XVII

Los tres quedaron como sobrecogidos.

Brian espantado ante su hijo. Este cohibido. Mitzi temblorosa.

Vio cómo Bri y su padre se disponían a enfrentarse, e impulsiva se metió entre los dos.

—Por favor, Brian —pidió ansiosamente—. Por favor. Bri ha venido... a saludarme, sólo a eso.

El hijo de Brian experimentó un loco odio hacia ella. Con voz vibrante gritó:

—No es cierto. No he venido a eso, papá. He venido a decirle que no destroce nuestra vida ¿Me oyes? He venido a eso.

—Cállate.

Era su voz como un trueno. Mitzi lo asió por un brazo; mas Brian, con lentitud, con suavidad, la apartó de sí. Miró a su hijo fijamente.

—Bri, creí que lendrías más piedad hacia tus semejantes.

—A esta mujer no la considero semejante, papá.

—Pídele perdón ahora mismo —gritó Brian descompuesto—. ¡Te lo exijo!

—¡Oh, no, Brian, por favor! Déjalo marchar... Quizá él tenga razón.

—Cállate. Mitzi. No trates de suavizar algo que me duele tanto. El solo hecho de que yo te ame, debiera ser sagrado para él, que dice amarme y respetarme.

—Discúlpalo. Es demasiado niño, pese a su estatura.

Bri se volvió hacia ella violentamente.

—No salga en mi defensa —gritó exasperado—. No necesito su ayuda. La odio y he venido a decírselo así. La desprecio y nó tengo por qué ocultárselo.

Se oyó un seco ruido y la mano de Brian sacudirse en el aire, después de caer pesada y violentamente sobre la mejilla de su hijo.

Mitzi sintió como si la abofetearan a ella. Fue tal su sacudida, que estuvo a punto de caer derribada al suelo. Corrió hacia Bri que se agitaba con la mano puesta en la mejilla y se inclinó hacia el:

—Bri, Bri, perdona a tu padre. Yo soy la culpable de todo...

—¡Apártese de mí! —gritó el muchacho con los ojos brillantes de llanto—. Apártese o la golpearé sin piedad alguna. ¡Le digo que se aparte!

Mitzi, temblando, quedó erguida entre ellos. Ante un Brian sombrío y desesperado y ante un Bri agitado y convulso, lleno de odio.

Pudo ver cómo Bri retrocedía hasta la puerta, de espaldas a ésta, mirando a su padre con fijeza.

—Cásate con ella —dijo—. Golpéame sin piedad. ¡Ya no me siento hijo tuyo!

—Cállate, Bri. No me hagas perder otra vez la calma...

—Cuando estabas casado con mi madre...

—¡Calla, te digo! Cállate, porque de lo contrario voy a decirte algo que te dolerá como nada puede doler en la vida. Pide perdón a esta mujer, arrodíllate ante ella, maldito orgulloso y después vete. ¡Vete ya de una vez!

Mitzi Corrió hacia Brian;

—No le hables así. No tienes derecho.

—¿Y aún le defiendes? ¿No ves que está lleno de odio?

—Es un niño todavía...

—Para Juzgarla soy un hombre —gritó Bri desde la puerta.

Luego salió y cerró tras de sí.

Hubo un largo silencio. Mitzi, bonitísima, sensible hasta lo indescriptible, lloraba sin sollozos. Brian, como una estatua, muy pálido, dirigióse a un sillón y se dejó caer en él pesadamente.

—Estuviste muy duro, Brian. Es tu hijo

El ocultó el rostro entre las manos.

—Brian, querido Brian..., qué duro es esto para nosotros.

—No defiendas a mi hijo, Mitzi. Nunca creí que se atreviera... a venir aquí Es demasiado sudaz.

Mitzi se arrodilló junto a él, puso su cabeza en las rodillas masculinas. Con sus dos manos abarcó la cintura de Brian y alli estuvo sollozando, como si no pudiera hacer otra cosa.

Brian acarició su pelo.

—Calla, Mitzi, calla. No debes llorar. No hay nada en el mundo lo bastante importante para hacerte llorar a ti. No debes hacerlo. Yo te amo. Y por encima de mi hija, del mundo entera me casaré contigo.

—No, Brian. Yo me iré. Es lo mejor para todos...

—¿Dojarme solo en este laberinto humano sin solución? Eres lo único que me queda, lo único que endulza mis horas y mis largos días solitarios. Te eché mucho de menos, Mitzi. Nunca dejé de añorarte. Me casé con otra mujer..., porque era mi deber. Pero hoy comprendo que el deber, ante los sentimientos, es un mito. Debí casarme contigo entonces. Pero Eurí me dijo aquella noche, cuando tú estabas dando a luz, que nunca serías feliz lejos de aquellas tierras. Eurí deseaba tu felicidad y la mía.

—No recuerdes ahora el pasado. Es el presente, Brian querido, lo que tenemos que solucionar y creo que lo mejor es que yo me marche. Muy lejos, ¿sabes? Tú me olvidarís. Quizá no vuelvas a casarte, pero al menos podrás mirar a tu hijo frente a frente.

Brian pareció salir de un sueño profundo. Se indinó hacia ella, la tomó en sus brazos, la levantó hasta él y súbitamente la sentó en sus rodillas. La apretó contra sí. Se diría que de pronto había enloquecido. Empezó a besarla con desesperación, como si toda su vida fuera en aquellos besos que eran como fuego desleído en los ojos, en el pelo, en la garganta, en la boca femenina, donde se detenían una eternidad.

—¿Lo ves? ¿Lo ves? Esto es más fuerte que nosotros mismos. Si me faltas me destruiré. Si te falto, tú te morirás de dolor.

Y sin dejarla responder volvió a besarla. En la boca, largamente, como si la vida le robara. Y ella, incapaz de mantenerse neutral ante aquella pasión que era la viva necesidad de sus sentidos y su espíritu, le ciñó el cuello con el dogal de su brazos, y ambos, por primera vez, se deslizaron hacia el suelo, sin pensar que un mundo de miseria, pesares y amarguras quedaba atrás, teniendo presente únicamente que eran un hombre y una mujer que se deseaban con ferviente ansiedad.

* * *

No se dirigió a su casa. Eran las dos de la madrugada.

Había evocado junto a Mitzi los días de la selva. Los dos se reconocieron y sus cuerpos, al enredarse uno en otro, sintieron la vibración pasada como si aún fuera presente, y Eurí fuera a censurar sus huidas por las llanuras, en los atardeceres.

Fue algo que hinchó su corazón. Algo que le hizo comprender una vez más, que su mujer era aquella y que jamás ninguna otra pudo hacerle feliz, porque siempre añoró lo que cababa de tener.

El aire de la noche dio de lleno en su rostro. Sintió como un súbito alivio. Aspiró hondo.

El problema era peliagudo. No tenía fácil solución. Pero como quiera que fuera, él amaba a Mitzi y Jamas podría prescindir de ella.

Evocó su llanto suave, sus besos mojados por las lágrimas, su ardor primitivo, su pasión desbordante y a la vez su ternura indescriptible, que entraba por su cuerpo y lo bañaba en una oleada de goce infinito.

¡Mitzi! La muchacha más pura dentro de su pecado terrible. La mujer sin recovecos sicológicos, que lo daba todo por amor y lo purificaba todo por la misma causa.

—Brian...

Alzó la cabeza:

—Buenas noches, Edgar.

—Vengo del club —dijo aquél—. Te vi ahí, de pie en la escalinata. ¿Acaso ibas a mi casa?

—No sé —contestó Brian a lo simple—. No sé. Si he de decir verdad, hace mucho tiempo que no sé lo que hago.

—Pasa conmigo. Toma una copa.

—Creo que la necesito.

Edgar abrió la puerta y ambos penetraron en el estudio.

—Encenderé la luz portátil. De ese modo nos sentiremos más íntimos.

Brian encendió un cigarrillo.

—Bri estuvo a ver a Mitzi.

—¿Bri? —se alarmó Edgar—. ¿Ha sido audaz hasta ese extremo?

Brian afirmó con la cabeza. Seguidamente, con voz ahogada, sorda, manifestó todo lo ocurrido allí.

—No debiste pegarle, Brian.

Este aspiró hondo:

—Hay algo que no sabes. Edgar. Algo terrible. Al sentir a mi hijo despreciar a Mitzi..., sentí como si todo en mi ser se desarticulara. Fue como si me golpearan en pleno rostro.

—Es tu hijo. Adoró a su madre. No puedes censurar que sienta lo que siente.

—¡Adoró a su madre! —repitió como un eco—. No era hijo de Lidia, Edgar.

Este, que se hallaba sentado, se puso en pie, para caer inmediatamente después sentado de nuevo frente a su casi desvanecido amigo.

—Brian..., ¿qué dices?

—Es hijo de... Mitzi.

—¡Cielos! ¡Cristo, cómo es posible...!

Brian, hundido en el sillón, con el cigarrillo temblando entre los, dedos, parecía una sombra de sí mismo.

—He cometido muchos errores en la vida, y todos por amarla demasiado.

—La amaste... y le quitaste a su hijo. ¿Te das cuenta de lo que eso supone? ¿No comprendes que ese es monstruoso?

Brian suspiró, como si la vida se le escapare. El, tan poderoso, tan viril, tan entero siempre, se sentía en aquel instante pequeño, insignificante y mezquino.

—Entonces lo consideré un deber. Yo no podía presentarme en Atlanta con una mujer mestiza. No ya por mí, sino por ella misma y por mi padre. Además, Eurí el fiel siervo de Sakay, el padre de Mitzi —de súbito—: ¿Cómo sabes tú que Mitzi y yo nos conocíamos?

—Me lo dijo Mitzi esta misma tarde. Yo le reproché su aparente frialdad y su amor por ti. Le ofrecí una vez más mi vida y mi fortuna... Y ella entonces me refirió lo ocurrido en la selva.

—Comprendo.

—Me decías, Brian...

—¿Qué importa? ¿Qué importan los detalles? Eurí me impulso a ello y yo robé a mi hijo. Lo dejé en manos de una persona fiel, y cuando me easé con Lidia se lo referí todo —movió la cabeza de un lado a otro, con pesar—. Lidia era una gran dama, tiene razón Bri; pero, si me viera en estas circunstancias no dudaría en impulsarme al matrimonio con Mitzi.

—¿Tu mujer no puso reparos en amar a tu hijo como si fuera suyo, Brian?.

—Los puso. Ninguna mujer en su lugar se hubiera unido en matrimonio, aviniéndose tranquilamente a esa anormalidad. Pero ella cedió y sintió amor por Bri. Un verdadero amor de madre. Cuando murió, lo sentí. Seguía amando a Mitzi. Fue algo el amor de esta muchacha que entró en mí como un virus que vive en la sangre rebelándose a salir de ella. No obstante, nunca fui a buscarla. No me atreví. Era enfrentarme con un pasado que con Bri se hacía dolorosámente presente. Cuando apareció en mi vida nuevamente, consideré que el destino era quien me la traía. No puedo, Edgar, no puedo pasar sin ella, sin su sonrisa, sin su mirada, sin el consuelo de su vos. Tú no la conoces. Tú no sabes el caudal de ternura que esa muchacha guarda en su corazón.

—Me dejas asombrado, Brian. No por las cualidades de Mitzi, que aunque no las conozco como tú. las imagino. Sé que es noble, cariñosa, perfecta. Va te he dicho que Intenté en varias ocasiones, aun esta tarde, convencerla de que se viniera conmigo a Londres. Siempre fui un tarambana. Nunca creí en la fidelidad del matrimonio, y sin embargo, daría mi vida por casarme con ella. Ahora ya sé que eso no puede ser. Ya sé que las raices que os unen son demasiado hondas. Lo que me asombra es que hayas hecho lo qué hiciste. ¿Has pensado lo que puede ocurrir? Tu hijo, enemigo acérrimo de su propia madre... ¿Te das cuenta? Un día no podrás resistirlo, tendrás que decírselo y sentirás el odio de Bri como una maldición.

Brian se puso en pie. Se tambaleó.

—Cualquier día tendré que hacerlo, sí —dijo bajo— Pero no sé cuando... ¡No si cómo ni en qué instante, y eso me llena de una loca desesperación!