XVI
Tendida en un diván, esperaba. No sabía qué. Tenía como un presentimiento. Hacía más de una hora que dejó a Edgar en el estudio y subió a su casa.
Tenia un cigarrillo entre los labios. Fumaba despacio. Por la ventana abierta entraba la brisa cálida del atardecer. Movía las cortinas de fina muselina.
La espiral de su cigarrillo formaba un arco en el aire y luego, despacio, desvaneciéndose poco a poco, se perdía por la ventana abierta.
Vestía pantalones negros y estrechos, un suéter del mismo color, de cuello subido, de un fino algodón que no producía calor. Morena, con aquellos ojos verdes inmensos, aquel cuerpo duro y esbelto, más que una mujer, en aquel instante parecía una modelo exótica dispuesta a exhibir un atuendo ultramoderno.
Sonó el timbre de la puerta débilmente. No se movió. Brian tenía llave. ¿Quién podía ser? Edgar... sí, seguro que era él. Tal vez deseaba saber cosas de su pasado. Nada más había que decir...
El timbre sonó ahora de modo vibrante.
Perezosamente se puso en pie. Atravesó la estancia a paso corto, cuando el timbre sonó de nuevo.
—¡Ya va, ya va! —se impacientó.
Abrió la puerta. Un muchacho moreno, de grandes ojos azules apareció en el umbral.
Mitzi sintió como una sacudida. Nunca lo había visto, mas era evidente que aquel muchacho era hijo de Brian. Se lo dijo el instinto, algo que sacudió todo su ser en una oleada extraña, pero honda emoción.
—¿Es usted la mestiza?
El acento era seco, la pregunta irrespetuosa, pero Mitzi no sintió rencor, ni odio, ni siquiera humillación. Sintió algo diferente. Como una ternura honda, que le agitaba las entrañas.
—Pata —dijo—, no te quedei en la puerta.
Bri ae irguló,
—No me trate de tú. No soy su amigo. No vengo a traerle flores ni piropos.
Se lo imaginaba, llegaba en son de guerra. Ella no estaba dispuesta a sacar las uñas, ni siquiera la agudeza de una respuesta.
—Pase, míster Karck —dijo, sin ironía.
Bri se desconcertó.
—¿Me conoce usted?
—Se... parece a su padre.
—Y a mi madre.
—No la he conocido.
—Yo la amé con intensidad.
—Todo hijo debe amar a su madre con intensidad —dijo dulcemente—. El que no lo hace no es buen hijo.
Bri esperaba hallarse con una leona desenfrenada, El hecho de que aquella mujer fuera tan bella y a la par tan suave, le hirió como una bofetada.
Pasó y él mismo cerró la puerta.
Vestía un pantalón de dril color beige, una camisa azul marino por fuera del pantalón, abierta por los lados, y su cabello negro, sin ser exageradamente larga tenía cierta semejanza con el de los “Beatles”.
A Mitzi le pareció un muchacho magnífico, de porte altivo, muy semejante a su padre. Lo único que le diferenciaba de él era el color moreno de su epidermis, pero esto lo atribuyó a la estación del verano, al sol que seguramente tomaba diariamente en la pradera.
—Siéntese, míster Karck —invitó Mitzi quedamente—. No creo que haya venido a hacerme una visita de cortesía.
—No. Por eso me quedo de pie.
—Como guste. Usted dirá...
Bri sentía un odio mortal por aquella mujer, pero se encontraba con que no sabía o no podía manifestarlo. Guardó silencio unos instantes, los suficientes para recuperarse, para serenar su agitación, súbitamente despertada ante aquella mujer de verdes ojos que parecía una princesa encantada.
—He querido mucho a mi madre —dijo Bri de pronto.
—Ya me lo ha dicho usted, míster Karck, y ya le respondí a eso.
—No consentiré jamás que la humillen.
—Ella está muerta —adujo Mitzi sin alterarse.
—En nuestro recuerdo, en el mío y en el de mi padre, está viva, debe permanecer viva.
—En el suyo es lógico que lo esté, puesto que fue su madre, pero no puede saber usted si igualmente lo está en el de su padre. Es joven, tiene derecho a la felicidad.
—Por supuesto pero no con una mujer como usted.
—Bri... me ofendes mucho —dijo ella palideciendo.
—¿Por qué no me escupe a la cara?
—Porque no lo haría con nadie de este mundo; mucho menos con el hijo del hombre que amo.
—¡Amar, amar! —masculló Bri, adquiriendo de súbito un odio mortal que pudo y quiso manifestar—, No me hable usted de amor, porque nunca, jamás, voy a creerla. ¿Qué significa el amor para una mujer como usted, despreciada de todos? Ama a mi padre, o dice amarlo, como amaría a cualquier otro que le ofreciera un mínimo de bienestar. No hay sensibilidad en una mestiza. No me haga creer que es usted distinta a todos los seres de su raza.
—No lo pretendo. Somos seres humanos y tan sensibles como ustedes los blancos. El color, amigo mío, no hace a la persona. Hay algo que impera en todo ser humano, sea de esta o aquella raza. Lástima que usted, siendo tan distinguido, perteneciendo a una raza privilegiada, esté tan , falto de esa sensibilidad que no quiere reconocerme a mí.
—No he venido aquí a discutir sus cualidades morales o físicas; he venido a decirle que se vaya, que se olvide de Atlanta y de cuantos en ella vivimos. Este mundo no es para usted. Mi padre no puede menguarse hasta el extremo de ponerse a su altura. Yo no. puedo olvidar a mi madre, y jamás admitiré en mi casa una mujer como usted, colocada en el lugar que ella ocupó.
—Bri...
—¡No me llame por mi nombre..., mujer!
—Eres ofensivo hasta para llamarme mujer.
—Porque la desprecio mucho.
—Yo, en cambia te aprecio a ti.
—¡Farsa! —gritó—. Mucha farsa..., mujer.
—Lo extraño es que tu padre te haya educado tan mal.
—No me tutee.
—No vuelvas a verme. Eres una criatura mal educada y pienso tratarte como me dé la gana, y sobre todo como mereces.
—Escúcheme bien —y la apuntó con el dedo enhiesto—. Si mi padre comete la locura de casarse con usted, yo abandonaré el hogar. Puede que al principio mi padre no manifieste su descontente. Pero después..., me echará de menos y usted llevará sobre sí el peso de su dolor.
—Eres malo, Bri.
—Soy justo.
—Si fueras justo, sentirías un poco de compasión por una mujer que sólo tiene en la vida el respeto y el cariño de un hombre.
—Mi padre no la ama. ¿Es que no lo comprende?
—Cállate, por el amor de Dios. Me hieres y yo quisiera odiarte y no puedo.
—¿Es que no ha pensado aún en la mujer que fue mi madre? ¿Cómo cree posible que después de haber tenido una dama por esposa, pueda soportar su vulgaridad?
Mitzi sintió como si la abofetearan. Era duro. No se parecía a Brian. No se trataba tan sólo de la educación recibida. Era cruel en sus sentimientos y los manifestaba sin pesar alguno.
Y ella, que no necesitaba odiarlo, no podía sentir en su pecho aquel rencor, aquel odio que veía en él. Una extraña emoción la embargaba. Quizá ello se debía a que era hijo de Brian. Ella no podía odiar nada que perteneciera a Brian, y aquel muchacho, fuera como fuera, era su hijo.
Pero sintió dolor. Un agudo dolor que le traspasó las entrañas y se las retorció con saña.
—Se lo ruego —dijo él más calmado, quizá porque observó el desaliento en el bello rostro femenino—, váyase. Edgar es un hombre famoso. Para su vanidad, será más útil que mi padre.
—No necesito vanidad para ser feliz, Bri.
—Le he dicho, mujer, que no me falte el respeto.
—Eres tan niño y a la vez tan hombre, tan duro...
—No me halague.
—No sé.
—Váyase usted lejos de aquí. Si ama a mi padre como dice, por ese mismo amor debe usted desaparecer. Mi padre no la echará de menos, estoy seguro de ello.
—Tal vez te equivoques.
—Yo nunca me equivoco, mujer.
—Vete, olvídate de que has venido aquí.
Por toda respuesta, Bri asió el brazo de un sillón y se apoyó en éL
—No pienso olvidarlo, porque si no se va, vendré todos los días a exigírselo.
—Quizá me vaya —dijo dolida, con voz que parecía iba a quebrarse. A Bri le contrarió que ella fuera así, tan bella, tan fina, tan delicada, al menos en apariencia—. Pero recuerda que no tienes derecho a privar a tu padre de la felicidad. Y a mí a condenarme a la soledad por un mundo hostil que me es desconocido. Yo no tengo la culpa de haber nacido mestiza, de carecer de esa educación que a ti te dieron. Aunque, pese a mi vulgaridad, he de reconocer que no fue perfecta. Yo no tengo la culpa de ser débil y estar sola y necesitar el fuego de una ternura verdadera. Soy un ser humano, y como tú necesito cariño.
—No el de mi padre —dijo con crudeza—. Es usted bella. Miles de hombres se sentirían orgullosos de lucirla a su lado. Mi padre es distinto. Es un gran señor. Y nunca podrá elevarla hasta su rango.
—Mides las cosas con una. materialidad ofensiva, impropia de tus años. No miras hacia adentro, sino exclusivamente hacia afuera. Como un vulgar rapazuelo de la calle.
Bri se lrguió. Dio un paso hacia atrás y quedó firme, midiéndola con la frialdad indescriptible de sus ojos.
—No permitiré que me ofenda, mujer.
Mitzi distendió la boca en una sonrisa.
—Hasta para eso eres tremendamente egoísta. Ofendes tú sin piedad, y exiges que se te trate como a un gran señor. ¡Qué poco te pareces a tu padre!
—Es que aún soy muy joven —dijo fieramente—. Si fuera ya un hombre... quizá a su lado le superara.
—¡Márchate! —gritó exasperada—. No quiero enfadarme y vas a conseguir que te dé una bofetada.
—He jurado escupirla en la calle y lo conseguiré. Lo haré delante de toda Atlanta, si me es posible.
—Eres despiadado y cruel. Puede que un día recibas tu pago; y yo, tonta de mí, aún voy a sentirlo.
Por toda respuesta, Bri se dirigió a la puerta.
Fue entonces, al asir aquélla cuando la puerta sé abrió y apareció en el umbral, el sereno y apacible semblante de Brian Karck.