V
Mitzi se quedó mirando a los mercaderes y a sus familias con expresión vacía. Estos se miraron a su vez, preguntándose qué podrían hacer con aquella criatura medio desnuda, desgreñada, y al parecer idiota.
Se apartaron un poco de sus carros con el fin de decidir Mitzi, sentada sobre, una piedra, contemplaba ahora sin ver, sus pies encallecidos, sus piernas llenas de cardenales y arañazos.
Una mujer se le acercó.
—Has caminado mucho, muchacha —dijo con cierta piedad.
Mitzi no parpadeó. Se diría que era sorda y muda.
—¿De dónde víenes?
La joven ni siquiera movió los ojos.
—¿Hace mucho tiempo que caminas?
!gual respuesta.
En el grupo de los hombres, el jefe de la caravana decía:
—Creo que podemos ofrecerle un lugar a nuestro lado, hasta El Cairo. No vamos a dejarla aquí, en medio de este lugar solitario, expuesta a todos los peligros de la selva.
—Por mí no hay inconveniente.
—Vamos, pues, a ofrecerle un lugar en la caravana.
Y lo hicieron así.
—Oye, muchacha... ¿Cómo te llamas?
Los miró. Hubo algo de humano en la expresión de sus ojos. Y dijo su nombre.
—Bien. Escucha, Mitzi. Nosotros nos dirigimos a El Cairo. Quizá lleguemos allí a primeros de mes —consultó el reloj—. Son las doce del día, y nos faltan justamente treinta días para llegar. Lo mejor de todo es que te unas a nosotros. Somos tres familias de mercaderes que buscan horizontes mejores. Podemos darte comida y ropa, cama donde dórmir y compañía hasta que encuentres acomodo mejor. ¿Estás de acuerdo?
Asintió con un breve movimiento de cabeza.
—Pues en marcha —gritó el jefe de la caravana—. Como pareces muy cansada, vete a mi carreta y trata de dormir. Allí encontrarás a mi esposa y a mis hijos.
Como no se moviera, la asió del brazo y la llevó él mismo.
—¡June! —gritó—. Ahí va eso.
Un rato después, la caravana emprendía de nuevo la marcha.
Al cabo de treinta y un días, uno más de lo previsto, la caravana entraba en un mercado de El Cairo.
Mitzi se había recuperado. Trenzado su pelo negro, ropa limpia cubriendo su esbelto cuerpo, prisioneros los pies en unos mocasines vulgares, más que una muchacha parecía una figulina exótica de belleza excepcional.
Hablaba poco, pero sí lo suficiente para demostrar que era un ser humano. No dijo a la esposa del jefe de la caravana quién era ni las relaciones que había tenido con el hombre americano, ni siquiera que tuvo un padre y un gran amigo. Cuando le preguntaron se alzó de hombros y dijo tan sólo que pretendía salir de aquel lugar. Que necesitaba vivir y trabajar.
Cuando llegaron a El Cairo, el jefe de la caravana le dijo:
—Tengo algunas amistades aquí. Puedo buscarte trabajo.
—Se lo agradeceré.
—Ven conmigo pues...
Lo siguió a través del mercado. Un ruido infernal, producido por miles de voces, de gritos de los vendedores, le torturaba los tímpanos.
Zacarías, el jefe de la caravana, la asió de la mano y la condujo hasta un amplio comercio.
—Pasa —invitó—. Tal vez aquí podamos encontrar algo para ti.
Habló con el encargado de la tienda y le expuso el objeto de su visita. Mitzi quedó allí como encargada de los recados.
—Si no te encuentras a gusto —dijo Zacarías— puedes buscar otro trabajo mejor. Pero ten cuidado: eres remasiado bella.
* * *
Mitzi contó por los dedos los años que habían transcurrido desde que Brian dejó la selva: diez. Eran demasiados años...
Un día, hallándose en la tienda tras el mostrador, se le acercó un hombre alto, de elegante porte. Se la quedó mirando con una admiración irreprimible,
—¿Cómo te llamas? —preguntó inclinándose hacia ella.
—Mitzi.
—¿Nada más?
—Que yo sepa, nada más.
El caballero miró en torno. Éra alto. Vestía pantalón de franela gris, americana sport y un pañuelo de seda natural en tomo al cuello, bajo la blanca camisa. Llevaba bajo el brazo unos cuadros y. los depositó sobre el mostrador, para dedicar mejor su atención a la joven mestiza de belleza tan singular.
—¿Qué haces aquí? —preguntó—. ¿Eres pariente del dueño o una simple empleada?
—Sólo empleada.
—¿Ganas mucho?
Mitzi se creció. Ya no era la joven huidiza, acomplejada y temerosa, que caminó en Un mes más que durante toda su vida, por riscos y llanuras.
—No creo que deba contestarle —dijo secamente.
—No te enojes. No se trata de saciar una insana curiosidad. Soy pintor. Hace mucho tiempo que busco una mujer como tú, que me sirva de modelo. Te pagaría una fortuna. Podrías ser independiente y tener cuanto apetecieras.
—¿A cambio de qué, concretamente? —preguntó con la misma frialdad.
Edgar Baston sonrió. El era un pintor famoso. Por sus cuadros le pagaban verdaderas fortunas. Pero no era un sexualista indecente. Jamás fue amante de sus modelos. Pertenecía a una aristocrática familiar de Georgia y hacía más de tres años que vagaba por todo el mundo, buscando un rostro moreno y vivo como aquel que tenía delante.
—A cambio de que poses para mí. Tu vida será independiente de la mía. Pero Armarás un contrato conmigo y tendrás que cumplirlo.
—Lo pensaré.
—Tendrá que ser en seguida. Salgo para Londres pasado mañana.
—Pues... vuelva mañana por aquí.
* * *
—¿Has estado alguna vez en Londres? —preguntó Edgar, maravillado de que la joven no se asombrara de nada.
—No.
Siempre las secas y breves respuestas.
—Bien —rió Edgar—. Bien. Aquí tendrás que comprarte ropa. Si te paceee te ayudaré. ¿Lo admites?
—¿Qué me ayude a qué?
—A equiparte. Vamos a viajar por todo el mundo y no puedo llevar a mi lado una modelo tan mal vestida.
—Está bien.
Muchos días después, cuando ya Mitzi no tenía parecido alguno con la muchacha que vendía tras el mostrádor, le preguntó con creciente curiosidad:
—¿Dónde has nacido y qué has hecho hasta ahora?
—Eso no entra en el contrato, señor.
—Puedes llamarme Edgar. Ello no te comprometerá a nada.
Mitzi no respondió.
—Dime, joven. ¿Dónde has vivido?
—En la selva.
—¿Sola?
—Con seres queridos.
—Lo extraño es que no te asombre el lujo ni te maraville lo que has comprado. Te lo pones..., y ni siquiera te miras al espejo. Han trabajado contigo dos masajistas y tres peluqueros, y no les has dicho si te encontrabas bien o mal.
—Mal.
—¿Por eso te has quitado el peinado y has trenzado de nuevo tu pelo?
Asintió con un breve movimiento de cabeza.
—Bien —sonrió Edgar—. De todos modos, debo reconocer que eres bellísima.
—No se enamore de mí —dijo ella apaciblemente—. Yo no me enamoraré nunca de usted.
Edgar sonrió con cierta tristeza.
—Puede ser que tú no te enamores de mí, pero yo de ti...
—¿Para qué? —cortó ella con su habitual sequedad—. Es usted americano. Nunca se casarla con una mestiza.
—¡Quién sabe! No se puede predecir nada.
De Londres pasaron a Paris. Mitzi se habituó pronto a aquella vida errante que en cierto modo le agradaba más que ninguna otra, porque así no tenía tiempo ni para pensar.
En París, Edgar Bastón expuso sus nuevos cuadros. Fue el mayor éxito de su vida. La mujer morena de grandes ojos verdes, era como una tentación para el comprador. La firma de Edgar se cotizó aún más alta.
De París pasaron a Italia. Allí trabajó Edgar dos años.
De la antigua Mitzi no quedaba nada. Sólo el color azabache de su pelo, el verdor intenso de sus ojos, aquel brillo cegador que denotaba un temperamento pasional nada común, y su cuerpo esbelto, cimbreante, de redondas caderas y menudos senos.
Morena, bellísima, indiferente a las emociones de la vida, sometida a su trabajo como un mecanismo, Edgar nunca supo si sentía alegría o le roía las entrañas un loco sufrimiento.
Un día él le dijo:
—Dime, Mitzi, ¿nunca has amado?
—Te dije muchas veces que tengo un limite para admitir las preguntas.
—Has amado, ¿verdad?
—¿Y qué importa?
—Mucho. Yo te admiro tanto que no dudaría en casarme contigo.
La joven lo miró con aquellos sus inmensos ojos.
—Tendrás que renunciar a mí, Edgar. Somos buenos amigos. Grandes amigos. Eres en verdad, la única persona que me merece confianza. A tu lado aprendí muchas cosas. Te estoy muy agradecida. Pero... —alzó la fina mano con ademán impotente—. Hay un límite, ya te lo dije.
—¿Y si te pidiera de verdad que te casaras conmigo?
—Sería inútil. Tendría que decirte que no, pese a lo mucho que agradezco tu generosidad.
—No es generosidad, Mitzi. Es amor. Siento amor por ti. Un gran amor.
—Pues lo lamento, Edgar.