pasar mucho tiempo hasta que pudo conciliar el sueño.
Mucho antes de que él despertase, Christian Stewart salió del castillo con su séquito, cabalgando tan rápido como Sym se lo permitió. Había tardado gran parte de la noche en aceptar el hecho de que debía marcharse, y Buccleuch, a quien no le agradaba hacer el papel de carcelero ni de espía, sintió alivio al verla partir.
A las seis, un puñetazo contra su puerta y un bramido, llevaron a Scott a coger rápidamente una bata y encontrarse con su padre en el salón. La habitación estaba repleta de amedrentados sirvientes, su anfitriona sumida en una profunda resignación y su padre colérico.
—¡Vaya! —dijo Buccleuch cuando apareció su hijo—. ¡Vaya! Así que resulta que no eres capaz siquiera de echar un cerrojo tras de ti. ¿O es que tenías intención de dejarlo abierto?
Recurriendo al dominio de sí mismo recientemente adquirido, Will Scott evitó que las conjeturas y los recuerdos se hicieran patentes en su rostro.
—¿Qué cerrojo?
—¡Que qué cerrojo! —gruñó sir Wat—. Ese cerrojo pequeñito que hay al fondo de la perrera. La trampilla de la cocina, imbécil. La encontraron esta mañana, abierta como la esposa de Oseas, y a los tres soldaditos tirados en el pasillo con la cabeza hecha cisco.
Scott abrió la boca.
—¿Entonces Lymond ha escapado?
Su padre hablaba con sarcasmo.
—Bueno, no iba a saltar del agujero, abrirles la cabeza a tres muchachos y volver a meterse dentro, sólo por diversión. ¡Claro que ha escapado! La mitad de Threave lo está buscando, pero sabe Dios adonde habrá ido. ¡Y todo por culpa tuya, maldito idiota!
Aquello le pareció sorprendente. Indignado, Scott dijo:
—¿Por qué?
Agnes Herries se lo recriminó:
—Os dije que cerraseis bien la trampilla. ¡Cómo pudisteis ser tan descuidado!
Scott la miró fijamente.
—¿Me dijisteis que..?
Ella le devolvió la mirada.
—Es posible que tuvierais sueño, pero no creo que fuera tanto como para no acordaros. Hasta mis tres hombres lo recuerdan perfectamente. Así que, si la trampilla no estaba bien cerrada, la culpa es enteramente vuestra.
No tenía sentido protestar. Después de poner la otra mejilla, Will Scott permitió, con toda la calma que pudo reunir, que se la abofeteasen. Montó junto a su padre y pasó el resto de las horas de luz peinando la campiña en busca del fugitivo, sin éxito.
En Midculter, Sybilla dedicó el viernes y el sábado a poner patas arriba los armarios, haciendo una larga y superflua lista de su vajilla de oro. Mariotta, que había estado caminando inquieta de una habitación a otra desde la marcha de Janet Buccleuch, estalló en una diatriba desconsiderada:
—¿Cómo podéis quedaros ahí sentada haciendo eso?
No habían oído nada más desde que les llegó la noticia de que Lymond iba a ser capturado. No habían tenido noticias de Will, ni de Hunter, ni de sir Wat. Mientras escuchaba la desesperante diatriba de Mariotta, Sybilla, que estaba algo pálida, se echó hacia atrás en su asiento y tomó una decisión.
—Escucha —dijo, incisiva—. Estoy intentando no interferir, pero creo que podríamos ser honestas la una con la otra. ¿De qué llenes miedo? Has renegado de Richard y mi otro hijo te parece odioso.
Mariotta murmuró:
—No quiero que sufra ningún daño.
—¿Quién? —dijo la viuda, aguda—. Por cierto, por si te interesa, creo que Lymond apenas sabe que existes.
—Me refería a Richard —dijo la muchacha.
—Está bien, porque a pesar de todas las tonterías que dice, Richard idolatra a su esposa. Lamentablemente, ninguno de los dos sabéis qué es lo que piensa el otro la mitad del tiempo.
Defendiéndose, ella contestó:
—No es fácil entenderlo.
—Y sin embargo, esperas que Richard te lea el pensamiento, ¿no es así? Pensaste que él te imaginaba esclavizada para siempre entre cazuelas y sartenes... Que para él una mujer es un objeto inútil, que sólo sirve para lavar y escurrir. Y cosas así. Pero...
—Por supuesto que lo pensé. Él no tenía otra cosa en la cabeza.
—Dios me libre —dijo la viuda, molesta—, de entrometerme en los asuntos de los demás cual partera sin trabajo. Pero voy a decirte una cosa. Wat Scott es así. Con Wat, todo es coser, tejer y cocinar. Nada de tonterías. Hablar de sus asuntos en casa le parecería un insulto a su masculinidad.
Mariotta se sentó, preparándose para discutir.
—Pues a mí me parece que Janet está al corriente de todo lo que sucede.
—Exacto. Es más, de manera sutil, se asegura de que Wat conozca su opinión en todos los asuntos importantes. En otras palabras, usa sus propios métodos para estar informada de todo lo que le interesa a Wat, y la mitad de las veces, él actúa exactamente como ella quiere que lo haga.
»Quieres que Richard se interese por las menudencias de tu día a día: pues eso ha de ser recíproco. ¿Alguna vez te has preguntado lo que hace Richard con esos nuevos tipos de construcción que está probando? ¿Alguna vez le has pedido que te cuente algo de cuando ganó todos los premios de Kilwinning? ¿Sabías, por ejemplo, que es probablemente el mejor espadachín del país y que a veces trabaja dando clases para Arran, cuando el vástago de un noble importante necesita que lo espabilen un poco?
—Si lo que queréis decir —dijo Mariotta, enrojeciendo—, es que debería comportarme como Janet, la verdad, no creo que...
—No quiero decir nada de eso. Lo único que estoy haciendo es analizar los matrimonios que tenemos cerca; saca tus propias conclusiones. Fíjate en los Maxwell, por ejemplo.
—¿Agnes?
—Pues sí, Agnes. Está convencida de ser ella quien le ha elegido a él, cuando en realidad ha sido al contrario. Está convencida de que Maxwell es el héroe de una de sus patéticas historias románticas, cuando en realidad se ha casado con un hombre pragmático e inteligente, que tendrá el seso suficiente, y la delicadeza, de conservarle la fantasía, o al menos revelarle la verdad sin ser muy brusco.
—¿Y Richard?
La viuda se llevó una errática mano a los blancos cabellos.
—Richard. Yo no puedo decirte cómo llegar hasta él. Tendrás que averiguarlo tú sola. Pero sí te puedo aclarar un par de cosas sobre mi hijo. La primera es que para él, lo más importante es su país, y la segunda es que lo que realmente puede acabar con Richard es la falta de estabilidad.
El rostro de Mariotta se oscureció.
—Os referís a la falta de constancia.
—A lo que me refiero —dijo Sybilla, en tono cálido—, es a la locura de dejarse atraer siempre por el brillo de lo superficial. Me refiero a desear constantemente el cambio y la emoción, incluso una emoción tan equívoca como la de esperar a ser descubierta en el asunto de las joyas.
Mariotta se quedó en silencio. Entonces, inesperadamente, una lágrima apareció y descendió por la mejilla.
—Pero —dijo Mariotta, triste—, ¿cómo puedo cambiar ahora?
Sybilla se levantó y, con una extraña mezcla de suspiro y sonrisa, volvió a sentarse en su silla tallada.
—El tiempo lo arreglará, pequeña, y lo hará rápido. Tu desgracia ha sido que el hombre con el que te has visto involucrada fuera precisamente el mismo que le provocó a Richard su complejo de inferioridad en la adolescencia. Y si alguien tiene la culpa de eso, me temo que soy yo... Oh, qué prosaicas somos; embriagadas con la dulce indulgencia de la autocompasión y criticando las relaciones amorosas de los demás. ¿Te sientes peor o mejor?
—Mejor —dijo Mariotta, y cruzando la habitación para sentarse sobre el brazo de la silla de la viuda, se agachó para besar su tersa mejilla.
Tom Erskine se encontraba con ellas cuando, mucho más tarde, Christian llegó de Threave. Se sentía dolorida y sucia, y mostraba algo más que cansancio en la mirada. Sybilla, observando el rostro ciego, se apresuró a ofrecerle asiento. La joven no perdió el tiempo. Volvió sus hermosos ojos hacia la viuda y dijo, simplemente:
—Tienen a Francis.
La reacción fue curiosa. «¿Quién?» preguntó Erskine. «¿Quién?», dijo Sybilla, con un tono tan distinto que la muchacha ciega respondió con una rápida y triste sonrisa. Sybilla tomó una de las manos de Christian.
—Está bien —dijo—. Hablemos claramente. Contadnos.
Y así lo hizo.
Al final, la viuda habló.
—¿Richard no sabe nada? Bien. Tom, vos tampoco debéis decirle nada. Cuanto más tiempo podamos mantenerlo a raya... me pregunto...
—Dejad de preguntaros —dijo la muchacha—. Ahora me toca a mí.
—Os escucho —dijo Sybilla, suavemente.
—Yo embrollé las cosas en Threave —espetó Christian—. La situación se estaba poniendo peligrosa para Francis y cuando los detuve, se dieron cuenta de que no era completamente... imparcial. Después de aquello me pusieron vigilancia, y a Sym también. Pero lo que importa es lo siguiente. Al parecer, él tenía grandes esperanzas de encontrarse con un hombre llamado Samuel Harvey: iba a encontrarse con él cuando lo atraparon. Eso es todo lo que pude sonsacarle al idiota del hijo de Buccleuch. Bueno, el caso es que no pudo asistir a ese encuentro. Pero quizás pudiera organizarse uno nuevo... con nosotros. De todas formas, George Douglas tiene algo que ver en todo este asunto y voy a ir a verlo. Si la persuasión o las amenazas sirven para algo, nos ayudará.
—¿Ayudar? ¿Ayudar a quién? —preguntó Tom Erskine, perplejo.
Hubo un instante de silencio.
—A mi hijo menor —dijo Sybilla, sin levantar mucho la voz—. Somos una familia tenaz, y tu prometida tiene un gran corazón. Llevamos ocupándonos de ayudar a Lymond los últimos meses, ¿no es así, Christian?
Christian abrió las manos, en un gesto de falsa sorpresa.
—¿Cómo lo habéis adivinado?
—Nadie me concede nunca —dijo la viuda, apenada—, el beneficio de enterarme de las cosas. Cuando un misterioso fraile desata un escándalo real en los jardines del lago de Menteith y los oídos más finos de Escocia, que pasaban por allí, resultan volverse completamente sordos —según dice—, empiezo a preguntarme qué pasa. Y también me lo pregunto cuando una niña de exquisita educación, Reina para más señas, deja atónita a toda la corte con una adivinanza algo procaz que inventé yo misma. Y cuando Andrew Hunter y Richard mencionan un nombre que te he oído decir a ti, y ese nombre está relacionado con Lymond...
—Probablemente también os fijasteis en el gitano.
—Me di cuenta, ciertamente, de que los gitanos que tan oportunamente aparecieron justo antes de que desapareciese toda mi plata con Francis eran los mismos con los que tantas ganas tenías de hablar en Stirling; sí.
—¿Fue por eso por lo que mantuvisteis cerca de vos a Johnnie Bullo?
—Al comienzo sí. Pero Johnnie me ha decepcionado —elijo la viuda, algo severa. Abrió un costurero, sacó su bordado y se colocó sobre la nariz unos anteojos con montura de marfil.
—Johnnie ha resultado ser demasiado individualista. Le vendría bien que alguien le diese una lección.
—¿Bullo..? —dijo Mariotta—. Pero si ese es el hombre que... No entiendo —dijo, angustiada.
—Nos estamos felicitando mutuamente por lo listas que hemos sido —dijo Sybilla—. Lo cual no tiene mucho sentido. Pues ahí está nuestro querido Lymond, encerrado en Threave, y nosotras aquí, sin hacer nada al respecto.
—¿Habéis estado ayudando a Lymond?—dijo Mariotta, levantándose.
Sybilla alzó la vista. Dejó la aguja, se quitó los anteojos y dedicó toda su atención a Mariotta.
—Lo siento, querida —dijo—. Siéntate. Nos estamos adelantando un poco a ti, con nuestras prisas, eso es todo. Verás, mi hijo Lymond no es exactamente el forajido alcohólico que se cuenta por ahí.
—¿No me retuvo en Crawfordmuir? —dijo Mariotta—. ¿No mató a mi bebé? ¿No me insultó? ¿No intentó quemaros viva? ¿No corrompió a Will, no intentó matar a Richard, no intentó aprovecharse de Christian? Hace un momento le estabais llamando superficial y pomposo.
Suavemente, la viuda respondió.
—Te dije que era un sentimiento superficial dejarse atraer por lo nuevo y fascinante. No dije que Francis no tuviera otras virtudes que descubrir. No nos ha causado ningún daño intencionado ni a ti ni a mí: no puedes, creo yo, acusarlo seriamente de acabar con la vida de tu hijo, y puedo imaginar que tuvo sus razones para comportarse conmigo como lo hizo después. Evidentemente, todavía tiene muchas cosas de las que responder, pero...
—No nos confundáis —dijo Tom Erskine, de repente—. Obviamente, vos queréis pensar lo mejor de él. Pero su objetivo durante todo este tiempo ha sido borrar a Richard del mapa. No pretendo deciros que escojáis entre vuestros propios hijos, pero deberíais tener en cuenta que uno de ellos ha puesto en peligro la vida de muchas personas en reiteradas ocasiones. Christian, ni siquiera sabía que habíais conocido a ese hombre.
Por un instante, la muchacha se quedó callada. Entonces dijo:
—Lo conocí en septiembre, pero Tom, no habría sido justo pediros, ni a vos ni a nadie, que compartieseis el secreto.
Con repentina ira, Erskine dijo:
—¡Pero podrían haberos matado!
—Es posible —dijo ella—, Pero no lo creo. De todas formas, ahora estoy a salvo, ¿no es así? Y la verdad no puede hacernos daño a ninguno. Sybilla, voy a ir a Boghall, y después me dirigiré directamente a Dalkeith. Os haré saber qué sucede. Tom...
Nervioso, él dijo:
—¿Estáis decidida a seguir defendiendo a ese... ese..?
—¿Forajido? Quiero terminar lo que he empezado, Tom. ¿Es eso algo malo? Si tengo razón, entonces habré evitado una injusticia. Si me equivoco, entonces la opinión pública —y la vuestra—, quedará justificada. En cualquier caso, vos sois el hombre con el que he prometido casarme. ¿No creeréis que lo he olvidado?
El no encontró palabras ante semejante argumento.
Más tarde, cuando Christian se hubo marchado, él volvió y se quedó sentado largo rato ante el fuego del salón de la viuda, sumido en sus propios pensamientos. Finalmente alzó la vista, llamando la atención de la cálida mirada de Sybilla.
—No es la clase de persona a la que uno pueda convencer fácilmente.
—No.
—Ni a la que se pueda confundir como si fuera estúpida.
—No.
—Y aun así, esto va más allá de la lógica y de la razón... ¿por qué? —preguntó Tom a la nada.
—Porque ella cree que uno de sus patitos feos está a punto de convertirse en cisne —dijo Sybilla. Sus anteojos centellearon a la luz del fuego como lámparas de color escarlata.
Preguntándose, cavilando, sus ojos pasaron de Sybilla a la nuera de ésta.
—¿Acaso ese hombre es un santo?
—No —dijo Sybilla—. No es un santo. Es un artista de la vivisección del alma. Pero es que lleva cinco años que sometido al bisturí.
—Me parece muy bonito por su parte —dijo Erskine—, asegurarse de que todos los demás suframos también.
—Ya os dije que no era un santo —dijo la viuda—. Pero todos tenemos un límite. Sólo espero... —se detuvo, inesperadamente.
—¿Qué sucede? —dijo Mariotta.
—Que si va a darse por vencido, no lo haga demasiado pronto. Ahora mismo, Francis es, probablemente, la única persona que puede devolverle a Richard su futuro. Si es que no es, de hecho —dijo Sybilla, quitándose las gafas—, la única persona que puede hacer que vuelva a ti.
El domingo, 3 de junio, un día después de aquella conversación, Francis Crawford de Lymond estaba sentado en el muro medio derruido de una majada, en la orilla escocesa del río Tweed, tirando piedrecillas, distraído, al agua que corría.
La escena era tranquila, deliciosa. Gruesas nubes surcaban el cielo azul como ángeles blancos, alegres grajos graznaban entre las brillantes hojas y una nutria con un pez a medio comer rozó con el hombro las flores que crecían entre el barro al pasar. Lymond la observó marchar y tiró otra piedrecilla al agua.
Al otro lado del río, la verde extensión de tierra que limitaba con Inglaterra se elevaba en un risco desigual para hundirse más allá en un valle, donde se encontraba el pueblo de Wark. En lo alto del risco, destacando su robusta silueta, se encontraba la fortaleza inglesa fronteriza de Wark, en cuya torre estaba Gideon Somerville, protegiéndose los ojos del sol con ambas manos a modo de visera.
—Allí, señor —dijo el soldado que estaba tras él.
—Ya lo veo. —Gideon examinó a la figura sentada, allá a lo lejos, al otro lado del río. Aquella cabeza inclinada era inconfundible—. ¿No ha intentado cruzar el río?
En aquella parte había una especie de vado.
—No señor. Pero el río está bastante alto.
—Ya veo. Está bien. Enviad una barca a buscarlo y traedlo a mi habitación.
Abajo, mientras esperaba en su mesa, a Gideon le pareció que pasaba mucho tiempo hasta que se abrió la puerta. Alguien dijo:
—El señor de Culter, señor —y volvió a cerrarla en el momento en que Gideon alzaba la vista.
Era la misma presencia familiar y elegante, pero más tranquila, menos dinámica de lo que recordaba. Lymond dio sólo unos pocos pasos desde la puerta, no los suficientes para situarse bajo la agonizante luz que entraba por la ventana, y Gideon no pudo ver más que el pálido brillo de su cabeza, con sus inconfundibles y bidimensionales rasgos, como si la cara y las manos hubieran volado como una bandada a sus respectivos lugares entre las sombras. La voz de Lymond sonaba agradable, no había cambiado.
—Armagedón —dijo.
—No lo creo —contestó Gideon, seco—. ¿Recibisteis mi mensaje?
—La entrega fue admirable. Sí. ¿Ha venido el señor Harvey?
—Y se marchó. Ayer estuvimos todo el día esperando.
—Entonces —dijo Lymond, ecuánime—, llego demasiado tarde.
Gideon estaba molesto. Con brusquedad, dijo:
—El señor Harvey estaba a cargo de un convoy urgente que esperaban en Haddington. No podía retenerlo indefinidamente para complaceros. Nuestro acuerdo era bastante claro.
—Lo sé. La culpa es mía. Me retuvieron —dijo Lymond—. Una pequeña ardilla, siempre tan atareada. De todas formas, fue muy atento por vuestra parte cumplir vuestra promesa.
—El mantener mi palabra ha causado algunos problemas. Y después de todo, parece que el asunto no era, para vos, de tanta importancia.
Hubo una pausa. Entonces, Lymond, sin poder evitarlo, se echó a reír.
—Seguid, seguid, Glasgérion. Prophéte de malheur, babillarde... —Su voz, como siempre, sonó extraordinaria, exuberante.
—Estáis borracho —dijo Gideon, profundamente disgustado, dando un golpe en su silla.
—¿Borracho?—Su voz era una brillante parodia de sí mismo—. Por Dios... No mentéis ahora el Paraíso, pues no estoy en él... Terriblemente, terriblemente sobrio, señor Somerville —dijo Lymond, con voz titubeante.
Gideon cruzó la habitación en tres zancadas. Lymond, erguido a medias, con su ropa hecha un amasijo sanguinolento y la mirada febril dijo con calma:
—Estoy hecho polvo. Pero no os alarméis. Es el resultado de moverme sin transporte por este maldito país con su execrable clima. He estado encerrado en Threave hasta ayer por la mañana.
—¿Habéis venido a pie? —dijo Gideon, incrédulo.
—La mayor parte del camino. Corriendo como un perro. Y por el agua, también: de ahí el desaliño. Siento haberle causado a vuestro barquero la molestia de tener que recogerme, pero sólo la amenaza de la jauría de Buccleuch pisándome los talones podría convencerme de volver a nadar en estas aguas.
—Lo siento mucho. —Gideon estaba desagradablemente sorprendido.
—Podría haber sido peor. Pero os agradecería la cortesía —dijo cuidadosamente Lymond—, de permitirme adecentarme un poco antes de sentarnos a hablar.
En diez minutos, siguiendo las instrucciones de un Gideon pragmático y tajante, el prisionero de Threave se encontró, sin oponer resistencia, en una cama en Wark.
A petición suya, Lymond regresó al estudio al caer la noche, limpio, vendado, con ropas nuevas y perfumado, como él mismo resaltó, con deliciosos ungüentos de dulce aroma. Parecía, si bien no con las energías enteramente renovadas, sí al menos mostrando una perfecta compostura.
—Os advertí sobre Scott —dijo Gideon, que había iniciado la conversación exigiendo una explicación detallada sobre el retraso de Lymond.
—Fue culpa mía, por no pensar en otra cosa que en el pobre desgraciado de Harvey. En cuanto a eso...
—¿Decís —dio Gideon, interrumpiendo, tranquilo—, que habéis disuelto vuestra banda?
—Con el disgusto y los lamentos de más de uno. Dios, les pareció terrible. Sí, lo hice.
—¿Y ahora estáis por lo tanto a mi entera disposición?
—El escocés, el francés, el papa y la herejía, todos rendidos ante la verdad. De nuevo, sí.
—Me gustaría —dijo Gideon, ligeramente exasperado—, que hablaseis, por una vez, en prosa, como el resto de la gente.
—Está bien —dijo Lymond, recitando con malicia—. «Y en cuanto a escoceses e ingleses, no son enemigos por naturaleza sino por costumbre, no por nuestra buena voluntad, sino por su propia locura: pues para ellos sería mayor honor el unirse a Inglaterra que el beneficio que nos supondría a nosotros ser uno con Escocia... Un Dios, una Fe, una tierra y un país, una lengua, una forma de vida, amamos el coraje y las agallas en la batalla y somos rápidos a la hora de aprender; esto es lo que hace que Inglaterra y Escocia sean una sola.»—¿Creéis en esas palabras? —preguntó Gideon.
Los ojos azules miraban serenos.
—¿Qué es lo que deseáis averiguar? ¿Si profeso las «abominables opiniones de Lutero, el gran hereje»?
—Habéis citado a Ascham. Me preguntaba por qué.
—También he citado al difunto rey Jaime V. Repito como un papagayo de las Indias, esa es la razón. Y para seguir con pájaros: Si fuera un reyezuelo, no me gustaría tener un huevo de cocodrilo en mi nido.
—¿Ni siquiera para protegeros de los demás cocodrilos?
—Al contrario. Estamos bastante libres de plagas en nuestro rincón del mundo. Es Inglaterra, creo yo, quien necesita una alianza.
—Bueno, eso está claro —dijo Gideon, impaciente—. Fijaos en el desastre de Boulogne; entre el Protector, el Emperador y el rey de Francia, Europa se ha convertido en una convención de cocodrilos. Yo no quiero entrar a formar parte del Sacro Imperio Romano, y creo que tampoco sería muy beneficioso para Escocia. Representáis una amenaza para tres millones de personas, algo desproporcionado para vuestro tamaño. No podéis pretender que os dejemos en paz, que nos limitemos a observar cómo removéis las cloacas de Europa, vertiéndolas después en nuestro jardín. Vuestro gobierno accedió a celebrar el maldito matrimonio y después rompió su palabra. Aduce que no puede acatar la palabra de los enemigos del Papa y que no puede contrariar a su querido y viejo aliado, Francia. Pero a pesar de todo, vuestro Panter ha estado en París, donde ha solicitado, en nombre de Escocia, una paz parcial con el emperador.
—Ajedrez —dijo Lymond. Hablaba con comedimiento y concisión, sin rastro alguno de sus maneras de diletante—. Y Francia se ha acercado a Londres para solicitar una paz parcial con Inglaterra. Todas son jugadas de una misma partida. A veces los amagos se traducen en un ataque efectivo y a veces no. Francia podría traicionarnos por Boulogne; no creo que lo hagan, pero es una posibilidad. O quizás simplemente nos utilice como distracción temporal antes de su verdadero ataque. Así lo creen los luteranos que tenemos entre nosotros, al igual que los nobles que necesitan dinero inglés. La religión y la codicia están de vuestra parte.
»Por otra parte, no sois conscientes de lo que llegó a perpetrar vuestro difunto rey mediante la práctica de la persuasión, que ha continuado ejerciendo Somerset. No habéis visto las abadías destruidas, las aldeas arrasadas a centenares, la nobleza diezmada, la miseria, en definitiva, de un país que treinta años antes disfrutaba de la vida más que ningún otro en toda Europa. Un país que ha aprendido a odiar. Y el odio es un factor a tener en cuenta como cualquier otro.
—Si el odio se puede aprender, también se puede olvidar —dijo Gideon—. Conozco bien el ajedrez; pero prefiero mil veces las emociones sinceras... incluso el odio. El emperador nos presiona para que ayudemos a sus súbditos flamencos a recuperar el dinero que les debéis, pues cuanto más pobres seáis, más fácilmente caeréis, lo que empeorará la situación de los franceses. No hay nada emocional en esto. Como tampoco lo hay en el que los comisionados escoceses intenten reanudar las negociaciones sobre el matrimonio real ante la amenaza del peligro, y mientras, la Reina regente maquina sus planes para traer a los franceses manteniendo callado a Arran con la promesa de casar a la Reina con su hijo.
Se inclinó hacia adelante en su asiento.
—¿Y qué ocurrirá si tiene éxito? ¿Dónde estará entonces vuestra independencia? Seréis una provincia francesa, bajo un implacable monarca católico, con franceses ocupando vuestros puestos de importancia y vuestras fortalezas. Lo sé todo sobre las aspiraciones de Enrique al trono de Escocia. Lo sé todo sobre las promesas incumplidas por ambas partes: las represalias, los hundimientos, los ataques en la frontera y todo lo demás. ¿Pero acaso estaréis mejor bajo el control francés? Porque estaréis bajo el control francés. María de Guisa casará a esa niña con el rey de Francia si tiene la oportunidad. ¿Y qué ha hecho Francia por Escocia? Acordaos de Flodden.
—Acordaos de Haddington —dijo Lymond—. Es una conjura de cocodrilos. Pero Francia tiene demasiados frentes abiertos como para enviar las tropas que harían falta para controlar Escocia. Por Dios, si Inglaterra no puede hacerlo, es poco probable que lo haga Francia. Eso dejaría a Escocia bajo una regencia con una Reina ausente... Y si yo fuera el gobierno escocés, la Reina no tardaría en ausentarse a partir de ahora.
»¿En qué saldrían peor parados de lo que lo están ahora? Y en el futuro podría esperarse que los hijos de la Reina se repartiesen el gobierno de Francia y Escocia. Aparecería otro linaje real y ambos países acabarían separándose sin mayor perjuicio. Así es la diplomacia francesa.
»¿Y cómo sería la alternativa de la dominación inglesa? Represalias, ataques, contraataques y promesas incumplidas, como decís. Obviamente, teníais que intentar asegurar una alianza. Y lo habríais conseguido durante el último reinado de no ser por Enrique. Fue él quien despertó el sentimiento de odio, emoción sincera que decía preferir, un error por el que seguís pagando.
Hizo una pausa. Su mano se acercaba inconscientemente hacia su hombro vendado.
—El ajedrez puede ser igual de brutal, os lo aseguro. Ya conocéis los ataques en la frontera del año pasado, de un lado y del otro: vos os quemáis y yo os descuartizo. El que los escoceses llevaron a cabo en marzo, por ejemplo. Lord Wharton hizo dos informes sobre él; uno para el Protector y otro en el que exageraba los daños, que debía ser enviado al rey de Francia. El propósito era justificar la invasión de septiembre. ¿Estuvisteis en la batalla de Pinkie?
—No.
—Yo sí. Fue la mayor exhibición de «emoción sincera» que haya podido contemplar el ojo humano. Y no será la última. Ya os dije que la religión estaba de vuestra parte, y esa es la emoción más sangrienta que conozco. Si esto llega a convertirse en una guerra religiosa, que Dios nos ampare.
Gideon, enfrascado profundamente en la conversación, se percató de que Lymond no pensaba ahora en sus propios problemas y de que hablaba prescindiendo por completo de sus florituras. El inglés se rascó la barbilla con los pulgares de sus manos unidas.
—¿Qué solución proponéis? ¿Por qué no dejar que se casen los niños?
Lentamente, Lymond dijo:
—Yo no tengo la solución. Pero os plantearé algunas objeciones, si lo deseáis. El Rey tiene nueve años y la Reina cinco. Si María es educada en Londres, como pretende Somerset, perderá interés en Escocia o la acusarán de ello antes de llegar a la edad de casarse. Y esa pequeña excusa será suficiente para empezar una guerra religiosa y señorial que hará que los ataques del Protector parezcan una minucia. Sólo haría falta un necio que se proclamara rey y todo el proceso de protesta e invasión empezaría de nuevo.
—Pero —dijo Gideon—, si ella se va a Francia, ¿no pasará lo mismo?
—No exactamente. Habría menos fricciones religiosas. Y María de Guisa tendría al menos el poder y el prestigio suficiente para mantener el trono caliente durante un tiempo.
Considerando aquello, Gideon dijo:
—La alternativa, supongo, es permitiros mantener a la Reina en paz hasta que esté en edad de casarse. Y entonces...
—...Se concertaría un matrimonio con Eduardo como premio a la buena conducta de ambas partes. Es la solución no emocional. Francia la detestaría, al igual que los Douglas. ¿Accedería Somerset a esperar en tales condiciones?
Sus miradas se cruzaron.
Gideon negó lenta y amargamente con la cabeza.
—No sirve de nada darle vueltas al asunto. Su Excelencia pasa por un momento bastante delicado. Necesita acción, triunfos, y los necesita cuanto antes. Y ahí está la princesa María. Va a intentar hacerse con vuestra Reina.
—Lo cual nos lleva al punto de partida.
Gideon lo observaba pensativo.
—¿Por qué no estáis en Edimburgo con los vuestros?
—Me echaron —dijo Lymond, tranquilo.
—¿Por qué?
—La juventud, las mujeres y las malas compañías. En realidad, más que las mujeres, una mujer.
Gideon dijo de repente:
—¿Me permitís adivinarlo? ¿Una relacionada con Samuel Harvey y con la corte de la princesa María? ¿Alguien como Margaret Lennox?
Lymond respondió:
—Alguien como ella —y no añadió nada más.
Tras un momento, Gideon sondeó.
—¿No podríais..?
—No.
Somerville se levantó. Mirándose los pies, caminó hasta la puerta y volvió, consciente de que aunque por unos instantes la barrera de la nacionalidad había caído entre ellos, los muros habían vuelto a alzarse de nuevo. Volvió a su asiento tras la mesa.
—Acerca de Harvey...
Lymond cruzó las piernas.
—No me debéis nada a ese respecto. Igualmente, sigo estando a vuestra merced, aunque el encuentro no llegase a celebrarse. Ese era el trato.
—Lo he estado pensando —dijo Gideon, jugueteando con su pluma entre sus dedos limpios y rosados—. El convoy que pasó por aquí en dirección a Haddington volverá en una o dos semanas. Quizás pudiera celebrarse una segunda entrevista con el señor Harvey. Desgraciadamente...
—Lo sabía —dijo Lymond, ecuánime—. La felicidad que se escapa, el gozo frustrado, el amor fingido, el falso placer. Desgraciadamente...
—Desgraciadamente —prosiguió Somerville, dejando la pluma—, tengo que marcharme para encontrarme con lord Grey a su regreso a Berwick. Os puedo garantizar cierta seguridad aquí en mi presencia, pero sin mí me temo que no tardaríais mucho tiempo en acabar en Carlisle.
—Y por eso quizás sería más rápido llevarme a Carlisle directamente.
—¿Cómo? —dijo Gideon, lacónico—. ¿Y añadir semejante ingrediente a la ensalada? No. Espero volver antes de que Harvey regrese. Mientras tanto, os llevaré a Flaw Valleys.
Hubo una pausa.
—¿A vuestra casa? Ya veo. ¿Pero accederá vuestra mujer, poderoso Mahoma, cuyas leyes he de acatar con respeto?
Gideon se levantó.
—Vuestra estancia no tendrá nada de agradable. Estaréis bajo llave y con un régimen tan estricto como decida mi esposa. Volveré a recogeros cuando pueda.
Lymond, que tenía la mano en la puerta, se había detenido. Su rostro mostraba el conflicto de emociones.
—Sinceramente, me gustaría saber por qué —dijo.
Pero aquella era una pregunta para la que ni el mismo Gideon tenía respuesta.
2. Jaque mate
Sybilla no se enteró de la fuga de su hijo de Threave hasta el miércoles de esa misma semana.
Cuando llegó al castillo, en medio de un remolino de mujeres, hombres armados y baúles, escuchó la historia a trozos, de labios de Will Scott en monosílabos, y de Agnes, demasiado alborozada, y sacó sus propias conclusiones.
Lo cierto es que la historia no le impresionó tanto como Agnes había esperado, limitándose a preguntar directamente:
—¿Lo habéis buscado?
Scott respondió que los hombres de su padre habían peinado la zona con perros desde el sábado, sin encontrar ni una pista. Ante la incómoda pausa preguntó:
—¿Cómo está Mariotta?
Sybilla, espléndidamente ataviada, como siempre, se comportaba, no obstante, de manera menos ceremoniosa y más directa.
—Muy bien. Christian nos habló de la captura de Francis, pero evidentemente no sabía nada de su fuga. ¿Os habéis enterado —añadió de repente la viuda— del ataque a Dalkeith?
Will Scott, que no estaba muy seguro de cuál era la opinión de la viuda sobre todo aquello, la escuchó algo desconcertado.
—¿Dalkeith? ¡No!
—Fue el sábado por la noche —dijo Sybilla, sentándose—. Lord Grey envió a sus tropas desde Haddington. Parte de ellas quemaron toda la campiña que rodea Edimburgo, el resto se dedicó a atacar Dalkeith. George Douglas escapó, según tengo entendido, pero su esposa y el resto de los habitantes de la casa tuvieron que entregarse.
—Pensé que sir George y Grey tenían una buena relación —dijo Scott.
—¿Ah, sí? Agnes, cariño —dijo la viuda—, Bonnie ha traído una nueva remesa de satén color turquesa, ved si podéis encontrar la caja. Es el tono ideal para vos. Will y yo estaremos bien aquí.
Mientras observaba a la muchacha marchar, Scott sintió que se le venía el mundo encima.
—Supongo que ya sabéis que mi padre no está enteramente satisfecho conmigo —dijo—. No sé qué se esperaba. Después de lo que pasó con Mariotta, no podía quedarme ahí y...
—Tonterías —dijo Sybilla—. Mariotta es una muchacha atolondrada, que se merecía una lección, aunque no precisamente la que se llevó. Al menos no le habéis hablado a vuestro padre del encuentro que Francis tenía en Wark.
Scott enrojeció.
—No creo que Lymond fuera hasta allí. Era demasiado tarde.
Sybilla se alisó el vestido.
—¿Sabéis para qué tenía que ir allí?
—No —Scott dudó bajo la mirada azul—. La verdad es que no.
—¿No os lo dijo? ¿Ni siquiera cuando os encerraron juntos?
—Quería información sobre algo —dijo Scott, mohíno—. Algo que esperaba le devolviera el favor de las autoridades. Yo no sabía lo que era. Pero no creo que le haya servido para nada. No después de todo lo que ha hecho.
La viuda no respondió, y el muchacho, exasperado, acabó por no poder soportar la tensión.
—¿lamentáis que lo capturase? Podéis estar segura de que su hermano no lo hará.
—¿Que si lo lamento? Sí. ¿Vos no? —dijo la viuda, sin alzar la voz.
Scott la miró directamente a los ojos.
—No lo sé. Ya no sé qué pensar. De todas formas, ¿qué podía hacer yo?
—Podéis intentar buscarlo —dijo Sybilla—. Sabéis dónde podría estar. Y podríais intentar localizar a Harvey. Entonces, quizás, podríamos saber la verdad, ¿no creéis?
—La verdad —dijo Scott, severo—. ¿De qué le serviría a nadie la verdad? ¿De qué le ha servido a Christian Stewart? Lo único que podría ayudarla ahora mismo es una buena mentira. —A su mente vino el recuerdo de una promesa—. Y soy yo el que tiene que contarla... Está de nuevo en Boghall, imagino.
—No —dijo Sybilla—. Se toma sus amistades un poco más en serio que tú. La última vez que la vi, iba a visitar a sir George Douglas a Dalkeith para intentar neutralizar las consecuencias de vuestra pequeña estrategia.
Scott se levantó de un salto.
—¡Dalkeith!
—Sí —dijo Sybilla, preocupada—. El lugar que los ingleses atacaron el domingo. No fue una gran idea, teniendo en cuenta las circunstancias, ¿no os parece?
Para llevar a Lymond a Flaw Valleys y regresar después a Berwick, Gideon tenía que hacer un viaje de unos doscientos veinticinco kilómetros. Lo hizo de una vez y a gran velocidad por lo que él y su comitiva llegaron a su destino a primera hora de la tarde del lunes.
La inevitable trifulca tuvo lugar mientras se cambiaba de ropa, bajo la atónita mirada de los castaños ojos de su mujer.
—¿Y dónde —preguntó Kate Somerville, a grandes voces—, decís que lo habéis alojado?
El rostro de su marido, ya bastante exhausto, empezó a congestionarse.
—En el dormitorio que hay al final del pasillo superior. Bajo llave y...
—¡Pero bueno! —dijo Kate—. ¿Puede saberse en qué estabais pensando? ¡Si no le habéis puesto las sábanas de seda! ¡Ni el colchón de plumón de ganso! Y va a tener que bajar dos tramos de escaleras y cruzar un patio lleno de barro antes de poder empezar a reunir el ganado, aunque puede ser que empiece por los ratones, claro.
—Kate...
—Y la comida... ¿Cómo es de exquisito? Quizás podamos conseguir albarraz y belladona y hacerle un estofado con algunas setas venenosas aderezándolo con un poco de cicuta y estramonio.
—¡Kate!
—Me parece que tenéis necrosado el cerebro —dijo Kate, en un tono algo menos apasionado—. ¿Se lo habéis dicho a Philippa?
Gideon asintió.
—Le dije que estaba aquí para recibir su castigo.
—Ah. En ese caso, probablemente se haya ido a visitarle a su cuarto con un látigo. ¿O está encerrado con llave?
Gideon le mostró una llave.
—Tengo que comer y marcharme, querida. Algunos de mis hombres le llevarán comida y vigilarán su habitación...
—Y yo aquí tan tranquila, preparándome para entrar plácidamente en la vejez, como Filemón y Baucis. ¿No creéis que deberíais volver a retiraros? Vuestra primera jubilación parece que no ha resultado muy bien. ¿No? Bueno, cuidaré de vuestro abyecto amigo, pero no me culpéis si no lo reconocéis cuando volváis —dijo Kate Somerville.
No perdió el tiempo. Sin Philippa por allí, y mientras Gideon comía, Kate recorrió el pasillo superior y, dejando fuera a su marcial guardaespaldas, abrió el cerrojo del dormitorio y entró.
La habitación parecía vacía. No había nadie junto a la ventana, ni en el alféizar. Tampoco en la cama, ni frente a la chimenea vacía. Sólo quedaba un enorme sillón de alto respaldo heredado por la familia de Gideon y tallado por un frustrado estudiante de zoomorfismo. Lo habían arrastrado hasta la ventana, de espaldas a la puerta y parecía mirarla mostrándole unas fauces con colmillos sobre sus garras de roble. Kate entró decidida; efectivamente allí estaba.
Lymond, flanqueado por atroces grifos, con las manos abiertas y la cabeza echada hacia atrás, dormía. Era un sueño extrañamente plácido. Kate, extendiendo un dedo, apartó a un lado su manchado jubón sin despertarlo. Fue suficiente para averiguar lo que quería saber.
Una vez abajo, se enfrentó a su marido.
—¿Por qué, Gideon?
El no entendía.
—¿Por qué qué?
—Por qué tenéis que invocar mi instinto maternal precisamente ahora. Creo que tengo motivos para mostearme rencorosa.
Somerville se limpió la boca.
—Venga, decidlo. Para eso habéis venido.
—No sé para qué está aquí ese hombre, pero está sangrando encima del sillón de roble del abuelo Gideon como un cerdo en su San Martín —le espetó Kate.
Los ojos de Gideon esbozaron una tenue sonrisa.
—Eso no es culpa mía. Aunque admito que hemos venido a buen paso. Él no se quejó.
—Entonces permitidme que lo haga yo —dijo Kate—. No estoy acostumbrada a este ambiente de repugnantes sutilezas. Está bien. Seguiré mi instinto. Al fin y al cabo, todo el mundo recurre a mí para arreglar las cosas rotas: no tiene nada de nuevo. ¿Cuándo volveréis?
—Pronto, espero.
Gideon se levantó y se despidió de su esposa, bajando con prisa por las escaleras que llevaban al patio. Kate observó cómo se marchaba, percatándose fastidiada de la tranquila confianza que se dibujaba en su amable rostro.
Poco después, una procesión recorría el pasillo superior: una suerte de festín de Barmecide compuesto por la comida para el herido y acompañado de jarras, cuencos, vendas, paños, toallas, ungüentos y una pequeña bañera de madera recubierta de cobre. Abriendo la puerta sin ceremonia alguna, Kate adelantó a la ordenada comitiva y entró.
Él no era de los que se coge desprevenidos dos veces. De pie junto a la ventana, Lymond miró a sus acólitos con desganado interés.
—Traéis carbón para hacer fuego. Ah, parece que es lo único que falta. Hace un día de lo más caluroso. ¿Fuisteis vos quien entró hace un momento?
—Fui yo —dijo Kate, sombría—. Y pude echaros un buen vistazo, así que podéis sentaros.
Los ojos azules miraban impasibles.
—¿Por qué? ¿Acaso vais a bañarme?
—Vigilad vuestra lengua —dijo Kate—. Charles se encargará de eso. Y después, aunque nada me compensará de semejante tarea, os cuidaré el hombro. ¿Quién tuvo a bien perforarlo?
—Oh... un anzuelo que no consiguió enganchar bien el cebo —dijo Crawford de Lymond—. La lombriz se salvó del fuego. Soy perfectamente capaz de lavarme y recuperarme yo solo, si vuestra gente me proporciona los medios.
Kate no le hizo ningún caso. En lugar de ello se dedicó a reunir sus utensilios e hizo llamar al sirviente de Gideon.
—Charles, volveré en media hora —dijo, y cerró la puerta.
El ruido de unos golpes le hizo a volver antes de tiempo. Se encontró a Charles, empapado de agua jabonosa, dando golpes en la puerta del cautivo, que, por absurdo que pudiera parecer, había sido cerrada desde dentro. Kate lo apartó de un empujón e intentó forzar el picaporte.
—¿Pero qué estáis haciendo? ¡Dejadme entrar!
A través de la gruesa puerta llegó su voz, pausada y frívola.
—¡Señora Somerville! ¡Sus modales! —dijo Lymond; y por mucho que golpearon, sacudieron y amenazaron, no pudieron verlo más en todo el día.
Una semana más tarde, lord Grey de Wilton cruzó la frontera de vuelta a Inglaterra, estableciéndose en el castillo de Berwick y dejando atrás la recientemente fortificada villa de Haddington bajo el mando de un capitán. Nada más llegar lord Grey, que había padecido un mes bastante malo, le comunicaron que la condesa de Lennox lo estaba esperando.
Estalló de ira en presencia de Gideon, que estaba allí para hacerle más llevaderas sus primeras horas.
—¿Margaret Lennox? ¿Y después qué? En febrero nos metió en un buen lío y lo único que supo hacer su padre fue reírse en su cara y volverse con los escoceses. ¡Bueno, creo que le hemos dado una lección a esa familia!
—Me enteré de lo del ataque a Dalkeith —dijo Gideon—. ¿Cómo fue?
Grey parecía contento.
—Estupendamente, estupendamente. Espero que se enterase todo el mundo. Espero que todos los aliados y aduladores de nuestro amigo Douglas hayan aprendido algo de todo esto. Mandé a Bowes y a Gamboa el domingo por la noche a incendiar los alrededores de Edimburgo, mientras Wilford y Wyndham iban a Dalkeith. Empezamos el asedio desde abajo y, antes de haber gastado una lanza, las sábanas blancas ondeaban en todas las ventanas. Toda la guarnición cayó en nuestras manos: la esposa de Douglas, su segundo hijo, terratenientes y Douglas a docenas y carromatos enteros de enseres. No os lo imagináis, Gideon —dijo lord Grey, henchido por el recuerdo—, aquel día volvimos de la batalla con tres mil libras más en el bolsillo, con dos mil cabezas de ganado y con tres mil ovejas, por no hablar del grupo de prisioneros de notable cuna por el que podrá obtenerse una suculenta recompensa.
—¿Pero sir George escapó?
El feliz recuerdo se desvaneció.
—Maldito cobarde —dijo lord Grey—. Se escapó por una poterna y se huyó a Edimburgo, dejando que capturasen a su propia esposa. Bueno, no le servirá de mucho. No me sorprendería nada que al finalizar la semana lo tuviéramos otra vez suplicando de rodillas. Al menos eso piensa su esposa. La mandé a reunirse con él.
—¿Mandasteis a lady Douglas?
—Sí. Ella pensaba que podría convencerlo para que fuera honesto con nosotros por una vez. Pero no importa —dijo Grey, relajado—. Tenemos aquí a la mitad de su familia bajo custodia, incluidos sus dos hijos. Y también a una extraña criatura —muy hermosa, por cierto—; una dama ciega llamada Stewart. Emparentada con la familia Fleming y con buenas relaciones en la corte. Pagarán bastante por ella. La veréis dentro de un momento, he pedido que la hagan venir.
Se agachó con dificultad para ponerse los zapatos.
—No me vendrían mal seis meses de descanso. Tengo que ocuparme de todas estas malditas idas y venidas desde Haddington: los convoyes van tres veces por semana con sacos de pólvora, arcabuces, hierro, mechas, hoces, guadañas, piquetas, de todo. Los caballos están exhaustos. Y encima tenemos aquí a la flota francesa.
Gideon, que había dejado de prestar atención, se irguió de repente.
—¿Estáis seguro?
—Los vi con mis propios ojos —dijo su comandante en tono siniestro—. Están desembarcando en Dunbar. Unas ciento veinte naves, me parece. Una armada condenadamente poderosa.
Gideon dijo:
—¿Y qué hay de nuestra flota? —y vio como sir Grey esbozaba una mueca de preocupación.
—¿Que qué hay de nuestra flota? Está preparándose en el sur. Lleva preparándose una eternidad y seguirá preparándose en Navidad, estoy seguro...
No había terminado de hablar cuando anunciaron a Christian Stewart. Tras ella venía el secretario de Grey, Myles.
Durante las presentaciones, Gideon estudió a la muchacha ciega con curiosidad. Era algo recia para su gusto; sus bellos rasgos, enmarcados por un cabello rojizo, oscuro y brillante, mostraban una expresión sorprendentemente tranquila. Mientras Grey hablaba con Myles, Gideon se dirigió a ella.
—¿Nos hemos conocido antes? Al parecer, habéis reconocido mi nombre.
Ella mostraba una magnífica sonrisa.
—He oído hablar de vos. A un amigo.
Gideon contestó con un tópico:
—Espero que no hablara mal de mí.
La chica sonrió de nuevo.
—Más bien al contrario. Él... Pensamos, en cierta ocasión, que teníais un dudoso pasado, pero ahora sabemos que no es así.
—Bien —dijo Gideon, respondiendo mecánicamente. «Ahora sabemos que no es así» ¿Era posible que estuviera hablando de..?
Alzó la vista, vio que Grey seguía ocupado y aprovechó la oportunidad.
—Su amigo... ¿quizás no piensa tan bien del señor Harvey?
Se hizo un pequeño silencio. Al poco el rostro de la muchacha recuperó su color.
—¿Lo ha visto? —dijo ella en voz baja.
—¿A quién, a Harvey? —Disimulaba.
—No.
Una amiga de Lymond, vaya, vaya, pensó Gideon.
—Lo he tratado —dijo, circunspecto, en voz alta.
Obviamente, ella no sabía qué esperar de él, y además tenía miedo de ser oída. Hizo una pequeña pausa y dijo:
—¿Como antagonista? —Lo que hizo que el propio Gideon se parase a pensar.
—Al principio, sí —dijo—. Ahora la situación es un poco diferente. ¿Lo conocéis bien?
—¿Conocer a quién? —dijo lord Grey, apilando el último papel sobre los estirados brazos de Myles—. ¿A Harvey? La señorita seguramente lo conoció en Haddington. —Alzó una mirada acusadora—. Ya me habéis preguntado antes por ese hombre. Os lo he dicho. Tiene una herida en una pierna y no puede volver a Berwick todavía. Probablemente no podrá hacerlo en varias semanas. Es de lo más inconveniente. La única razón por la que le hice viajar con aquel convoy fue para traerlo a Berwick, y ahora no está aquí, y ese tal Lymond ha desaparecido por completo.
Ni Gideon ni la joven dijeron nada.
—De todas formas —dijo lord Grey, calmándose—. Tengo un trabajo para vos, Gideon. Tendré que privaros de la excelente compañía que aquí tenemos. Lo que me recuerda... —Se mordió el labio, contemplando el rostro ciego con un vago gesto de aprobación—. Tengo que conseguiros una anfitriona adecuada. Ojalá estuviera aquí mi esposa. O... ¡Por Dios, claro! —exclamó al ocurrírsele una brillante idea—. ¡La condesa de Lennox! ¡Así nos quitaremos de encima a esa maldita mujer!
El rostro sereno de la muchacha no se inmutó. Sin pensarlo demasiado, Gideon dijo:
—Pero... Willie, no me parece muy buena idea.
—¿Por qué no?
Gideon no podía pensar en ninguna razón. Repitió, con énfasis:
—No creo que lady Christian y Meg Douglas tengan nada en común. La relación que lady Lennox ha tenido con sus compatriotas —con algunos de ellos—, no ha sido precisamente idílica —aseveró, y vio como el inteligente rostro de la muchacha se volvía hacia él con gesto interrogante.
No muy segura, ella dijo:
—¿Queréis decir que la condesa podría intentar hacer daño a mis amigos a través de mí? —y Gideon supo que, aunque Grey pudiera pensar —y así fue—, que aquello era una tontería, la chica había entendido la advertencia.
Un poco más tarde se despidió amigablemente de ella y se marchó de bastante buen humor sin razón aparente.
La entrevista entre lord Grey y Margaret, condesa de Lennox, transcurrió exactamente como él se había temido. Empezó con la fría voz de la señora diciendo:
—Me temo que he de transmitiros la decepción del lord Protector, lord Grey —y prosiguió con algunas preguntas bastante directas.
—¿Se supone que debo creer que, de todos los oficiales de Londres, ese tal Harvey era el único capaz de conducir un convoy hasta Haddington?
—Harvey —dijo lord Grey apurado— es ciertamente un hombre muy competente. Siento mucho que no podáis encontraros con él, dado el interés que mostráis. Una herida sin importancia le ha retenido en Haddington, impidiéndole viajar.
Los ojos negros refulgían.
—Lo cierto es que sí me intereso por él. Vine aquí expresamente para asegurarme de que regresaba a Londres directamente. Tengo entendido que el señor Palmer nos deja hoy, ¿no es así?
Lord Grey confirmó que el primo de Harvey iba a partir de Berwick hacia Londres.
—Entonces espero que pueda transmitir a Su Excelencia la seguridad de que el señor Harvey lo seguirá en cuanto esté en condiciones de viajar.
Lord Grey asintió de nuevo, omitiendo sus dudas.
—Me alegra escucharlo. Me quedaré aquí para asegurarme de que así sucede —dijo la condesa, asestando despiadada el coup de grace:
—Imagino que os habréis enterado de que vuestro amigo Lymond ha caído preso.
—¡Apresado! ¿Por Wharton?
—No, por los escoceses. ¿Cuándo —dijo Margaret, después de la estocada— creéis que Harvey estará en condiciones de viajar?
El lord Lugarteniente posó sobre ella una mirada desenfocada.
—¿Qué? Oh, no tengo ni idea. Le preguntaré a la joven.
Margaret dejó de atusarse el vestido.
—¿Qué joven?
—Entre los prisioneros de George Douglas había una dama que se interesó por él en Haddington. Estuvieron allí todos retenidos durante un tiempo antes de venir aquí.
—¡Que se interesó por Harvey! —exclamó la condesa—. ¿Quién es?
Grey le dijo lo que sabía, sintiéndose mucho mejor.
—Lymond y ella parecen llevarse bastante bien —concluyó, y después de rebuscar en su mesa encontró una carta—. Se la quitamos a lady Douglas justo antes de liberarla. Es una carta para sir George de la joven Stewart, escrita por su sirviente. Es que ella es ciega. Mirad lo que dice.
—¡Ciega! —Con el rostro paralizado por el asombro, Margaret Lennox leyó el papel una vez, y después una segunda—. Firmado, Christian Stewart.
Alzó la vista.
—Esto significa que el señor de Culter va a ponerse en contacto con sir George... «o alguien que lo represente». Le tienen que comunicar que todo va bien y que no debe seguir persiguiendo su objetivo, porque ella ya se ha ocupado de hacer todo lo necesario. ¿Qué significa esto?
Lord Grey negó con la cabeza.
—He estado interrogando hoy a la joven, pero no ha querido decir nada.
—¿Conocía lady Douglas el contenido de la carta? ¿No? Me gustaría ver a esa muchacha —dijo lady Lennox, con sonora e incuestionable determinación.
Después de la conmoción y el padecimiento físico que supuso su captura en Dalkeith, Christian Stewart se había dejado llevar con desgana hasta Haddington, y después, con una mezcla de estupor, alivio y ansiedad, hasta Berwick.
Milagrosamente, la clave de todo extraño asunto de Lymond estaba ahora en sus manos. Pero para poder hacer uso de ella tenía que estar en libertad. Y, hubiera recibido Francis Crawford ayuda para escapar o siguiera en prisión, ella tenía que evitar que fuese juzgado, o que volviera a arriesgar su libertad antes de que ella lo encontrase.
Su carta a sir George —un desesperado intento de hacer precisamente eso—, había fallado. Ahora no tenía más medios para enviar un mensaje. Había intentado convencerlos para que liberasen a Sym, sin éxito. Incluso se había planteado aproximarse a ese tal Somerville, que parecía amistoso, y en quien quizás se pudiera confiar. Pero según le habían dicho, se había marchado del castillo.
¿Y ahora qué? Caminaba de arriba abajo durante todo el día, pensando en Boghall, en Inchmahome, en Stirling, en Edimburgo. «Si yo os dijera que he asesinado a mi propia hermana, os invadirían legítimos sentimientos de odio y repulsa.». «Hoy no he intentado matar a nadie, os doy mi palabra». «Llegó como un ladrón en mitad de la noche; ésa es la frase que buscáis.» Y el apenado «Los dardos que me torturan son los míos propios».
Con repentina ira, golpeó con el puño en el alféizar de la ventana. ¡Tenía que escapar! ¡Tenía que escapar de allí!
Para la condesa de Lennox, que había decidido visitar a la prisionera, Christian fue un sorprendente, sosegado e impenetrable muro de acero.
El nombre tardó poco en aparecer: Francis Crawford de Lymond.
—No creo que lo conozcáis. Últimamente no es muy patriótico conocerlo —dijo Margaret, melancólica—. Pero una vez fuimos grandes amigos.
La muchacha ciega respondió serena.
—Lo cierto es que sí lo conozco —y Margaret se mostró discretamente interesada—. ¿Ah sí? ¿Sigue como siempre? ¿Dónde está?
—En la cárcel —dijo Christian, prosaica—. Imagino que está como siempre. Habla por los codos.
—¡En la cárcel! —repitió Margaret, alzando demasiado la voz—. ¿En Escocia? ¡Pero entonces lo ahorcarán! ¿Es eso cierto?
—Creo que sí.
Agitada, lady Lennox dijo:
—¿Pero no se puede hacer algo? ¿Va a ayudarlo alguien?
—¿Quién podría hacerlo?
Margaret dijo:
—Sois su amiga. Estoy segura de que lo sois. Si fuerais libre, ¿podríais hacer algo?
Si fuera libre...
Apareció una arruga entre aquellos ojos grandes que miraban sin ver.
—No veo qué podría hacer. Ya le he ayudado un poco... Le proporcioné la dirección de la casa del hombre al que quería ver por alguna razón. Pero claro, eso ahora no le servirá de nada.
Una explicación de lo más simple. Margaret, reconfortada, dejó escapar un suspiro.
—Qué triste... Un joven con tanto talento... Pero cada uno, estoy convencida, se cava su propia tumba, por mucho que sus amigos intenten ayudarlos. Bueno —dijo la condesa, alegre—, ¿hay algo que pueda hacer por vos? Después de haberse marchado la condesa, Christian, a solas en su propio y oscuro mundo, se dedicó a aplacar una ira que habría alarmado a su visitante. Después, apartando con esfuerzo de sus pensamientos el desagradable encuentro, agradeció mentalmente a Gideon Somerville su bienintencionada advertencia antes de retomar el furioso paseo por su habitación.
Siguiendo las instrucciones de Grey, Gideon fue hasta Norham, donde tuvo que pernoctar. A su regreso, tras preguntar discretamente, se enteró de que los prisioneros de Dalkeith habían sido enviados aquel día a ver al arzobispo de York; y de que, antes de partir, la joven ciega había preguntado una o dos veces por él.
Podría, pensó, seguir a la comitiva, pero lord Grey tenía otros planes para él. Con sus hombres esparcidos como semillas de alcaravea por la campiña, desde Roxburgh hasta Broughty, necesitaba a su lado un oficial capaz.
Gideon acató las órdenes aplacando su deseo de volver a casa al enterarse de que Margaret Lennox seguía en Berwick y pretendía quedarse allí hasta que Harvey estuviera lo suficientemente recuperado como para regresar. Si la condesa quería quedarse a esperar, él también lo haría, pensó Gideon, y se percató de que estaba comportándose de manera extraña. Cualquiera habría pensado que todo este asunto lo concernía directamente.
El lunes siguiente le ordenaron que marchase a Newcastle para organizar las finanzas con el tesorero.
—Cuando esto termine, lo más probable es que yo mismo me traslade a Newcastle —dijo lord Grey—. Seguramente nos veamos allí. De todas formas, deberías partir por la mañana. Por cierto... ¿no estabais interesado por el estado de Samuel Harvey?
—¡Sí! —dijo Gideon, súbitamente atento.
—La joven Stewart dijo que tenía una herida leve. Pero no es cierto. Tiene un balazo en el muslo, y eso es endemoniadamente peligroso. No se sabe si sobrevivirá.
Rápidamente, Gideon dijo:
—¿Cuándo os enterasteis?
—Ahora mismo. Que mala suerte la de ese hombre. Me siento un poco culpable —dijo lord Grey, malhumorado—. No le habría hecho venir si hubiera sabido que Lymond estaba preso.
—Sí. Mala suerte —dijo Gideon—. Willie... ¿os importa que me vaya ahora en lugar de mañana? Podría ver a Kate de camino.
—¿De camino? —dijo Grey, condescendiente—. Tendréis que desviaros más de cuarenta y cinco kilómetros, si no recuerdo mal. Pero no importa. Así somos los maridos; yo haría lo mismo. Está bien. Dale recuerdos de mi parte a Kate.
—Lo haré —dijo Gideon. Salió de allí y llamó a su sirviente. Se puso en marcha en menos de una hora. Y al día siguiente, el martes, 19 de junio, llegaba a su casa, en Flaw Valleys.