XIX

Edgar, desde el ventanal del estudio lo vio subir.

A su pesar se sintió menguado. ¿Qué iba a ocurrir allí? Estuvo a punto de ir tras él e impedirle que subiera. No tenia derecho a maltratarla así, a humillarla de aquella manera. Porque esperar que Bri fuera a casa de Mitzi a decirle que estaba de acuerdo con la boda de tu padre, era Imaginar imposibles.

Creta conocer al muchacho. No lo trató mucho, pero si lo suficiente para saber que era duro como un peñasco y despiadado para lo que no le interesaba.

El amaba a Mitzi, pero también estimaba a su amigo. Era leal, y puesto que Mitzi no estaba destinada para él, consideraba justo que fuera para el hombre que la merecía y cuyo pasado iba ligado a la vida de Mitzi con raíces demasiado hondas para poder destruirlas con facilidad.

Precipitadamente marcó un número en el aparto telefónico.

—Dígame —preguntaron al otro lado.

—Deseo hablar con míster Karck. Dígale que soy míster Bastón y que deseo comunicarle algo sumamente urgente.

—Al instante, señor.

Casi inmediatamente, Brian se puso al aparto.

Eran las seis de una hermosa tarde de agosto. El sol entraba por todos los ventanales abiertos. Edgar miró en torno, al tiempo de limpiar con un pañuelo el sudor que afluía a su cuello y a su rostro.

Cuadros de Mitzi por todas partes. Parecía que sus verdes ojos lo miraban desde todas las esquinas. Edgar se sintió incómodo, como si Mitzi le estuviera censurando.

—¿Qué pasa. Edgar?

—Tu hijo acaba de subír al piso de Mitzi. Te lo advierto orque me parece que Mitzi no merece que la humillen así. To creo que Bri fuera a llevarles flores.

—¡Por supuesto que no! —gritó ronca la voz de Brian—. Ahora mismo voy.

—Brian.

—Dime.

—Yo en tu lugar, le daba esta tarde, ahora mismo, la gran lección.

—Puede que lo haga. Ojalá tenga valor.

Colgó.

Edgar volvió a limpiar el sudor que le bañaba el rostro.

Entre dientes gruñó:

—Tan pronto termine todo esto..., me iré. Encontraré pronto otra modelo.

* * *

Se disponía a bajar al estudio cuando oyó el timbre de la puerta.

Lanzó una breve mirada al espejo. Una débil sonrisa, casi muerta, afloró a sus labios.

¡Bri! Estaba segura. Se lo decía el instinto. Aquel breve y agudo timbrazo sólo podía provocarlo el dedo Impulsivo y enérgico de Bri.

Giró en redondo. El timbre sonó de nuevo. Estremecida, fue hacia la puerta. Vestía una simple falda a cuadros y un suéter negro, sin mangas, de cuello en pico, por el que asomaba un pañuelo de discretos colores.

Llevaba el pelo trenzado, formando un moño en la nuca. Sin pintura en el rostro, pues estaba preparándose para ir al estudio, parecía aún más bella.

Abrió con suavidad.

—Soy yo —dijo Bri con sequedad.

—Pasa.

Le franqueó la entrada. Bri se sintió un poco cohibido, pero al instante se envaró y cobró energías.

—Vengo a despedirme —dijo con sequedad ofensiva—. Entre usted y yo, por lo visto, mi padre la prefiere a usted.

—No digas eso. Nos prefiere a los dos por igual.

—No me asocie a usted en ningún sentido —gritó Bri, perdiendo el control—. La tengo a menos.

—No me ofendas, Bri. Ya ves, yo no siento odio hacia ti, pese a todo el daño que me haces. No puedo odiarte, y quisiera hacerlo para sufrir menos. Puede que ello se deba a que eres hijo del hombre que amo. Bri, escúchame...

—No. no quiero escucharla. Me repugna sólo oírla. No creo en su bondad, ni en su inocencia, y mucho menos en que no me odie. Pretende usted colocarse en un pedestal como si fuera una mujer igual que mi madre. Y es usted una basura.

—¡Bri!

Ni uno ni otro se habían percatado de la sombra que al otro lado, fuera de la salita, de pie, rígida, como clavada en el suelo, se hallaba junto a la puerta de la entrada.

—Ya sé que conoció usted a mi padre hace quince o dieciséis años. Ya sé que por entonces era usted una chiquilla. Pero vaya chiquilla que sería usted a esa edad, cuando tan bien supo cazar a mi padre con sus encantos. Yo no me opongo a que sean ustedes amigos —añadió con ofensiva crueldad, sin piedad alguna—. Después de todo, son ustedes humanos, y las pasiones de la vida son disculpables, cuando quien las siente es carne de pecado. Pero casarse con él... eso no lo toleraré nunca, y como parece ser que mi padre piensa hacerlo, yo me voy. Pero sepa usted que un día él le echará en cara haber perdido a su hijo por su causa. Ese hijo que soy yo, y que, quiera o no, le recuerdo a la dama que fue su primera esposa.

Mitzi lo miraba con los ojos llenos de lágrimas. Otro más piadoso que Bri, hubiera caído a sus pies, pidiendo perdón. Pero el hijo de Brian estaba demasiado herido o dolorido para humillarse ante aquel rostro crispado de mujer.

—No te vayas, Bri —dijo ella quedamente—. Me iré yo. Ahora mismo si lo deesas.

Bri se estremeció a su pesar. Quedó como desarmado, pero orgulloso y altivo, no quiso reconocer que aquella mujer pudiera ser tan buena.

Airado, exclamó:

—Comedia, ya se lo dije el otro día. La farsa de una maldita mestiza.

Fue entonces cuando Brian se recostó en el umbral de la puerta del saloncito. Bri giró en redondo. Quedó rígido ante su padre. Mitzi, temblando, quiso ir hacia el recién llegado: pero éste, palidísimo, con los párpados casi caídos ocultando el brillo de su mirada no la miró. Miraba obstinadamente a su hijo.

—Esta mestiza, Brian Karck —dijo roncamente—, es tu madre. No me mires así, no soy un fantasma. No va a ser tu madre, Bri, lo es ya. ¡Fue ella, y no Lidia Maurthe, quien te trajo al mundo!

* * *

Oyóse un grito agudo y Mitzi cayó derrumbada en una butaca.

Bri, firme ante su padre, pálido, más bien desencajado, se diría que aún no había comprendido.

Lentamente, Brian fue hacia Mitzi. Tomó aquella linda cabeza entre sus dos manos y la miró largamente, como si se olvidara de su hijo, quien, espantado, miraba ora a uno, ora a otra, como si de súbito perdiera la razón.

—Perdóname, Mitzi queridísima —susurró Brian, acariciando el pálido rostro de la muchacha—. Perdóname. Tu hijo nació con vida. Fuiste lo bastante mujer para darle vida con la tuya... Euri me lo dijo: y me pidió que huyera con él. Yo enloquecí. Sí, eso debió de ser. Mitzi, Mitzi, no me mires así. Ya sé que los dos me vais a juzgar muy mal,. Lo merezco —miró a su hijo sin soltar, a Mitzi—. Tú, Brian, por haberte enseñado a querer y a venerar a una mujer que nunca tuvo salud para dar vida a un hijo. A ella, a tu verdadera, madre, porque... le arrebaté la ternura de tu vida.

Guardó silencio. Un silencio que se extendió por toda la estancia, como si de súbito hubiera muerto allí, y el respeto al fallecido les robara el don de la palabra.

Bri parecía una estatua, con los cabellos en los ojos, la mirada fija, enloquecida, en su padre. Mitzi sollozando, con unos sollozos roncos, como si le desgarrasen las entrañas.

Brian, en medio de los dos como un mendigo, pidiendo una limosna de ternura y comprensión.

—Me estás engañando —gritó Bri de pronto—. No es cierto. Mi madre era ella, la otra. No me hagas odiar el día que nací, a la madre que ocupó el lugar de la verdadera, y a ésta que pudo darme el ser. ¡No me obligues a maldecirte el resto de mi vida, papá!

—Maldíceme si ello te consuela, hijo mío; pero cuanto he dicho es cierto —súbitamente fue hacia él y lo asió por el hombro, obligándole a volverse hacia el espejo—. Mírate; fíjate en tu piel. Lidia era blanca como la leche, su pelo era rubio. En mi raza todos fuimos rubios. Tú tienes los ojos mios, pero tienes la piel de tu madre y el pelo de tu abuelo materno y su arrogancia. Yo no soy tan fuerte como tú, Bri. Soy débil. Fui débil para no casarme con ella, debiendo hacerlo. Fui débil para enfrentarme con el mundo de Atlanta, con la ira de mi padre. Sakay, que fue tu abuelo materno, tuvo siempre el arrojo de un luchador. Fue valiente hasta para morir. Y Mitzi, esta pobre madre que tú tanto has maltratado, vivió sola en la selva muchos días y muchos años, esperando ver aparecer al cobarde que la abandonó y que no se conformó solamente con abandonarla, sino que además cometió la villanía, la crueldad de arrebatarle algo que era legítimamente suyo. Ese es mi gran castigo. Y tú, valiente como ellos, te atreviste a enfrentarte conmigo. Te atreviste a despreciar a esta mujer y. estabas diapuesto a dejar tu hogar y tu hacienda, para evitar la boda de tu padre. Mírate bien, mira tu piel cobriza, tu pelo como el azabache. Mira la sangre roja que parece salir de tus venas. Mírate bien, hijo mío, y después, si aún te atreves, vuélvete hacia tu madre.

Bri no se miró ni se volvió hacia Mitzi. Ocultó el rostro entre las manos y súbitamente echó a correr.

Abrió la puerta de un empellón y salió disparado corno si le persiguiera el mismo demonio.

—Vete —gritó Mitzi en un alarido—. Vete tras él. No le permitas hacer una locura. ¡Vete!

—¿Y tú?

—¿Qué soy yo junto a él? Corre, corre, Brian. No me digas nada. Yo... no cuento —ocultó el rostro entre las manos—. ¿Quién soy yo para perturbar así la vida de mi pobre hijo? ¡Oh, Dios mió. Brian corre tras él! Impídele cometer una locura.

Brian, como sugestionado por la voz ansiosa de Mitzi, echó a correr. Llegó al auto, subió a él de un salto y lo puso en marcha. Siguió la calle ancha, llena de sol y de tránsito y abordó el ancho sendero que conducía a su casa. Vio a Bri caminar con paso vacilante, los brazos caídos a lo largo del cuerpo, el semblante demudado, los cabellos cayéndole sobre los ojos.

Aceleró el auto y frenó junto a él. Bajó de un salto:

—Bri, Bri, hijo mío.

El muchacho no le oyó: y si le oyó, hizo caso omiso de su llamada.

Le asió por un brazo. Lo detuvo. Le obligó a volverse hacia él:

—Bri... no sé qué decirte para desvanecer tu lógica ira.

—No es ira, papá —dijo Bri ahogadamente—. Es la mayor vergüenza que jamás creí sentir en mi vida. La mayor humillación, el mayor dolor.

—Yo he sido el culpable de todo, Bri. Yo quisiera borrar con mi humillación todo lo que tú y Mitzi estáis sufriendo.

—¡Qué más da! —susurro caminando delante de él—. ¡Qué más da ya todo, papá! Quizá ni tú mismo tuviste la culpa. Ni Lidia, ni... la misma Mitzi. Pero yo... yo..., que veneraba el recuerdo de una muerta, que me sentía orgulloso de ser su hijo, que por ese recuerdo y esa veneración ofendí, humillé a mi verdadera madre. ¿Por qué? ¿Por qué la vida ha de azotarme asi? ¿Quién soy yo ahora para mirar a la cara a esa mujer que me dio el ser? Y no la amo, papá. Quizá nunca pueda amarla, pero ya no puedo Impedir... que tú repares todo el daño que le has causado.

—Tienes que amaria, Bri. Algún día te asombrará lo fácil que es amarla. Ya verás qué buena es. Hay en ella una ternura, que es capaz de los mayores sacrificios por los seres que ama. Y a ti te ama. Te amó sin saber que eras su hijo, sólo porque el instinto se lo dictó asi. Y ahora que sabe que has vivido en sus entrañas...

—Nunca. Nunca debiste engañarla y engañarme a mi —dijo con desaliento—. Nunca, papá, y lo más extraño es que yo... no puedo sentir rencor.

—Ve a tu cuarto. Que nadie note la palidez de tu semblante. Esto... debe ser un secreto entre los tres. Algo muy intímo que nadie debe saber, excepto nosotros.

Bri, como un débil muchacho, se dejó conducir. Se tendió en el lecho y quedó como un fardo.

De súbito empezó a llorar. Eran sus sollozos como desgarros crueles. Parecía que el ser se le iba en aquellos hondos gemidos que nacían en las entrañas y salían por su garganta, produciéndole un daño insufrible.

—Tráela aquí papá —pidió bajísimo, sin dejar de sollozar—. Dios de los cielos, ¡qué cruel he sido con mi propia madre! Tráela aqui. papá, que ella me diga que me perdona. Y por favor..., no demores ya más tu boda.