VII

Alto y musculoso, vistiendo un traje de verano de fina lana color gris, Brian subió de dos en dos las escalinatas hacia la puerta principal del chalecito de su amigo.

Edgar andaba por el vestíbulo, enfundado aún en el batín, observando la decoración. Al ver a Brian en el umbral, se echó a reír regocijado y fue a su encuentro. Se estrecharon en un abrazo.

—Muchacho, cuánto tiempo sin verte. ¿Qué tal tu esposa? ¿Y el chico?

—Lidia ha muerto.

—Vaya —exclamó Edgar sombríamente—. Lo siento. Nunca tuvo mucha salud. Si he de decir verdad, me extrañó que te casaras con ella. Todos los que la conocíamos sabíamos que estaba muy delicada.

—El destino...

—¿En verdad crees en él?

—¿Y por qué no?

—Porque no creo posible que el destino pueda decidir una vida humana. Ven, vamos a tomar algo. Me has sorprendido sin vestir. Tengo un ama de llaves magnífica, pero —ya la conoces—, algo cursi. Colocó los cuadros de un modo horrible. Siempre que llego a mi casa, me digo al descender del avión: “Mañana por la mañana, lo primero que haré será mejorar la decoración”. —Lo llevaba con él, asido del brazo, hacia la parte superior de la casa—. Yo en ningún sitio me encuentro como en el estudio. Ven, te voy a enseñar algo que te sorprenderá. Es una mujer extraordinariamente bella. Apuesto a que jamás has visto nada semejante.

Brian se echó a reír.

—¿El original o el cuadro?

—Ambas cosas —apuntó con el dedo el piso superior—. Vive ahí... Independiente —y de pronto reparó en que Brian parecía saber ya tanto como él—. ¿Oye, ¿quién te habló de ella?

—Mi hijo.

—Mira tu hijo. ¿Tan madurito es que ya le interesan las mujeres?

—Lo oyó comentar en el círculo. En cuanto a madurito, sí que lo es. Mi hijo fue ya hombre a los diez años. Ahora tiene quince y se comporta como se comportaría mi padre. Los hijos, ahora, amigo Edgar, ye no son simples pilares suplementarios. Son los que forman el tronco de la familia.

Llegaban al estudio.

—Mira: Dime si has visto Jamás mujer tan extraordinaria.

Brian miró distraídamente. De súbito quedó envarado, muy pálido, con el rostro tenso. Hubo un momento en qur creyó que iba a caer. Buscó el brazo del sillón y apoyó allí las manos. Crispó los dedos.

Quedó mudo ante aquella figura de mujer morena, de grandes ojos verdes, cubierto el esbelto cuerpo con una túnica. Miró ansiosamente en torno. Cuadros y más cuadros de ella. Vestida de campesina, en baia de casa, en traje de montar. Y rostros, montones de rostros morenos.

—¿Qué te parece, Brian? ¿Es o no bella?

—¿Cómo..., cómo se llama?

—Mitzi.

El rostro de Brian Karck no se contrajo. Vuelto hacia el lado contrario al que se hallaba su amigo, parecía talladr en piedra. Una piedra muy dura.

—¿Es... tu amante?

Edgar se echó a reír.

—Qué más quisiera yo. No. Es como esto —y golpeó e suelo con el pie—. Fría e indiferente

¿Mitzi fría e indiferente...? ¿Estaba loco? Mitzi era de fuego. La pasión viva, el desbordamiento... ¿Cómo..., come había llegado hasta Edgar?

Tenía que dominarse. Mil encontradas emociones le agí taban, Mitzi, Lidia, su hijo, el ayer... el presente, el futuro.. Era todo como formar una cadena desigual, pero cuyo: eslabones se parecían.

Se serenó. Era preciso que nadie supiera jamás, lo que había ocurrido entre loa dos. Pero... ¿Qué hacer? El no podía pasar sin verla. ¿Y qué ocurriría cuando le viera?

—Ven. Brian. Bebamos algo. Apuesto a que ya jugaste tus horas de golf.

Asintió con un breve movimiento de cabeza.

—Oye —comentó Edgar—. ¿Estás pálido, o son figuraciones mías?

—Puede que lo esté. Desde hace tiempo no... no me siento muy bien.

—Vamos a sentarnos un rato. ¿Qué te parece esa mujer? Es mestiza, ¿sabes? La encontré en El Cairo, en una casa de decoración. En un mercado. ¿Qué te parece? Le ofrecí un sueldo fabuloso. Más tarde le di un cinco por ciento en la venta de mis cuadros, los que la representan a ella. Tiene dinero. ¿Fumamos, Brian? Pues sí, estás pálido. Ten cuidado. Hoy día las enfermedades llegan sin que uno las note. ¿Sabes lo que hago yo? Me hago un reconocimiento a fondo cada año. Chico tengo miedo a la muerte, lo confieso.

Edgar era el de siempre. Hablaba demasiado. Sólo guardaba un silencio ofensivo casi, cuando se dedicaba a su arte. Pero cuando esto ocurría, casi siempre estaba solo o con su modelo.

La modelo era ahora Mitzi. Y estaba allí, en el piso superior. ¿Tendría conocimiento de su proximidad? ¿Acaso se hallaba en Atlanta por él...?

—Toma asiento, Brian. ¿Qué quieres tomar? ¿Un whisky?

—Si. Quizá me desneje el malestar.

Tenerla tan cerca y no poderla ver inmediatamente era como una agonia insoportable. Pero verla.... ¿para qué? ¿De qué le serviría? ¿No sería hurgar más en la herida que nunca consiguió cerrar? Ademas, viendo los cuadros, se podía adivinar que de la Mitzi medio salvaje que él conoció, sólo quedaban ya sus ojos y el trenzado de su pelo.

—Te has quedado muy callado, Brian.

—¿Si? Es que no me siento muy bien, ya te dije...

—¿Te ha impresionado la modelo?

—Pues... un poco. ¿Dices que no es tu amante...?

Edgar se echó a reír, apurando el contenido de la copa.

—¡Qué más quisiera, te digo! La amo, ¿sabes? Daría algo por hacerla mi mujer. Pero no es posible.

—Edgar.... ¿te casarías con ella pese a ser mestiza?

Edgar volvió a reír con todas sus ganas.

—Tú crees que estoy tan lleno de prejuicios como vosotros. No, amigo. Yo soy un hombre libre: puedo hacer lo que me dé la gana, y, por supuesto, me casaba con ella. La lástima es que ella no quiere saber nada de amores. Es como un témpano. He tratado de sondearla muchas veces. Te mira... —hizo un gesto de impotencia— y te desarma. Sus ojos son capaces de encender el hielo, y de apagar una llama. Ya te la presentaré.

* * *

Edgar le despidió en la misma verja.

Brian dio la vuelta a la manzana y penetró en el portal. El chalet de Edgar tenía dos entradas. La principal, personal para Edgar, y la otra que conducía al piso superior del chalet y que era totalmente independiente.

La casa había sido construida muchos años antes, ya con la intención de albergar en ella a las modelos.

Brian sabia esto, como sabía también que. Edgar no le mentía. Si Mitzi hubiese sido su amante, se lo diría con la mayor sencillez, como antes le dijo otras cosas.

Subió presuroso. Ni un solo momento pensó en detenerse, dar la vuelta y regresar a la plantación sin ver a Mitzi.

Llamó a la puerta por dos veces. Oyó pasos presurosos y en seguida la puerta se abrió.

Fue un momento intensísimo para ambos. Quedaron mirándose, como si el alma misma estuviera en sus ojos. Podía suponerse que de un momento a otro iban a precipitarse uno en brazos del otro, pero no ocurrió asi. Mitzi abrió la puerta de par en par. Brian, sin dejar de mirarla, pasó.

—Mitzi.

El reproche salió de los labios femeninos como un trallazo.

—Te has casado. Tienes un hijo.

Brian pasó al interior de la casa sin responder. Oyó el ruido de la puerta tras él y dio la vuelta. Mitzi estaba allí. Diferente, pero infinitamente más bella.

Vestía pantalones negros, estrechos, perfilando la esbeltex de su figura. Un suéter negro también, poniendo de manifiesto la perfección sinuosa de su busto. Estaba descalza, llevaba el cabello trenzado y la trenza suelta, cayéndole sobre un hombro hacia el pecho.

—Mitzi...

—Te has casado —volvió a decir ella como un reproche ardiente—. ¡Te has casado!

Edgar se maravillaría si viera a Mitzi en aquel instante. La estatua de hielo convertida en un ser palpitante, ardiente, acusador.

—Mitzi, no me disculpo, pero déjame mirarte. Has venido... ¿Por qué has venido aquí, si sabías que era de otra mujer?

—Lo he sabido aquí. Aquí —susurró como si le faltara la voz—. Por casualidad. Vi tu retrato en el estudio, abajo. Hice la pregunta sin que Edgar se percatara de mi interés. Me contó... Lidia. Esa mujer se llama Lidia.

—Ha muerto.

—Pero la has amado. El solo hecho de que la hayas amado como me amaste a mí... —apretó las dos manos en el pecho—. Brian... no quiero odiarte y te voy a odiar.

—Escucha. Mitzi. Sé razonable.

—¿Por qué has venido?

—¿Y podia pasar sin verte, sabiendo que estabas aquí? ¿Crees que te he olvidado? La vida tendría que perder para olvidarte, y no la he perdido. Siéntate, Mitzi, hablemos. Razonemos los dos como seres normales. Ten presente que yo me debo a un nombre, a una hacienda, a un mundo distinto al que teníamos allí.

—No me recuerdes aquello...

—Como si fuera posible olvidar, sólo porque uno lo desee. Si fuera así, no estaría yo aquí en este instante. Vengo del estudio de Edgar. Vi tus cuadros. Tu rostro, Mitzi, que semejaba salir del lienzo, parecia verme y tus labios decirme...

Mitzi giró en redondo.

—Vete —pidió de espaldas a él—. ¡Vete!

Brian fue hacia ella y la apretó por los hombros. Sus dedos se crisparon en aquellas carnes hasta hacerle daflo.

—¿Puedo? —gritó excitado—. ¿Puedo después de verte? ¿Por qué has vuelto tú? ¿Para mi tortura o para mi deleite? ¿Qué nos va a pasar a los dos? ¿Crees posible que tú puedas doblegarte y que yo pueda olvidar aquellos días? ¿No ves, Mitzi, que fueron como soles ardientes en la oscuridad de mi vida?

Por toda respuesta, Mitzi se desprendió de él y corrió hacia la puerta.

La abrió de par en par.

—Sal —dijo sin gritar—. Sal.

—¿Por qué? ¿Crees que puedes matar el ayer, sólo porque lo desees?

—No sé lo qué podré hacer, Brian —dijo con desaliento, perdido todo su ardor—. Lo que sí sé es que tengo que reflexionar. No vuelvas por aqui... Yo... me iré muy pronto.

—¿Adonde?

—¿Y qué importa? ¿Te importó saber lo que hacía hasta ahora? Mientras yo me retorcía de dolor, tu eras feliz. Te casabas, tenías una mujer y de ella te nacía un hijo.

—¡Calla, calla, Mitzi!

—¿No es cierto? Y yo lloraba. Allí, sola entre las montañas y las praderas, viendo a Eurí morir. ¿O es que ya te has olvidado del viejo siervo?

Brian no contestó. Podía hablar, decir muchas cosas, pero no seria humano que las dijera, porque tampoco fue humano cuando lo hizo.

—Volveré, Mitzi. Cuando los dos estemos más calmados... volveré, si tú quieres.

Mitzi, como una estatua, cerró la puerta tras él. Quedó con la espalda pegada a la madera, con el rostro tenso vuelto hacia arriba. Luego, aquel rostro palidísimo, de un moreno bruñido, cayó sobre el lecho y, de súbito, un ronco sollozo le estranguló la garganta.