X

Se hallaban los dos sentados en la terraza de un café.

Brian, con una pierna cruzada sobre otra, un cigarrillo entre los labios, miraba al frente sin ver nada. Gente que pasaba, que ño le llamaba la atención. Seres vivos que cruzaban la calle, que no le interesaban en absoluto. Tenía los párpados un poco entornados y escuchaba a Edgar sin parpadear.

—Es extraña. Muy extraña. Parece hecha para el amor, y es como el hielo.

Brian cambió de postura. Descruzó las piernas y las volvió a cruzar.

—Brian... ¿qué harías tú en mi lugar?

Pareció despertar.

—¿En tu lugar? ¿Sobre qué?

—Te estoy hablando de mi modelo.

—Ya.

—¿No dices nada?

—¿Y qué quieres que te diga?

—La amo.

Brian encendió otro cígarrillo. Fumó aprisa.

—Soy libre —siguió Edgar en un gruñido, conteniendo el bronco acento de su voz—. No tengo parientes ni muchos amigos. Poseo una gran fortuna. La que me legaron mis padres y la que gano yo con mi esfuerzo. Sé que cuando vengo a Atlanta, los papás dicen a sus hijas: “Ese es un buen partido”. No les interesa ni mi hombría, ni mi lealtad si es que existe ésta. Les interesa el dinero y el nombre que llevo. Ella, Mitzi, es distinta.

—¿Le has pedido que se case contigo? —preguntó doblegando su ansiedad.

—Bueno, eso ya se lo pedí un millón y medio de veces. Es rara, Brian, muy rara. Nunca se conmueve.

¡Y era toda sensibilidad!

—Te aseguro, Brian, que jamás la vi emocionada.

El sí, la noche anterior. La sintió temblar en sus brazos y aquellos labios sensitivos agitarse en los suyos convulsamente.

—Está sola en la vida y no siente la necesidad de una compañía varonil.

Mentira. La compañía de él, sí la necesitaba. ¡Qué sabía Edgar! Era un gran pintor, tenía mucha sensibilidad, pero no conocía a Mitzi. Gracias a Dios no la conocía.

—A solas conmigo mismo —siguió Edgar, muy ajeno a los pensamientos de su amigo— me preguntó qué siente, qué desea, qué espera de la vida y de los nombres. Tiene ojos de fuego, su boca es hecha para el beso apasional y, sin embargo, no hay pasión en ella.. Es como un témpano.

Súbitamente, Edgar dejó de hablar. Brian tensó el cuerpo. Por la calle, enfundada en un traje de chaqueta de hilo verde oscuro, avanzaba Mitzi. Gentilísima sobre los altos tacones. Cimbreante, fina, exquisita.

—¡Dios de los cielos! —gruñó Edgar—. Se me enciende la sangre cada vez que la veo. En la calle me llama más la atención. Es como una tentación pecadora, y yo diría que es pura como una creación inspirada. Voy a invitarla a tomar algo con nosotros.

—No lo hagas —pidió Brian con voz alterada—. No... no estaría bien.

Mitzi pasaba por la acera a su altura, sin verlos.

Miraba hacia adelante. Firme el busto, cálida la mirada, lento y cadencioso el andar.

—No nos ha visto —dijo Edgar quedamente—. Mira cómo la siguen los ojos de los hombres.

Brian no quiso mirar. Se sentía mezquino en aquel instante, pese a experimentar una sensación de plenitud, por conocer a aquella muchacha como nadie ni siquiera la imaginaba.

Edgar consultó el reloj.

—Tengo que dejarte, Brian. Mitzi quizá pase por el estudio.

—Vete.

Le miró un segundo con interés.

—¿Te ocurre algo? No me dirás que te gusta Mitzi hasta el extremo de privarte de la voz o alterarla —y riendo, añadió—: Tú no puedes casarte con ella. Y Mitzi ni es mujer que sirva para un placer pecador. Hay en ella una moralidad inviolable. Tú tienes un hijo. ¿Sabes que lo conocí ayer en el circulo? Se comportó como un hombre. Me causó un poco de risa al verle actuar. Era el gallito del grupo. Altivo y desafiante, me lo imaginé ante ti contrariándote.

Brian se puso en pie. Hacía calor.

Eran las cinco de la tarde y el sol calentaba de plano.

—Nunca tuve motivos para desafiarme con mi hijo —dijo indiferente.

Pero pensó que, en efecto, sería tremendo cuando llegara el momento, e iba a llegar pronto. No sabía cuándo, mas era obvio que un día llegaría, porque él no estaba dispuesto a renunciar a Mitzi.

—Hasta luego, Edgar.

—¿Por qué no vienes conmigo hasta el estudio?

¿Ver a Mitzi posar para Edgar? Sería tanto como apuñalarlo a él y humillarla a ella hasta lo infinito. No.

Mitzi no sólo le inspiraba pasión. Le inspiraba una ternura tan indescriptible, que nadie, excepto ellos dos, podría comprender ni enjuiciar.

—Ven a tomar el café conmigo esta noche —invitó vagamente.

—Esta noche —contestó Edgar— pienso invitar a Mitzi a comer conmigo en un restaurante elegante. Tengo deseos de ver la cara que ponen los padres de las candidatas a mi mano. No olvides que soy un nombre soltero y libre, y que puedo hacer de mi capa Un sayo. Desde hoy me dedicaré a conquistar a Mitzi en firme, y espero poder entrar un día con ella del brazo, en la catedral, con gran expectación por parte de nuestra sociedad. Hasta mañana, Brian.

* * *

Le abrió ella.

Le cedió el paso. El mismo Brian cerró tras de sí.

—No has ido a comer con Edgar —dijo sin preguntar.

Ella movió la cabeza denegando.

—¿Por mí?

—Por mí —con brevedad—. Toma asiento. Acabo de llegar. Aún no me he cambiado.

Le recibió con naturalidad. Era bonita. Tenía algo diferente. El ya lo sabía. Pero creyó que aquel algo sólo se manifestaba en la selva. Y no obstante allí se marcaba con más fuerza, como si la diferencia se vigorizase en favor de ella.

Vestía aún el traje de chaqueta verde oscuro. Los altos zapatos negros. El cabello trenzado, rodeando la cabeza, formando un moño. Resultaba infinitamente más personal y atractiva con aquel atuendo tan moderno.

Impulsivo, fue hacia ella:

—Mitzi.

Le miró quietamente. Nunca le parecieron tan verdes y tan grandes sus ojos.

—Edgar... te hace el amor.

Ella hizo un gesto vago.

—Toma asiento —dijo sin responder—. Volveré en seguida.

La asió del brazo. La acercó a sí. La pegó a su pecho. La sintió dócil, sumisa, cálida junto a él.

—Mitzi...

—Si —susurró ella y más bajo aún—: Suelta. Voy... a cambiarme.

—Estás bien así.

—Por favor...

—¿Qué me pides? ¿No ves. que no puedo?

Al hablar la rozaba con sus labios. De súbito, ella abrió los suyos. Recibió la boca de Brian con cálida sumisión. El la estrujó entre sus brazos. Era una loca pasión la que lo dominaba en aquel instante. Aplastó su boca en la de ella como si su razón de vivir fuera hurgar con intensidad en aquellos labios de mujer. Ella se mantuvo inmóvil, oprimida contra él, entregada ai momento de loco deleite.

—Basta —susurró—. ¡Basta, Brian!

—No puedo.

—Hemos de poder.

—¿Hasta cuándo...?

Se estremeció en sus brazos.

—No... no lo sé. Quízá hasta dentro de un minuto o de una hora, o de mañana o pasado.

—Tú sabes que esto es más fuerte que la razón.

—Si.

—Y no te sublevas.

—¿Para qué? ¿Podría? ¿Tengo fuerzas? Hay algo que no se puede dominar, y es el pasado, en común, cuando resucita así...

Se separó de sus brazos. Atravesó la estancia a paso corto. El, impulsivo, la siguió.

—Mitzi, estoy pensando...

—Quédate aquí.

—Ponte tras el biombo. Permíteme que hable mientras tú te cambias de ropa.

Lo hizo así. Sólo veía su cabeza y las prendas de ropa que caían a sus pies.

Apoyado en el marco de la puerta, contemplaba con ansiedad la intimidad de aquella habitación. Había en sus ojos, más que deseo, una ternura infinita, como si naciera de lo más hondo de su ser y se esparciera en torno a sí. purificando cuanto de material existia en el pasado que los unía.

—Mitzi...

—Sí.

—Estoy pensando...

—Dilo.

—Casémonos en secreto.

—¿Con qué fin? ¿Evitar lo inevitable entre tú y yo? ¿Desde cuándo somos diferentes?

—Mitzi...

—No hablemos de eso, Brian. Hay algo que no se puede remediar y es esto nuestro. Luchar contra imposibles, sabes que no da resultado alguno. ¿Vamos a querernos menos por sentirnos marido y mujer? Ya ves yo: me juré a mí misma no perdonarte el que te casaras con otra mujer. Y te he perdonado —salió de tras el biombo enfundada en una falda y una simple blusa. Cuanto más sencilla, más bella era—. Brian —sonrió tibiamente, yendo hacia él. asiéndole de la mano y llevándolo hacía la sallta—. tú y yo no necesitamos casarnos para sentirnos el uno unido al otro. Esto viene de lejos... Es como cada aliento de nuestra vida. Y yo. no puedo tomártela totalmente, porque con ello heriría a tu hijo. Y es tu hijo; aunque sea de otra mujer, fuiste tú quien lo engendró, y eso no puedo olvidarlo. Además, te debes a tu mundo. ¿Quién soy yo para perturbarlo?

—Eres toda mi vida.

Ella cogió algo de sobre la mesa y lo puso entre los dedos de Brian.

—Toma —susurró—. Toma, Brian. Es la llave de mi honor. Pero tu honor y mi honor son la misma cosa.

—Mitzi.

Ella le miró largamente. De súbito sus dedos acariciaron el rostro masculino inclinado hacia el suyo.

—Brian —musitó—, Brian..., es lo único que puedo darte. Lo único que te di cuando era una niña, lo que conservé incólume, lo que nadie podrá poseer, excepto tú. Pero si me tomas para dañarme..., huye de mí.

—¿Cómo puedes decir eso, Mitzi, querida mía, tú que tanto me conoces

La joven encuadró el rostro masculino entre sus dedos.

Lo miró a los ojos hondamente.

—¿Eres como antes? Di, ¿te conozco de verdad? ¿O es que venero un fantasma tan sólo?

La tomó en sus brazos. Empezó a besarla como si sus besos fueran respuestas mudas a aquellos reproches que no merecía.