XIII

Iba dispuesto para el primer encuentro, pero con gran asombro, pudo subir hasta su cuarto sin toparse con su hijo.

Empujó la puerta de la alcoba con cierto alivio.

Pensó con angustia: “Soy un cobarde. Hasta a mi hijo le tengo miedo.”

Pero no era así. De no haber existido aquel engaño, de ser Bri hijo de Lidia, las cosas se hubieran desarrollado de otro modo muy distinto.

Pero era de Mitzi, carne de su carne, sangre de su sangre, y era a la vez un lazo íntimo irrompible de unión con ella. Aquel lazo secreto que ella ignoraba, y que en su existencia de hombre significaba la vida misma.

Además, el hecho de que Brt pudiera ofender a su propia madre, le estremecía de dolor. Y fue él, él tan sólo, quien cambió el rumbo de todas aquellas vidas. La suya y la de su hijo, e incluso la de Mitzi.

Entró y cerró tras de si. Buscó a tientas el conmutador de la luz. Cuando la estancia se iluminó, quedó envarado, fijos los ojos en los de su hijo.

Bri se hallaba de pie junto al lecho de su madre. Erguido, firme, dolido, pero aparentemente sereno; más que un hijo, en aquel instante parecía un acusador.

Brian trató de serenarse, de dar a su rostro una expresión tranquila. Era bastante dueño de sí. Sabía con lo que iba a enfrentarse y se dispuso a ello sin perder los estribos.

Se juzgó a sí mismo, poniéndose en lugar de Bri. Quizá sí, reaccionara del mismo modo. Trató, pues, de penetrar en sus pensamientos. Pensó en aquel instante en sus grandes errores y los enjuició sin compasión alguna para si mismo. El primero de ellos fue hacer caso a Eurí. El segundo, haberse casado para dar cariño de madre a aquella criatura. El tercero y peor, fue educar a Bri desde niño como si fuera un hombre. Tenía quince años, dieciséis casi y su censura era para él como un delito. Ese, sí, fue su mayor error; aquella educación, aquello de hacerle creer que siempre tuvo voz y voto, autoridad para censurar y reformar.

—Buenas noches, Bri —dijo, dando a su voz una entonación apacible—. No esperaba hallarte aquí.

—Debiste suponer que estarla esperándote.

—¿Sí? ¿Hay alguna razón para que así sea?

—Y muy poderosa. Tú lo sabes.

—Siéntate, Bri. Es muy tarde, ¿no crees?

El muchacho no se sentó.

—Papá..., siempre te he tenido en un pedestal.

—Te lo agradezco, hijo.

Notó que su serenidad exasperaba al joven. Creyó poderlo vencer de aquel modo, y temió cuando vio que Bri adquiría de súbita la misma serenidad que él aparentaba.

—Pero has caldo de él, papá.

—Vaya..., ¿por qué razón?

—Y me lo preguntas tú. Tú. precisamente...

—Escucha, Bri... Pero será mejor que nos sentemos, ¿no te parece? Yo creo que puesto que las cosas se han puesto asi, será mejor que tratemos esto de hombre a hombre.

—No me interesa adquirir una hombría que aún no tengo, papá. Soy tu hijo, tengo edad suficiente para hablar de este asunto. Y te censuro. Mucho, ¿sabes?

Brian se dejó caer en el borde del lecho. No podía enfurecerse. Se sentía apático y débil. No humillado, sino dolido. Pero no con su hijo, sino consigo mismo.

—Siéntate, Bri, por favor. Hablaremos de esto sin alterarnos. Dime, hijo mío. ¿Me consideras viejo?

—No. Te considero joven, lo que eres.

—¿Crees que no tengo derecho a rehacer mi vida?

Bri dio un paso al frente. Quedó ante él, mirándole serenamente.

—Te equivocas, papá. Yo no censuro que te vuelvas a casar. Lo que censuro es la mujer que has elegido.

Brian se puso en pie casi bruscamente. Quedóse ante el muchacho. Le miró. No había en sus ojos expresión alguna. Se diría que en aquel instante le habían abofeteado.

—Mi madre —dijo Bri, sin que su padre le interrumpiera— fue una gran señora. Fue la mejor señora de Atlanta. Tú eres un caballero. Yo siempre me sentí orgulloso de ser vuestro hijo. Y ahora... me siento avergonzado de todo cuanto dicen por ahí. Estás en la boca de las gentes, como si fueras una verdulera. Tú, el hombre que me ha dado la vida, que me educó, que yo admiré tanto.

—Escucha, Bri.

—No, papá. No me digas que te vas a casar con esa mestiza, porque se me partiría el corazón.

—¡Bri!

—La desprecio mucho, ¿entiendes? La desprecío tanto, que si me la encuentro en la calle, le escupo a la cara.

Brian sintió como una sacudida, como si su hijo le abofeteara en pleno rostro, como si en verdad hubiese escupido a Mitzi en aquel mismo instante. Furioso o dolido, nunca supo lo que realmente imperó en su corazón en aquel momento, asió a Bri por los brazos y le sacudió con intensidad.

—¡Cállate! —gritó espantado—. ¡Cállate! Maldita sea mi suerte, hijo mío; no quisiera golpearte, y si sigues diciendo eso, te destrozo —lo soltó. Ocultó el rostro entre las manos—. Y quisiera hacerlo, Bri. Comprende, hijo mío.

Bri dio un paso atrás, como espantado.

Muy bajo, apenas perceptible su voz. murmuró, sin preguntar, como dándose una afirmación a sí mismo, que era como un dolor lacerante rasgándole el corazón.

—¿Tanto la amas?

—¡Bri!

—Hasta el extremo de maltratarme a mí. A mí, que soy tu hijo, que soy fruto de tu matrimonio, con aquella dama que fue mi madre y a la que tú vas a humillar ahora por una cualquiera...

La bofetada, en pleno rostro juvenil, sonó en la estancia como un trallazo. Los dos quedaron vibrantes uno frente a otro, mirándose como si se taldrasen.

—Bri —susurró el padre roncamente—. Hijo mío. yo...

Bruscamente, Bri giró en redondo. Se encaminó a la puerta pisando fuerte, como si pretendiera traspasar el suelo.

Brian corrió tras él.

—Bri, hijo mío, escúchame...

El joven se volvió desde la puerta. Una mancha roja alteraba su pálido semblante. Había una dura mueca en sus labios y una tensa expresión en los azules ojos. Aquellos ojos, aquella epidermis cetrina de su madre. Aquella su arrogancia de los Karck y aquel coraje de Sakay, el viejo guía que en su juventud fue un gran guerrero.

—Me has pegado a mí —dijo bajo, como si mascara con amargura cada sílaba—. A mí que soy tu hijo, que llevo la sangre de los Karck y los Maurthe, por una maldita mestiza que se vende por unos dólares.

—¡Cállate! —gritó más dolido que rabioso—. Cállate, Bri, porque no voy a ser dueño de mí. Si tanto me amas, si tanto me admiras, por ese amor y esa admiración, respeta a la mujer que yo amo.

—¡Jamás! ¡Nunca la admitiré! Si un día te casas... yo saldré de aquí y no volveré jamás. Nunca permitiré que mi padre eleve hasta su rango a una cualquiera.

Brian dio un paso al frente. Su mano se elevó como una flecha disparada bruscamente.

—¡Pégame! Pégame otra vez, y así la odiaré más. Infinitamente más de lo que la odio, que ya es decir...

—¡Vete! Vete pronto, antes de que golpee tu rostro hasta destrozarlo. No sabes lo que dices. Pobre hijo mió, no lo sabes todavía...

Bri abrió la puerta y desapareció por ella, a paso rápido, lia cerró con brutal golpe.

Brian quedó allí, en medio de la estancia, con el rostro entre las manos. Sintió que algo humedecía sus dedos, y con rabia pasó el dorso de la mano por sus ojos.

—Que el cielo me castigue a mí por haber mentido tanto —murmuró sordamente—. Ni él ni ella tienen culpa, pero son víctimas de mis errores.

* * *

No pudo dormir. Eran las cuatro de la madrugada cuando salió de nuevo a la calle y caminó por el sendero enarenado a paso lento, como un autómata. No sabía adónde iba. Necesitaba aire. Algo fresco que aliviara un tanto el ardor que le roia interiormente. Pero el aire no fue suficiente.

Con los ojos fijos ante sí, caminó. Pasos y pasos sin saber adonde se dirigía. La ciudad muerta, los edificios silenciosos. Las luces de neón parpadeantes en la noche cálida de verano.

De pronto se vio ante la casa de Mitzi. Necesitaba verla, sentir que alguien le comprendía. Sentir su dulzura, su voz consoladora, la caricia de su mano en su frente ardorosa. El suspiro de su boca en la aridez de ia suya.

Dio la vuelta a la manazana. No había luz en el edificio, pero en su bolsillo estaba la llave de aquel piso pequeño que refugiaba a una pobre muchacha humilde, de belleza sin igual, de valores espirituales incomparables que sólo él podía comprender y aquilatar.

Subió uno a uno aquellos escalones.

Bri, su hijo, enfrentado con él y con su propia madre. ¡Dios de los cielos! ¿Cómo había podido él cometer aquella monstruosidad? ¿Cómo decirle a Mitzi que aquel muchacho que la odiaba, que un día le escupiría en la cara, era su propio hijo? El mundo, la vida social..., ¡qué poca importancia tenian ante aquel dilema tan humano, tan doloroso! No, no le retenia la opinión, ni los prejuicios que ya no respetaba. Eran ellos dos. Ellos, enfrentándose con un odio mortal. El porque amaba y admiraba a su padre y no quería una mujer de raza distinta para él, y ella, porque aquel hijo la separaba del hombre que amaba.

Introdujo el llavin en la cerradura. Dio la vuelta a éste, pero no abrió.

¿Qué podía decirle a Mitzi? ¿Referirle lo ocurrido con su hijo? Sería humillarla más, y la vida —por sí sola— ya la había humillado bastante.

Bruscamente, ocultó el llavin en el bolsillo. No podía decir a Mitzi lo ocurrido. Lo ocultaría siempre. Tal vez Bri cambiara de parecer. Era un chiquillo... ¡Qué sabia él de sentimientos, de voluntades, de los dolores de un hombre y una mujer!

Daba la vuelta sobre sí mismo, cuando se abrió la puerta.

—Brian —dijo la voz cálida de Mitzi—. Brian...

El quedó vibrante, sin dar la vuelta.

—Brian..., pasa.

—Es que...

—Pasa. Sea lo que sea..., no me lo digas ahí.

Despacio, como si le pesaran los pies, entró y Mitzi cerró en silencio.