XVIII
Caminó por el sendero mirando fijamente ante sí. Las luces de la terraza estaban encendidas. Hacía calor. O al menos, él lo sintió sofocante, afluyendo a sus sienes un sudor que no supo si era producido por el calor o por la desesperación.
Vio luz en la alcoba de su hijo. Comprendió la agonía que estaría sufriendo. Como él. Por distintas razones, pero como él tan intensas y dolorosa como las de Mitzi y las de él.
Miró en tomo con expresión sombría. Riqueza. Su finca se hacía cada día más próspera. Los cientos de críados se esparcía con luz del día por todo el contorno, internándose en los campos de algodón, haciendo más ricas sus posesiones. Y todo, ¿para qué?
En la selva, oculto en las zarzas, sin tener nada, durmiendo en el suelo, sobre un colchón de aire, teniendo por techedumbre las estrellas, fue infinitamente feliz. ¿De qué servía la riqueza? ¿De qué servía su poder en Atlanta como hombre rico e influyente?
Se alzó de hombros.
Avanzó despacio, subió a uno de los escalones de mármol negro. Se adentró en el vestíbulo sin luz y se dirigió a la alcoba de su hijo. Necesitaba verlo. Era su gran amor, junto con el de Mitzi. Si él comprendiera... Si sintiera un poco de caridad hacia la pobre mestiza y hacía él, que era su padre... Pero Bri no sentía caridad porque no sentía amor.
Sí él pudiera decirle... Pero no podía. No hallaba palabras para expresarlo y disculparse a sí mismo.
Empujó la puerta. Había poca luz en la estancia. Bri estaba allí, sentado en el borde del lecho, aun sin desvertir. Sus cabellos largos le tapaban casi los ojos.
Al sentir la puerta alzó la vista.
—Bri —dijo su padre—. Bri..., no sé cómo hacer para decirte lo que pretendo.
—No me digas nada —replicó Bri secamente—, si es para asociar tu vida a la de esa mujer.
El podía decirle: “Esa mujer es tu madre”.
Pero no lo diría. ¿Qué derecho tenía él a perturbar aún más aquella vida feliz? ¿Aquella confianza que Bri tenía sobre sí mismo y en su madre muerta?
—No sé cómo decirte, Bri, lo mucho que me has dísgustado con tu actitud de esta tarde. Fue impropio de ti. Tú eres un muchacho noble. Disculpemos que te opongas a la relación de tu padre con Mitzi; pero eso no es motivo para que, descaradamente, desalmadamente, te presentes en su hogar y la insultes.
—Eres mi padre.
—Por supuesto. Pero ella es también un ser humano.
—Un ser humano que destrozará nuestro hogar.
—O lo hará más feliz, Bri. Tú no la conoces. Eres justo o al menos por un muchacho justo te he tenido siempre. Trata de conocerla. Vete a verla un día y otro, de día, pero no para insultarla. Para sentir su bondad, su ternura...
—Por favor, papá —gritó exasperado—. . No me hagas una novela sentimental de algo tan sucio.
—Eres malo, hijo mío. Eres despiadado para juzgar la ternura de una mujer honesta.
El hijo se puso en pie.
—Siéntate, Bri —ordenó su padre de modo raro—. Te pido que te sientes.
El muchacho lo miró un tanto asombrado del tono de aquella voz.
—Te pido que te sientes y me escuches. Voy a contarte un breve pasaje de mi vida. Mitzi no es nuevo para mí. No la he conocido aquí, en Atlanta. No hace dos días que la conozco, Bri.
—¿Qué dices?
—Siéntate. Escúchame. Después..., si quieres, puedes guardar silencio. Puedes acostarte y dormir. Ahora debes escucharme.
Bri se sentó en el borde del lecho. Se quedó mirando a su padre como si éste fuera un fantasma.
Brian, de pie, con un cigarrillo entre los dedos, la otra mano hundida en el bolsillo del pantalón, permaneció un instante callado. .
—Cuando termíné mi carrera, tu abuelo me dijo: “Tienes unos pocos meses para hacer lo que gustes, siempre que sea algo correcto y digno de ti”. Tenía entonces... veintidós años. Era libre, tenía dínero, la carrera terminada y el porvenir resuelto. Decidí marchar de caza a lugares extraños. La selva virgen. Me atraía... .
Guardó silencio. Fumó despacio, con ansiedad. Aspiró y expelió el humo fuertemente. .
Bri lo miró en silencio, sin comprender aún.
—Me uní a otros dos cazadores. Nos internamos en la selva. Nos hablaron de un guía que en su juventud había sido militar. Un mestizo honrado que por unos cuantos dólares nos guiaría por toda salva y nos ayudaría a cazar los animales más codiciados. Eramos un irlandés, un inglés y yo. Dimos al fin con los bungalows de los guías. Sakay se llamaba el jefe. Mitzi su hija...
Bri aspiró hondo:
—¿Quieres decir que la conociste allí?
—Sí —afirmó Brian más con la cabeza que con la boca—. La conocí allí cuando tenía quince años. Era una cría, pero con cuerpo y alma de mujer. La amé mucho. Algún día, Bri, cuando seas un hombre, te darás cuenta hasta qué extremo amamos los hombres en la fuerza de nuestra juventud. Allí empezó todo. Nuestro amor fue algo maravilloso. Yo nunca creí que fuera capaz de dar tanto en tan poco tiempo. Un día supe que mi padre estaba enfermo. Grave, sin duda. Condenado a morir. Entonces, hijo mió, yo me sentía débil ante un mundo que iba a censurarme. Ahora me doy cuenta de que la juventud ama con fuerza, pero no juzga con la misma intensidad. Hoy es distinto. Hoy pienso que no debo renunciar a lo que considero mi felicidad, sólo porque el mundo de Atlanta me censure. Porque tú te opongas.
—Pero entonces, la dejaste.
—Lo creí un deber. Vine aquí, me casé, con Lidia... Pero siempre añoré a la pura mestiza de mi juventud. Ella apareció de nuevo... Rebelarme contra el destino era demasiado.
—Pero tú no puedes hacer un mundo para ti solo. Te debes a una sociedad. Te debes a mí. No puedo tolerar que traigas a esta casa a tu amiga.
—¡Bri!
—Tu amiga fue y tu amiga sigue siendo. A eso no puedo oponerme. Pero sí me opongo a que la traigas a casa en calidad de esposa.
—Eres ruin.
—Soy tu hijo y he amado demasiado a mi madre, para tolerar que la mujer que se interpuso entre tú y ella, venga ahora a disfrutar de lo que ella pudo disfrutar.
Pudo decirle en aquel instante que Lidia no era su madre, pero algo selló sus labios con fuego vivo.
Dio la vuelta. Al llegar al umbral se detuvo. Sin mirar a su hijo, murmuró:
—De todos modos..., Mitzi y yo nos casaremos.
—Entonces tendrás que darme tu permiso para salir de Atlanta.
—Está bien. Lo tendrás —dijo con rabia—. Irás interno a un colegio. Aprenderás allí, algo que yo fui débil para enseñarte.
Salió y cerró tras de sí.
A la mañana siguiente, cuando se dirigía al salón con el fin de tomar el desayuno, encontró a su hijo en medio del vestíbulo. Se midieron con la mirada. Fue Bri, quizá más valiente en aquel dilema, quien dijo:
—Si no tienes inconveniente me iré esta misma noche.
—Tendré que pensarlo más, Bri.
—Por mi parte lo tengo ya bien pensado.
—Eres un mentecato. ¿Olvidas acaso que aún soy tu padre y puedo impedírtelo?
—No lo olvido, papá —dijo serenamente—. Pero sólo habrá un motivo para que me retenga aquí.
—Dilo.
—Que renuncies a casarte con esa mujer.
—Jamás.
—De acuerdo. Yo me iré entonces.
—Te quedarás —gritó exasperado—. Te quedarás. Y ten presente que un día puedo decirte algo que te herirá de verdad, y tendrás que arrastrarte a los pies de esa mujer, pidiéndole perdón el resto de tu vida.
—¿Qué dices?
Brian temió ir demasiado lejos. Se pasó los dedos por la frente y quedó rígido junto a su hijo.
—Vete, Bri. Prefiero que des un paseo y sigamos esta conversación en otro instante.
—No sé lo que has querido decir, ni me importa. Desprecio a esa mujer y no habrá fuerza humana que me haga sentir lo contrario.
—Vete.
—Tomaré el avión que sale esta noche para Nueva York.
—Vete, te digo.
El muchacho se estremeció a su pesar. Apreció en aquel grito de su padre más dolor que cólera. ¿Tanto era su amor por aquella maldita mestiza?
El no pensaba marchar derrotado. Antes de partir iría a verla de nuevo y le diría todo lo que pensaba de ella.
—Bri —llamó su padre.
El muchacho se detuvo en el umbral, pero no se movió hacia el autor de sus días.
—Bri...
—¿Qué deseas?
—Si yo te pidiera...
—Nunca estaré de acuerdo para tu matrimonio con esa mujer.
Y salió sin esperar respuesta.