XI

Bri detuvo su montura y se volvió hacia su compañero.

Eran las siete de la tarde. Los dos muchachos regresaban de un largo paseo a caballo por los bosques. Al divisar la alta cancela tras la cual se alzaba la residencia de los Karck, echándose a reir, exclamó:

—Apuesto a que mi padre no se halla en casa. Siempre sale a estas horas y no regresa hasta casí el amanecer —palmeó cariñoso el lomo del potro—. ¿Sabes que desde un tiempo a esta parte, mi padre se da la gran vida? Apenas si repara en la hacienda, ni en el trabajo de los empleados —se alzó de hombros—. El capataz no me tiene mucha simpatía, porque yo exijo rendimiento. Le molesta en gran manera que papá se haya desentendido totalmente de la plantación.

Hal, el hijo del coronel Robertson, emitió una risita sardónica, Risa cuyo significado Bri no captó.

Los dos caballos emparejados y a paso lento, atravesaron la alta y ancha cancela.

La residencia de los Karck se mostraba altiva y desafiadora. El jardín y el parque enarenado, mostraban la grandeza de su pulcritud. Los setos verdes, la tierra rojiza, los árboles que circundaban la finca, denotaban la riqueza y la antigüedad de aquella heredad que siempre fue próspera.

Bri miró en tomo con expresión altiva.

Sobre el potro aún parecía más arrogante y más maduro, pese a su edad. Nadie le hubiese calculado los pocos años que tenía. Empezaba a salirle la barba, una especie de pelusa negra que él afeitaba con afán todos los días.

Los dos jóvenes desmontaron ante las caballerizas y ataron los potros a la valla.

—¿Volverá a salir, señor? —preguntó un criado.

—No —dijo Bri sin mirarlo—. Puede guardar los caballos —y sin transición preguntó—: ¿Ya se ha ido mi padre?

—Sí, señor.

Asió el brazo de Hal y juntos ascendieron hasta las grandes terrazas cuajadas de flores.

Se detuvieron junto a la balaustrada y Bri miró en torno con orgullo.

—Lástima —dijo— que haya muerto mi madre. Era una digna ama de esta mansión.

—Tu padre es joven. Quizá vuelva a casarse...

Bri lo miró rápidamente con expresión cerrada.

—¿Casarse? —se alteró—. ¿Casarse de nuevo mí padre? No sabes lo que dices. Ha venerado a mi madre y evoca siempre su recuerdo con intensa emoción.

Hal sabía demasiadas cosas de las muchas que se decían por Atlanta con respecto a mister Karck, para considerar como se debía las frases de su amigo.

“Tal vez —pensó—, me atreva a contarle lo que dicen por ahí de su padre y la mestiza.”

Pero no abrió la boca al respecto.

Bri añadió:

—Mi madre era una gran señora. No hay mujer en toda Atlanta, ni fuera de ella, capaz de parecérsele. En todo el condado de Georgia no hubo otra mujer como ella.

Hal le conocía lo bastante para no contradecirle. Cierto que había sido una gran señora; pero seguro que como ella había muchas en el condado de Georgia.

—Vamos dentro —propuso Bri—. Fumaremos unos cirrillos. ahora que nadie nos ve.

Atravesaron el ancho y lujoso vestíbulo. Judy, la vieja ama de llaves, que era tan antigua en la casa como el mismo Bri o quizá más, le preguntó al joven si necesitaba algo.

—Nada, Judy. Que no nos interrumpan, eso tan sólo —y sin transición preguntó—: ¿Hace mucho que marchó papá?

—Como siempre, a las siete. Dijo que no vendría a comer.

Bri sonrió, penetrando en la amplia biblioteca seguido de su amigo.

—Desde que Edgar Bastón regresó, mi padre apenas si se detiene en casa. Fueron buenos amigos, y por lo visto esa amistad se afianzó más ahora. Me gusta que mi padre lo pase bien con su amigo.

Hal volvió a tragar saliva, pero no hizo ningún comentario.

No obstante, cuando ambos estuvieron sentados, Hal miró a Bri con expresión un tanto aguda.

—¿Qué te pasa a ti? —preguntó Bri de repente—. Toda la tarde te noto algo raro...

—Estoy seguro —adujo de súbito Hal— que si vas ahora a la avenida Sesenta y Tres, verás a Edgar Bastón solo, sentado en un café.

—¿Cómo?

—Lo sabe todo el mundo. Bri.

—¿Sabe? ¿Qué? ¿Qué es lo que sabe todo el mundo menos yo?

—Lo... lo... de tu padre.

Bri se puso en pie de un salto. Quedóse mirando a Hal como si éste fuera un animal de raía especie.

—No te entiendo —gritó excitado—. ¿Qué es lo que pretendes decirme?

Hal pensó que no era nada fácil aclarar sus palabras. Bri parecía súbitamente enardecido. Además tenía en un alto concepto a su padre y saber lo que todo el mundo sabía, iba a dolerle en extremo. Mas él. como amigo que era. tenía el deber de ponerle en antecedentes.

—No estaría bien —dijo un tanto cortado— que lo supieras por cualquier otra persona mal intencionada. Soy tu amigo, bien lo sabes.

—¡Al grano. Hal!

—Pues se dice por ahí... Bueno, chico, no me mires así. Después de todo, yo no tengo la culpa. Repito lo que se dice en todos los círculos sociales de Atlanta.

Bri parecía un reyezuelo delante de su amigo, exigiendo de inmediato una explicación a sus veladas palabras.

Hal. menguado a su pesar, deeidió aclararlo de una vez.

—Dicen que tu padre visita la a mestiza.

Bri se estremeció de pies a cabeza.

—¿Qué dices? ¿Pero es que estás loco? Mi padre... —se le ahogaba la voz—. ¡Sabes tú bien que mi padre no se humillaría de ese modo jamás!

—Mira. Bri. Yo no sé cómo piensas tú al respecto de todo esto. Lo que sí te puedo asegurar es que lo que digo es cierto. Incluso dicen que se ve a casar con ella... No se esconde de nadie. La visita a cualquier hora del día. Y si no me lo crees, pregúntaselo a Edgar Baston. Puede ser que él lo sepa.

Al pronto, Bri no respondió. Palidísimo, temblándole la boca, se mantuvo inmóvil como una estatua, cerrado el semblante, mudo de estupor.

Al rato,, su voz sorda manifestó:

—Será mejor que te vayas, Hal.

—Yo..., consideré un deber decírtelo...

—Gracias —cortó—. Te lo agradezco.

—¿Qué..., qué vas a hacer?

Bri le miró fijamente. Y de pronto exclamó, con los dientes apretados:

—Comprobar que me has engañado..., y después romperte la cara.

* * *

Edgar se le quedó mirando asombrado.

Dejó el pincel y la paleta y se aproximó a él a paso largo.

—Muchacho, ¿tú aquí...? Pasa. pasa. Cierra la puerta. ¿Quieres algo de mí? Parece que estás muy pálido...

Bri pasó tras de cerrar la puerta con el pie. Se quedó ante Edgar como si fuera un hombre maduro. A su pesar, Edgar se impresionó.

—Toma asiento, Bri. ¿Qué buscas aquí?

—A mi padre.

—Ah...

—Me han dicho que visita a tu modelo.

—¡Hum...!

—¿Es cierto?

Edgar apreciaba a Brian. Amaba a Mitzi. Pero tenía bastante sentido común para saber que en los sentimientos no puede mandarse como en las personas. Sí ellos se querían...

Lo había sabido el día anterior. Fue casual. Tomaba una cerveza con un amígo y Mitzi pasó por la calle. “Esa se entiende con tu amigo”.

Aquellas palabras desconcertaron a Edgar. Más tarde, cuando se encontró con Mitzi en el estudio, se lo dijo. Ella le miró tan sólo. No afirmó ni negó, pero en la expresión de sus ojos Edgar comprendió que el amigo había dicho verdad, o por lo menos algo que se le parecía.

Continuó su sesión sin abrir los labios. Cuando Mitzi se despidió, él le dijo tan sólo: “Lo siento, Mitzi. Lo siento mucho, no sólo por mí, sino por vosotros dos.”

La joven modelo no respondió. Salió con la mirada fija ante sí.

A Brian aún no lo había visto. Por tanto ignoraba lo que había de cierto en todo aquello. Más era evidente que la murmuración se cebaría en ellos. A Mitzi, tan independiente, tan personal, puede que no le importara. A Brian tenía que importarle, aunque sólo fuera por su hijo.

—Toma asiento, Bri.

—¿Es cierto? —preguntó éste de nuevo, con expresión sombría—. Di tú lo sabes... ¿Lo es?

Edgar encendió la pipa con cierta precipitación.

—Bri, yo creo...

—No me interesa lo que tú creas. He venido a hacerte una pregunta.

—¿Y si no me diera la gana de contestarla? Eres un crio. Pero pareces un juez, ahí, pidiéndome cuentas a mí.

—Soy su hijo.

Edgar sonrió mansamente.

—Por eso mismo. Porque eres un hijo menor de edad, yo te aconsejo que vivas al margen de lo que ocurre.

—¿Por quién me tomas? ¿Me crees capaz de tolerar que un hombre como mi padre, a quien todos respetaron y admiraron siempre, empezando por mi, se convierta en un ente ridiculo? ¡Una mestiza! Me hubiera ofendido que fuera cualquier mujer. El adoró a mi madre. Tú lo sabes.

—Yo no sé nada —gritó Edgar enojado—. ¿A qué fin vienes a molestarme a mi con tus estupideces? Eres un crío y pretendes razonar como un hombre. ¿Qué sabes tú de los sentimientos humanos? Puede que seas un joven cerebral y consigas dominar siempre tu corazón, pero no estoy muy seguro de ello.

—No estamos hablando de mí —exclamó Bri alterado—. Estamos hablando de mi padre y esa...

—Pues ve y dirigete a tu padre en tales términos, jovencito. Yo no sé nada de nada, pero si quieres un consejo...

—¡No lo necesito!

—Mejor para ti...

Bri giró en redondo y se dirigió a la puerta.