VIII

Pasaron otros cuatro días. Aunque Ordier no había vuelto a la celda del esperpento, la muchacha qataari continuaba intrigándolo; al mismo tiempo advertía en él mismo un sentimiento creciente de ambigüedad, favorecido por la inoportuna presencia de los Parren.

En la mañana siguiente a la visita de la pareja, Ordier había estado esperando a que Jenessa se marchara cuando tuvo un pensamiento inquietante. Era lo que Parren había dicho en el cerro, a propósito de las escintilas sin marca, no identificadas. Las había relacionado con los qataari y había supuesto que algún otro estaba vigilándolos.

Ordier, mientras escuchaba a Jenessa en el cubículo de la ducha, comprendió de pronto que era posible otra interpretación, completamente distinta.

No se trataba de que alguien estuviese espiando a los qataari… Los propios qataari estaban observando.

Era evidente que a los qataari, obsesionados por preservar su propia intimidad, les convenía conocer los movimientos de los otros isleños. Si disponían de un equipo de escintilas —o si ellos mismos habían encontrado una forma de fabricarlas—, era lógico que se defendieran así del mundo exterior.

No era al menos imposible. Los hombres y mujeres qataari que habían visitado las naciones del norte pronto revelaron una brillante comprensión inductiva de la ciencia y la tecnología, y al cabo de apenas unos momentos de vacilación se habían sentido enteramente cómodos con aparatos tales como ascensores, teléfonos, automóviles… y hasta ordenadores. Parren había dicho que el nivel de la ciencia qataari era muy alto; en ese caso, bien podían haber aprendido a reproducir las escintilas y llevar a cabo una siembra indiscriminada por todo el país.

Si los qataari estaban observando a los habitantes de Tumo, entonces era obvio que observaban también a Ordier. Pensó en las escintilas no identificadas que una y otra vez encontraba en la casa.

Ese mismo día, más tarde, cuando Jenessa se marchó, Ordier tomó el detector y registró una por una todas las habitaciones. Encontró otra media docena de escintilas sin marca, y las puso con las otras en la caja hermética. Pero el detector era falible; Ordier nunca podía estar completamente seguro de haberlas recogido todas.

Pasó la mayor parte del día cavilando, comprendiendo que esa conjetura, si era acertada, llevaba a una conclusión inevitable: los qataari sabían que él estaba espiándolos desde el mirador.

Así se explicaba entonces algo que a Ordier siempre le había parecido inquietante y extraño: la obsesiva impresión de que el ritual era representado para su propio y exclusivo beneficio.

Él siempre había procurado mantenerse bien oculto y en completo silencio, y en circunstancias normales los qataari no tenían por qué haberse enterado de que él estaba allí. Pero la muchacha había pasado a ser la protagonista del ritual después de que él reparara en ella en la plantación, y la observara a través de los prismáticos. El ritual, el ritual mismo, comenzaba invariablemente después de que él entrara en la celda; nunca había llegado en medio de una ceremonia. Y la ceremonia misma, aunque representada en un escenario circular, era siempre visible desde la hendedura, la muchacha siempre estaba allí enfrentándolo.

Hasta ese momento Ordier, casi sin advertirlo, había atribuido todo esto a la buena suerte, y no había buscado una explicación racional. Pero si los qataari lo vigilaban, si estaban esperándolo, si representaban la escena para él…

Sin embargo, todas estas especulaciones dejaban fuera un hecho cierto: la famosa adversión de los qataari a ser observados. Si no permitían que nadie los observase, ¡menos aún montarían un intrigante ritual para que él deseara observarlos!

Fue esa nueva interpretación, y los enigmas concomitantes, lo que mantuvo a Ordier alejado del esperpento durante cuatro días. En el pasado, había imaginado a veces que la muchacha estaba siendo preparada para él, que era un señuelo sexual, pero todo esto podía interpretarse como una ensoñación erótica. No estaba preparado aún para aceptar que esa fantasía fuese un hecho real. Pues tendría que aceptar también, como inevitable consecuencia, otra ensoñación fantástica: que la muchacha sabía quién era él, que los qataari lo habían elegido a él.

Así pasaron los días. Jenessa estaba ocupada con los preparativos de Parren, y parecía no darse cuenta del humor abstraído de Ordier. Durante el día merodeaba por la casa, ordenando los libros y tratando de concentrarse en las cuestiones domésticas. Por la noche, como de costumbre, dormía con Jenessa, pero cuando hacían el amor, sobre todo en los momentos previos al clímax, Ordier pensaba en la muchacha qataari. La imaginaba tendida en el lecho de pétalos rojos; la veía con la vestidura desgarrada, el cuerpo tibio y suave, las piernas abiertas, acercando la boca a la de él, clavando en él unos ojos sumisos.

Se la habían ofrecido, y Ordier sabía que era para él, para que él la tomara.