VIII

Era un día de fiesta. El Parque bullía de gente, todos radiantes en alegres atuendos de estío. El sol resplandecía en un cielo sin nubes, la brisa movía los vestidos de las mujeres y una banda tocaba marchas estimulantes en un pabellón alejado. Todo me pareció tan familiar que mi primer temor instintivo fue que mis padres y hermanas estuviesen por allí en algún sitio, y que mi visita clandestina fuese descubierta. Me acurruqué en la barranca del Canal, pero en seguida me reí de mí mismo y me enderecé; en mi minuciosa anticipación de esta hazaña había tenido en cuenta que quizá me encontrase con personas conocidas, pero decidí que era demasiado improbable. De todos modos, cuando miré de nuevo a la gente que pasaba —que no me prestaba ninguna atención— advertí ciertas diferencias sutiles en la vestimenta y los peinados, y estuve seguro de que a pesar de todas las aparentes similitudes, había viajado en verdad al futuro.

Trepé hasta el sendero flanqueado de árboles y me mezclé con la multitud, adaptándome con rapidez al humor del día. Debía tener el aspecto de cualquier otro escolar, pero yo me sentía muy diferente. Al fin y al cabo, esta era la segunda vez que saltaba al futuro.

Aparte de esta euforia, había ido allí con un propósito, y no lo olvidaba. Miré hacia la otra orilla, tratando de distinguir a Estyll. No estaba junto al banco, y sentí una dolorosa e ilógica desilusión, como si aquella ausencia fuese una traición deliberada. Todas las frustraciones de los meses pasados volvieron a mí, y hubiera podido gritar de dolor. Pero de pronto, como por milagro, la vi no lejos del banco, yendo y viniendo por el sendero, y echando de tanto en tanto una mirada furtiva hacia el Puente de Mañana. La reconocí en seguida, aunque no sé muy bien por qué; en aquel día del futuro apenas había llegado a verla, y desde entonces la imaginación se me había desbocado, y no obstante, en el instante mismo en que la vi, supe que era ella.

No llevaba el chal con que se había abrigado los hombros la otra vez, y ahora tenía los brazos cruzados sobre el pecho. El vestido era ligero, de verano, en colores pastel, y a mis ojos anhelantes ninguna otra mujer hubiera podido llevar un vestido más hermoso. El cabello corto le caía con gracia alrededor de la cara, y el modo de erguir la cabeza y la apostura toda me parecieron de una delicadeza inexpresable.

La contemplé un rato, inmóvil. La gente seguía pasando a mi lado en torbellinos, pero por la atención que yo les prestaba podían no haber estado allí.

Al fin me acordé de mi propósito, aunque sólo verla era una experiencia de felicidad que nunca hubiera podido imaginar. Volví sendero abajo, dejando atrás el Puente de Mañana, y luego más allá, hasta el Puente de Hoy. Crucé de prisa, atravesé el molinete y pasé al otro lado. Siempre en el mismo día, subí por el sendero hacia el sitio donde acababa de ver a Estyll.

De este lado del Canal había, por supuesto, menos gente, y el sendero no estaba tan atestado. Yo caminaba mirando alrededor, notando que las costumbres no habían cambiado: había mucha gente sentada a la sombra de los árboles junto a los restos desparramados de una merienda. No miré a esos grupos con detenimiento; aún me quedaba en algún recoveco de la mente el temor de tropezarme con mi propia familia.

Dejé atrás la fila de gente que esperaba en el puesto de peaje de Mañana, y vi el sendero del otro lado. Allí, paseando lentamente, estaba Estyll.

Al verla tan cerca de mí, me detuve.

Luego me adelanté, aunque menos confiado que antes. Ella me miró un momento, pero con los mismos ojos indiferentes con que miraba a todo el mundo. Me encontraba a unos pocos pasos de ella, y el corazón me golpeaba, y yo estaba temblando. Descubrí que el pequeño discurso que había preparado —que me presentaría a ella, revelándome como un joven inteligente y maduro, o invitándola a dar un paseo conmigo— se me había ido de la mente. Ella parecía tan adulta, tan segura de sí misma.

Ajena por completo a mi atención concentrada, Estyll dio media vuelta en el momento mismo en que yo ya hubiera podido tocarla.

Di unos pasos más, desesperadamente inseguro de mí mismo. Me volví y la enfrenté.

Por primera vez en mi vida sentí los tormentos del amor desbocado. Hasta ese instante, la palabra no había tenido sentido para mí, pero allí frente a ella sentí un amor tan impetuoso que sólo atiné a echarme atrás. Ignoro la impresión que pude causarle; creo que estaba temblando, rojo de vergüenza. Ella me miró con unos ojos grises y serenos, y una expresión inquisitiva, como si adivinara que yo tenía algo importantísimo que decirle. ¡Era tan hermosa! ¡Y yo me sentía tan torpe!

Entonces me sonrió de pronto, como animándome a que dijera algo. Pero yo me quedé mirándola, sin siquiera pensar en lo que podría decirle, simplemente paralizado por aquella inesperada lucha con mis emociones: yo había imaginado que el amor era algo simple.

Los momentos pasaban y ya me era imposible dominar aquella turbulencia. Di un paso atrás, y luego otro. Estyll no había dejado de sonreírme durante aquellos largos segundos de mi mirada muda, y cuando me alejé me sonrió abiertamente y abrió los labios como si quisiera decir algo. Fue demasiado para mí. Di media vuelta, ardiendo de vergüenza, y eché a correr. Al cabo de unos pocos pasos me detuve y volví la cabeza. Ella todavía me miraba, todavía me sonreía.

Grité:

¡Te amo!

Tuve la impresión de que todo el mundo en el Parque me había oído. No esperé a ver la reacción de Estyll; huí. Corrí por el sendero, trepé por una barranca de hierbas y me oculté entre unos árboles. Corrí y corrí; crucé el vestíbulo del restaurante al aire libre, crucé un prado y me precipité bajo la fronda de otros árboles.

Era como si el esfuerzo físico de la carrera me hubiera impedido pensar, pues en el momento en que me detuve y descansé, la enormidad de mi conducta me desbordó. Me parecía que todo lo que había hecho estaba mal y nada bien. Había tenido una oportunidad y la había dejado escapar.

Y lo peor de todo: le había gritado mi amor, revelándolo al mundo. Para mi mente adolescente no era posible un error más grosero.

De pie bajo los árboles, la frente apoyada contra el tronco de un roble viejo, le daba puñetazos de frustración y furia.

Tenía temor de que Estyll pudiese encontrarme y no quería volver a verla nunca más. Al mismo tiempo, la quería y la amaba con una pasión creciente… y esperaba, pero era una esperanza secreta, que me estuviera buscando por el Parque y que llegara hasta mi árbol y me abrazara.

Al cabo de un rato mis emociones turbulentas y contradictorias se fueron calmando.

Pese a todo no quería ver a Estyll, de modo que regresé al sendero mirando adelante con cuidado para evitar cualquier encuentro casual. En el sendero mismo —donde la gente seguía paseando indiferente y divertida, ajena al drama— miré hacia los puentes, pero no vi señales de ella. No estaba seguro de que se hubiera marchado, de modo que deambulé por los alrededores, desgarrado entre una timidez incontenible y una profunda devoción.

Al fin decidí arriesgarme y corrí por el sendero hasta los puentes de peaje. No traté de verla, y no la vi. Pagué el peaje en el Puente de Hoy y volví al otro lado. Descubrí las huellas que yo había dejado en la orilla junto al Puente de Mañana, apunté a la marca en el suelo y salté.

Aparecí en el mismo día que había dejado. Como antes, mi método de viajar por el tiempo, eficaz pero primitivo, no me devolvió a un momento que correspondiera con exactitud al tiempo transcurrido, pero sí a uno bastante aproximado. Cuando comparé mi reloj con el de la casilla de peaje, descubrí que mi ausencia no había durado un cuarto de hora. Mientras tanto, yo había estado en el futuro durante más de tres horas.

Tomé un tren de regreso anterior al previsto y me pasé el resto del día vagando por el campo en mi bicicleta, reflexionando sobre las pasiones del hombre, los esplendores de la feminidad juvenil y las malditas flaquezas de la voluntad.