II

Brian Karck vio su sombra en la noche, y desmontando del caballo corrió hacia ella.

Apenas si dio unos pasos, porque ya Mitzi le salía al camino.

—Mitzi —susurró él quedamente—. Mitzi...

La joven se oprimió contra él. Alzó los desnudos brazos, y con esa pureza virginal de los seres que lo dan todo sin esperar nada a cambio, le rodeó el cuello como un dogal.

Era joven y pura. Brian lo sabía. El era un americano rico, que estaba jugando a pasar unas vacaciones de caza. Pertenecía a una de las familias más acaudaladas y nobles de Atlanta, allá en el inmenso Condado de Georgia.

Cuando terminó la carrera, su padre le autorizó para tomarse unas vacaciones antes de dedicarse por entero a su hacienda. El manifestó su deseo de ir a cazar a la selva virgen. Siempre había tenido aquel anhelo y deseaba satisfacerlo.

Míster Karck accedió gustoso.

—Seis meses —le dijo—. Tan sólo eso. Soy viejo. Necesito descansar. Mi corazón no funciona muy bien, y tú eres el único heredero. Te casarás pronto, Brian. Necesitas dar hijos al mundo, hijos que hereden tus posesiones.

El sólo tenía veintidós años.

Aquellos seis meses iban ya camino de convertirse en un año.

Un día tendría que volver. No podía faltar a su padre. Cada carta que recibía era un reproche y una llamada imperiosa.

Pero Mitzi..., aquella muchacha mestiza que era toda su vida, y a la cual tenía que renunciar, porque la sociedad, su riqueza, su nombre así se lo exigían, era el imán que seguía reteniéndole en la selva.

—Estás temblando —dijo ella, apretándole contra sí.

El americano le rodeó el cuerpo con sus brazos, la pegó a su pecho. La besó largamente en plena boca.

—Me... me gustan tus besos, Brian. Son... como fuego desleído en mi vida. Como una luz en mi oscuro camino. Como una bengala para mi futuro solitario.

—Cállate...

—Ven, ven —dijo ella, tirando de su mano—. Ven, mi amor. Vamos a la choza de mi padre. No crea que pueda volver esta noche.

—No lo hará, tenlo por seguro. Hace más de seis horas que vago yo perdido en esas llanuras cubiertas de agua. Gracias a la pericia de mi caballo, he conseguido llegar hasta aquí. Pero no podía esperar hasta mañana porque tú me aguardabas...

Caminaban en la oscuridad, hundiendo sus pies en el lodo.

La temblorosa manila de ella empujó la puerta.

—Espera —dijo Brian sin soltar su cintura—. Encenderé el quinqué.

—¿Para qué? ¿No me ves en la oscuridad? ¿No me sientes junto a ti?

Cuando él mencionaba su edad, ella reía. Era su risa como una caricia, o como miles de campanillas puras repicando. Y con su vocecilla de niña, susurraba:

—Las mujeres de mi raza, somos adultas demasiado pronto. Mi madre murió al traerme al mundo. MI padre era mayor, pero mi madre sólo tenía catorce años.

Después de unos minutos de absoluto silencio por parte de los dos, Mitzi dijo con voz apagada:

—Yo sé que nunca me olvidarás., y un día..., cuando puedas, cuando seas libre, cuando tu padre no pueda obligarte a un matrimonio con una blanca, vendrás aquí..., y nos llevarás a tu lado. Y dirás a todos que yo soy tu mujer, y que mi hijo es tu heredero, Lo que nunca te perdonaré, Brian, es que te cases con otra. No..., no te lo perdonaría.

—Cállate.

—Júrame...

—Cállate, te digo.

—¡Brian!

El, desesperado, pasó los dedos por la frente. Abrochó la zamarra con precipitación, y seguidamente se puso en pie.

—¡Brian —llamó la joven con voz tensa—, Brian...! ¿Dónde estás?

El americano no era un desalmado. Era un hombre tan sólo. Empezó a jugar con ella sin darse cuenta. Era un juego enervante. Cuando dejó Atlanta, no pensó entretener sus ocios haciendo el amor a una mestiza. Pensó en cazar. Era su añción más acentuada. Pero la vio. Fue fácil amarla. Fue más fácil aún desearla y muchísimo más poseerla.

Lo que nunca pensó fue que ella penetrara en su vida hasta adueñarse de toda ella. Lo había logrado, sí. ¿Por habérselo propuesto? No, porque ella era así. Ardiente como la selva. Apasionada como una leona. Pura como las flores, cálida como el sol.

—Brian, ¿dónde estás?

Al llamarlo se puso en pie. Sus vestiduras abiertas mostraban la esbeltez de su cuerpo, de carnes duras y morenas. Brian apartó los ojos. Los filó en la inmensidad de la noche. ¡Un hijo de ella! El no podía dejar aquel hijo, sangre de su sangre, en la selva. El tenía que apoderarse de aquel ser.

¿Y si se casara con ella? ¿Y si la llevara a Atlanta?

Ocultó el rostro entre las manos. No podría. Nunca, jamás podría imponer a la sociedad una mestiza. Sería..., tanto como abofetear a su padre públicamente.

Pero la amaba. La amaba más que a su vida y jamás podría olvidarla. Quizá se casara algún día con una mujer de su raza y de su alcurnia. Quizá tuviera hijos... Tal vez los amara. Pero jamás, pasara lo que pasara, podría olvidar a la muchacha generosa que con su amor le demostró que había en los seres humanos, fueran de la raza que fueran, una verdad inmensa en la que no siempre se podía penetrar.

—Brian... Le llamaré como tu, Brian. Y si es niña...

—Será niño —gritó con flereza—. Tiene que ser niño.

Y le faltó añadir: “Para que no sienta tanto la vergüenza de ser diferente a los demás.”

—Brian..., ¿qué dices? ¿Qué más da niño o niña? De cualquier forma que sea. será nuestro hijo.

—Sí, es cierto —y súbitamente arrepentido sintió la necesidad de adorarla, de venerarla. La tomó en sus brazos y bajo el cálido manto da la noche le juró su amor ardientemente—. Sólo tú serás mi mujer. No sé cuándo... No, no lo sé. Pero algún día vendré a buscarte... Te llevaré conmigo y diré a todos que eres mi esposa.

—No pienses en eso, Brian. Me bastará con que vengas alguna vez, me beses y me ames y acaricies a tu hijo. Tiene que bastarme, si.

* * *

Eurí despertó con un sobresalto.

—Mitzi, Mitzi —gritó asustado—. Mitzi, ¿dónde estás?

Brian salió corriendo. Mitzi abrochó su vestido y corrió también hacia la choza de Eurí.

—¿Qué pasa, Eurí? ¿Qué has soñado para despertarte así?

El anciano, con aspecto de venerable profeta, se puso en pie, se apoyó en su cayado, y miró a la joven a través de la oscuridad.

—Siento algo...

Olfateó la noche.

—¿Algo qué?

—Como un presentimiento.

—Es el amanecer, Eurí. Empieza a salir el sol.

—Hubiera jurado que tu padre me llamaba.

—No ha llegado aún. Ha venido Brian...

—¿Solo?

—sí.

—¿Y los otros?

—No saldrán hasta el amanecer.

Euri tensó el busto. De pronto volvió a encorvarlo.

—Mitzi, tu padre ha muerto.

La joven lanzó un grito agudo.

—¿Qué dices...? ¿Pero qué dices?

—Ha muerto. Lo he sentido yo... Ha muerto arrastrado por la corriente. Quiso saltar la tierra pantanosa y cayó al abismo. La cascada se lo llevó, con su caballo.

Mitzi corrió hacia él y lo sacudió violentamente.

—¿Qué dices? ¿Estás loco? Tú no has podido verlo. Estabas ahí, durmiendo...

Eurí miraba hacia adelante, con expresión hipnótica, como si viera a su viejo amigo retorcerse entre la espuma de la cascada.

—Te digo que ha muerto. Su cuerpo se ha perdido entre las aguas y no volverá a aparecer.

—¡Mentira! Mentira...

Y loca de dolor, salió corriendo hacia el bungalow de los blancos. Cayó de bruces sobre el lodo, se levantó, jadeó y siguió corriendo para caer casi inmediatamente después. Temblorosa, loca de desesperación, empezó a gritar:

—Brian, Brian..,

El joven salió a su encuentro. Viéndola tan agitada, la asió por los hombros y empezó a sacudirla.

—Mitzi, Mitzi, repórtate. ¿Qué ocurre?

—Mi padre... Mi padre ha muerto. Eurí... Eurí lo dice...

Brian la soltó, la asió luego por el brazo y corrió con ella hacia la choza de Eurí. Este, postrado en tierra, entonaba unos cánticos extraños.

—Eurí —gritó Brian—. ¿Qué haces? ¿Quién te dio a ti la noticia de la muerte de Sakay?

Eurí detuvo sus rezos. Se les quedó mirando vagamente. Al rato, sin responder, entonó de nuevo con voz lúgubre una extraña oración.

En efecto. Al anochecer de aquel día, regresaron los blancos al poblado con la triste noticia de la muerte y desaparición del guía mayor.