Agosto de 1940
Hasta el momento del choque final, el bombardero cayó en silencio. Aunque sólo un motor se había incendiado, ninguno de los dos funcionaba ahora, y las llamas y el humo que envolvían el fuselaje dejaban en el cielo una espesa estela negra. El aparato estalló junto al recodo del río.
Entretanto, los dos pilotos alemanes que habían escapado de la nave flotaban a la deriva sobre Richmond Hill, oscilando bajo los paracaídas.
Lloyd se protegió los ojos con las manos para ver dónde irían a aterrizar. Uno había tardado un poco más en saltar del avión, y estaba mucho más cerca, cayendo lentamente hacia el río.
Al parecer las autoridades de la Defensa Civil urbana habían sido alertadas, pues unos minutos más tarde Lloyd oyó el campanilleo de los coches de la policía y la sirena de los bomberos.
Notó un movimiento, cerca, y se volvió. A los dos congeladores que habían estado siguiéndolo, se habían unido ahora otros dos; uno de ellos era la mujer que había visto en la taberna. El que parecía más joven ya había levantado el instrumento y lo apuntaba hacia la orilla opuesta del río, pero los otros tres estaban diciéndole algo. (Lloyd podía ver el movimiento de los labios, y la expresión de los rostros, pero como siempre no alcanzaba a oírlos.) El joven apartó con un movimiento la mano compulsiva de uno de los otros y avanzó resueltamente hasta el borde del agua.
Uno de los alemanes descendió cerca del linde de Richmond Park y se perdió de vista más allá de las casas, en las inmediaciones de la cresta de la Colina; el otro, retenido en el aire por una súbita ráfaga ascendente, flotó un momento sobre el río, y ahora estaba a sólo unos quince metros de altura. Lloyd veía cómo tironeaba de las cuerdas del paracaídas, tratando con desesperación de guiarlo hacia tierra. A medida que el lienzo blanco iba expulsando el aire, caía con mayor rapidez.
En la orilla del río, el joven congelador preparaba el instrumento, apuntando con la ayuda de una mira. Un momento después, los esfuerzos del alemán que trataba de evitar el agua, se vieron recompensados de un modo que él nunca hubiera imaginado; a tres metros de la superficie del río, con las rodillas levantadas para amortiguar el golpe, y un brazo aferrado a la cuerda de arriba, el alemán quedó congelado en el aire.
El congelador bajó el instrumento y Lloyd, desde la otra orilla, observó al hombre infortunado suspendido entre el cielo y la tierra.