III

“Atlanta.

“Míster Brian Karck.

“Querido hijo: Te he dado permiso para seis meses, y va transcurrido un año y cuatro meses más. Me siento mal. Soy demasiado viejo para soportar esta dura carga. Recuerda, hijo mío, que no te debes a tu placer, sino a tus deber is de heredero de una gran hacienda y de un gran hombre. Regresa. No volveré a pedirte que lo hagas, pero ten presente que te espero aquí, que el deber te llama, y que la mujer que ha de llevar tu nombre, te espera también aquí. Hasta pronto. Tu padre que te ama,

“Richard Karck.”

Brian arrugó el pliego entre sus dedos y lo perdió en el fondo del bolsillo.

Empezaban las grandes lluvias. La caza había que dejarla para el año próximo. Las lluvias no cesarían en todo el invierno.

Sus compañeros de bungalow habían regresado a sus respectivas patrias. Mejor. La soledad era como un bien de Dios para reflexionar.

Mas era evidente que sus reflexiones no le servían para hallar una solución a su gusto y comodidad. Pensar en tomar a Mitzi de la mano y regresar con ella a Atlanta, era tanto como pedir peras al olmo. El se debía a un deber. Tenia razón su padre. A una mujer blanca de su categoría social. Pero su corazón, sus ansias de hombre, su madurez prematura, quedaban alli, perdidas en una choza junto a Mitzi.

Eurí lo sorprendió en estas meditaciones.

—Míster Karck.

Se volvió hacia la puerta. Eurí, mojado, misterioso y siempre vagamente ausente, le miraba.

—Eurí... —susurró yendo hacia él—. Soy... como un desorientado.

Por toda respuesta, el mestizo se dejó caer en el suelo, cruzó las piernas y tapó éstas con las faldas de sus anchos pantalones blancos, muy sucios.

—Mitzi está mal...

Brian se estremeció.

—¿Mal? —repitió como un autómata.

—Sí, mal. Escúchame, tú tienes que marchar.

—Pero...

—Espera. Después me dirás si no estás de acuerdo conmigo. Si la llevas, a Atlanta, le harás daño. Mucho daño. Mitzi es demasiado sensible, no podría soportar la vida lejos de aquí, las vejaciones de que la harían víctima los demás... Yo he pensado. He llegado a la conclusión de que su mundo es éste, su vida ésta. Tu recuerdo será como un doloroso ayer, pero venturoso en el fondo, porque un recuerdo es como una realidad que se vive todos los días.

—Yo la amo.

—Sí —admitió Eurí con monótona tristeza—. Sí. Cierto es que la amas. Así como vi la muerte de mi amo entre las espumosas aguas, así te veo tu corazón. La amas, pero nunca podrás llevarla contigo. Pensáis de modo distinto. Obráis al contrario de como ella obra, Mitzi se entregó a ti por amor. La vida de sociedad, otro mundo, otros seres, la abrumarían. Tendrían que transcurrir muchos años..., y aun así, siempre sería la Mitzi un poco salvaje, un mucho inocente, que nosotros hemos criado aquí.

—Eurí...

—No terminé. Tengo mucho que decirte aún. No te censuro, noble americano. Le has dado algo que sin ti, quizá no conociera nunca. Para nosotros, esto es muy importante. Somos seres sin orgullo, sin malicia, con una dignidad casi virginal, que muchas veces no sabemos ni de dónde proviene. Vosotros sois distintos. A veces pienso que se han invertido los sentimientos. Dada nuestra forma de nacer, de vivir, lo normal serla que fuéramos salvajes. Y vosotros los blancos, que naceis y os educáis, ser como nosotros, puros en vuestros sentimientos. Pero puesto que las cosas están hechas así, han de continuar. Vete. Olvídate de Mitzi... Cásate si puedes con otra mujer, y piensa que esto que ocurrió aquí fue un pasaje de tu vida, sin importancia, que no dejó huella alguna en tu mente.

—¿Y si no puedo?

Eurí distendió sus rugosos labios en una mueca indefinible,

—Podéis. Siempre podéis olvidar. Los que no olvidamos nunca somos nosotros. Vosotros, los seres civilizados, halláis siempre una disculpa para vuestra armonía social; aunque yo, en mi fuero interno, lo llamo lo contrario.

—Eurí..., la, amo mucho. Nunca podré olvidarla.

—Pero te casarás, tendrás hijos..., vivirás como un reyezuelo, y el consuelo de tu comodidad de gran señor, te ayudará a pensar que nunca existió el ayer.

—Me censuras mucho.

—No. Te compadezco únicamente.

—Eurí...

—Escucha... Mitzi va a tener un hijo. Lo va a tener ahora. Una indígena está a su lado. Escucha, americano. Escucha...

Y su voz ahogada, trémula, empezó a hablar...

* * *

Mitzi se sentó en la paja. Miró en torno con expresión hipnótica.

—Eurí...

—Estoy aquí, Mitzi.

—Mi hijo.

—Ha muerto.

Un grito delirante rasgó la noche.

—Mitzi, ten conformidad. Tu hijo ha muerto.

—¡Muerto, muerto! —gritó ella despavorida—. Muerto... —y como loca, mesándose los cabellos, preguntó—: ¿Y Brian? ¿Dónde está Brian?

Una alta figura de rubios cabellos y ojos azules, se destacó en la oscuridad.

—Estoy aquí, Mitzi.

Ella extendió los trémulos brazos hacia él Brian se arrodilló en el suelo.

Eurí, silenciosamente salió de la choza. Miró a lo alto y dijo tan sólo, con voz monótona:

—Yo también moriré pronto. Con los cálidos rayos de la primavera..., todo se acabará.

Y empezó a caminar despacio, mirando fijamente hacia adelante, sin parpadear.

En el interior de la choza, Mitzi lloraba. Era su llanto como una agonía insufrible. Roncamente, desesperadamente se agitaba. Asía la mano de Brian, la retorcía entre las dos suyas, la soltaba y volvía a asirla, como si aquella fuera la única razón de su vivir.

—Mitzi, tranquilízate.

—¡Mi hijo!

Brian cerró los ojos. No creía tener valor para abandonarla. Dejarla allí, perdida en aquel mundo casi ignorado de los humanos. era como partir con la agonía sobre sí.

—Mitzi, no sé qué decirte... No llores así.

—Tengo que llorar. Era... lo único que me quedaba de ti. Lo único que tenía relacionado con esta vida mía unida a la tuya. Ahora voy a sentirme aniquilada. Voy a pensar que el mundo no existe, que soy un ser desvalido en medio de estas tierras cenagosas.

—Yo..., no te abandonaré.

Mitzi se aferró a su cuello con desesperación. Su boca temblorosa se pegó a la de Brian, como sí fuera aquella la última vez que le besaba. Lo hizo con ansiedad, perdida la calma, el control.

El la recibió en su boca con la misma ansiedad. Sabía que sería aquella la última vez que la besaba. Sabía asimismo que tenía en su poder un telegrama de su casa, donde le daban la noticia de la gravedad de su padre. Así, pues, tenía que decidir su vida y el futuro de ésta, en aquel instante. Llevarse a Mitzi o dejarla para siempre.

Pensó en las palabras de Eurí, que eran como una profecía: “No te la lleves. Le harás daño, mucho más daño que abandonándola aquí a su suerte.”

Pero él la amaba.

La amaba tanto y de tal manera, que en aquel instante, como dando paso a un instinto muy natural,. la estrujó entre sus brazos con loca pasión.

—¿Qué te pasa, Brian? —gritó ella enardecida—. ¿Qué te pasa?

—Nada, nada.

—He matado a tu hijo.

—¡Cállate! No digas eso.

—Lo he matado, sí, porque soy demasiado joven y no pude darle vida. Lo he matado yo. Y era yo la que tenía que haber muerto. Nunca me lo perdonaré, Brian.

Tendida en la paja, parecía un ser de otro mundo, un ser inmensamente bello y puro, pese a lo inmoral de su vida junto a el. Nunca perdería aquella pureza. Tenía razón Eurí. Amaba con la natural armonía de la mujer que considera puro el amor, porque, sea como sea, así lo siente. Ella nunca cometió el pecado, porque lo dio todo por amor. Porque ignoraba, en verdad, lo que el pecado significaba en sí.

—Mitzi, vida mía...

—No soy una mujer, Brian. Soy... una chiquilla inexperta.

—No digas eso. Jamás he conocido mujer más maravillosa que tú. Te amo. Mitzi. Tanto, que hasta la vida daría por ti.

Le acariciaba las sudorosas sienes al hablar. Ella le miraba fija y quietamente. Sus verdes ojos tenían como un destello antinatural, pero él ya lo conocía. Ya sabía que en ella aquel brillo cegador, era tan natural como ella misma.

—Mitzi.... quisiera fundirte en mí..., y llevarte..., llevarte muy lejos.

—Ahora no puedes. Pero si te vas, Brian..., vuelve otra vez. Yo, siempre..., siempre te esperaré aquí. Seré como una zarza más. pegada a estos lugares. Y cada vez que sienta el casco de un caballo, taladraré las zarzas, y cuando te vea, daré gracias al cielo por su bondad.

Eurí apareció en el umbral.

—Míster Brian —dijo—. Ven un momento.

El joven se puso en pie.

Siguió al mestizo en silencio.

—Toma —dijo éste muy bajo, como si se le quebrara la voz—. Es un telegrama de allá... Dice..., que tu padre está muy grave. Marcha. Ahora mismo. No vuelvas aquí. He recogido todas tus cosas. Un guia te conducirá a través de la selva hasta el primer poblado. Allí tomarás un auto e irás al aeropuerto. Ve... No te detengas más. No tienes derecho a hacer una agonía de tu marcha y de la soledad de Mitzi.

—La amo.

—Busca en tu mente otro argumento, porque ese no tiene la fuerza suficiente para que la tomes de la mano y la lleves contigo. ¿No es así? Sé franco contigo mismo.

—Le haría daño.

—¡Si! ¡Mucho! Vete ya. Pero si te quedas un minuto más, la dañarás doblemente. Vete... ¡Vete pronto!