IX

Oyó el timbre de la puerta y no dudó un segundo. Sabía que era él.

Vestía una simple falda de hilo azul marino, estrecha, ciñendo sus caderas. Una blusa blanca sin mangas, muy descotada, enseñando aquel cuerpo moreno, bruñido. Descalza, con la ancha coleta trenzada en torno a la cabeza.

Se quedó envarada en el umbral mirando a Brian. No había emoción ni ansiedad, en aquellos ojos verdes. Sólo una muda interrogación.

Brian pasó. El mismo cerró la puerta tras de sí.

—No quiero comprometerte, Mitzi —dijo bajo—, pero... estoy aquí. No he podido dominar mi ansiedad de verte otra vez. He vivido serenamente hasta ahora, como si nadara en un lago de aguas apacibles y de súbito el mar del lago se encabritara y me lanzara a mí al abismo —pasó hacia el interior seguido de una Mitzi muda e inmóvil—. Esa ha sido mi vida. Sin amores, sin pasiones, sin inquietudes espirituales. Pero de pronto... apareces tú. Toda la serenidad de mi vida se convierte en una cruel inquietud. ¿Te das cuenta?

Sin esperar respuesta se dejó caer en un sofá. Quedó allí como desmayado.

—Siéntate, Mitzi. Por favor... no me mires así. No soy un monstruo, ni un tipo sexual ni un indeseable. A ti te he querido. Mucho... —habla quedamente, como para sí solo, como si se diera una explicacion que nunca se había dado—. Tanto, que mi vida fue una soledad continua desde que te dejé.

La joven continuaba de pie ante él. Se diría que no le oía ni le veía.

Súbitamente, en silencio, Brian se puso en pie. Puso las dos manos sobre los hombres femeninos y la impulsó hacia un sillón.

Ella se agitó. Desprendiéndose de él y quedó sentada, paralizada, como si el contacto de Brian la inquietara hasta lo indecible.

—No... no me toques —susurró reconcentradamente. abriendo apenas los labios—. No vuelvas a tocarme.

—Mitzi, aún te dice algo mi contacto.

—¿Es que lo has dudado? ¿Qué clase de mujer crees que soy? Has dicho que sentías comprometerme. Eso no me importa. No soy mujer que viva hacia afuera. No me importa la opinión de tu mundo. Pertenezco a otro. Tú lo sabías; por eso te fuiste y me dejaste. Nunca te pedí que te casaras conmigo, que me presentaras a tus amigos. Tú sabes que me hubiera bastado con que me amaras.

Brian se dejó caer frente a ella y apretó las manos entre las rodillas.

—Eso te bastaba a ti, querida Mitzi. pero a mí no. No te quise para humillarte, sino para venerarte. Lo nuestro no fue una atracción física pasajera, fue algo perdurable —sonrió vagamente—. Ya ves. han transcurrido quince años, dieciséis más bien. Y los dos sentimos igual.

Como Mitzi no respondiera, él —muy bajo —añadió:

—Y somos jóvenes. Tremendamente jóvenes los dos. Eras una niña cuando te conocí... Yo era un muchacho que no sabía nada de amores.

—Será mejor olvidar el pasado y destruir el presente. Me iré otra vez. Dejaré a Edgar. Tú tienes tu vida, tu mundo, tu hijo... —aquí cerró los ojos con fuerza. Al abrirlos encontró los de Brian muy cerca—. Tu hijo, Brian. Es lo que no puedo perdonar. Que tengas un hijo de otra mujer.

Brian tenso los labios. Podía decirle..., decirle, sí muchas cosas; pero sabía que de hablar le haría aún más daño. No tenía derecho a inquietar de tal modo su vida, después de haberla destruido moralmente.

—Olvídate de mi hijo.

—¿Del hijo de otra mujer? ¿Cómo puedes decirme eso? Y pensar..., ¡oh, santo Dios, que yo pude habértelo dado! ¡Qué fui tan niña para no saber o no poder darle vida!

—Mitzi..., no te atormentes así.

Trató de asir sus manos, pero ella las rescató con rabia. Se puso en pie. fue hacia el otro extremo de la estancia. De espaldas a él. parecía aún más pura, con el rostro oculto entre las manos.

Brian fue hacia ella y la asió por la espalda.

—¡Déjame, suéltame! No me toques.

Pero no se apartaba de él, Brian, impulsivo, con aquella ternura que siempre le caracterizó junto a ella, le pasó los dedos por el pelo. Fue como si a Mitzi la encendieron de pronto. Dio la vuelta sobre sí misma y quedó pegada a él. temblorosa y excitada.

—Vete —dijo sin fuerzas—. Olvida el camino de esta casa. Si vuelves te harás daño a ti mismo, me lo harás a mí, se lo harás a tu hijo...

Por toda respuesta, Brian la asió por los brazos. La miró al fondo de los ojos largamente, hasta que ella abatió los párpados. Tenía la boca femenina muy cerca. Era la misma boca de siempre; húmeda, roja, sensitiva.

—Mitzi —susurró—. Mitzi, hay algo más fuerte que tu voluntad y mi hombría. Esto que sentimos los dos, que es como un chorro de fuego bañado al hielo de nuestras venas. Ni tú puedes olvidar de la forma que fuiste mía, ni yo podré olvidar lo mucho que me diste. Y nunca, ni tú ni yo, esperamos nada a cambio. Fue algo verdadero, Mitzi. Algo que perdura con los años y la vida y mi matrimonio y tu soledad. Algo más fuerte que nosotros mismos, porque fue sincero.

Al hablar rozaba sus labios. Ella, como sugestionada, le miraba y sentía en su boca el palpitar de la suya.

—Te has casado —reprochó casi sin voz— y has tenido un hijo.

—Calla, Mitzi. calla.

De súbito la dobló contra sí. Ni él ni ella se dieron cuenta de lo que iba a ocurrir. Cuando se la dieron, se buscaban, se besaban con ansiedad, como si la vida misma fuera en aquel beso.

Las manos de Brian, crispadas, anhelantes, resbalaron por la espalda femenina, desnuda y estremecida. Aquel cuerpo que recordaba, que reconocía, se plegaba al suyo con desesperación.

Al separarla para verla mejor, ella lloraba.

—Mitzi...

—Vete...

—Escucha, Mitzi. ¡Oh, muchacha! Tú sabes...

—Sé. Pero no quiero. No puedo. Es... como si tus labios en mi boca me dieran acíbar. Es que no consigo olvidar que me has dejado, que has venido aquí, que te has casado con otra mujer... que tienes un hijo de esa mujer —le dio la espalda. Sollozos ahogados la sacudían—. Brian, por el amor de Dios, olvida el camino de esta casa.

—Me pides un imposible. Voy a casarme contigo, Mitzi. Voy a llevarte a mi casa.

Ella cesó de llorar súbitamente. Sus verdes ojos se clavaron en los de Brian con intensidad.

—Tú no podrás saltar jamás por encima de unas leyes que imperan en tu mundo como mandatos. ¿Quién soy yo en realidad para dañarte asi? ¿A qué tengo derecho?

—Derecho absoluto sobre mi amor.

—Sí, Brian —susurró bajísimo—. Sobre tu amor, quizá. Pero no sobre la vida social, y has de vivir con ese mundo al cual yo no pertenezco, del que estoy excluida por ley de nacimiento, de raza.

—Me he sacrificado una vez por esa vida social. Pero nada más.

—Ahora vete, Brian —pidió sordamente—. Vete. Vuelve a tu casa. Olvida lo que has dicho. Yo no te amo para hacerte daño. Yo nunca seré una intrusa en tu vida, ni en la de tu hijo.

* * *

Lo empujaba hacia la puerta.

Allí se le quedó mirando. Asió una de aquellas manos morenas entre las suyas y la llevó a los labios. La besó con fuerza intensísima. Una vez y otra, hasta que le dolieron los labios.

—Deja —pidió ella con un hilo de voz—. Déjame, Brian.

—No podremos prescindir uno del otro. Mil recuerdos nos acercan. Tú ya sabes, Mitzi, que los hombres, cuando somos demasiado jóvenes, amamos por la fuerza de la juventud, y cuando somos maduros, por la fuerza de la vida. Es más sólida esta fuerza que aquélla. Nadie será capaz de separarme de ti. Ya no, Mitzi. Eres lo único verdadero que existe en mi vida. Cuando te tuve, no pude conservarte. Ahora. que te encuentro de nuevo, no permitiré que los prejuicios me separen de ti.

—Pues tendrás que hacerlo, a menos que...

—A menos que —insistió él, observando el súbito silencio.

—A menos que yo muera y me tengas muerta.

—¿Por qué?

—Porque debe ser así.

—¿Es que no me amas?

Le miró severa.

—¿Amarte? ¿Acaso supe hacer otra cosa en mi vida, desde que te conocí? Pero repito que no entraré en tu vida para hacerte daño. ¿Quién soy yo en realidad? ¿Qué represento? Además... si tanto me amas, si no has podido olvidarme, ¿cómo fuiste capaz de casarte con otra mujer? ¿Qué les has dado a esa mujer?

—Le he dado unas migajas de compasión. Es la mayor vergüenza de mi vida. Haoer dado a una mujer, merecedora de toda mi consideración, tan poco.

—¿Y crees que eso te eleva ante mis ojos?

—Te considero demasiado mujer para que así sea. Yo... Sé que mejor hubieras disculpado mi amor que mi desprecio.

—Brian... no vuelvas aqul, por favor.

—Tendría que cambiar el mundo para que no volviera.

—¿Y si me voy? ¿Y si te dejo? ¿Y si huyo y no vuelvo más?

La miró largamente, hasta que ella, ruborizada, bajó los ojos.

—Ni tú ni yo somos héroes, Mitzi. Somos demasiado humanos los dos. Ahora te dejo. ¿Qué más puedo decirte? ¿Pedirte que me permitas quedar a tu lado hasta el amanecer? Seria envilecer demasiado este ternura que yo siento, que sientes tú, que hemos sentido siempre al recordarnos uno al otro. Lo nuestro, Mitzi, no fue una vileza. Fue algo muy puro, dentro de un pecado perdonable.

—Esa disculpa que nos dimos ambos, pero sin sentido. Nos hemos querido, nos entregamos uno a otro como dos salvajes. No hubo nada puro entre nosotros, aunque ambos hayamos creído lo contrario. Ni lo hay ahora —añadió con cruda franqueza—. Tú sabes lo que siento, y yo sé lo que sientes tú.

Brian dio un paso hacia ella. La tomó de la mano, la acercó a su cuerpo. La sintió palpitar cerca de sí como entonces...

—Si lo sabes, si yo lo sé —dijo roncamente—, permíteme olvidar las circunstancias y déjame quedar a tu lado para adorarte.

—Y mañana —dijo ella, en el mismo tono apagado—, los dos nos despreciaremos—. Vete, Brian —pidió, empujándolo hacia la puerta—. Vete ya. No me obligues a sentir la vergüenza de mi derrota.

—Tú sabes cómo me voy...

—Como yo quedo. Pero... ¡Vete ya!