XIII

Ordier saltó torpemente el último peñasco voladizo, cayó en el pedregullo y resbaló en una nube de polvo y arenisca hasta el suelo arenoso del valle.

Se levantó, y la silueta alta y solitaria del esperpento se agigantó junto a él y por encima de él.

Sabía que no había nadie allí, pues mientras bajaba por las rocas había llegado a ver todo alrededor. No había vigías a lo largo del cerro, ni otros qataari en las inmediaciones. El viento soplaba sobre la desierta plantación de rosas, y en el otro extremo del valle colgaban los telones del campamento, grises y pesados.

Las estatuas que rodeaban la arena se alzaban frente a él, y Ordier se acercó lentamente excitado otra vez, y aprensivo. En seguida vio el montón de pétalos y respiró el aroma embriagador. Allí, a la sombra del esperpento, la brisa tenía poco efecto, y apenas si agitaba la superficie del montículo. Ahora que estaba en el llano, observó que los pétalos no habían sido extendidos en una superficie lisa y uniforme, y que el manto que cubría a la muchacha era espeso e irregular.

Al llegar a la estatua más próxima, Ordier titubeó. Era, casualmente, una de aquellas a las que estaban amarradas las cuerdas; vio la fibra tosca que penetraba en el montículo, y desaparecía.

Una de las causas de la indecisión de Ordier era una incertidumbre repentina, una necesidad de guía. Si había interpretado bien la conducta de los qataari, lo habían invitado tácitamente a que abandonara el escondite, a que participara en el ritual. Pero ¿qué esperaban de él ahora?

¿Tendría que ir hasta donde estaba la muchacha bajo los pétalos y presentarse? ¿O permanecer de pie delante de ella como lo había hecho el hombre? ¿Tendría que violarla? ¿Acaso desatarla? Miró otra vez alrededor, desorientado, esperando una clave.

Todas aquellas posibilidades se abrían ante él, y otras, pero ahora comprendía una vez más que los caminos de la libertad eran creados por actos ajenos. Era libre de actuar como quisiera, y sin embargo todo estaría siempre preordenado por el poder misterioso, omnisciente de los qataari. Era libre de alejarse, pero esa decisión habría sido predeterminada; era libre de apartar los pétalos y violar a la joven, pues también eso habría sido predeterminado.

Indeciso, se quedó al lado de la estatua, respirando la peligrosa fragancia, sintiendo que el deseo sexual despertaba en él una vez más. Al fin se adelantó, pero algún resabio de convencionalismo lo impulsó a carraspear nerviosamente, anunciándose. No hubo reacción de parte de la muchacha.

Siguió el recorrido de la cuerda y se detuvo en la orilla del montículo de pétalos. Estiró el cuello hacia adelante, tratando en vano de ver la abertura que habían dejado para los ojos.

La fragancia de los pétalos era embriagadora; y la presencia de Ordier parecía agitarlos, naciéndolos subir y flotar como un sedimento granuloso en una botella de agua. Respiró hondo, entregándose a aquel inducido sopor mental, rindiéndose a los misterios de los qataari. Lo tranquilizaban y lo excitaban, lo hacían sensible a los sonidos de la brisa, al seco calor del sol.

Sentía las ropas tiesas y artificiales, y se las quitó. Vio la toga escarlata que habían echado a un lado, y arrojó las ropas encima. Cuando volvió a la pila de pétalos, se inclinó y tomó la cuerda; tiró, sintiendo la tensión, sabiendo que la muchacha la sentiría, y sabría que él estaba allí.

Dio un paso adelante y los pétalos se le arremolinaron alrededor de los tobillos; el perfume se hizo más denso, como el almizcle vaginal del deseo.

Pero en seguida vaciló otra vez, de pronto consciente de una sensación intrusa, tan clara, tan intensa que casi parecía que algo le estuviera presionando la piel.

En alguna parte, escondido, alguien lo observaba.