XII
La estancia a media luz.
Tendido en el diván, con una mano bajo la mesa y la otra sosteniendo el cigarrillo, estaba Brian.
Arrodillada a sus pies, apoyada en el borde del diván, con las dos manos sosteniendo el rostro, se hallaba Mitzi. De vez en cuando sus ojos se encontraban y ambos sonreían.
—Es tarde —susurró ella—. Debes volver a casa.
El preguntó perezoso:
—¿Qué hora es?
—La una de la madrugada.
—Se está tan a gusto aqui...
Ella acarició con una mano la frente masculina. Brian asió aquella mano por el aire y la apretó contra su boca.
—Estos momentos, Mitzi, yo los haría eternos... Nunca fui tan feliz. Ni cuando vivíamos en la selva y burlábamos la vigilancia de tu padre. Allí empecé a sentirme un hombre. Fueron mis sentimientos como raíces en la tierra, que se esparcen y lo toman todo.
—Calla.
—¿Por qué?
—No sé. Siempre tengo miedo a que esta paz nuestra se vea turbada. Tienes un hijo.
Brian ladeó el cuerpo y quedó casi pegado a ella. La asió por los hombros, la atrajo hacia sí, la miró a los ojos largamente.
—No habrá nadie capaz de separarme de ti. Un día, no sé cuando, cuando tú digas, te llevaré a mi casa...
—Calla, calla —se estremeció—. Eso no puede ser.
—Te amo, te necesito. en mi vida y no puedo pasarla ocultándome siempre como un ladrón.
—Edgar lo sabe.
Brian la soltó. Se sentó de golpe. Quedó con el cuerpo tenso.
—¿Lo... sabe?
—Me lo dijo con toda claridad y con las palabras más expresivas. Por eso, Brian, yo creo que debes volver a tu casa. Debes procurar venir menos por aquí.
—Eso es imposible —gritó, pasándose los dedos por la frente—. Me enfrentaré con el mundo entero, antes que perderte.
Ella sonrió con ternura. Estaba preciosa. Preciosa en verdad, con aquel velo de tristeza en los bello sojos, aquella crispaclón en los labios, aquel su temblor en las manos.
La atrajo hacia sí. La dobló en su pecho. La miró a los ojos hondamente. Buceaba en ellos con ansiedad, como si tuviera miedo de que aquellas pupilas tan expresivas, se convirtieran de pronto en algo vacío.
—Tú sabes que te adoro. Que no habrá fuerza humana que pueda separarme de ti. ¡Mitzi! —casi gritó—. ¿Qué te pasa? ¿Es que no estás dispuesta a saltar por todo para ser mi esposa?
—No se trata de eso. Brian. No soy yo. No se trata de mí. ¿Qué tengo que perder? Para mí no existe más sociedad que tú, ni más mundo, ni más familia, ni más moral. No, querido Brian. Se trata de ti. De tu vida social, de tu hijo, de tu mujer difunta...
—Tú lo has dicho: ella murió...
—Para tu hijo, sigue vivo en su pensamiento.
Estuvo a punto de lanzar un alarido, de decirle al tin toda la verdad. De gritar como un loco: “Ese hijo no es de ella. ¡Es tuyo! Yo te lo robé, porque Eurí me lo pidió”.
Pero ya era tarde para decir todo aquello. No se trataba ya de ella, de Mitzi. del rencor que su confesión pudiera engendrar en ella, no. Se trataba de sí mismo, del nombre de su hijo, de su hijo mismo...
Pasó los dedos por el pelo.
Aquel drama lo había iniciado él sin medir las consecuencias. Fue un loco, un inconsciente, haciendo caso al viejo siervo. ¿Qué pretendió éste? Salvar al hijo de Mitzi. Darle una vida diferente. Evitarle la vergüenza de nacer sin padre, de vivir en la selva como un maldita bastardo salvaje.
—Brian —susurró ella, mirándole fijamente—. ¿Qué te pasa?
El reaccionó:
—Nada. Pensaba en ti y en mí. Debemos casarnos, Mitzi.
—No es posible. Casarme para vivir oculta como una maldita pecadora, no. Casarme para vivir contigo..., es imponer a tu hijo algo a Jo que no tienes derecho. Además, ¿qué soy yo? ¿Qué represento yo para imponerte una vida odiosa ante todo ese mundo al que perteneces? Ven a verme cuando puedas, Brian. Tú bien sabes que te lo doy todo. Yo no tengo nada que perder, ya te lo dije, porque tu amor me redime de toda culpabilidad moral. Yo no nací en cuna de encajes ni de padres poderosos.
—Eres más digna de admiración y ae amor que esos miles de mujeres que pasean por las elegantes avenidas de Atlanta y llevan nombres ilustres.
—Para ti, Brian. Sólo para ti.
La tomó en sus brazos. La dobló contra si. La estrujó como si tuviera miedo a perderla. Buceó en sus ojos con ansiedad.
—¿Y no es suficiente? —dijo sobre su boca, casi sin rozarla—. Di, ¿no es suficiente? ¿Quién soy yo en realidad? Un maldito estúpido que dejó pasar la felicidad a su lado, sin percatarse de que era auténtica —con loca pasión besó sus labios y los besó larga, inacabablemente. Ella se estremeció bajo aquellos besos. Se pegó impulsiva hacia él. Se envolvió en sus brazos como si también ella tuviera miedo de que aquella noche fuera la última de sus vidas—. Mitzi, Mitzi —gritó él exaltado—. Mitzi de mi vida, no podré nunca, jamás, renunciar a ti. Mi hijo comprenderá. La sociedad te admitirá,, quiera o no. Tú no sabes lo mezquinos que somos los humanos. Cuánta falsía hay bajo una sonrisa amable. Cuánta hiél bajo una frase elegante. Yo soy quien soy —añadió, atrayéndola a su pecho con intensidad—. Llevo un nombre ilustre. Poseo una gran fortuna. Muchas personas de Atlanta dependen de mí. Tengo una hacienda próspera. El algodón que sale de mis campos es enviado a muchas partes del mundo. Sólo con tomarte de mi brazo y llevarte a mi lado como mistress Karkc, acallaría todas las murmuraciones.
—Sí, querido —susurró ella mansamente—. Pero hay algo a lo que no tienes derecho, y es a imponerle a tu hijo otra madre.
Dios de los cielos. Era como para volverse loco. ¿Y si él le dijera...? Si le dijera... Pero no. No debía... El mundo de Atlanta creía firmemente en la maternidad de Lidia. Nadie, ni siquiera su padre, supo jamás la existencia de aquel hijo con una mestiza. Sólo Lidia. Por eso, secretamente, muchas veces a solas consigo mismo y la verdad, sintió un gran respeto hacia aquella mujer que ofrendó su vida en algo que no era suyo. Y logró el amor del hijo de otra mujer. Y le hizo feliz, y el hijo veneró su memoria con sincero fervor. ¿Quien era él para perturbar y destruir a Bri? Sólo con tres palabras bastaría.
Huyó de Mitzi como si de pronto tuviera miedo a desatar su lengua. Mitzi era el amor verdadero, la ansiedad contenida de siempre. Ella merecía todo su respeto, su amor y su consideración: pero tampoco tenía derecho a trastornarla. Para ella, saber que aquel hijo era suyo, seria infinitamente peor que saberlo ruin, enemigo y de otra mujer.
—Brian...
—Adiós, Mitzi. Volveré... volveré mnañana.
—Hoy estás raro, Brian.
—Estoy aturdido. Loco. Eres toda mi vida y he de visitarte como un ladrón. Tengo que pensar, Mitzi. Tengo que reflexionar y arreglar esto de una forma o de otra.
—Vete, Brian. Ya sabes dónde estoy. Y no olvides que a mí no me importa que me señalen con el dedo.
* * *
Salió casi corriendo. Iba como loco, con el rostro demudado. Siempre que pensaba en el pasado, en Eurí, en Mitzi, en la angustia de ésta cuando creyó que su hijo había muerto, como le hicieron creer, en su huida con el niño recién nacido en brazos, se agitaba con una angustia insufrible.
Dio la vuelta a la manzana para tomar el camino de su casa. De súbito se envaró. Edgar estaba alli, de pie en la verja, como si le esperara. Los dos se quedaron mudos, quietos el uno frente al otro. Hubo ún momento de intensa tensión, como si de pronto ambos temieran romper aquel extraño sortilegio que reinaba en torno a ellos.
Fue Edgar, quizá más sereno, quien lo asió por un brazo.
—Entra un instante. Brian.
Se dejó llevar.
Protestar en aquel momento sería lanzar un alarido de agonía.
Todos iban a juzgarla. Todos iban a decir que era una perdida, y él... tenía la boca sellada como una maldición, porque nada podía decir en defensa de los dos, salvo que se amaban, y esa no era una razón que convencería a seres racionales.
Se dejó guiar como un autómata. Edgar empujó la puerta de su casa e impulsó suavemente a su amigo. Encendió la luz. Ambos se miraron sin fijeza, más bien como si cada uno sintiera compasión por el otro.
—Siéntate, Brian.
—Creerás —dijo este sin moverse— que soy un ser envilecido.
—No se trata de ti, Brian. Ni de lo que yo piense de ti, ni de lo que piense de ella. Debo confesar, en efecto, que me causó mucha extráñela que Mitzi, si es como yo creo que es..., haya llegado a ese extremo —movió la cabeza de un lado a otro—. Pero tampoco eso debe inquietarme. Tampoco te guardo rencor. Sabías que yo la maba. Sabías que estaba dispuesto a casarme con ella. Tú no podrás hacerlo nunca. Tienes un hijo. Te debes a él. A una sociedad con la cual has de vivir. Yo no. Soy Ubre. Mi sociedad es la del mundo entero, y si bien aquí causaría escándalo mi boda, en otro lugar cualquiera Mitzi no pasaría de ser la esposa de un hombre famoso, quizá un poco excéntrico.
—Escucha, Edgar...
—No me digas nada. A decir verdad, no pienso reprocharte. Hay algo muy fuerte en los seres humanos. Algo que no se gobierna ni con un latigazo, ni con una razón cerebral. Son los sentimientos. Pero. a veces, Brian, no bastan éstos. No tienen fuerza ni consistencia suficiente para salvar los grandes obstáculos que se interponen en la vida de dos seres que se aman.
—Yo voy a saltar por encima de todo. Voy a casarme con ella.
—Puede que lo hagas. Pero es Mitzi demasiado mujer, demasiado considerada y demasiado verdadera, Brian; tú lo sabes, porque la amas, para permitir tal desatino. No consentiré jamás que te distancies de tu hijo.
—El comprenderá —se agitó—. Tiene que comprender. Quizá cuando la trate..., cuando la conozca como la conocemos tú y yo..., la ame también.
—Quizá —admitió Edgar dudoso— si lo hubieses educado de otro modo. Pero el hombre en ciernes que es tu hijo no se dejará vencer por sentimentalismos. Adoró a su madre. La venera aún...
—Edgar...
—Te digo esto, porque ha venido a verme esta noche. Supongo que tendrás que enfrentarte con él de inmediato, y yo pensé que teñía el deber de advertírtelo.
—¿Ha... venido a verle?
—Si. Me ha preguntado. Nada en concreto pude decirle, pero... —hizo un gesto vago—. Sabía demasiado ya, para que yo pudiera frenarlo. Vete, pues, Brian. Y prepárate a renunciar a uno de los dos. O a tu hijo o a Mitzi.
—Nunca podría renunciar a ninguno de los dos.
Edgar, sin rencor, le palmeó el hombro.
—Entonces, querido amigo, vas a sufrir mucho.