17) TESLA: SUEÑOS
El recuerdo de la sombra fue cobrando vida hasta que se volvió completamente nítido.
Era una noche desértica. La luz de la luna llena iluminaba el vástago cielo anunciando la llegada de la media noche. El reloj de la torre se sacudió doce veces acompañando al viento que llevo aquel sonido más allá de las montañas antes de que se silenciara en un eco prolongado.
En una casa hecha de adobe, con techo de paja y una tela improvisada como puerta, una niña pequeña saltó de la cama debido a las campanadas provenientes de la torre. La pequeña, estaba cubierta de sudor provocado por la fiebre que le iba arrancando con lentitud la vida.
Con recelo rutinario, contó las campanadas del reloj mientras con desmoralización buscaba su muñeca de trapo, su compañera en las noches solitarias. Sigilosamente, se deslizo por toda su cama y al no encontrar su muñeca, se aferró al borde y buscó en el suelo donde la contemplo. La muñeca estaba recostada. Más que una muñeca, era un trapo viejo con seda como boca, dos botones como ojos y tiras de tela como cabello. Era una muñeca tan simple como importante, lo suficiente como para alejar la soledad y el miedo.
Cuando intentó levantar la muñeca, la doceava campanada se hizo escuchar dejando el eco en el aire y después un silencio abrumador que se hizo presente con autoridad. Con delicadeza, levantó a la pequeña muñeca y la estrecho entre sus brazos. Luego, la deposito en su almohada y le paso su brazo por encima susurrándole una canción de cuna tranquilizadora tanto como para ella como para la muñeca, regresando así ambas a sus sueños inocentes de princesas.
El viento sopló con ligereza, era gélido y desabrido. En el cielo, solo algunas estrellas estaban presentes, hasta se podrían contar, solo un par de docenas. El resto, estaban ocultas detrás de pequeñas nubes negras que intentaban opacar a la luz interponiéndose en su camino y refrescando el ambiente con la menuda brisa que desprendían.
En la distancia, una densa capa de neblina oscura se iba propagando con lentitud, enlutando la luz que segregaban las lámparas ubicadas por un costado de la calle situada entre dos hileras de árboles frutales.
Las frágiles ramas de los mismos, caían a tierra por el peso excesivo de sus frutos prematuros que se marchitaban al paso de unos cuantos días. Algunos árboles apenas y se reponían del insípido invierno que casi les sentenciaba a morir gélidos. Por poco y acababa con la existencia de algunos. Solo hubo un par de árboles que fueron vencidos por el frio y yacían marchitos con un otoño eterno entre sus ramas. Otros habían sobrevivido de milagro.
Pasmadamente, las ramas de los sobrevivientes pronosticaban una buena producción venidera. Algunos otros, esperarían hasta el siguiente año para dar sus frutos, mientras que el resto, no parecían tener señales de vida y sus ramificaciones seguían secas, muriendo de frio, retorciéndose entre sus raíces y absorbiendo nutrientes del suelo, guardando una última y vaga esperanza de que la primavera les regresara su vitalidad.
A lo lejos, la brisa se había convertido en una lluvia ligera que caía con descuido en el suelo. Los árboles secos le esperaban con ansias. Tan solo sentir la humedad les hacía vibrar. Las gotas de roció, se podían ver entre el haz de luz producido por las lámparas que tintineaban y parpadeaban por momentos. En ellas, distintas clases de insectos voladores, se batían en una lucha incesante por alcanzar la luz y el calor que estas desprendían. Era como si disfrutaran morir quemados ante el calor de las lámparas, pero aun así seguían intentando alcanzar la luz a pesar del daño que les causaba tocarle, o peor, aun viendo a los demás insectos morir al tocar la luz. Tal y como los humanos. Aun conociendo el dolor, seguimos por el mismo camino intentando alcanzar lo que nos es imposible, insistiendo, dañándonos, pasando las noches en el mismo objetivo, luchando, tercos, como insectos y todo para morir o salir lastimados.
La lámpara, era la luz errónea a seguir. El propio infierno de los insectos.
Entre la tenue luminaria de la luna, las pocas estrellas en el cielo y la luz asesina de las lámparas, una mujer caminaba a inclinada por una orilla de la calle. Sigilosa, como el viento, se cubría su rostro con un velo negro, mientras su cuerpo iba vestido con solo una túnica color café oscuro que, al combinarse con la oscuridad, era un camuflaje idóneo para pasar desapercibida.
Era prácticamente invisible. Solo la sombra que producía le delataba.
Se desplazaba con sutileza, sin producir ruido, solo con la punta de sus pies tocando los adoquines. Parecía casi volar. Pisaba con seguridad, como si conociera el camino y recorrerlo a plena madrugada fuera algo habitual para ella. Se movía con esos movimientos que solo la experiencia puede otorgar.
Cada cierta cantidad de pasos, detenía su caminar, miraba de reojo a sus espaldas en busca de algún indicio de movimiento mientras se introducía en el silencio de la noche. Al percatarse de que todo continuaba en orden, seguía avanzando.
Cautelosa, con la mirada alerta y con ese sexto sentido que se desarrolla cuando se habitúa a hacer varias veces lo mismo, intuyendo el siguiente movimiento antes de realizarlo, seguía avanzando. Sus pasos eran cortos, decididos, sin margen de error, parecían estar tocando una balada romántica con cada paso.
Todo iba conforme el plan, como cada noche. Como sus noches de escape hacia la libertad que a muchos avergüenza y colman de miedo, mientras otros la gozan por tener ese toque prohibido que tanto excita al ser humano.
El murmullo de un búho oculto entre las hojas de los árboles, solía ser una señal que le recordaba que no estaba sola, que había ojos que le observaban a pesar de que ella no quisiera que fuera así.
La vida a su alrededor seguía presente. Los arboles pudieron llegar a delatarla. El viento, o hasta el propio búho pudieron haber sido más que simples espías. Solo una trampa de la naturaleza y su escapada nocturna seria descubierta. Había tenido a la naturaleza de su parte desde que tenía memoria, ¿Por qué habría de traicionarla ahora?
Con calma, dio un giro sobre su eje buscando movimientos extraños y luego dio vuelta hacia la derecha donde encontró un sendero que se ensanchaba frente a ella. Era amplio, podrían transitar dos vehículos sin dificultad al mismo tiempo.
El cruzar aquel pasillo era la peor parte del camino, tenía que tener más cautela que nunca, estaba más expuesta y podría ser descubierta con facilidad.
Las luces le llegaban de enfrente, como si quisieran detenerla, cegarla y decirle que no lo hiciera, que esa vez no siguiera la luz. En ese momento, sentía la culpa del silencio. La destreza de sus pasos se volvía torpe y perdía la concentración. Hubiese deseado rodear aquella parte del camino, pero ¿Cómo hacerlo? Solo volando, y no tenía alas. No era un ángel ni un ave, solo una simple mortal.
La culpa se le esfumaba cuando la luz dejaba de señalarla y la única manera de evitarle era acercándose a la pared y doblando la espalda hasta ir casi a gatas, como si fuese un ladrón astuto que intenta escapar con su botín sin dejar huellas a su paso. No era una ladrona, pero ¿Qué se pensaría de su situación? Ir caminando a plena madrugada esquivando todo aquello que la pudiese delatar. No se pensaría nada bueno. Solo Dios se imaginaria lo que planeaba y solo él podría dar su veredicto a favor o en contra de sus escapes nocturno.
La mujer atravesó aquel pasillo en diagonal, con pasos rápidos y silenciosos. La lámpara le ilumino el rostro intentando develar su identidad, pero el velo se lo impidió y solo se quedó con la sombra que esta expedía como prueba de aquel cruce sin identificación.
Los insectos seguían muriendo persiguiendo su objetivo mortal. Aun así, parecían divertirse con su propio dolor.
Del otro lado del pasillo, con respiraron agitada, la mujer se paró frente a una vieja puerta de madera. Era estrecha. Apenas y cabria una persona a la vez. Más, solo quería pasar ella y esperaba que nadie le siguiera.
Con desconfianza, se aseguró que no había ningún incidente en su escapada. Miró hacia ambos lados de su cuerpo y luego hacia sus espaldas, contempló al viento escabulléndose entre sus manos y susurrándole en un idioma extraño algunas palabras que le provocaron un escalofrió. No les dio nada de importancia a aquellos murmullos solemnes.
Con astucia, se acomodó la túnica para impedir que el viento siguiera colándose provocándole escalofríos. Antes de volverse de nuevo a la puerta, contempló la penumbra. Era palpable. Las lámparas apenas y eran unos puntos diminutos de luz comparados con la inmensa negrura. Al alzar su vista se dio cuenta que las nubes negras se habían abierto paso a través del cielo y ahora lo cubrían como si fueran un manto oscuro gigante, una barrera entre la luz y la penumbra. Una división de mundos antónimos.
Asocio el silbido del viento con el sonido producido por las campanadas de medianoche del reloj. No había nada más que eso y eso le hacía bien.
Su primer tramo del recorrido quedaba cubierto sin tener percances.
La noche seguía tan desértica como siempre, comportándose como una amiga y cómplice ayudándole a pasar desapercibida como un fantasma, una sombra oscura con un corazón bueno y puro que no quería ser descubierto en su aventura por descubrir la diferencia entre lo que siente el espíritu y el cuerpo.
Comprobó su soledad por enésima vez. Luego, como si fuera una bailarina profesional de ballet, giro sobre la punta de los dedos de sus pies y con su mano buscó dentro del bolso del interior de su túnica la llave. A ella, nunca le gustó llevar bolso o algo parecido, ya que este tipo de accesorios les consideraba demasiados tontos y exagerados, ¿Qué tanto puede llevar una persona en un bolso? ¿Monedas, papeles, perfumes, cremas, teléfonos, documentos, llaves, basura, maquillaje, espejos, lápiz labial o demás cosméticos de belleza? Una mujer lleva miles de millones de cosas en sus bolsos, pero la mayoría son cosas inútiles.
Para ella, siempre era mejor ir sin nada de eso. Nunca en su vida se había maquillado ni usado bolsos grandes. Su filosofía era: “Lo que Dios quiera que porte, en mi cuerpo, solo eso podría llevar. Solo eso que me acompañe a todas partes. Lo demás son lujos de la inseguridad, de cuerpos que buscan tener con que cubrir sus defectos y su incertidumbre a la hora de vivir”.
Su entrega a Dios era su devoto principal, todo lo que llevaba, eran sus prendas, sin ningún lujo, ni detalle, nada de nada. Solo era ella, natural, apenas vestida por la túnica. Si en ese momento le fuera arrebatada, iría en su ropa interior, casi desnuda, con su cuerpo a la intemperie, tal y como había llegado a la vida. Como una recién nacida.
Palpó en el bolsillo de su túnica sin encontrar la llave de la puerta. Era pequeña y no podía tomarla, por lo que tuvo que descubrirse para poder hurgar con mayor facilidad. Sus manos buscaron por unos segundos teniendo intentos infructuosos, por lo que desabrocho un botón de su túnica y dio un giro leve hacia las lámparas para que estas le iluminaran su bolsillo y pudiese encontrar la llave.
Entre las ligeras pertenencias que llevaba consigo, se encontraba un rosario dorado, parecía hecho de oro, aun con la poca luz de la noche brillaba, pero era un rosario simple que le habían regalado en su cumpleaños. Aun así, el rosario era brillante, como si tuviera luz propia.
Con sus dedos fríos, sacó un libro de oraciones que tenía una separación en medio, lo abrió con suavidad y en medio encontró la llave. Con rapidez, metió el libro de oraciones dentro de su túnica y se colgó el rosario en su cuello ocultándolo tras su vestimenta y el velo para que no brillara con la tenue luz de las lámparas.
Después de esto, tomó la llave con sus dedos que habían comenzado a temblar debido a la brisa gélida que no paraba de caer, y la intentó meter en el orificio de la chapa mojoso sin tener éxito. Para aminorar los temblores, se froto ambas manos entre si transmitiéndose calor y luego agarró la llave con las dos manos para atinarle a la abertura de la cerradura. La llave vacilo entre los bordes de la grieta, pero al final termino por entrar en ella.
Al momento, la mujer giró la llave con una mano y escucho hundida en su mudez, el ruido del cerrojo al ceder.
Con cautela, giro la perilla y la puerta crujió al abrirse. La madera produjo un murmullo enfático, como si sufriera. Con suavidad, empujo la puerta y las bisagras chillaron.
Apenas y le abrió lo suficiente como para meter la cabeza. Por dentro, miro de reojo una sombra de ambulante de un lado hacia otro, eso le hizo entrar en pánico y se escondió en la pared lateral de la puerta al momento en que daba ligeros pasos hacia atrás hasta poner su espalda pegada a la pared. La sintió tan fría. Como la penumbra. Como el viento gélido. Un escalofrió le recorrió el cuerpo aunado al temor de ser descubierta. El corazón le latía con fuerza vacilante y su sentido de alerta le susurraba sus advertencias. Su intranquilidad le hizo dudar entre volver o seguir, pero al final se quedó ahí, pegada a la pared, volviéndose parte de ella.
En medio de aquella soledad, el clima se volvía más frio y el cielo más opaco que nunca. Detrás de una densa nube, vio lo que creía que era la luna, un punto de luz prisionero en los cielos. A sus lados, decenas de puntitos pedían libertad, como presos eternos de un universo infinito. Debajo de las nubes, una densa capa de niebla se esparcía con velocidad ganando terreno con cada segundo que pasaba. Un aire fresco se prolongó y cruzó por enfrente de la mujer colándose en su vestimenta sin su permiso. En su afán de protegerse, unas motas de polvo entraron en su nariz y la hicieron estornudar rompiendo el silencio abismal.
Asustada, llevo su mano a la boca mientras agudizaba su oído intentando oír algo más allá del silencio nocturno y los murmullos del viento. Creyó escuchar un “Salud” entre los cuchicheos del aura, pero además de eso todo permanecía en calma.
Sin despegarse de la pared, inclino su cuerpo en posición fetal y se quedó así un par de segundos. Después de lo que considero un segundo eterno, contuvo su respiración queriendo estabilizarse y luego se volvió hacia la puerta para mirar con detenimiento a través de ella en busca de la sombra solitaria que había mirado vagabundear dentro.
La penumbra apenas y le permitía mirar a sus manos, no podía ver más allá, hacia los arboles viejos y las lámparas del jardín.
A tientas, cruzó la puerta con lentitud y precaución, se quedó parada así un instante en busca de movimiento y después cerró la puerta a sus espaldas. En su afán por pasar inadvertida, las bisagras le traicionaron, parecían chirriar más que nunca, por lo que apretó su cuerpo intranquilizado como si esto evitara que el chillido de las bisagras se propagara.
Cuando la luz del pasillo quedo detrás de la puerta de madera, la puerta ya había dejado de chirriar, pero el eco seguía presente en el aire.
En ese momento, la sombra reapareció. La mujer se quedó parada, se agachó y se pegó a la puerta, acurrucándose junto a ella. Desde debajo de un árbol, la sombra salió con paso lento y ágil, brincó sobre el árbol queriendo subir por él, sus uñas se clavaron en la corteza, pero al querer escalarlo se resbalo precipitándose al suelo, dio un giro en el aire y cayó sobre sus patas produciendo un sonido sordo con las hojas secas del suelo.
Era un lindo gatito negro.
Al verle, la mujer sintió el alivio en su cuerpo. El gato le miró entre la penumbra, le maulló como si la saludara y después se perdió entre los árboles en busca de su presa nocturna o de una sombra invisible que cazar antes de irse a dormir.
<<huf, estuvo cercas. Tendré que encerrarte la próxima vez>>. Musito la mujer en medio de su pensamiento que regresaba a la calma.
Cuando volteó hacia el árbol, el gato ya se había ido dejando solo el rumor del viento entre las hojas. Quizás esa noche encontraría un buen ratón para la cena y localizaría algún otro para el desayuno o para compartirlo con alguna gata del vecindario.
Con los dedos vibrantes, se secó la delgada capa de sudor que se asomaba en su frente. Era impávido. Luego, con pasos cautelosos, cruzó el pasillo con la espalda pegada a los árboles. De vez en cuando, pisaba una que otra rama seca en el suelo y se detenía a escuchar el crujido al romperse y luego el silencio. Hojas secas caían con el viento y morían a sus pies junto a las demás.
Cruzó aquel pasillo con pasos cortos y cautelosos hasta llegar al corredor y adentrarse en él.
El corazón le latía como una locomotora. A pesar de estar acostumbrada a transitar aquel sendero por al menos un par de noches cada semana, esa noche sentía un temor extraño poco usual en ella. Un miedo le recorría las entrañas como si fuera un mal presagio al que tenía que obedecer. Pero, le hizo pasar desapercibido.
El corredor estaba iluminado por lámparas que emitían una luz tenue que agigantaba y acortaba su sombra conforme pasaba por ellas. El murmullo del viento le acompañaba. Una gélida corriente entró en el pasillo y una lámpara se apagó. En ese instante, detuvo su andar, se agachó y se quedó parada sobre la punta de los dedos de los pies recargada en la pared para que las demás lámparas no delataran su presencia.
Los segundos pasaron en una cuenta palpitante dentro de su mente aunada a los latidos de su corazón.
<<Uno. Dos. Tres… Veinte… Treinta…>>Pensó.
Los latidos seguían al ritmo de una balada en el viento que cantaba en su mente para cronometrar el tiempo. El silencio era penetrante y se aferraba a la noche. El techo le cubría de la brisa que se había intensificado en el pasillo hasta convertirse en una llovizna incesante.
El sube y baja de su pecho parecía incrementarse. Trató de respirar con tranquilidad antes de continuar. Cerró sus ojos y se concentró en calmarse. Aun le quedaba la mitad del pasillo por recorrer, por lo que era vital recuperar el control del cuerpo. Si su respiración seguía así de intranquila, le delataría de un momento a otro y le impediría escuchar al silencio.
Exhalo e inhalo por intervalos de tiempo manteniendo el oxígeno en sus pulmones lo suficiente para que recorriera su cuerpo y le tranquilizara. Luego, le liberaba con una exhalación profunda y calmada. Repitió el proceso varias veces hasta que su respiración y pulso se entonaron en un mismo ritmo natural.
Cuando estuvo tranquila, se decidió a continuar.
Cada minuto perdido era un minuto menos de su locura. Con agilidad, se acomodó la túnica para que le cubriera la mayor parte del cuerpo y se colocó el velo hasta el borde inferior de sus ojos cubriéndose más de la mitad del rostro. La capucha de su túnica seguía puesta ocultando su cabello. También tomó en cuenta descubrirse los pies para no tropezar. Confiada en sus sentidos y omitiendo su presagio, tentó la suerte y se echó a andar por el corredor.
<<El camino es largo aún queda mucho por andar. La silueta de su figura me espera al final>>Susurro para sí misma.
Sus pasos eran agiles y no se separó de la pared para que esta no le delatara su presencia. Tenía un objetivo que perseguir. ¿Hacia dónde va la razón cuando se le omite?
El corredor seguía recto. Los viejos ladrillos fijados en el suelo se volvían traicioneros por la noche. Además de la humedad que les carcomía con lentitud y les hacía resbalosos, estaban quebrados y algunos habían desaparecido dejando agujeros como si fueran trampas. Las lámparas apenas y permitían verles, aunque la mujer los conocía bien. Aun así, la mujer había dejado de pisar con la punta de sus dedos y ahora plantaba en su totalidad la planta de sus pies para evitar resbalarse. Sus pequeños zapatos, que le habían sido regalados por el sacerdote viajero días después de su llegada, le hacían difícil caminar.
La humedad de los ladrillos la sentía como si le pisase con el pie desnudo. La suela estaba desgastada de extremo a extremo debido al ir y venir constante en aquel lugar y en el pueblo donde proclamaba la palabra de Dios con la devoción de aquellos mensajeros que conocen el verdadero mensaje del divino.
Las largas tareas rutinarias de su profesión, le fueron mermando aquel par de zapatos viejos que de por sí ya eran usados cuando se los regalaron.
A pesar de que algunos meses aleatorios llegaban bolsas negras con ropas viejas, comidas por ratas y con agujeros, y zapatos que en su mayoría habían perdido el par y tenían que ser completados con algún otro parecido, ella seguía con aquel par de zapatos anticuados. Seguían siendo sus favoritos aun cuando entre las bolsas, en más de una ocasión se había encontrado pares de zapatos de su talla que eran por mucho mejores que los que tenía.
Pero, ¿Qué le hacía querer tanto aquellos zapatos? ¿Qué había de especial en ellos? Quizás sea por quien se los había regalado y el como lo hizo.
Fue el primer regalo entre los dos. Eso jamás lo olvidaría. Verlos era remontarse a aquella noche y volver a vivir aun cuando fuera solo un recuerdo. Ese par de zapatos eran sus compañeros en todo momento, le acompañaban a donde quiera que fuese y lo hacían incondicionalmente sin traicionarla en sus pasos.
Por eso y las múltiples vivencias juntos, les tenia aprecio, tanto así que los seguía usando a pesar de que hacía unos meses el párroco le había regalado unos zapatos impecables que habían sido donados junto con otros pares por uno de los principales patrocinadores anónimos que tenía aquel lugar. No dejaría sus zapatos viejos por nada del mundo.
La noche seguía su curso sin importarle que pasara en el mundo. El reloj de la torre avanzaba con cada segundo, pero ella no lo podía ver. Más allá de las lámparas, en el pasillo, solo se veía la oscuridad tangible escondiéndose entre los árboles que escuchaban sus pisadas agudas. El eco le resonaba en sus oídos. Solo su sombra le acompaña en aquel pasillo. Y las lámparas. El silencio era sospechoso, demasiada tranquilidad y excesiva luz. Todo ello le sosegaba el corazón.
Una hoja amarilla se escabullo en el pasillo junto con el viento y descendió con lentitud frente a ella. No había ningún otro movimiento visible. Todo permanecía en su sitio, como si fuese un sueño, una pintura de arte donde todo estuviese pintado con exactitud profesional y al contemplarla se conformará solo por estatuas sin vida solidificadas por una eternidad.
Al llegar al final del corredor, se recargó sobre la pared y pegó la palma de sus manos a ella. Su tacto se adaptó a la fría pared. Con cautela y sin separase, se fue moviendo sintiendo las puertas de las habitaciones entre sus dedos.
La planta de los pues le dolían y los brazos le pesaban. Su día había sido agotador, pero no podía esperar hasta la noche siguiente para ir hasta ahí, al amanecer quizás fuera demasiado tarde para hacerlo, así que decidió seguir.
El cansancio se fue apoderando de su cuerpo y un sueño descomunal hizo que sus ojos se le entrecerraran, pero a base de fuerza de voluntad los mantuvo abiertos para no detenerse. El dolor mental y el cansancio corporal le abrumaban, pero ella quería seguir, sentía que debía seguir, ¿Por qué? Las mujeres tienen un sentido de alerta más desarrollado, ese instinto les hace tener presentimientos más acertados sobre lo que podría pasar.
Conforme se acercó al final de la pared, se percató como el antiguo reloj de pared del final del corredor, le robaba el silencio con el incesante Tic Tac de las manecillas segunderas. Al acercarse al reloj, le miró de reojo intentando vislumbrar la hora. Las manecillas marcaban las doce horas con trece minutos. Los trece minutos más largos de su vida.
Sin perder un segundo más ya que iba atrasada, comenzó a caminar con más rapidez pasando a segundo plano su plan de pasar desapercibida como un fantasma. Solo se preocupó por no resbalar.
En su andar, pasó de ser una sombra envuelta en la oscuridad, a una gigante en movimiento perceptible desde lejos. La sombra que emitía por la luz de las lámparas, se agrandaba y achicaba con rapidez. Ya no era un fantasma viviente, ahora era más visible que la luna llena en una noche despejada sin ninguna nube alrededor.
Dentro de las habitaciones, los niños dormían adentrados en sus sueños infantiles sin importarles que pasara en el mundo en el que vivían. Ángeles volando por el cielo murmurándoles palabras de alivio para apaciguar su dolor y aumentar su fe, les invitaban a volar por los cielos y acompañarles a lugares mágicos con la atracción de su mayor deseo que les parecía imposible de cumplir. Con sus caras inocentes y esos corazones puros como lo son los de los pequeños que apenas y entienden el sufrimiento de la vida.
Si, habían sufrido, el sufrimiento les llevo hacia esa habitación, al orfanato. Su sufrimiento era variado. Algunos habían perdido su inocencia e intentaban volver a ella. Otras inocencias eran imposibles el llegar a recuperarles.
Dentro de sus sueños, los niños pretendían jugar con aquellos juguetes que nunca tuvieron y que solo conocían por que los habían visto en sus tiempos de vagabundos cuando por la calle vagaban pidiendo solo una moneda para comprar un pedazo de pan para sobrevivir un día más y no morir de hambre como lo hacían sus amigos limosneros. Su familia sin la misma sangre, esa familia de la calle que en algunas ocasiones es más comprensiva que la familia propia. Una familia de mendigos que se apoyaba en la miseria, con una hogaza de pan, con una mirada de aliento y esperanza para sobrevivir.
Esa pequeña, apenas perceptible envidia infantil por tener los juguetes que solo los niños de buena familia podían tener, opacó sus corazones y les robó parte de su inocencia, esa ingenuidad que no les permitía conocer las discrepancias del mundo.
El ir en busca de las respuestas de las injusticias de la vida con poco menos de diez años de vida, ¿Es así como quiere el mundo y ese Dios todopoderoso que aprenda a vivir un pequeño? Si muchos no encuentran respuestas ni aun después de la muerte y pedirle a un pequeño que entienda la vida cuando apenas y comienza a vivirla.
Aun siendo pequeños, las primeras preguntas eran “¿Por qué algunos lo tienen todo y nosotros nada?” Veían a niños con caras largas subiendo a coches mientras sus padres sonreían forzados y un señor se las arreglaba para meter múltiples cajas de juguetes en la cajuela del vehículo. En las calles, habían mirado a más de un niño haciendo berrinches y pucheros a sus padres asegurando que no eran suficientes juguetes los que les habían comprado ese día.
En esa ocasión, miraron a un niño que estaba gritándole a papá obscenidades mientras la madre le hacía caricias y este malhumorado intentaba zafarse de las manos de ella y el padre, al intentar acercase a tranquilizarlo, fue golpeado con el helado que se le derritió en la cara mientras aspiraba tratando de tranquilizarse.
“Es solo un niño, apenas y sabe lo que hace”, solo eso dijo la madre al darle un beso en la frente al pequeño que se zarandeaba y la golpeaba para intentar liberarse de ella.
Si, quizás ese tipo de niños sea solo eso, solo niños, pero muchos quisieran tener al menos aquel helado, o una mama a la cual abrazar, querer, decirle que se le quiere y despertar junto a ella por la mañana y no dejarla ir de sus brazos. Nunca le tratarían de esa manera, humillándola, golpeándola. Tampoco lo harían con un padre, darían todo por haber tenido el afecto de él, esa confianza que brinda el tener un ejemplo a seguir.
Ellos podían ser mejores hijos y lo sabían, pero fueron castigados por ese Dios al que rezaban por las noches. No tenían padres. No tenían juguetes. Su inocencia se había perdido en la calle desde el día que empezaron a mendigar. No eran como aquellos niños malagradecidos que no entienden a los padres y solo se la llevan reprochando porque no les compraban todo lo que han pedido al ir de compras a cualquier tienda. No renegarían así. Ni tampoco tirarían un helado.
Algunos nunca habían comido un helado. Solo residuos de migajas de pan y agua de la fuente. Su lugar como mendigos de sociedad, como niños incultos que pedían una migaja de pan y se les negaba y cuando el hambre les cegaba, la tomaban de un puesto, robaban por hambre, por desolación, por no tener comprensión y se les acusaba de robo, mientras que él mismo pequeño acusado de ladrón, había visto a aquel niño del helado tomar una hogaza de pan, morderlo y tirarlo al suelo escupiendo el trozo argumentando que era un asco.
El despachador les había sonreído a los padres y les había dicho “Es solo un niño”.
Si, era eso, un maldito niño que jamás entendería lo que era pasar hambre, tampoco sentiría la pobreza ni el sueño de tener una compañía que no fuera el hambre y un abrigo que no fuera más que los residuos del periódico tirado del día anterior.
Cuanto cambia la opinión de los actos cuando los hacen niños de distinta clase social, cuan diferente puede llegar a ser el castigo. Aquel niño había sido golpeado cruelmente por el panadero hasta dejarlo casi inconsciente recalcándole la advertencia de que si le volvía a intentar robar lo mataría, mientras con el otro niño, le había regalado la hogaza de pan, pero el niño la había rechazado y tomado una diferente que comenzó a comerla ahí mismo dentro, ante la vista de los padres y el panadero que sentía que había ganado un nuevo cliente.
El niño golpeado miraba desde la vitrina comer a aquel malcriado, envidiándole no su ropa, ni su fortuna, solo le envidiaba la pieza de pan que comía mientras las tripas le gruñían y su mente se imaginaba que era él quien comía el pan.
La mayoría de las veces, un mendigo se alimenta con su imaginación, solo así puede comer lo que siempre ha deseado.
El niño lo sabía y los demás niños mendigos también. Y, a pesar de que el mundo no les entendía, seguían ahí, sobreviviendo, creciendo contra las adversidades, devolviéndole una sonrisa honrada a la miseria que se empecina en matarles de hambre y desesperanza orillándolos a dejar de creer en la vida.
Si un pequeño pierde la inocencia, con ella se van sus ganas de subsistir, su visión que tiene la respuesta a todo, su deseo de ver más allá de la luna, viajar en una estrella fugaz, encontrar el inicio o el fin de un arcoíris, ir a través de la oscuridad y encontrar el sol, un nuevo día, una esperanza de que al despertar el hambre se habrá ido y con ello la sed, las humillaciones, los desprecios de los que no han sufrido, de los que le señalaron con el dedo y rieron de ellos y ellos, acompañaron esa risa como si pensaran que se reían de algo ajeno a su persona.
Que ingenuos eran. Cuanta inocencia entre las calles.
En la calle habían aprendido a huir de aquel ladrón que llegaba y les amenazaba con un cuchillo quitándoles el par de monedas que un pobre viejo les había otorgado. El mundo está podrido. Está quebrado de almas que no tienen ni la más mínima idea de que el mundo se va a la mierda y todos con él. Nadie sobrevivirá. El apocalipsis. Esos cuerpecitos desnutridos, flacos, el cabello grasiento y sucio, con piojos viviendo en él. Al menos esos animalitos habían encontrado un hogar. Ese hogar que su huésped no tuvo jamás.
Cada noche era una disputa por quien llegaba primeras a la banca de la plaza. Y en las noches extremas de invierno, al despertar, se podían llegar a encontrar a uno de los suyos inerte, con una sonrisa en sus labios caminando hacia la vida eterna, a descansar del calvario que les había tocado vivir en la tierra.
Las personas hipócritas llegaban por la mañana a husmear el chisme, a lamentarse de la perdida haciendo pequeños recuerdos de aquel niño vagabundo muerto de hambre y frio. Los pequeños que le conocían, lloraban el cuerpo y le hacían guardia alrededor para mirarlo por última vez. Era un trágico ritual de invierno al que se habían acostumbrado.
Aquella ocasión, uno de los vendedores cercanos a la plaza murmuró tristemente: “Yo le di una manzana” Y otro en la distancia “Y yo un pedazo de pizza” Y los demás niños apretaban su puño con impotencia y con coraje queriendo gritarle a la cara a los vendedores:
“Si, pero eso fue hace tres semanas, la manzana está podrida y el pedazo de pizza tirado en el suelo de su tienda. Eso había sido todo lo que comió. La manzana la repartió en tres. El Prieto, Tilo y Don Che. Del trozo de pizza le dio la mitad a Don Juan, el ropavejero que moría de hambre y temblaba de frio en aquel callejón y que hace tres noches murió tal y como moriremos todos con este frio que cala los huesos y esta hambre que no se nos quita…”.
Pero sus labios solo temblaban sin encontrar explicaciones a sus muertes.
Algunos le envidiaban, ya no sufrirían hambres ni se preocuparían porque comerían al día siguiente. Ya no tendrán que enfrentar a aquellas hipócritas que lamentaban su muerte pero que en vida les maldijeron y aventaron con aquellas migajas solo una maldita vez, si, solo esa hipócrita vez y ya se sentían los salvadores de los infantes sin hogar.
Y cuando todo parecía adverso para ellos: Llego la luz. El hogar. Las caras de desprecio fueron cambiadas por sonrisas, los maltratos ocasionados por los golpes se transformaron en abrazos y las palabras altisonantes se volvieron oraciones. Su vida se transformó con el llamado de Dios. El hogar que les había sido arrancado o que nunca tuvieron la oportunidad de tener, ahora lo tenían, le encontraron en aquel orfanato, lo que se les había arrebatado o negado en el ayer.
Su ángel guardián les había mostrado el camino y los sueños se convirtieron en realidad. Esa pequeña cama que era tan lejana cuando eran mendigos, ahora, era el paraíso.
Con tan poco se conforma un niño pequeño, no son como los adultos, no piden mucho, no piden riquezas ni mal para el prójimo, ni desean cosas estúpidas. Los niños, solo piden ser comprendidos. Un plato de comida que a veces parece un caldo de cosas crispadas, era mejor que hurtar entre los botes de basura. Un orfanato, el pequeño paraíso, lo que para algunos era la cárcel de los olvidados, para otros era la plegaria escuchada y la bienvenida a una nueva oportunidad de vida que ellos no desaprovecharían jamás.
Esos y más sueños se entrecruzaban al momento de ir a dormir. Los recuerdos de su vida pasada y los que vivían ahí.
No existían motivos para criticarles su desconfianza, su inseguridad y el odio que algunos le tenían al mundo que les rodean, ellos mismos tenían sus propios motivos para hacerlo.
Porque ellos sufrieron, conocieron el hambre, la sed, la soledad, y aun así aprendieron a convivir con ello, aunque algunos le llamaran a sobrevivir. Con ello conocieron personas malas, personas buenas, de todo y, aunque nunca conocieron que era ir de compras, comer una comida caliente o estrenarse unos zapatos nuevos, ellos sentían más felicidad cuando se encontraban el par de zapatos viejos en un bote de la basura. Los presumían. ¿Por qué? Por qué un pequeño detalle así les salvaría de no sufrir frio en sus pies una vez más. El que más tiene más pide y el que poco tiene con lo que le den. No es conformismo humano, más bien es esperanza. En la naturaleza del ser humano están esos pequeños detalles que los diferencian a unos de otros.
Sueños y más sueños. Tranquilos, otros con pesadillas, ¿Qué importa? Ahora eran libres de la calle y tenían un sitio al que le podían llamar hogar por el resto de su corta niñez, y, aunque tendrían que abandonarlo al cumplir la mayoría de edad, siempre quedaría guardado en sus corazones, porque un hogar no es aquel que es una mansión con varios cuartos, baños, una piscina y un refrigerador abarrotado de cosas deliciosas para comer. Un hogar es ese sitio donde encuentras la paz, la compañía de los que más quieres y te dice:
“A mi podrás acudir siempre, aquí estaré, para protegerte bajo la lluvia, contra la maldad, contra tus pesadillas, contra ti mismo si es necesario. Seré recuerdo, seré olvido y la compañía de esa soledad, por que pase lo que pase, así me destruyan al día siguiente, siempre seguiré siendo tu hogar, ya que un hogar no se construye con lujos si no con recuerdos>>.
La mujer conocía muy bien los pensamientos de los niños. Ella misma había llevado a más de uno al orfanato y sabía que en el habían encontrado una nueva vida, pero jamás podrían encontrar a sus padres, eso era lo único que les faltaba para complementar su felicidad.
Acarició la última puerta del pasillo con sus dedos suaves preguntándose quien dormía dentro. Escucho el susurro del viento y unos ronquidos tras la puerta. Después de un par de pasillos recorridos, la mujer miró a sus espaldas tratando de orientarse y a la vez, para confirmar que su andar seguía siendo indiferente.
Nadie le avisto, excepto el viento pomposo.
El vacío devuelto por la penumbra le hizo confirmar que sus pasos habían tenido éxito. A lo lejos solo el segundero resonaba. Deseó que dejara de dar vueltas y que detuviera el tiempo.
La puerta yacía frente a ella. Era una puerta sencilla de pino. No tenía decoración, solo era un rectángulo con seguro. La mujer respiró profundamente. Con suavidad palpó la puerta que parecía reconocer el tacto. Después de acariciarla, separó su mano y con sus nudillos le tocó cercas de la cerradura con mucha delicadeza y seguridad.
El sonido de los golpes quedó ahogado en el aire. Sabia donde tenía que tocar para que no hubiera eco y que solo el que estuviese detrás de la puerta pudiera oír el llamado. Era un tono ideado por ambos y acordado para el llamado a plena madrugada.
Eran las doce con veinte. Cinco minutos después de la hora límite. La respuesta detrás de la puerta tardo más de lo esperado. Quizás el sueño le había vencido. Afuera, El frio viento le azotaba con brusquedad el rostro, las mejillas se le ruborizaban y su nariz se le ponía roja. En su estómago se remolinaron un sinfín de pesares que no entendía, mientras en lo más profundo de su corazón, sentía una vaga sensación de decepción y un mal presagio sobre aquella noche.
¿Qué podría pasar? El tiritar del pavor le opaco con un silencio desconcertante. El velo estaba frio y sentía congelarse. Tenía frio y, aun así, una gota de sudor le nació en la frente. ¿Los nervios o el miedo?, no sabía ni que hacía que sus manos temblaran y sudaran de esa manera.
Aun contra su sentido de alerta, permaneció ahí, de pie, frente a aquella puerta, no tenía vuelta atrás, no se volvería y echaría todo a perder. No lo haría por un tonto presentimiento.
Con sutileza, subió su brazo y con sus dedos se limpió el sudor de la frente con brusquedad. Luego, tocó la puerta con sus nudillos y volvió a esperar en medio de la noche. Cruzo sus brazos en la espera y se mordió el labio inferior. Cuando decidió que era mejor marcharse a seguir esperando, escucho unos pasos detrás de la puerta. Un segundo después, la puerta se abrió.