Junio de 1903 a enero de 1915
El día estival, con los dos jóvenes amantes prisioneros, se convirtió en un momento prolongado.
Thomas James Lloyd, con el sombrero de paja en alto en la mano izquierda, la otra mano extendida. La rodilla derecha algo doblada, como si estuviera a punto de arrodillarse, y una cara esperanzada y feliz. Parecía como si una brisa leve le moviese el pelo, y tenía tres cabellos erizados, pero se los había despeinado él mismo al sacarse el sombrero. Un minúsculo insecto alado que se le había posado en la solapa estaba congelado en pleno vuelo; un intento de huida demasiado tardío.
A pocos pasos de Thomas estaba Sarah Carrington. El sol le daba en la cara iluminándole los bucles rojizos que le caían por debajo de la cofia. Un botín abotonado, avanzando hacia Thomas, asomaba bajo el ruedo de encaje de la falda.
La mano derecha levantaba por encima del hombro una sombrilla rosa, como si fuese a moverla en el aire, feliz. Se estaba riendo, y los ojos pardos y serenos miraban con afecto al joven frente a ella.
Las manos de los dos estaban extendidas, separadas por unos pocos centímetros.
La izquierda de Sarah se adelantaba con los dedos abiertos para tomar la mano del muchacho.
En los dedos tendidos de Thomas, unas manchas blancas e irregulares indicaban que hasta hacía un momento había tenido los puños tensos y apretados.
El cuadro: las hierbas altas y aún húmedas por el chaparrón de pocas horas antes, el color pardo claro de la grava en el sendero, las flores silvestres que se abrían en el prado, la culebra que dormía al sol a menos de un metro de la pareja, los vestidos, la piel… todo vertido en colores pálidos y embebido en una luminosidad sobrenatural.