XV

—Buenos días —saludó Bri, como si nada hubiese ocurrido entre los dos la noche anterior—. Hace una espléndida mañana.

—Sí.

—¿No has salido de paseo, papá?

Brian, esperanzado, pensó: “Ha cambiado de parecer. Seguro es que no vuelve a recordar a Mitzi, o por lo menos, nombrarla, que es lo único que me interesa”.

Con súbita ansiedad pasó un brazo por los hombros de su hijo, y, juntos, penetraron en la principesca mansión.

—Estuve toda la mañana en el despacho con míster Colin, el administrador. Tenía muchos asuntos atrasados. ¿Cómo van tus estudios, Bri? —preguntó sin transición, penetrando ambos en el saloncito de la planta baja—. Estás pasando un verano muy holgado. No has dejado ninguna asignatura pendiente, pero... será duro para ti meterte de lleno en el sexto. Yo, en tu lugar, me preocuparía un poco más de los libros.

—Hay tiempo —rió Bri, creyendo que el asunto de la mestiza estaba solucionado a su gusto—. ¿No hace mucho calor aquí, o es que lo tengo yo?

Diciendo así fue hacia los ventanales y los abrió de par en par. Un sol cálido inundó la lujosa estancia. Brian quedó de pie con un cigarrillo entre los dientes, de espaldas al ventanal. Vestía pantalón de montar, altas polainas y una simple camisa verde arremangada hasta el codo. Tan rubio, con aquellos ojos tan azules, vivos y penetrantes, parecía un joven artista de cine.

Alto y musculoso, le pareció a su hijo más altivo y arrogante que nunca.

—¿Sabes una cosa, papá? —sonrió Bri, feliz—. Me gustaría hacer un viaje por todo el mundo, aprovechando estas vacaciones, ¿Por qué no me llevas?

—Porque hay en Atlanta personas a quien amo mucho y no, pienso abandonarlas.

Lo dijo con firmeza. Bri, que hasta entonces habíase mostrado afable y feliz, tensó el busto, agudizó la mirada y quedó frente a su padre desafiador.

—No piensas... dejarla.

—No.

—¿Vas... a casarte con ella?

—Por supuesto.

—Papá... no creo que estés tan loco.

—¿Qué sabes tú de estas cosas? Tienes ya dieciséis años, Bri, pero aún te falta mucho por aprender.

—Nunca comprenderé, que un hombre de tu talla y de tu fortuna, se una en matrimonio con una mujer de distinta raza.

—Prefiero no ahondar en este asunto. Un día tú también te casarás y me dejarás solo. No puedo reprochártelo. Es ley de vida. Todos hacemos igual.

Bri estaba a punto de estallar. Mas era evidente que prefería decir las cosas sin alterarse.

—El que yo pueda casarme un día, dejarte solo porque sea ley de vida, no te disculpa a ti. Nunca podrás vivir feliz junto a una mujer que en modo alguno puede comprenderte. El solo recuerdo de mamá, te privará de entenderla a ella.

—¡Qué sabes tú, hijo mío! Entre un hombre y una mujer no se necesita similitud de razas, sino de sentimientos. Siéntate, Bri. ¿Quieres que hablemos de Mitzi?

—¡No! —casi gritó, súbitamente excitado—. Jamás te prestaré atención con respecto a esa mujer.

Brian sonrió humillado. Dejóse caer pesadamente en una butaca y extendió los pies hacia adelante con cansancio. Miró a su hijo, que —como un juez—, se hallaba ante él, y dijo lentamente, muy bajo:

—Sin duda alguna mi esposa fue una gran dama, una maravillosa mujer. Sobre todo fue una buena esposa y una buena madre para ti. Pero ella murió —hizo un gesto vago—. Puede que tú le guardes un recuerdo eterno. Puede que yo la recuerde con afecto toda mi vida, pero nadie puede impedir que yo sea feliz con otra mujer. Mitzi no es una muchacha corriente y vulgar como tú supones, Bri. No me escuches si no quieres, pero yo tengo que decirte que ni buscada con una luz, encontrarías madre más apropiada para ti.

—¡Me ofendes!

—Eres demasiado orgulloso, Bri. Pero no tienes tú la culpa. Desde muy niño te hice creer que eras como un reyezuelo. ¡Necio de mí! Fue mi mayor error. No eras más que un hijo de familia. Yo te quiero mucho, Bri, pero también amo a Mitzi, y por nada del mundo pienso renunciar a ella.

—El día que la metas en esta casa, yo saldré por esa puerta y no volveré Jamás.

Le miró fijamente, con tristeza.

—¿Es así cómo me amas, hijo mío?

Súbitamente, ocurrió algo que dejó a Brian desconcertado e impresionado. Bri se postró a sus pies, asió sus dos manos y las apretó con febril ansiedad.

—Papá, papá —susurró con loco anhelo—. Olvídala, déjala. Tú eres mi padre. El mejor caballero de Atlanta. Olvídate de esa mujer que no es de tu raza. Déjala que sea feliz con un hombre de su igual. Yo la odio. Y jamás la admitiré ni sentiré hacia ella respeto y ternura. Recuerdo a mi madre, tan señora, tan amable, tan generosa...

—Levántate, Bri. Por el amor de Dios, no extremes las cosas.

Bri no se movió. Un ronco sollozo le estranguló la garganta. Brian, doblemente impresionado, pues jamás vio llorar a su hijo —excepto el día que falleció su madre—, lo asió por los hombros, trató de levantarlo, pero Bri se hundió más en sus propias rodillas encogidas. No le importaba que su padre le viera llorar. Lo que deseaba por todos los medios, era apartarle de aquella mujer.

—No seas niño, Bri —dijo suavemente—. Levántate. Piensa que nada ni nadie, ni siquiera tu llanto, lograrán que yo olvide a una muchacha digna de mi ternura. y mi más alta veneración.

El muchacho se puso en pie de un salto. Limpió las lágrimas de un manotazo, y mirando a su padre con desesperación, gritó:

—¿Cómo has caldo tan bajo? ¿Tú, precisamente tú. a quien yo tenía colocado en un alto pedestal en mi corazón?

—Cálmate, muchacho...

—Nunca serás feliz, papá. Nunca te o permitiré, porque me quieres, y si ella entra en esta casa, yo saldré de ella por otra, puerta y jamás volverás a verme. Ten presente que llevarás sobre tu conciencia el abandono en que me dejas.

—Basta ya, Bri. Te prohiba mencionar más este asunto. Aún eres un niño y no permitiré que te inmiscuyas en mi vida.

Bri no respondió. Giró en redondo y echó a correr, cerrando la puerta tras de sí con seco golpe.

* * *

Mitzi se ponía la chaqueta de hilo beige. Tenía el espejo ante ella. La imagen de sí misma le causo un poco de mofa, pero no se echó a reír. Tras su imagen estaba Edgar. Un Edgar serio, grave, que decía muchas cosas.

—Me parece imposible, Mitzi, que tu..., tú, a quien yo consideré desprovista de sentimientos amorosos, te hayas dejado cazar así.

—Cállate. Edgar.

—¿Por qué?

—Porque no sabes nada. Nunca me has conocido.

—Lo sé. Hemos sido buenos amigos, y jamás me permitiste penetrar en el santuario íntimo de tu vida. Sé que no eres ambiciosa, que no esperas de Brian una fortuna y el halago de una sociedad falsa. Sé también que si Brian se casa contigo, todos los que hoy te miran de lado, que se apartan de ti en la calle, se inclinarán ante tu persona, te besarán los dedos galantemente y se dirán unos a otros que eres una gran dama —sonrio desdeñoso—. El engaño de la vida, Mitzi. Puede que tú nunca hayas penetrado en esas falsedades de la sociedad.

—He penetrado —dijo cortante, al tiempo de abrochar la chaqueta y dar la vuelta—. ¿Qué más deseas decirme, Edgar?

El hizo un gesto de impotencia.

—¿De qué serviría seguir hablando de esto? Tú estás decidida a casarte con él.

—No. No a casarme totalmente. No creo que el matrimonio signifique tanto en la vida de dos personas que se aman. Sé únicamente que le amo, que mi amor no es una mentira social, ni mi sacrificio una ficción social. Lo que yo siento por Brian, ea todo verdad.

—Eso es lo extraño —dijo Edgar, desesperado, sin poderse contener—, que siendo tan aparentemente fría, te hayas enamorado así... Escucha, Mitzi. Yo no tengo nada contra Brian. Siempre hemos sido buenos amigos. Grandes amigos. Pero en este instante, ambos nos jugamos la felicidad, y eso es muy importante. El te ama, pero lo que te ofrece es una felicidad impregnada de amargura. Tiene un hijo. Lo han educado de modo equivocado. Nunca acatará como buenas las razones que su padre exponga para casarse contigo. Se rebelará, se opondrá totalmente. Luchará con todas sus fuerzas, y éstas son muchas para impedir esa boda. Yo, en cambio, soy soltero, no tengo hijos ni nadie que pida cuentas de mis actos. Soy tan rico o más que él te ofrezco una vida llena de emoción...

Mitzi se acercó a él despacio. Sonreía débilmente.

—Podemos marchar, Mitzi —insistió Edgar enardecido—. Lejos. No volveré más a Atlanta. Olvidar los dos que algo ha quedado aquí.

Mitzi seguía mirándole. De pronto, dijo muy bajo:

—Pronto hará dieciséis años... que conocí a Brian.

Edgar quedó envarado ante ella.

—Dices que...

—Sí. En la selva. Cuando yo era una muchacha medio salvaje. Tenía un padre que hacía de guía para los cazadores. Brian fue a cazar allí.

—¿Quieres decir que lo vuestro...?

—Es demasiado viejo para romperlo así... tan fácilmente. Cuando tú me conociste, yo amaba ya a Brian. Toda mi vida lo amé. No creo que llegue a casarme con él, porque le quiero demasiado. Sé que soy una sombra entre él y su hijo, pero... tengo la debilidad de sentirme mujer enamorada. Y cuando una siente esa debilidad..., Edgar, amigo mío, la razón es un mito que se tarda mucho en alcanzar, sólo cuando se deja de amar, y siendo mi amor tan viejo.... difícil es que deje algún día de existir.

Como Edgar la miraba largamente, como si no comprendiera, ella añadió:

—No amo a Brian esperando una boda. No se centra mi amor en un matrimonio próximo o lejano. Le amo. No soy mujer de vuestra raza. No entiendo de prejuicios. No soy ambiciosa. No espero un nombre ilustre de mi boda con él. No me importa que esa sociedad vuestra me besé la mano o me desprecie. Lo único que necesito, que deseo, que significa para mí la vida misma, es amar a Brian como sea, donde sea, y a la hora que sea. ¿Te haces cargo? ¿Te das cuenta ahora?

—No podía imaginármelo, Mitzi.

—Lo sé —hizo un gesto vago—. Te dejo ya, Edgar. Si quieres, puedes marchar solo. Yo me quedo aquí.

—Le amas hasta el extremo de exponerte a todas las vejaciones.

—Sí —sonrió tibiamente—. Hasta eso extremo y cualquier otro más grave aún.