VIII
Entró en el estudio a las once en punto.
Delicada, exquisita en verdad, tan morena, con aquellos ojos tan verdes, la negrura de su pelo en contraste, aquella blancura provocadora de sus dientes; más bella que nunca.
Vestía un modelo de verano, blanco; traje de chaqueta sin blusa, acentuando la esbeltez de su cuerpo. Sobre los altos tacones, el cuerpo cimbreante de carnes duras, parecía aún más erguido, más femenino.
Edgar, que se hallaba tendido en un diván fumando en silencio, al verla se puso súbitamente en pie. Aquella muchacha de ojos de fuego, que en contraste despedían como lucecitas de melancolía, le impresionaba hasta lo inñnito. Era extraño en él. No le inspiraba una pasión sensual, sino una veneración que al juzgarla consideraba ridícula, sin perjuicio de que al dia siguiente volviera a sentir la misma veneración casi religiosa. El tropezó siempre con mujeres fáciles. Muchachas que igual cobraban diez dólares por posar que por acompañarle a un cabaret.
Con Mitzi, no. Nunca se había atrevido a proponérselo. A solas consígo mismo pensaba muchas veces que sería un goce tremendo poseerla, hacerla vibrar a ella que parecía tan lejana y fría para el amor. Le hubiese gustado conocerla intimamente. Por ello hubiera dado una buena parte de su fortuna. Pero no era fácil. Nada fácil. Se diría que Mitzi poseía el cuerpo de una pagana y la inocencia de una virgen.
—Buenos días —saludó ella, ajena a los pensamientos masculinos—. ¿Empezamos?
—Siéntate, Mitzi. Si quieres tomar algo...
—Gracias. Nada por ahora.
Nadie diría que minutos antes, apenas una hora, había recibido una honda y dolorosa impresión. La de ver a Brian y saber que le había dado a otra mujer lo que antes le dio a ella. Y saber asimismo que tenía un hijo de aquella mujer. Algo que perduraría en la vida de Brian, algo que siempre les separaría. Algo positivo que ella no le pudo dar.
En su sereno semblante no se apreciaba vestigio alguno de aquella retorcida desesperación. Sabía dominarse. Aprendió a tuerza de sufrir, de doblegarse, de esperar en la llanura la silueta del hombre que nunca apareció.
—Mitzi —dijo Edgar de pronto—. ¿Sabes una cosa?
—Sé muchas.
El rió como si pretendiera desvanecer una tirantez que no había aparecido aún, pero que presentía aparecería tras de sus palabras.
—Se trata de ti y de mí. ,
Mitzi alzó la mano.
—De ti y de mí ya está todo dicho.
Edgar era alto. Mayor que Brian. Tenía canas en su cabeza y arruguitas múltiples en torno a los ojos.
En aquel instante parecía más arrogante, con sus pantalones de franela beige y su ancha chaqueta de punto, bajo la cual lucía una camisa blanca y un pañuelo anudado al cuello. Pero eso no bastaba. Para ella no.
—Estás sola, Mitzi. No tienes familia, ni parientes, ni amigos.
—Tú eres un buen amigo —cortó ella con cierta aspereza.
—De eso deseo hablarte. Quisiera ser algo más para ti...
—No te olvides que soy una mestiza, que quizá pueda darte un hijo de color.
—Me arriesgaría.
—No creo que tu sociedad de Atlanta te lo perdonara.
—Puede ser que no. Pero eres tú lo único que me importa.
Mitzi dio la vuelta sobre sí misma. Quedó de espaldas a él. Al volverse seguidamente, le miró con fijeza.
—Una cosa. Edgar —dijo con un acento de voz que no admitía réplica—. Yo no voy a casarme jamás. Me conoces un poco. Sabes que cuanto digo lo cumplo.
—Me impresionas. Los sentimientos del corazón no se sojuzgan cuando uno quiere.
—Los míos, sí —replicóle cortante.
—¿Es que no has amado jamás? No sabes lo que eso significa.
—Tú no sabes nada de mí.
Y al decir esto, los labios sensitivos se estremecieron.
El dio un paso hacia adelante. Se la quedó mirando con intensidad.
—Cierto. No sé nada de ti. Cosa extraña, Mitzi; cuanto más tiempo pasa, menos me parece saber de ti.
—¿Podemos empezar la sesión, Edgar? A eso he venido...
—Nunca has sentido el deseo de un hombre —dijo éi sin preguntar, con crudeza.
No obtuvo respuesta. Pero su mirada, aquella mirada verde que parecía de esmeralda, se clavó en él con quietud, como un reproche callado. Edgar se sintió mezquino. Bruscamente giró en redondo, se puso la blusa con precipitación y se acercó al caballete.
—Entra ahí, Mitzi —susurró sordamente—. Viste tu traje de montar. No sueltes el pelo. Y, por favor..., perdona mis mezquinas palabras.
Mitzi no respondió. Silenciosamente, doblegando el ansia de gritar de cólera y desesperación, se perdió tras el cortinón, reapareciendo minutos después enfundada en los pantalones y las polainas.
* * *
A la hora de comer, Bri siempre hablaba mucho. Refería los incidentes en los campos de algodón, las charlas con los amigos en el circulo juvenil, y todo aquello que le ocurría durante la jomada.
Brian, por lo regular, le escuchaba complacido. Aquella noche su semblante parecía sombrío, pero su hijo no se percató de ello.
—Es curioso. Ese Edgar siempre fue un tipo original. Ya sé que es tu amigo, papá, pero, ¿sabes una cosa? Lo considero un poco cínico.
—¿Por qué? —preguntó con cierta sequedad que no llamó la atención de su hijo.
—Ha traído una mestiza de modelo. Creo que hace diez años, trajo una italiana imponente, que luego le arrebató un millonario.
—Bri, ¿no crees que es algo inconveniente esa conversación para ti?
—Ya no soy un niño.
—Tampoco eres un hombre.
—Vaya, es la primera vez que me lo dices, papá.
Brian frenó su rabia.
—Será mejor —dijo con severidad— que no menciones asuntos que no te incumben y que debieran estar vedados para ti, por tu edad.
Bri se echó a reir. Empezaba a salirle la barba. Tenía criterio propio, una personalidad particular y sus opiniones pesaban, aunque su padre pretendiera considerar lo contrario.
—No es de buen gusto —dijo con su habitual altivez— que un hombre como Edgar, famoso, centro de la sociedad. nos imponga una modelo de ese tipo. Dicen que es muy bella, pero a mí la belleza tan sólo no me convence.
—¿Quieres callarte?
Bri miró a su padre con asombro.
—¿Te ocurre algo, papá?
Brian frenó de nuevo su congoja. Sí, se sentía humillado como nunca. Vejado, mezquino en sus inquietudes y sus deseos. ¿Qué ocurriría si le dijera a su hijo que aquella mujer..., aquella mujer...? Apretó los labios, apuró de un trago el contenido del vaso y miró ante sí sin responder.
Bri se le quedó mirando un tanto perplejo.
—Se diría, papá, que te ofende tanto como a mí la desfachatez de Edgar.
Brian aplastó la mano sobre el tablero de la mesa y fue arrastrando los dedos lentamente, hasta arrugar el mantel. Una sombría mueca de cansancio distendió sus labios.
—Edgar es libre de hacer lo que quiera, Bri —dijo al rato, con suavidad—. Además no podemos juzgar a una mujer que no conocemos.
—Es mestiza.
—Es un ser humano. Bri.
—Papá, por favor, no seas tan indulgente. Recuerda que somos seres humanos únicamente, no santos bajados del cielo, para juzgar a los demás bondadosamente. La sociedad de Atlanta no es tolerante. No perdona fácilmente una impertinencia asi.
—¿Y por qué no? ¿Qué tiene que ver la sociedad con lo que piense, sienta o haga Edgar?
—No tiene derecho a imponer una mujer semejante a la sociedad.
Brian se puso en pie con brusquedad.
Iba a ser dura la vida de Mitzi en aquel lugar. Y él no iba a poder hacer gran cosa por ella. Y, no obstante, la amaba. Más que antes. Como nunca, porque comprendió que si jamás pudo amar a Lidia, fue por amarla tanto a ella.
—Será mejor que me retire, Bri... ¿Te quedas tú a ver la televisión, o te marchas también?
—Me quedo, si no te molesta, papá.
—Hasta mañana, pues.
—Me parece que te he ofendido.
Brian movió la mano en el aire con cierta vaguedad.
—No. de ningún modo —murmuró, y sonriendo pálidamente se dirigió a la puerta.
Bri se alzó de hombros.
Al rato tras penetrar en su habitación y de mirar entorno con expresión cansada, giró en redondo y se dirigió de nuevo a la puerta. Bajó despacio por la escalera de servicio.
En el patio, los mozos cantaban una romanza. En la cocina se oían los ruidos característicos de la casa. Las doncellas recogían la mesa del comedor.
Brian consultó el reloj.
“Las diez y media —pensó—. Iré a ver a Mitzi. Es como una necesidad que no puedo ya dominar.”