Capítulo I
Este caballero habrá de defender a su pueblo...
De tan gran coraje es que no tiene miedo alguno
Y no teme a la multitud de sus enemigos
Sino que valientemente lucha por el bien deseado.
1. Se discute la oferta de un peón
Meg Douglas. En ella pensaba el joven Scott, sujetando relajado las riendas. Margaret Douglas, condesa de Lennox. ¿Qué clase de vínculo podría haberse forjado entre el deslumbrante y reservado Lymond y aquella mujer?
Atrás quedaba el encuentro con Maxwell. Mientras cabalgaba con Lymond hacia el norte, Scott tuvo tiempo de pensar en estos y otros asuntos, y en otras mujeres. Recordó el frío amanecer en que acamparon tras el robo del ganado. Lymond era un hombre único: quizás tema derecho después de todo a mantener una relación única con la chica de los Stewart. Quizás. No era asunto suyo.
Pero a causa de ello —todo hombre tiene sus asuntos privados—, no le había dicho nada a Lymond de su promesa de visitar a Buccleuch.
Sus motivos eran de lo más inocentes: pretendía aplacar un poco al viejo dándole la oportunidad de comprobar que se encontraba bien. Quería inspeccionar los estandartes de los ángeles, tan parecidos a los alegres soldados de Mahoun, y hacer satisfactorias comparaciones.
Pero no le dijo nada de esto a Lymond. El diablo, según dicen, está muerto, el diablo está muerto. Pero Kincurd, el renegado, lo resucitaría en un santiamén, pensaba Will Scott, manteniéndose en silencio mientras se acercaban a su nuevo cuartel de invierno.
Las cosas se habían empezado a poner feas en la torre de Peel, y Lymond había decidido marcharse. Al día siguiente, Scott debía ir a la vieja torre para supervisar su desmantelamiento final. Aquella noche la pasaría en la torre nueva, en Crawfordmuir.
Las minas de oro de Crawfordmuir no eran muy antiguas. Durante treinta años holandeses, alemanes y escoceses las habían explotado, y la Reina regente, María de Guisa, había traído incluso a mineros franceses de Lorena. Pero desde la muerte de Jaime V, la Reina regente no había vuelto a renovar el contrato.
Así que las minas estaban abandonadas; lo que quedaba de las cabañas de los trabajadores y de los almacenes se esparcía por los quebrados páramos, así como las palas oxidadas, las carretillas, los diques ruinosos y los pozos poco profundos y sellados con tablas.
De la roca no nacía ninguna fabulosa arteria del amarillo metal, sino piedrecillas y restos cubiertos de arena y polvo dorados y, muy de vez en cuando, una pequeña pepita. La minería se practicaba de manera furtiva y sin licencia. Cada dos o tres semanas, la tierra arrastrada por las lluvias de primavera era atesorada y cribada, y los brillantes fragmentos se envolvían y cubrían con harapos y se entregaban a algún orfebre de confianza que solía optar por olvidar que una décima parte de las extracciones legales de Crawfordmuir pertenecía a la corona.
Fue a esta tierra que Lymond llevó a Scott: atravesaron ciénagas y brezo y cúmulos de musgo y raíces secas a seiscientos metros sobre el nivel del mar, hasta que se detuvieron y el muchacho pudo echar un vistazo a su alrededor. Había allí cuatro ríos, según le había dicho Lymond, y entre ellos se encontraba El Dorado, pues según los antiguos, éste se encontraba entre los cuatro ríos del Paraíso. Había otras maravillas. En aquella maraña de elevadas colinas podían encontrarse vías de escape por doquier.
Lymond señaló más abajo, a la derecha. Un rastro de tierra quemada penetraba entre las colinas sembradas de montículos como hormigueros y grupos de hombres moviéndose a su alrededor.
—Vuestros colegas están ocupados buscando oro aluvial. Así se entretienen y mantienen las arcas llenas. También explica nuestra presencia y nos sirve para saber si alguien está haciendo uso del valle...
Y se encaminó a su destino, una espléndida torre de piedra, de gruesos muros y pequeñas ventanas, construida en una oquedad de la colina repleta de hierba.
Scott pasó la noche en el nuevo cuartel de invierno de Lymond, y a la mañana siguiente, contento ante la expectativa de un poco de autonomía, marchó a la torre de Peel. Un poco más tarde, el jefe también salió y, dirigiéndose directamente hacia el este, empezó su viaje hacia el castillo de Tantallon.
—Lamento entrometerme en vuestros planes —dijo sir George—, pero no puedo aceptar otra alternativa. Si queréis que localice a Harvey, tendréis que venderme a Will Scott.
Lymond habló distraído:
—Parece que en los últimos tiempos no os habéis hecho querer precisamente por la oposición. ¿No podéis arreglar vuestras relaciones de otra manera? Tengo buenas ofertas en lo que se refiere a información política. ¿O es que a Grey ya no le interesa nuestra vida, nuestra alegría, nuestro canciller, nuestra Reina? —Su rostro no expresaba más que un discreto interés.
Ambos hombres se encontraban en una habitación de recargada decoración en la torre oriental de Tantallon. Afuera, el Mar del Norte se retorcía y rugía encrespado en el fondo de acantilados de cientos de metros de altura; más allá, la roca de Bass se erguía sobre un lecho de espuma blanca, rodeada de alcatraces que se abalanzaban sobre el mar bravío como si fueran sondas celestiales. Douglas se apartó de la ventana con impaciencia.
—Si para cerrar esta transacción me bastara con compraros información, lo haría. Lo cierto es que estoy dispuesto a tener en cuenta cualquier cosa que queráis vender. Por eso, como ya os habréis dado cuenta, evité incluir vuestro nombre en la carta que os envié. Tampoco le he dado vuestro nombre a lord Grey, aunque —seamos tan francos como nos sea posible, señor Crawford—, no tuve muchas dificultades para averiguar vuestra identidad... Espero que fuerais menos severo con el señor Somerville de lo que lo fuisteis con sir Andrew. —Hizo una pausa—. Os movéis en aguas muy turbulentas, ¿no es así, Crawford?
—Pero es que la vida en una tetera en ebullición puede ser muy turbulenta —contestó Lymond—. Y lo que mantiene hirviendo el agua mantendrá también alejado el acero de las costillas. Gideon Somerville, por si os interesa, goza de una salud envidiable, y Jonathan Crouch está en su casa. Con lo que nos queda hablar de Samuel Harvey y de su adquisición.
Sir George se mostró de lo más razonable.
—Pues entonces, ¿Para qué esperar más? Conseguid otro discípulo que sustituya al Scott y ya está.
Sir George necesitaba desesperadamente a Scott para recuperar el prestigio perdido ante lord Grey.
—El caso es que Scott me es tremendamente útil —dijo Lymond—. Además, me proporciona una excelente protección ante Buccleuch.
—En cuanto tengamos a su hijo, Buccleuch dejará de ser un problema.
—A vos no os causará problemas: gastará toda la energía que le sobra buscándome a mí. Y otra cosa. Si os diera a Scott, exigiría la entera disposición de Harvey. ¿Estaría Grey de acuerdo? Me imagino que Harvey, al menos, se opondrá violentamente.
—No hay razón por la que Harvey tenga que saber nada —dijo Douglas tras pensarlo rápidamente—. Habéis de saber que Grey tiene tantas ganas de hacerse con Scott que hará cualquier cosa. Si este pobre desgraciado es vuestro precio, creo poder prometeros que estará dispuesto a pagarlo.
—En los siécles de fói resultaríais irresistible —dijo Lymond, generoso—. Pero yo he llegado en la edad de la razón. Tendréis que usar vuestra imaginación para conseguir que me lo crea.
—¿Y si lo hago?
Lymond volvió a sonreír, y las manos de Douglas se abrieron y cerraron contra su voluntad.
—Si lo hacéis —dijo Lymond—, dispondréis de la persona de Will Scott, por supuesto.
Antes de que Lymond se marchase, sir George volvió a hacerle una oferta por sus servicios. Se encontró con una negativa frontal.
—Mi propuesta era intercambiar información por Harvey, no entablar una relación comercial.
—Sois un hombre afortunado si podéis permitiros decir eso. Me gustaría conocer la fuente de vuestros ingresos. Por cierto, me he fijado —dijo sir George, comprensiblemente irritado—, en que durante vuestra frenética búsqueda del señor Harvey, vuestro otro proyecto ha caído en el olvido.
—Todo el mundo parece empeñado en atribuirme proyectos. A veces me siento como un moderno Hércules. ¿De cuál habláis?
—De aquel según el cual parecíais empeñado en ahorrar a vuestro hermano las molestias de la vejez. Me imagino que el embarazo de lady Culter ha agravado el problema, ¿me equivoco?
Su breve silencio no pasó desapercibido a sir George quien, con irrefrenable satisfacción, comprobó que podía, hasta cierto punto, adivinar los pensamientos de aquel hombre. Entonces Lymond repuso, divertido:
—¿Estáis sugiriendo que aumente mi lista?
Sir George tenía preparada su respuesta.
—Si lord Grey y yo llegamos a una reconciliación satisfactoria, y si sus planes para este país tienen éxito, nos acordaremos de nuestros amigos. Por ejemplo, en lo que respecta a la concesión o a la restauración de baronías.
Hubo una pausa respetuosa, que Lymond terminó suavemente.
—Abandonar la anarquía y el asesinato y volver a la sencilla posesión de tierras... ¿Cuándo podrían traer a Samuel Harvey al norte?
El trato había quedado cerrado a grandes rasgos. Así que Douglas supo esconder su exasperación. Se acordó utilizar una cabaña cualquiera, una casucha que ambos conocían, como medio de comunicación, y se selló el pacto. En la puerta, sir George se dio la vuelta y sonrió.
—No puedo imaginarme a un Scott entre rejas y resignado a acatar la autoridad. ¿Qué hará vuestro inexperto potrillo cuando caiga en la trampa?
—Scott ya ha sido entrenado para acatar la autoridad —dijo Lymond—. Las rejas no son más que una ordinaria consecuencia..
Llegó a la torre de Peel el sábado cinco de febrero, encontrándola irreconocible entre el tumulto de la caótica recogida. Caminó de una habitación a otra, repartiendo críticas y buscando a Will Scott.
No tuvo éxito. Will había abandonado la torre aquella misma tarde, sin comunicar su destino, y aún no había vuelto.
2. Breve retorno a las casillas iniciales
El encuentro entre Will Scott y su padre debía tener lugar al atardecer. Tras pasarse todo el día alborotando impaciente por el castillo, Buccleuch partió, tal vez demasiado pronto, a su supuestamente secreto encuentro. Su familia se alegró de perderlo de vista.
Wat Scott de Buccleuch era un hombre de rebosante sensibilidad, lo que explicaba la curiosa inocuidad de la mitad de sus arrebatos. Ver a su heredero en el robo del ganado había provocado una pérdida de estabilidad poco habitual en sus principios, y terna miedo de que se repitiera la experiencia.
De toda su descendencia, Will era el que menos se parecía a él. Su hijo mayor e ilegítimo, Walter, era un muchacho gordo y fuerte, y él lo trataba como era de esperar con un primogénito. Pero Will tenía la cabeza sobre los hombros, y muy bien amueblada, algo que Buccleuch no podía subestimar. Comparaba, no sin cierta justicia, los escrúpulos del chico con los de un altivo gallo o un amanerado escritor, y así cabalgó a solas para encontrarse con él en Crumhaugh, completamente decidido a no aguantar ninguna tontería esta vez.
Todavía había luz cuando llegó a la colina y se acercó a los matorrales que tema a su lado. En un primer momento, escudriñando por entre los árboles, pensó que aquel pequeño claro estaba vacío. Era un lugar del bosque que conocían Will y él, en el que el alerce, el roble y el enebro dejaban lugar a numerosas y elevadas hayas, tan antiguas que los pasillos que había entre ellas estaban cubiertos de un eterno otoño de hojas rojas. Entonces escuchó el sonido de unas pezuñas y el de un caballo mordiendo el bocado. Lo siguiente que vio fue el caballo de su hijo, con las riendas atadas descuidadamente a un árbol, y al propio Will un poco más allá.
El aspecto del muchacho había cambiado bastante. Tenía el grueso cuello recubierto de músculos, sus ojos brillaban con una inusitada intensidad y su pelo rojo rugía como un león. Buccleuch se sobrepuso a la sorpresa y desmontó.
—¡Así que has venido!
Su hijo respondió, austero:
—Dije que lo haría.
Hubo una breve pausa, un rugido mediante el cual Buccleuch se aclaró la garganta y después empezó a hablar.
—A lo mejor te interesará saber que tus amigos ingleses me han echado de Newark con sus antorchas. No nos cogieron a Janet, a los niños y a mí por medio día escaso.
Will estaba tan tranquilo que resultaba inquietante.
—Bueno, por lo que veo, habéis sobrevivido.
—¡No gracias a ti!
—¿Por qué me echáis la culpa? Si decidisteis trasladar toda la artillería a Branxholm no es mi problema.
Aquel error de cálculo no era un grato recuerdo, especialmente habiéndolo cometido él mismo. Recordó justo a tiempo lo que se suponía que tenía que hacer, y se pasó la enorme mano por la boca.
—Will. Ya hemos discutido otras veces, y no me parece exagerado decir que fuiste condenadamente irrespetuoso. Además no tenías razón. Y desde luego no la obtendrás revoleándote hasta las cejas en el estercolero de Lymond. En lo que a mí respecta, puedes dejar de hacer el ridículo y volver a casa. A menos de que seas tan listo que estés empezando a reformar a ese bastardo.
A su hijo le dio un tic en la boca.
—No es el caso, os lo juro. Pero no vayáis a creer que lo estoy pasando mal para poder escribiros más adelante una homilía sobre el crimen. Estoy con Lymond porque me gusta.
El rostro de Buccleuch mostró incredulidad y desaprobación.
—Maldita sea, creo que George Douglas tenía razón. Estás planeando un golpe. ¡No lo niegues! Estás enredando a Lymond todo lo posible, y después conducirás a los hombres de la Reina hasta él. ¿No es así?
Scott no se molestó en negarlo.
—Eso, estoy seguro, es lo que haría George Douglas —dijo en tono enérgico y burlón, y añadió, después de un intervalo cargado de desprecio—, Me quedo con Lymond. ¿Por qué no? Somos una sociedad equilibrada y eficiente. Tenemos salud, decimos los compañeros, aventuras y dinero, una meta común y una justicia compartida. Somos nuestros propios señores, no tememos a nadie excepto de a hombre, y es un hombre que merece ser temido. Enseñadme algo parecido y me uniré a vos.
—Puedo enseñarte algo parecido —dijo Buccleuch—. En la jungla. Estás viviendo como un salvaje, alimentándote de la sangre y el sufrimiento de los demás. Dices que tienes dinero. Pero, ¿de dónde sale ese dinero? Del espionaje, el robo, y de servicios mal llamados de protección. Es el dinero de personas que son pobres porque fueron tan estúpidas como para luchar por su país en dos guerras. De ahí se nutre tu comunidad ideal: de la corrupción y la traición. Y vive Dios que hay que ser bien falso para resoplar y babear por tus sucios placeres mientras los niños se mueren de hambre en Teviotdale, suspirando por una comida. Demonios, dudo que te preocupe lo más mínimo cuando veas arder Branxholm como ardió Midculter.
—No tuve nada que ver con aquello. —Sus palabras fueron lo suficientemente frías como para ocultar el apasionado resentimiento que brillaba en los ojos de Scott.
Buccleuch estaba gritando.
—Pues no estás haciendo mucho para impedirlo. Será mejor que prevenga a mi mujer. Este invierno tendremos que vivir al aire libre, si es que no me cortan el pescuezo como le pasó a Culter con su hombro y a Janet con su brazo.
La misma voz gélida dijo:
—Si los ingleses planean quemar vuestra casa, ¿qué creéis que puedo hacer yo para impedirlo?
—¡Podrías empezar por no soltarle tu nombre a Grey de Wilton! —bramó Buccleuch—. Para que todas las canalladas que le hagas a él no acaben llevándole hasta mí. Si hubieras hecho aquello un poco antes, habría algunas personas en Newark que te estarían de lo más agradecidas.
—¡Por Dios! —soltó Scott—. Hace un minuto me acusabais de ser demasiado amistoso con los ingleses: no sois muy coherente, ¿no os parece? Y si se supone que debéis intentar devolverme al redil, he de decir que no se os está dando demasiado bien. Si lo que realmente queréis es convencerme, al menos deberíais verificar vuestros datos. Y argumentarlos con un poco de lógica. Y no perder la cabeza mientras lo hacéis. Para empezar, no fue culpa mía que Grey descubriese mi identidad. En segundo lugar, Lymond no está haciendo, a cara descubierta, más de lo que media Escocia hace a escondidas. En tercer lugar, es mucho menos querido en Inglaterra de lo que lo sois vos. En cuarto lugar, mis colegas os tendrían mucha menos estima si no estuvieran bajo el mando de alguien como Lymond. Y por último, prefiero estar en una compañía en la que los prejuicios exagerados y el tedio intelectual tengan la consideración que se merecen: como algo propio de abuelos, de necios y de memos que se emborrachan en una taberna de tercera.
Una diatriba, pensó Scott, digna de su inspirado genio. Aquella respuesta fue de la clase que a menudo desearía haberle dado a Lymond. El puño cerrado de Buccleuch salió disparado como el martillo de un carpintero, dirigido hacia la mandíbula de su hijo.
Con grácil y confiada facilidad, Scott se agachó para evitarlo, cerró su propio puño y dio un golpe que envió a Buccleuch como una bala de cañón al otro lado del claro, haciéndolo caer de un patinazo en las hojas de haya.
Hubo un momento de desconcertante silencio. Buccleuch estaba en el suelo, sin aliento y emitiendo desagradables sonidos, mientras su hijo se quedaba plantado mirándolo y la excitación del momento se desvanecía rápidamente en su expresión.
Todo el mundo bromeaba sobre la incapacidad de sir Wat para mantener una discusión razonable. Ciertamente, no era motivo de gloria incitar a la violencia a un hombre que lo doblaba en edad, para luego golpearlo. Podía imaginarse lo que diría Lymond. Scott se quedó inmóvil unos dos segundos, después se acercó de dos zancadas y se arrodilló. Ayudó a su padre a sentarse, rodeando con el brazo sus amplios hombros.
—Padre...
La mano nudosa y llena de cicatrices de Wat acarició su propia barbilla, y sus pequeños y brillantes ojos miraron a su hijo.
—¡Dios! —Se sentó del todo y apoyando un codo sobre la rodilla, masajeó su mandíbula inferior moviéndola de un lado a otro—. ¿Dónde diantre has aprendido eso? —preguntó Buccleuch.
Scott dejó escapar una risa a medias, y soltándolo, se puso de cuclillas.
—Lymond.
—Bueno, al menos te ha enseñado algo de provecho. Pero no tenías por qué ponerlo en práctica conmigo.
Se puso de pie poniendo una mano en el hombro de Will y se quedó quieto un momento, sujetando al muchacho frente a sí.
—Te ha enseñado unas cuantas cosas, ¿no es cierto? A desenvolverte bastante bien con tus adversarios, para empezar.
—No he podido evitarlo —dijo su hijo, sonriendo—. Tendríais que reconocer que vos mismo tampoco dejáis mucho espacio a la retórica. Pero no quería haceros daño.
—Sólo querías partirme la cara —dijo sir Wat, alzando de nuevo la mano para palparse la mandíbula. Scott desapareció un instante y volvió con su pañuelo doblado y humedecido, ofreciéndoselo a Buccleuch.
—¿Era cierto lo que decíais de Newark? —dijo.
Sir Wat, apoyando la espalda contra una raíz, asintió.
—No llegaron a la casa, pero quemaron la aldea y casi me dejan sin animales, Will. Fue cosa de Grey. —Lanzó una mirada penetrante a la cara de su hijo. El muchacho se había sentado sobre un tronco quebrado y estaba mirándose las manos.
—Así que ambos bandos te tienen cogido por el cuello —dijo Scott, después de cavilar un rato—. Grey por mis desventuras, y la viuda si no la apoyáis.
—Así es como han salido las cosas. —Buccleuch, que lo observaba tranquilo, se acercó la palma a su rostro magullado—. La verdad es que las cosas no podían haber salido peor, y tú no has ayudado mucho, todo sea dicho. No tienes nada que hacer con un ladino adulador como ese. Sea cual sea su propósito, ha conseguido ponerme entre la espada y la pared y me parece que contigo se ha asegurado una buena cabeza de turco, si se lo permites.
El chico se quedó callado. Entonces dijo:
—Es demasiado tarde para mi redención, ¿no es así?
Los bigotes de Buccleuch se replegaron como los pinchos de un erizo de mar.
—Habría que explicar algunas cosas, pero maldita sea, en este país todavía se me tiene en cuenta. Si volviésemos ahora los dos juntos, sin hacer mucho ruido, yo me ocuparía de que nadie te hiciese daño. Y podrías tener la satisfacción de luchar abiertamente junto a tu familia. Estoy seguro de que entiendes la situación. En mi posición resulta inevitable jugar un poco a dos bandas, pero no te engañaré diciendo que tengo las manos libres. Aun así, nadie puede decirme a la cara que no soy escocés o que no soy un Scott, pues soy lo uno tanto como lo otro. Bueno, ¿qué dices?
Buccleuch, apoyado contra un árbol, con una mano en la cara y una expresión de sincero ánimo en su cara del color del rosso-antico, resultaba más persuasivo de lo que él mismo se daba cuenta. Su hijo se levantó bruscamente.
—He jurado seguir a Lymond.
—Le han excomulgado. ¿Lo sabías?
—Sí, pero...
—No sólo tienes el poder sino el deber de romper cualquier alianza que tengas con él. ¿Sabías que la Iglesia lo expulsó?
Scott había escuchado tantas historias al respecto que se quedó en silencio.
—Hace cinco años, cuando estabas en Francia, se supo que había estado espiando. Antes de eso se confiaba en él, como en Culter, y nadie sospechaba quien podía estar filtrando información. Se supo porque se encontró un mensaje suyo; un mensaje en el que hablaba de otros mensajes que había enviado, y en el que incluía la información que sirvió a Wharton para encontrarnos y acabar con nosotros en Solway Moss. Pero cuando todo el mundo se enteró, Lymond ya se había marchado a Londres y estaba sentado tranquilamente junto al rey Enrique, amontonando tierras y dinero de su mano.
—Eso lo sé. —Scott se movió, incómodo.
—Sí. Pero seguramente no sabrás esto: En la última página de su informe, describía el emplazamiento de un almacén de pólvora enorme que teníamos, una reserva que estaba muy cerca o dentro de un convento. Lo describió a la perfección: demonios, fue tan explícito que parecía un poema. Gracias a su información enviaron una partida de soldados a Carlisle que hicieron volar el convento, matando a todas y cada una de las mujeres que allí había.
—Pero Lymond... —empezó a decir Scott.
—Lymond lo planeó. Por Dios, yo vi la carta y la firma, y cada trazo de la pluma era tan suyo como ese maldito cabello de muñeca que tiene. Pregúntale a Sybilla. Pregúntale a Culter. Pregúntale a cualquiera. Ni siquiera su propia madre intentó demostrar que fuera una falsificación... porque no lo era.
La piel clara y pálida de Scott había perdido el poco color que tenía. En un tono agresivo, su padre dijo:
—¿No lo sabías? ¿Tampoco sabes el resto?
—¿Qué? —dijo Scott—. ¿Qué resto?
Pero Buccleuch se puso de pie, se quitó la palma de la cara y su rostro cambió. Scott se dio la vuelta.
Con un crujido y una cabriola, Johnnie Bullo surgió de entre los enebros y trotó por el claro, proyectando una ágil silueta que hizo que sir Wat, que no lo reconocía, se llevase rápidamente la mano a la espada.
Pero Will habló primero, transformando toda su ansiedad en veneno inyectado en su lengua.
—¿Qué haces aquí? ¿Espiar por cuenta de Lymond?
—No.
Johnnie Bullo, dejando un árbol de separación entre Buccleuch y él, permaneció impertérrito, aunque su respiración era más rápida de lo normal.
—Sólo quería darte un mensaje amistoso. Pensé que te gustaría saber que estás en una pequeña trampa. El bosque está rodeado de hombres armados.
Buccleuch escuchó aquello y la mano que tenía sobre la espada se movió con una sacudida y un siseo.
—¡Lymond! —dijo Scott al instante.
—No, no. Lymond está ocupado. Son tropas escocesas: buenos chicos con grandes caballos, armados con dagas hasta los dientes. Seguramente serán amigos de tu padre.
El aliento de Scott silbó por entre sus dientes.
—Dudo que sean amigos de mi padre. Después de todo, prometimos mantener este encuentro en secreto, ¿no es así? Y como buenos y honestos parroquianos que somos, nuestra palabra es inviolable.
—Yo no dije nada. —Dándose cuenta de repente del peligro que corría, Buccleuch se apresuró a confirmarlo—. No había ni un alma... ¿Quiénes son? ¡Eh, tú! —rugió Wat a la umbría figura de Johnnie—. ¿Quiénes son esos hombres?
—¿No lo sabéis? —preguntó Scott—. Qué pena que no podáis decirles que las cosas iban maravillosamente bien y que no hacían falta sus servicios. Podrían haber desaparecido sigilosamente y yo no me habría enterado nunca.
Buccleuch se sentía asfixiado por la frustración.
—No seas necio. No están aquí por mí. Yo no... No he... Escúchame, ¿quieres? —dijo, mientras el joven se marchaba.
—La verdad es que creo que ya he escuchado bastante, ¿no os parece? —dijo Scott por encima del hombro—. «¡Vuelve discretamente, sólo estaremos tú y yo!» ¡Dios! ¡Admirable trampa!
—¡Will! —Buccleuch, sin importarle el posible público que pudiera tener, bordeaba el alarido en su angustia—. ¡No sé qué ha pasado, pero créeme, no me importaría fustigarlos, sean quiénes sean! ¡Tienes que creerme! No vienen conmigo... No sé cómo han llegado hasta aquí. ¡Demonios! —rugió—. ¡Deben ser gente de Lymond!
—No lo son —los ojos marrones del gitano, que bailaban de regocijo, se posaron sobre Scott—. Bueno. Te están esperando. ¿Vas irte con ellos o conmigo?
—¿Tengo elección? —gruñó el muchacho—. ¿No estamos los dos atrapados?
Bullo se rio por lo bajo.
—Tú sí lo estás, yo no. Tengo un poni esperándome ahí fuera. Si lo monto y los llevo hacia la izquierda, ¿podrás escapar tú hacia el otro lado?
—Podré —dijo Scott en un tono siniestro. Se acercó al caballo de Buccleuch y le tiró las riendas a Bullo—. Ahí tienes otro señuelo. Manda al animal hacia delante. Los dividirá aún más.
El gitano cogió la brida y empezó a moverse, con su refulgente sonrisa.
—Así que después de todo estás con Lymond.
El oscuro gesto que tenía Scott cuando montó su caballo fue respuesta suficiente.
—¡Will! Demonios, estás tan confundido que no tienes otra cosa que aire en la cabeza. Escucha. ¡No son mis hombres! ¡Te lo juro por lo que quieras! Espera un momento, déjame que los identifique; ¡si son soldados de la Reina les diré que se ocupen de sus asuntos!
—No lo dudo. Y sus asuntos consisten en Will Scott. —El muchacho soltó las riendas de un tirón—. No, gracias. Ya he tenido suficiente ración de decencia. Mi estómago es demasiado débil para soportar tanto.
—Will... —era demasiado tarde. Un galope lejano y un estallido de ruidos hizo saber que el gitano había atraído tras de sí a los perseguidores; con un crujido y un remolino de aire frío, Scott se lanzó por el claro sin mirar a su alrededor, y desapareció rápidamente con su caballo por la parte más densa de la foresta.
Sir Wat, sin caballo y sin poder contener la agitada respiración, se quedó quieto. Un momento después oyó el alboroto cuando vieron a su hijo; escuchó los gritos cuando llamaron a los jinetes que seguían a los dos señuelos. Oyó como la persecución se desvanecía al pie de una colina y finalmente, el sonido de los jinetes que volvían desconcertados. Desenvainó su espada y caminó con paso firme hasta el grupo más cercano. Los árboles eran cada vez más delgados, las voces más ruidosas, y entonces vio el color de la librea: azul y plateado.
Wat Scott de Buccleuch devolvió la espada a su vaina con un ruido metálico y caminó hacia delante. Los jinetes que se dieron la vuelta al escucharlo dudaron.
—¡Buccleuch!
—¡Sí, Buccleuch! —dijo él—. ¿Habéis encontrado lo que estabais buscando?
Estaban nerviosos.
—No, sir Wat.
—¿Y tenéis un caballo que prestarme?
Lo tenían. Se lo trajeron rápidamente y Buccleuch montó, examinando los bosques con la mirada.
—¿Dónde está vuestro señor?
El hombre que estaba más cerca tartamudeó.
—Volverá pronto, señor. Teníamos que encontrarnos aquí si...
—Estoy aquí —dijo una voz fría, y Buccleuch se dio la vuelta. Lord Culter, armado, con una extensa magulladura que le cruzaba la cara, fruto de la persecución de Scott, estaba sentado sobre su caballo, inmóvil, donde se espesaban los árboles.
En medio de un silencio absoluto, Buccleuch se acercó a él con el caballo. Se detuvo cuando estaba a la suficiente distancia como para tocarlo y agarró las riendas de Culter cerca de la boca del animal para que este no se pudiera mover.
—Ya veo. Os estáis vengando por lo del robo del ganado, ¿no es así?
Culter negó con la cabeza.
—Sólo quiero a Lymond.
—Sólo queréis a Lymond —repitió Buccleuch, y tiró de las riendas para que el caballo de Culter saltase y se encabritase, relinchando—. Sólo queréis a Lymond, y estáis dispuesto a sacrificar a todo el mundo para conseguirlo. A vuestra madre, a vuestra mujer, a aquellos que una vez fueron vuestros amigos. ¿Cuántos amigos os quedan ahora? Decídmelo.
—Los suficientes.
—¡Los suficientes para ladrar a vuestros pies mientras vos estáis de cacería por todas partes, saltando por encima de nosotros en esta persecución desquiciada y salvaje en la que os habéis embarcado! La Reina os quería en Stirling, ¿y dónde estabais? ¡Intentando cazar a mi hijo en nombre de vuestro melindroso sentido del honor! ¿Y por qué? Sybilla no lo desea, y tiene el doble de motivos que vos. No conseguiréis nada, como bien sabemos todos, salvo hacerle morir de risa. ¿Qué sentido tiene seguir? No le importa a nadie. Y hay quien dice que ya no es cuestión de justicia, sino de la envidia, que os corroe por dentro.
Richard, exaltado, dijo:
—¡Moderad vuestra lengua, Scott! —y entonces, conteniéndose dijo, mientras la plata de su atuendo resplandecía al compás de su respiración—: No pienso discutirlo con vos.
Buccleuch bajó el tono de su voz.
—Oh, ya casi he terminado. Sólo tengo una cosa más que decir: al igual que Lymond, ahora me tenéis en vuestra contra. Lo odio tanto como vos, pero voy a apartar a Will de su lado para que esté a salvo. Y hasta que lo haga, no habrá plan que ideéis contra Lymond que no encuentre mi oposición. No os deseo mal alguno, ni a vuestra mujer ni a vuestra madre, pero si os entrometéis en mi camino, corréis el riesgo de resultar herido o muerto: no tendré contemplaciones con vos.
Y dándose la vuelta, salió con su caballo prestado del bosque de Crumhaugh.
Johnnie Bullo llegó a la torre de Peel antes que Scott.
Cuando llegó el muchacho, se encontró con que la mayoría de los hombres ya se habían marchado, así como todos los animales, a excepción de unos pocos caballos. El edificio, ruinoso como siempre, tenía un aire lóbrego, como si al haberse quedado vacío cualquier trazo de calidez hubiera sido despojado de sus muros.
Lymond estaba sentado en el salón lleno de escombros y junto a él se hallaba Johnnie Bullo. El brillo que irradiaba la sonrisa del gitano dejaba claro que le había contado al jefe la historia de Crumhaugh. Will Scott caminó hacia él, preparado para aprovechar al máximo la ira que bullía en sus venas, pero se encontró con un Lymond más impenetrable que nunca.
—¡Querido! Me he enterado de que estar en el regazo de vuestro padre os ha removido como la conciencia de un arzobispo, y que habéis venido a imponerme la vuestra.
—He sido un necio por confiar en él. —Scott echó un vistazo a Johnnie Bullo y volvió a clavar la mirada en Lymond—. Teníais toda la razón. Estaré loco si me fío de alguien a partir de este momento.
—Parece que vuestro encuentro no ha estado exento de cierto patetismo —concluyó Lymond, imperturbable—. ¿Cómo pudiste alertarlo, Johnnie?
—Bueno, algo que oí en una de las casas en las que estuve jugando me hizo sospechar. Me hizo pensar que podría haber alguna trampa.
—Así que la hiciste saltar. —Lymond se levantó y se acercó hasta la puerta—. Al fin y al cabo, todo este asunto de la manumisión es un poco molesto. No sé si tengo los nervios como para aguantarlo por mucho más tiempo.
Johnnie, que había aguantado la mirada de aquellos ojos azules todo el tiempo que exigía el amor propio, se encogió de hombros, se levantó y se marchó tranquilamente afuera. Lymond cerró la puerta y regresó.
—Johnnie... —empezó a decir Scott, furioso.
—Johnnie da problemas como las vacas dan leche. Lo sabéis tan bien como yo. Pero al menos lo hace pensando con la cabeza, y no con el estómago, o dondequiera que guardéis esas emociones tan especiales que albergáis.
Se había acomodado sobre la repisa de la chimenea, repiqueteando en la piedra con una mano. Scott se dio cuenta de que era el momento de afilar su ingenio.
—Mantuvisteis vuestro encuentro en secreto —dijo Lymond—. ¿Por qué?
—Porque no era asunto vuestro —Scott seguía enfadado.
En un tono amable, Lymond dijo:
—Sumerjámonos en un baño de filosofía moral como si fuera un río cristalino. El doble juego es mi negocio.
—Lo sé. Pero no es el mío —dijo Scott, brusco, y Lymond sonrió—. No os creo.
Hubo un tenso silencio. El muchacho, todavía agresivo, lo rompió.
—Sólo quería hablar con mi padre. No hay por qué alarmarse por ello.
—Ya. Sólo que lo mantuvisteis en secreto.
—¡No le dais monsergas a Cuckoospit cada vez que desaparece con sus mujeres!
—Las mujeres de Cuckoo no tienen una jauría de sabuesos y dos mil hombres armados detrás. Ni siquiera las más empecinadas. Sois la única persona que hay aquí de la que podría decirse que podría sacar provecho de una traición. Sois la única persona que, haga lo que haga, tiene seguro un nicho calen tito y con dinero esperándolo al otro lado de la ley. Sois la única persona que siente un titubeante interés por la ética y con la estabilidad emocional de una semilla de membrillo en una taza de agua tibia. O mantenéis el juramento que tan fervientemente hicisteis el año pasado, o tendré que disponer de vos como es debido. No tengo intención de quedarme aquí sentado como un pelícano piadoso, preguntándome qué será lo próximo que hagáis.
Scott, temblando de ira, respondió.
—Bien, os lo diré, si es que queréis saberlo. Os lo haré saber cada vez que estornude. Os lo haré saber cada vez que me peine. Pero sigo sin ver por qué demonios tenéis que...
—Lord Culter estaba allí —dijo Lymond, tranquilo—. ¿No es cierto? Y a mí podría haberme interesado encontrarme con Buccleuch.
—Es posible. Pero no sabía que Culter fuera a estar allí. Y con juramento o sin él, no deberíais esperar todavía de mí que venda a mi padre.
—Un detalle que él no parece saber apreciar.
—Ya he dicho que cometí un error.
—Obviamente, nosotros también.
—¿Por qué? Estoy aquí, ¿no? —gritó Scott—. No he incumplido mi palabra. Fue Buccleuch quien...
—Después de haberte permitido que lo tumbarais de un golpe. Ya me he enterado.
—¡Permitido!
—Buccleuch tampoco piensa con el estómago. ¿No se os ocurrió que yo podría hacerle más daño a vuestra querida familia que lord Grey?
—Yo...
—Y si nos abandonarais, podéis estar seguro de que lo haré.
—Pero...
—Por lo tanto, mozalbete, si vais a romper vuestro juramento, tendréis que hacerlo por completo. Tendréis que denunciarnos a todos. Eso es lo que esperaba vuestro padre.
Silencio.
—¿Y bien? —preguntó Lymond.
—No tenéis nada de qué temer —dijo Scott, gélido—. No volverá a suceder.
Lymond lo miró fijamente.
—Hay momentos en los que vuestros balbuceos resultan divertidos, y otros en los que son de una sutileza increíble. No tengo miedo. Puedo aseguraros ahora mismo que no volverá a suceder. Estoy esperando una disculpa.
La respuesta de Scott fue inaudible y Lymond se acercó al chico. Su ropa de montar, de la que se habían ocupado rápidamente tras su regreso de Tantallon, alcanzaba una perfección senatorial. Su pelo brillaba como el oro y su voz refulgía igualmente. Estaba impecablemente, inquietantemente sobrio.
—Podéis contar con mi bendición para cualquier urgente necesidad que sintáis de agredirme. Intentadlo. Pero no permitiré que pongáis en peligro a sesenta hombres por culpa de vuestra ridícula sensiblería y la arrogancia de un niño enfurruñado. Sea lo que sea lo que pretendierais hacer, os metisteis solito en una emboscada y estuvisteis a punto de atraer sobre nosotros una celada muy peligrosa. Que lo planeara o no vuestro padre, eso no importa. Las intenciones, sean vuestras o de cualquier otro, son irrelevantes. Son irrelevantes y no sirven como excusa. Será mejor que os metáis eso en la cabeza. Si permitiese que cualquiera de vuestros apreciados compañeros en Crawfordmuir se enterase de esto, os descuartizarían como a una cebolla y a fe mía que os lo mereceríais. La próxima vez les informaré de ello yo mismo. ¿Os ha quedado claro?
Era terriblemente injusto. Scott, cogiendo la primera arma a su alcance, dijo furioso:
—Dulces palabras, viniendo de vos. ¿Y por qué debería preocuparme por ellos? Nada os impediría vendernos a cualquiera de nosotros a cambio de una buena recompensa. A menos de que sólo os limitéis a vender a mujeres que están en conventos.
Hubo un silencio abrumador. Entonces Lymond, despacio, dijo:
—No os lo recomiendo, Scott. No os las deis de listo. Y sobre todo, no vayáis por ese camino. Ahora podéis desaparecer de mi vista.
No había nada que añadir. Scott se marchó de la habitación, montó en su caballo y se marchó a Crawfordmuir, sin apenas darse cuenta de que, de las diversas conversaciones que habían tenido, esta era la primera en la que, de alguna manera, no había dado su brazo a torcer.
Mientras Scott se dirigía al oeste, su padre lo hacía hacia el norte.
Buccleuch estuvo cabalgando hacia casa desde Crumhaugh, resentido, durante un buen rato, hasta que pensó en lo sorprendente que le parecía el hecho de que Culter se hubiera enterado de su encuentro con Will. Se lo había dicho a Sybilla, pero ella se preocupaba de mantener a Culter alejado de Will tanto como él. ¿Quién más lo sabía?
Pensó. Sólo quedaba una persona que hubiera podido ver la nota y de quien pudiera pensar que actuaría precisamente de esa forma: Janet. Las manos de sir Wat apretaron las riendas. Janet! «Por Dios», pensó Buccleuch, «yo le enseñaré a esa maldita bruja de pico largo a no meter las narices en mis asuntos a partir de ahora...» Y arreó a su caballo en dirección a Branxholm, alzando la cabeza hacia el cielo estrellado.
Había algo extraño en las luces que venían del sureste. Un brillo carmesí que se reflejaba en las nubes bajas. Se quedó mirándolo un buen rato, sin fiarse de sus ojos, y entonces volvió grupas y galopó hacia el fuego lanzando al firmamento un reguero de maldiciones.
Lord Grey había sido tan efectivo como una espada. Había partido con arcabuceros montados y de a pie desde Jedworth y Roxburgh y sir Oswald Wylstropp y sir Ralph Bullmer habían marchado hacia el oeste con autoridad otorgada, reduciendo todo a cenizas a su paso. Tomaron treinta prisioneros, todas las cabras y ovejas que pudieron llevarse y redujeron Hawick a un montón de hornos en los que los resistentes fueron cocinados desnudos como langostas.
Buccleuch, que llegó volando al lugar, cruzando por entre caminos atestados de mujeres y niños y escombros, encontró a sus hombres de Branxholm más adelante, bajo el mando de su propio capitán, y desplegándolos se tomó toda la venganza que pudo, pues ya era demasiado tarde para salvar nada. En la oscuridad, rota y destrozada por la luz del fuego, reuniendo todos los efectivos que pudieron encontrar en el distrito, atacaron y desgarraron la retaguardia de Wylstropp mientras éste huía; mataron a algunos de sus hombres y salvaron algunos animales. Fue un salvamento más bien pobre, y una venganza bien escasa. Después de lo cual se dieron la vuelta, aspirando el enfermizo aire del oeste y se esparcieron por el distrito destrozado y humeante, ayudando en todo lo que pudieron.
Al amanecer, Buccleuch regresó a Branxholm con dolor de espalda, los ojos rojos y una gran furia en su interior. En el salón, recordó algo y se dirigió a grandes pasos hasta la habitación de su esposa, con una vela que iba dejando tras de sí un rastro de luz.
—Janet Beaton!
La mujer, que estaba en la cama, se revolvió y abrió los ojos. Su rostro generoso y de nariz prominente desplegó una sonrisa soñolienta.
—Vaya, pero si es Wat —dijo lady Buccleuch—. Tarde, como siempre.
—Quiero hablar con vos, milady.
—Oh, ¿de veras? ¿Sobre qué?
—Del heredero de este castillo, señora. De mi hijo mayor, Will.
—Vuestro hijo mayor legítimo —le corrigió Janet—. ¿Lo echáis de menos?
—Ciertamente, lo echaba de menos —dijo su marido, siniestro.
Janet parecía estar bastante inquieta.
—Oh, bueno, no importa —dijo—. Ya sabéis lo que dicen. No habéis perdido a un hijo sino ganado a una hija.
Buccleuch la miró fijamente, por debajo de sus cejas de lechuza, y Janet le devolvió la mirada. Más allá de la cama, un frágil y lastimero maullido creció y se marchitó. El brillo que irradiaba Janet se intensificó hasta alcanzar tintes de beatitud.
—La nueva Buccleuch —elijo su esposa—. Borrad esa mirada de basilisco de vuestro rostro e iros a echarle una mirada a vuestra nueva cachorrita de una vez.
Poco a poco, la cara de sir Wat se volvió roja. Una pícara sonrisa se abrió camino de entre las profundidades de su barba, y él se la tapó con una mano, pero sus ojos miraron a su mujer con el candor de un cocker spaniel.
—Oh, está bien —dijo—. Está bien. No diré más por esta vez. ¡Pero no esperéis volver a aplacarme tan fácilmente, mujer!
—¡Oh, vamos! ¡No os preocupéis! —dijo Janet, en pleno y confuso abrazo—. ¡Antes prefiero que me regañéis!
Así concluyó el domingo, cinco de febrero.
Poco después, sir George Douglas escribió a lord Grey, diciéndole que esperaba poder presentarse ante el lord Protector como legítimo embajador de Su Majestad la Reina de Escocia, en breve y en Londres, para concertar el matrimonio real.
El lord Protector escribió a Grey.
—Os habéis gastado —explicó— dieciséis mil libras en nueve meses y lo único que podéis justificar es un ataque a Buccleuch...
Lord Grey envió un lacónico mensaje a lord Wharton.
—El lunes partiré para invadir Escocia y pretendo llegar casi hasta las puertas de Edimburgo. Espero que vos y el conde de Lennox hagáis coincidir vuestra entrada con la mía.
Justo en aquél momento, paralizando las piezas del complejo tablero, el dedo indiferente del destino movió ficha y la pequeña reina María, auténtico nudo y centro de todos sus planes, cayó gravemente enferma.